Cuentos esenciales (37 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

MI MUJER
*

Ocurría esto al final de una comida entre viejos amigos, todos casados, que se reunían ocasionalmente sin sus mujeres, en plan de solteros, como antaño. Comían durante largas horas, bebían mucho; hablaban de todo, sacando a relucir viejos y alegres recuerdos, esos gratos recuerdos que, a pesar de uno, hacen sonreír los labios y estremecerse el corazón. Decían:

—¿Te acuerdas, Georges, de nuestra excursión a Saint-Germain con esas dos chavalas de Montmartre?

—¡Pues claro! ¡Cómo no me voy a acordar!

Y se recuperaban detalles, esto y lo otro, mil cosillas que todavía agradaba recordar hoy.

Se pusieron a hablar del matrimonio y todos dijeron con tono sincero:

—¡Ah, si uno pudiera empezar de nuevo!

Georges Duportin agregó:

—Es realmente extraordinaria la facilidad con que se cae. Estás firmemente decidido a no casarte nunca; pero luego en un día de primavera sales al campo; hace calor; se anuncia un buen verano; los prados están floridos; conoces a una chica en casa de unos amigos…, y ¡zas!, la cosa está hecha. Vuelves a casa casado.

Pierre Létoile exclamó:

—¡Es cierto! Es justo lo que me pasó a mí; sólo cambian los detalles…

Su amigo le interrumpió:

—Tú no puedes quejarte. Tienes la mujer más encantadora del mundo, hermosa, amable, perfecta; sin duda eres el más feliz de todos nosotros.

El otro dijo:

—No es mérito mío.

—¿Cómo es eso?

—Es verdad que tengo una mujer perfecta; pero me casé con ella a pesar mío.

—Vamos, pero ¿qué dices?

*

Sí… He aquí como sucedió la cosa. Tenía yo treinta y cinco años, y no pensaba en casarme más de lo que pudiera hacerlo en colgarme. Las chicas me parecían insulsas y a mí me encantaba divertirme.

Me invitaron, en el mes de mayo, a la boda de mi primo Simon d’Erabel, en Normandía. Fue una auténtica boda normanda. Nos sentábamos a la mesa a las cinco de la tarde, y a las once seguíamos comiendo. Me habían emparejado para la circunstancia con una tal señorita Dumoulin, hija de un coronel retirado, una joven rubia, de aire militar, de buena figura, atrevida y parlanchina. Me absorbió por completo durante todo el día, me llevó a un parque, me hizo bailar, quieras que no, en fin, me dejó medio muerto.

Yo me decía: «Por hoy pase, pero mañana me largo. Ya tengo bastante».

A eso de las once las mujeres se retiraron a sus aposentos; los hombres se quedaron a fumar y a beber, o si preferís, a beber fumando.

Por la ventana abierta se veía el baile popular. Rústicos y rústicas saltaban formando rueda mientras vociferaban un motivo de baile salvaje que era acompañado débilmente por dos violinistas y un clarinete situados sobre una gran mesa de cocina que hacía de tablado. A veces el tumultuoso canto de los campesinos ahogaba por completo el sonido de los instrumentos; y la tenue música desgarrada por las voces desencadenadas parecía caer del cielo a trocitos, en fragmentos de unas pocas notas dispersas.

Dos grandes barricas, rodeadas de unas antorchas llameantes, aprovisionaban de bebida a la multitud. Dos hombres enjuagaban los vasos o las jarras para ponerlas de inmediato debajo de la espita de la que manaba el hilo rojo del vino o el hilo de oro de la sidra pura; y los bailarines sedientos, los viejos tranquilos, las muchachas sudorosas se apretujaban, alargaban los brazos para coger a su vez un vaso cualquiera y beberse a grandes tragos, con la cabeza echada hacia atrás, el líquido que preferían.

En una mesa había pan, mantequilla, quesos y salchichas; y de cuando en cuando la gente se acercaba allí a tomar un bocado; y, bajo un firmamento iluminado de estrellas, era un gusto ver aquella sana y desmadrada fiesta, y daban ganas de beber del vientre de aquellos grandes toneles y de comer el pan duro con mantequilla y una cebolla cruda.

