Cuentos esenciales (78 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Y con un esfuerzo desesperado le dio un empellón que la lanzó hacia la estancia contigua. Ella fue a parar sobre la mesa puesta, haciendo caer los vasos, que se rompieron. Luego, tras levantarse y correr hacia el otro lado de la mesa para que el amo que la perseguía no la cogiera, siguió espetándole a la cara palabras terribles:

—¡Sólo tiene el señor que salir…, esta noche…, después de cenar… y volver luego enseguida…., y lo verá!…, ¡verá si miento!… Pruebe el señor… y ya verá.

Ella había alcanzado la puerta de la cocina y escapó. Él corrió detrás de ella, subió la escalera de servicio hasta el cuarto de la criada, donde ésta se había encerrado, y llamó a la puerta:

—Vas a dejar la casa ahora mismo.

Ella respondió a través de la hoja:

—Puede el señor contar con ello. Dentro de una hora no estaré ya aquí.

Entonces él volvió a bajar lentamente agarrándose al pasamano para no caerse; y regresó al salón, donde Georges lloraba, sentado en el suelo.

Parent se derrumbó sobre una silla y miró al niño como un lelo. No comprendía ya nada; no sabía ya nada; se sentía aturdido, anonadado, loco, como si acabara de darse un golpe en la cabeza; apenas si recordaba las cosas horribles que le había dicho su criada. Luego, poco a poco, su razón, como un agua turbia, se calmó y se aclaró; y la horrible revelación comenzó a atormentar su corazón.

Julie había hablado tan claro, con tal vehemencia, seguridad y sinceridad que ya no dudó de su buena fe, pero él se obstinaba en poner en duda su clarividencia. Podía haberse equivocado, cegada por su abnegación hacia él, movida por un odio inconsciente contra Henriette. Pero, a medida que trataba de tranquilizarse y de convencerse, mil pequeños hechos se despertaban en su recuerdo, palabras de su mujer, miradas de Limousin, un montón de nimiedades inobservadas, casi imperceptibles, de salidas a hora tardía, de ausencias simultáneas e incluso de gestos casi insignificantes pero extraños, que no había sabido ver ni comprender y que ahora adquirían para él suma importancia, establecían una relación entre ellos. Todo cuanto había pasado desde su noviazgo surgía bruscamente en su memoria sobreexcitada por la angustia. Lo recordaba todo, inflexiones especiales, actitudes sospechosas; y su pobre espíritu de hombre tranquilo y bueno, corroído por las dudas, le mostraba ahora, como certezas, lo que habrían podido ser aún nada más que sospechas.

Buceaba con una obstinación encarnizada en sus cinco años de matrimonio, tratando de recordarlo todo, mes por mes, día por día; y cada cosa inquietante que descubría le punzaba en el corazón como un aguijón de avispa.

Ya no pensaba en Georges, que ahora se estaba callado, sentado en la alfombra. Pero, al ver que no se ocupaba de él, el crío rompió de nuevo a llorar.

Su padre se le acercó, lo cogió en sus brazos y le cubrió la cabeza de besos. ¡Al menos le quedaba su hijo! ¿Qué importaba todo lo demás? Le sostenía, le estrechaba, con la boca en su pelo rubio, aliviado, consolado, balbuciendo: «Georges…, mi pequeño Georges, mi querido pequeño Georges…». Pero de repente recordó lo que le había dicho Julie… Sí, había dicho que su hijo era de Limousin… ¡Oh, eso no era posible, bajo ningún concepto! No, no podía creerlo, no podía dudarlo siquiera un segundo. ¡Ésa era una de esas odiosas infamias que germinan en las almas innobles de la servidumbre! Repetía: «Georges…, mi querido Georges». La criatura, acariciada, se había callado de nuevo.

Parent sentía el calor de su pechito penetrar en el suyo a través de las telas. Le llenaba de amor, de coraje, de alegría; ese dulce calor de niño le acariciaba, le fortificaba, le salvaba.

Entonces separó un poco de él la linda cabecita de pelo rizado para mirarla con pasión. La contemplaba ávidamente, como loco, embriagándose de verla y repitiendo en todo momento:

—¡Oh!, ¡mi pequeño…, mi pequeño Georges!…

Pensó de repente: «¡Y, sin embargo, si se pareciera a Limousin!…».

Tuvo una sensación extraña, atroz, una punzante y violenta sensación de frío en todo el cuerpo, en cada uno de sus miembros, como si de golpe sus huesos se hubieran vuelto de hielo. ¡Oh!, si se pareciera a Limousin…, y seguía mirando a Georges, que ahora reía. Le observaba con mirada perdida, turbia, huraña. Y buscaba en la frente, en la nariz, en la boca, en las mejillas, tratando de encontrar algo de la frente, de la nariz, de la boca y de las mejillas de Limousin.