Me entraron unas ganas locas de participar de aquellas diversiones y dejé a mis compañeros. Debo confesar que quizá estaba un poco achispado; pero no tardé en estarlo del todo.

Había tomado de la mano a una robusta campesina jadeante y la hice saltar y saltar hasta quedar sin aliento.

Luego me tomé un vaso de vino y cogí a otra moza recia. Acto seguido para refrescarme, me trinqué una jarra llena de sidra y reanudé los saltos como un poseído. Yo era ágil; los mozos, embelesados, me contemplaban tratando de imitarme; las chicas querían bailar todas conmigo y saltaban pesadamente con la elegancia propia de unas vacas.

Finalmente, de baile en baile, entre vaso de vino y jarra de sidra, a las dos de la mañana estaba tan borracho que no me sostenía de pie.

Pero tomé conciencia del estado en que me encontraba y quise volver a mi habitación. La casa de campo, oscura y silenciosa, estaba sumida en el sueño.

No tenía cerillas y todo el mundo se había acostado. Apenas estuve en el vestíbulo, me sentí mareado; me costó lo mío encontrar el pasamano; finalmente, andando a tientas, di con él por casualidad y me senté en el primer peldaño de la escalera, tratando de poner un poco de orden en mis ideas.

Mi habitación estaba en la segunda planta, tercera puerta a la derecha. Menos mal que me acordaba. Alentado por este recuerdo, me levanté de nuevo, no sin esfuerzo, y empecé la ascensión, escalón a escalón, con las manos soldadas a los barrotes de hierro a fin de no caer, y con la idea fija de no hacer ruido.

Sólo tres o cuatro veces erré el paso y me caí de rodillas; pero gracias a la fuerza de mis brazos y a una tenaz voluntad, evité un completo batacazo.

Por fin llegué a la segunda planta y enfilé por el pasillo tanteando las paredes. Encontré una puerta y conté «Una», pero un repentino mareo me obligó a dejar la pared y a hacer una extraña pirueta que me arrojó contra el tabique opuesto. Quise retomar la línea recta. La travesía fue larga y difícil. Por fin reencontré la subida, que de nuevo empecé a seguir con prudencia; y di con otra puerta. Para cerciorarme de que no me equivocaba, conté otra vez en voz alta: «Dos», y reanudé mi marcha. Acabé por encontrar la tercera. Dije: «Tres, es la mía» y di la vuelta a la llave en la cerradura. La puerta se abrió. No obstante mi estado, pensé: «Si se abre, es que es mi habitación». Y me adentré en la oscuridad, tras haber cerrado despacito. Choqué con algo blando: mi tumbona. Me dejé caer enseguida en ella.

En mi estado no debía empeñarme en buscar la mesilla de noche, la vela, las cerillas; me habría llevado dos horas por lo menos, y habrían sido necesarias otras tantas para quitarme la ropa, y tal vez no lo hubiera conseguido. Renuncié, pues.

Tan sólo me quité los botines; me desabroché el chaleco que me estrangulaba, me desceñí el pantalón y me dormí como un tronco.

Debí de dormir largas horas, sin duda.

Me despertó bruscamente una voz vibrante que decía, muy cerca de mí: «Pero ¡cómo!, perezosa, ¿todavía estás acostada? Son las diez, ¿sabes?».

Una voz de mujer respondió: «¡Ya! Estaba muy cansada de ayer».

Yo me preguntaba con estupefacción qué quería decir este diálogo. ¿Dónde estaba? ¿Qué había hecho? Mi espíritu flotaba envuelto aún en una densa nube.

La primera voz prosiguió: «Voy a descorrer las cortinas».

Y oí unos pasos acercarse a mí. Me enderecé para sentarse, sintiéndome completamente perdido. Entonces una mano se posó sobre mi cabeza. Hice un brusco movimiento. La voz preguntó enérgicamente: «¿Quién es usted?». Naturalmente, me abstuve de responder. Dos manos furiosas me aferraron. También yo agarré a alguien y se inició una terrible pugna. Rodamos por los suelos, derribando algunos muebles, golpeándonos contra las paredes.