Su pensamiento se extraviaba, como cuando se está a punto de enloquecer, y el rostro del niño se transformaba bajo su mirada, adquiría extraños aspectos, parecidos inverosímiles.

Julie había dicho: «Hasta un ciego se daría cuenta». ¡Había, pues, algo de patente, algo de innegable! Pero ¿el qué? ¿La frente? ¡Tal vez sí! ¡Sin embargo, Limousin tenía la frente más estrecha! Entonces, ¿la boca? ¡Pero si Limousin llevaba barba! ¿Cómo establecer una relación entre la gordita barbilla del niño y la barbilla peluda de aquel hombre?

Parent pensaba: «No consigo ver…, no consigo encontrar…, estoy demasiado agitado… ahora no sabría reconocer nada… ¡Tengo que esperar! Mañana por la mañana, al levantarme, tendré que observarlo bien».

Luego pensó: «¡Pero si se pareciera a mí estaría salvado!, ¡salvado!».

Y atravesó el salón de dos zancadas para ir a examinar en el espejo la cara de su hijo al lado de la suya.

Mantenía a Georges sentado en su brazo, a fin de que sus rostros estuvieran muy cerca, y hablaba en voz alta, tanto era su extravío… «Sí…, tenemos la misma nariz…, la misma nariz…, quizá…, no es seguro…, y la misma mirada… Pero no, él tiene los ojos azules… Entonces…, ¡oh, Dios mío!…, ¡Dios mío!…, ¡Dios mío!…, ¡me estoy volviendo loco!… ¡No quiero ver más…, me estoy volviendo loco!…»

Se fue lejos del espejo, al otro extremo del salón, se dejó caer en un sillón, depositó al pequeño en otro y rompió a llorar. Lloraba con grandes sollozos desesperados. Georges, espantado de oír gemir a su padre, comenzó enseguida a berrear.

Sonó el timbre de la entrada. Parent dio un salto, como si le hubiera atravesado una bala. Dijo:

—Ahí está… ¿qué voy a hacer?…

Y corrió a encerrarse en su habitación para tener tiempo al menos de secarse los ojos. Pero, tras unos segundos, un nuevo timbrazo le hizo estremecerse de nuevo; luego recordó que Julie se había ido sin que la doncella hubiera sido avisada de ello. Así pues, ¿nadie iría a abrir? ¿Qué hacer? Fue él.

He aquí que de repente se sentía valiente, decidido, dispuesto al disimulo y a la lucha. La espantosa impresión le había hecho madurar en unos instantes. Y además quería saber; lo quería con un furor de tímido y una tenacidad de bonachón fuera de sus casillas.

¡Sin embargo, temblaba! ¿Era de miedo? Sí… ¿Acaso tenía miedo aún de ella? ¡Quién sabe cuánta cobardía espoleada se esconde en la audacia!

Tras llegar a la puerta de puntillas, se detuvo a escuchar. El corazón le latía aceleradamente; sólo oía este ruido: unas grandes palpitaciones en el pecho y la vocecita aguda de Georges que seguía berreando en el salón.

De repente, el sonido del timbre que estalló sobre su cabeza le sacudió como si fuera una explosión; entonces acercó la mano a la cerradura, y, jadeando, desfalleciente, dio vuelta a la llave y tiró de la hoja.

Su mujer y Limousin estaban de pie delante de él en la escalera.

Ella dijo con un aire de asombro que dejaba traslucir cierta irritación:

—¿Así que ahora eres tú quien abre? ¿Dónde está, pues, Julie?

Él tenía un nudo en la garganta, la respiración fatigosa; y se esforzaba en responder, pero sin poder pronunciar una palabra.

Ella prosiguió:

—¿Te has vuelto mudo? He preguntado que dónde está Julie.

Entonces él balbució:

—Se… ha…, se… ha… ido…

Su mujer comenzaba a enfadarse:

—¿Cómo que se ha ido? ¿Dónde? ¿Y por qué?

Él iba recobrando poco a poco su aplomo y sentía nacer dentro de sí un odio mordaz contra esa mujer insolente que estaba de pie delante de él.

—Sí, se ha ido definitivamente… La he despedido.

—¿Que has despedido a Julie?… Pero ¿es que te has vuelto loco?

—Sí, la he despedido porque se ha puesto insolente… y ha maltratado al niño.

—¿Julie?

—Sí…, Julie.

—¿Y en qué se ha mostrado insolente?

—Sobre ti.

—¿Sobre mí?

—Sí…, porque se le había quemado la cena y tú no volvías.

—Pero ¿qué ha dicho?

—Ha dicho… cosas descorteses de ti… y que yo no debía…, no podía escuchar…

—¿Qué cosas?

—Es inútil repetirlas.

—Quiero saberlas.