La voz femenina daba espantosos alaridos: «¡Socorro! ¡Auxilio!».

Acudieron criados, vecinos, señoras asustadas. Abrieron los postigos, descorrieron las cortinas. ¡Me estaba zurrando con el coronel Dumoulin!

Había dormido junto a la cama de su hija.

Una vez que nos hubieron separado, me fui a escape a mi habitación, aturdido por el estupor. Me cerré con llave, me senté, con los pies sobre una silla porque había dejado los botines en la habitación de la muchacha. Oía un gran ruido en toda la casa de campo, puertas que se abrían y cerraban, murmurar de voces, pasos rápidos.

Al cabo de media hora llamaron a mi puerta. «¿Quién es?», grité. Era mi tío, el padre del novio de la víspera. Abrí.

Estaba pálido y furioso; me habló con dureza: «Te has comportado, en mi propia casa, como un grosero, ¿entendido?». Y añadió, con tono más benévolo: «¡Mira que dejarte sorprender, imbécil que eres, a las diez de la mañana! Quedarte dormido como un tronco en esa habitación, en vez de irte enseguida…, inmediatamente después».

Exclamé: «Tío, le doy mi palabra de que no ha pasado nada…, estaba borracho y me equivoqué de puerta».

Él se encogió de hombros: «Vamos, no digas tonterías». Alcé la mano: «Se lo juro por mi honor». «Sí, sí, está bien», dijo mi tío. «Es lo que conviene decir.»

Me molesté a mi vez y le conté toda mi malandanza. Él me miraba con ojos como platos, sin saber qué creer.

Luego salió para ir a hablar con el coronel. Supe a continuación que se había formado también una especie de tribunal de madres, al que se sometían las distintas fases de la situación.

Volvió al cabo de una hora, se sentó con aspecto de juez y comenzó diciendo: «Sea como fuere, no veo otra salida a este embrollo que casarte con la señorita Dumoulin».

Di un brinco de espanto: «Ah, no. ¡Esto jamás!».

Preguntó con seriedad: «¿Qué piensas hacer, pues?».

Respondí con simplemente: «Pues… irme, cuando me hayan devuelto mis botines».

Mi tío prosiguió: «Dejémonos de bromas, por favor. El coronel está decidido a saltarte la tapa de los sesos en cuanto te vea. Y ten la seguridad de que no amenaza en vano. Le he hablado de un duelo; me ha respondido:“¡Pero qué duelo ni qué porras, le he dicho que le saltaré la tapa de los sesos!”».

»Examinemos ahora la cuestión desde otro punto de vista.

»O has seducido a la muchacha y, entonces, peor para ti, muchacho, porque no se hacen estas cosas con las chicas.

»O te equivocaste porque, como tú dices, estabas borracho, y peor para ti de nuevo. No hubieras tenido que meterte en una situación tan estúpida.

»En cualquier caso, la reputación de esa pobre muchacha está arruinada, porque nadie creerá en tu explicación de que estabas borracho. La verdadera víctima, la única víctima de esta historia es ella. Piénsalo.

Y se fue, mientras le gritaba a sus espaldas:

«Diga todo lo que quiera, que no me casaré.»

Me quedé solo durante otra hora.

Luego le tocó el turno a mi tía de venirme a ver. Lloró. Hizo uso de todos los razonamientos. Nadie creía en mi error. Era inconcebible que esa joven hubiera olvidado cerrar su puerta con llave en una casa llena de gente. El coronel le había dado una azotaina. Ella sollozaba desde la mañana. Era un escándalo terrible, imborrable. Y la buena de mi tía añadía:

«Pídela en matrimonio. Quizá podamos sacarte de este apuro discutiendo las condiciones de las capitulaciones.»

Esta perspectiva me alivió. Y acepté escribir mi petición.

Una hora después partía de vuelta para París.

Al día siguiente supe que la petición había sido aceptada.

Entonces, en tres semanas, sin que hubiera podido dar con ninguna artimaña, una escapatoria, se publicaron las amonestaciones, se mandaron las participaciones de boda, se firmaron las capitulaciones; y, un lunes por la mañana, me encontré en el coro de una iglesia toda iluminada, junto a la muchacha bañada en lágrimas, después de haber declarado al alcalde que aceptaba tomarla por esposa… hasta que la muerte nos separara.

No la había vuelto a ver, y la observaba de reojo con un cierto estupor malévolo. Tuve que reconocer que no era fea en absoluto. Me decía: «Ésta no va a tener una vida fácil».

Ella no me miró siquiera una vez hasta por la noche, ni me dirigió la palabra.

A eso de medianoche, entré en la cámara nupcial, decidido a darle a conocer mis decisiones, dado que ahora quien mandaba era yo.

La encontré sentada en un sillón, vestida como durante el día, con los ojos enrojecidos y pálido el rostro. Apenas entré, se levantó y vino a mi encuentro muy seria:

«Caballero —me dijo—, estoy dispuesta a hacer lo que usted mande. Si quiere, me quitaré la vida».

Estaba encantadora en esa actitud heroica, la hija del coronel. Le di un beso, estaba en mi derecho.

Y enseguida me di cuenta de que no había sido estafado.

Llevo cinco años casado; nunca lo he lamentado.

*

Pierre Létoile se calló. Sus compañeros reían. Uno de ellos dijo:

—El matrimonio es una lotería; no se deben elegir nunca los números, los del azar son los mejores.

Y otro añadió, a modo de conclusión:

—Sí, pero no hay que olvidar que el dios de los borrachos ha elegido por Pierre.

LA LOCA
*

A Robert de Bonnières

¡Pues, hombre!, dijo el señor Mathieu d’Endolin, a mí las becadas me traen a la memoria un siniestro episodio de la guerra.

Ya conocen ustedes mi propiedad en la zona periférica de Cormeil. Yo vivía allí a la llegada de los prusianos.

Tenía por entonces de vecina a una especie de loca, que había perdido la razón por una serie de desgracias. A sus veinticinco años, perdió en un solo mes a su padre, a su marido y a su hijo recién nacido.

La pobre joven, aniquilada de dolor, se metió en cama, deliró durante seis semanas. A la crisis aguda le siguió una especie de calma postración, y se quedó paralizada, casi sin tomar alimento y moviendo sólo los ojos. Cada vez que querían hacerla levantarse, ella se ponía a gritar como si la matasen. Por lo que la dejaron siempre acostada, sacándola tan sólo de entre las sábanas para asearla y darle la vuelta al colchón.

Tenía siempre a su lado a una vieja criada que de vez en cuando le daba de beber o le hacía masticar un poco de carne fría. ¿Qué pasaba en esa alma desesperada? Nunca se supo, porque dejó de hablar. ¿Pensaba en los muertos? ¿O vivía tristemente ensoñada, sin recuerdos concretos? ¿O bien su mente anulada estaba inmóvil como el agua estancada?

Por espacio de quince años, permaneció así, cerrada e inerte.

Llegó la guerra; y los prusianos entraron en Cormeil en los primeros días de diciembre.

Lo recuerdo como si fuera ayer. Hacía un frío de helar las piedras; y yo estaba arrellanado en un sillón, inmovilizado por la gota, cuando oí el golpeteo pesado y cadencioso de sus pasos. Por la ventana, les vi pasar.

Desfilaban interminablemente, todos iguales, con su típico movimiento de fantoches. Luego los mandos procedieron al reparto de sus hombres entre los vecinos. A mí me correspondieron diecisiete. A mi vecina, la loca, le tocaron doce, entre ellos un comandante, verdadero militarote, tosco y violento.

Durante los primeros días todo transcurrió normalmente. Le habían dicho al oficial de al lado que la señora estaba enferma; lo cual le trajo sin cuidado. Pero pronto aquella mujer que no se dejaba ver nunca le irritó. Preguntó qué mal tenía; le respondieron que su anfitriona estaba en cama desde hacía quince años a causa de una abrumadora tristeza. Evidentemente no se lo creyó, imaginándose que la pobre demente no quería levantarse por orgullo, por no ver a los prusianos, para no tener que hablar ni rozarse con ellos.