—Pues ha dicho que es una gran desgracia para un hombre como yo haberse casado con una mujer como tú, impuntual, de vida desordenada, despreocupada, mala ama de casa, mala madre y mala esposa…

La joven había entrado en la antesala, seguida de Limousin, que no decía esta boca es mía ante aquella situación inesperada. Ella cerró bruscamente la puerta, tiró su abrigo sobre una silla y se fue hacia su marido balbuceando, exasperada:

—¿Dices…, dices… que yo soy…?

Él estaba muy pálido, muy sereno. Respondió:

—Yo no digo nada, querida; simplemente te repito las palabras de Julie, que tú has querido saber; y quisiera hacerte observar que yo la he puesto de patitas en la calle justamente por estas palabras.

Ella se estremecía de unas ganas locas de arrancarle la barba y las mejillas con sus uñas. Notaba la rebelión en la voz de él, en su tonillo y en la forma de hablarle, aunque ella no pudiera replicar nada; y trataba de retomar la ofensiva mediante alguna palabra directa e hiriente.

—¿Has cenado? —preguntó ella.

—No, he esperado.

Ella se encogió de hombros con impaciencia.

—Es estúpido esperar después de las siete y media. Hubieras tenido que comprender que me he visto retenida, que tenía algunos asuntos que despachar, ir de compras.

Y de repente sintió necesidad de explicarle lo que había hecho, y le contó, con breves y arrogantes palabras, que había tenido que ir a elegir unos objetos de decoración, lejos, muy lejos, a la rue de Rennes, y de vuelta se había encontrado con Limousin a las siete pasadas, en el boulevard Saint-Germain, y le había pedido que la acompañara a comer algo, porque estaba muerta de hambre y no se atrevía a entrar sola en un restaurante. He aquí que había cenado con Limousin, si se podía llamar cenar a eso, porque no habían tomado más que un caldo y medio pollo por las prisas de volver.

Parent se limitó a responder:

—Has hecho bien. No te lo reprocho.

Limousin, que hasta ese momento había permanecido en silencio, casi escondido detrás de Henriette, se adelantó y le tendió la mano murmurando:

—¿Todo bien?

Parent estrechó blandamente la mano que le tendían:

—Sí, todo bien.

Pero la joven había captado una palabra en la última frase de su marido.

—Reproches… ¿Por qué hablas de reproches?… Se diría que quieres hacerme alguno.

Él se excusó:

—No, en absoluto. Sólo quería decirte que no estaba preocupado por tu retraso y que no te acusaba de nada.

Ella reaccionó con arrogancia, buscando un pretexto de disputa.

—¿Mi retraso?… Cualquiera diría que es la una de la mañana y que me paso las noches fuera…

—No, querida. He dicho «retraso» porque no encuentro otra palabra. Tenías que volver a las seis y media y has llegado a las ocho y media. ¡Si esto no es retraso! Lo comprendo perfectamente. No…, no…, tampoco me asombro. Pero…, pero… no consigo dar con otra palabra.

—Lo dices en un tono como si hubiera dormido fuera de casa…

—Pues no…, no…

Ella comprendió que él cedería siempre y estaba a punto de entrar en la habitación cuando finalmente se dio cuenta de que Georges berreaba. Entonces preguntó con el rostro demudado:

—¿Qué le pasa al niño?

—Te he dicho que Julie le había maltratado un poco.

—¿Qué ha hecho esa asquerosa?

—Casi nada…, le ha dado un empujón y se ha caído.

Ella quiso ir a verle y se fue corriendo al comedor, deteniéndose de golpe delante de la mesa con el vino derramado, las botellas y los vasos rotos, los saleros volcados.

—¿Qué es todo este desastre?

—Ha sido Julie que…

Furiosa, ella le cortó la palabra:

—¡Esto es demasiado! Julie me trata de desvergonzada, pega a mi hijo, rompe mi vajilla, pone la casa patas arriba y parece que tú encuentras todo esto de lo más normal.

—No…, puesto que la he despedido.

—¡La verdad!… ¡La has despedido!… Pero hubieras tenido que hacerla detener. ¡En estos casos, es al comisario de policía a quien se llama!

Él balbució:

—Pero… querida…, no podía…, no se justificaba… La verdad, era muy difícil…

Ella se encogió de hombros con un infinito desprecio.

—Siempre serás un pendejo, un pobre hombre, un desgraciado carente de voluntad, firmeza y energía. ¡Ah, debe de haberte dicho cosas duras, tu Julie, para que decidieras echarla! Me hubiera gustado estar aquí aunque sólo fuera un minuto, un minuto nada más.

Después de haber abierto la puerta del salón, corrió hacia Georges, le levantó, le estrechó en sus brazos:

—Georget, ¿qué te pasa, gatito mío, tesoro mío, mi amor?

Acariciado por su madre, se calló. Ella repitió:

—¿Qué te pasa?

Él respondió, sin haber visto bien con sus ojos de niño asustado:

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