Exigió que le recibiera; le hicieron entrar en su cuarto. Él preguntó en tono brusco:

«Le pido, señora, que se levante, y baje para que la veamos.»

Ella volvió hacia él sus ojos de mirada vagarosa e inexpresiva y no respondió.

Él añadió:

«No tolero insolencias. Si no se levanta de buen grado, ya encontraré la manera de hacerla caminar por sí sola.»

Ella no hizo ni un ademán, inmóvil en todo momento como si no lo viera.

Él se enfureció, tomando aquel calmo silencio por un signo de soberano desprecio; y dijo:

«Si mañana no ha bajado…».

Y salió.

Al día siguiente, la anciana criada, atemorizada, trató de vestirla; pero la loca se puso a dar alaridos y a soltarse. El oficial subió inmediatamente; y la criada se echó a sus pies, exclamando:

«No quiere, señor, no quiere. ¡Perdónela, es muy desgraciada!».

El militar se sentía incómodo porque, pese a su ira, no se atrevía a mandar a sus hombres que la sacaran de la cama por la fuerza. Pero, de repente, se echó a reír y dio algunas órdenes en alemán.

Al poco se vio salir a un destacamento que llevaba un colchón como se lleva a un herido. En aquella cama que no había sido deshecha, siempre silenciosa, ella permanecía tranquila, indiferente a los acontecimientos con tal de que la dejaran seguir acostada. Seguía un soldado que llevaba un hatillo de ropas femeninas.

Y el oficial, frotándose las manos, manifestó:

«Ya veremos si usted puede o no vestirse sola y dar un pequeño paseo».

Se vio al cortejo alejarse hacia el bosque de Imauville.

Dos horas después los soldados regresaron, solos.

La loca no fue vista nunca más. ¿Qué habían hecho con ella? ¿Adónde la habían llevado? Nunca se supo.

Ahora nevaba día y noche, sepultando los campos y los bosques bajo un manto de espuma helada. Los lobos venían a aullar hasta nuestras puertas.

El recuerdo de esa mujer desaparecida me perseguía, e hice varios intentos ante las autoridades prusianas para tener noticias de ella. Poco faltó para que me fusilaran.

Volvió la primavera. Las tropas de ocupación partieron. La casa de mi vecina seguía estando cerrada; en las alamedas crecían en abundancia los hierbajos.

La vieja criada había muerto durante el invierno. Nadie se preocupaba ya de aquel asunto; sólo yo pensaba en él continuamente.

¿Qué habían hecho de aquella mujer? ¿Había huido a través del bosque? ¿La habían recogido en algún lugar y recluido en un hospital sin poder obtener de ella información alguna? Nada aliviaba mis dudas; pero, poco a poco, el tiempo aplacó la preocupación de mi corazón.

Ahora bien, al otoño siguiente, las becadas pasaron en masa; y, como mi gota me concedía una cierta tregua, me dirigí con dificultad hasta el bosque. Había matado ya cuatro o cinco de aquellas aves de largo pico, cuando abatí una que desapareció dentro de un hoyo lleno de ramas. Me vi obligado a bajar a él para recogerla. Fui a parar al lado de una calavera. Y de repente me asaltó el recuerdo de la loca como si hubiera recibido un puñetazo en el pecho. Muchos otros habían expirado en aquellos bosques tal vez en aquel año siniestro; pero no sé por qué estaba seguro, os digo, de que reconocí la cabeza de esa pobre maníaca.

Y de repente comprendí, lo intuí todo. La habían abandonado, sobre aquel colchón, en el frío y desierto bosque; y ella, fiel a su idea fija, se había dejado morir bajo el espeso y ligero edredón de nieve y sin mover brazos o piernas.

Luego los lobos la habían devorado.

Y los pájaros habían hecho su nido con la lana de su cama desgarrada.

Conservo esta triste osamenta. Y hago votos para que nuestros hijos no vean nunca más una guerra.

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