Cuentos esenciales (36 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

—Sí, señorita, escúcheme. Yo no conozco a Morin y me importa un comino. Me importa muy poco que vaya a la cárcel y ante los tribunales. Yo la vi aquí, el año pasado, estaba usted allí, delante de la verja. Me produjo una fuerte impresión el verla y su imagen ya no me ha abandonado. Poco me importa que me crea o no. Me pareció adorable; su recuerdo me poseía; he querido volver a verla; he aprovechado la excusa de ese tonto de Morin; y aquí me tiene. Las circunstancias han hecho que me pasara de la raya; ruego me disculpe, perdóneme.

Ella intentaba adivinar en mi mirada qué había de cierto en todo ello, a punto de sonreír de nuevo; murmuró:

—Es usted un bromista.

Alcé la mano y, con un tono sincero (creo incluso que era sincero), dije:

—Le juro que no miento.

Ella se limitó a decir:

—Vamos, hombre.

Estábamos solos, completamente solos, al haber desaparecido por las sinuosas alamedas Rivet y el tío; y le hice una declaración en toda regla, larga, dulce, estrechándole y besándole los dedos. Ella la escuchaba como algo agradable y nuevo, sin saber muy bien si creérsela o no.

Acabé por sentirme turbado, convencido de lo que decía; estaba pálido, oprimido, tenía estremecimientos y, con dulzura, le pasé un brazo alrededor de la cintura.

Le hablé en voz baja, entre los ricitos de la oreja. Estaba tan pensativa que parecía muerta.

Luego su mano encontró la mía y la apretó; yo estreché lentamente su talle con una presión primero temblorosa y luego cada vez más fuerte; ella no se movía ya en absoluto; yo rozaba su mejilla con mi boca; y de golpe mis labios, sin buscar, encontraron los suyos. Fue un largo, largo beso, y habría durado aún de no haber oído un «hum, hum» algunos pasos detrás de mí.

Ella escapó por entre un grupo de árboles. Me volví y vi a Rivet que venía a mi encuentro.

Se plantó en medio del camino y, sin reír, dijo:

—Bien, bien, ya veo cómo arreglas tú el asunto de ese cerdo de Morin.

Respondí con fatuidad:

—Se hace lo que se puede, amigo. ¿Y el tío? ¿Qué has conseguido? Yo respondo por la sobrina.

Rivet declaró:

—Yo he tenido menos suerte con el tío.

Le cogí del brazo para volver adentro.

III

La cena acabó de hacerme perder la cabeza. Estaba yo al lado de ella y mi mano reencontraba sin cesar la suya bajo el mantel; mi pie presionaba el suyo; nuestras miradas se unían, se fundían.

Dimos a continuación una vuelta al claro de luna y le susurré en el alma toda la ternura que brotaba de mi corazón. La mantenía estrechada contra mí, besándola ininterrumpidamente, humedeciendo mis labios en los suyos. Delante de nosotros el tío y Rivet discutían. Sus sombras les seguían gravemente por la arena de los caminos.

Volvimos adentro. Poco después el empleado de telégrafos trajo un telegrama de la tía anunciando que no volvería hasta la mañana siguiente, a las siete, con el primer tren.

El tío dijo:

—Bien, Henriette, ve a enseñar sus habitaciones a estos señores.

Dimos un apretón de manos al buen hombre y subimos. Ella nos llevó primero a la habitación de Rivet, el cual me bisbiseó al oído: «No se le ha ocurrido llevarnos primero a la tuya…». Luego me acompañó a mí. Al quedarnos solos, la cogí de nuevo entre mis brazos, tratando de hacerle perder la cabeza y vencer su resistencia. Pero, cuando sintió que estaba a punto de ceder, salió huyendo.

Me metí entre las sábanas muy descontento, agitado y humillado, sabiendo que no pegaría ojo, y preguntándome qué torpeza podía haber cometido, cuando oí llamar suavecito a la puerta.

Pregunté:

—¿Quién es?

Una débil voz respondió:

—Soy yo.

Me vestí deprisa, abrí, entró ella.

—He olvidado —dijo— preguntarle qué toma por la mañana, si chocolate, té o café.

La había estrechado impetuosamente, devorándola con caricias y balbuceando «Me enciendes…, me enciendes…, me enciendes…». Pero ella se escurrió de entre mis brazos, apagó la luz de un soplo y desapareció.

Me encontré solo, en la oscuridad, furioso, buscando los fósforos sin encontrarlos. Hasta que por fin di con ellas y, medio enloquecido, salí al pasillo con la palmatoria en la mano.

¿Qué me rondaba por la cabeza? No razonaba ya; quería encontrarla y quería poseerla. Di unos pasos sin pensar en nada. De repente me dije: «Y si entro en la habitación del tío, ¿qué le diré?…». Me quedé inmóvil, con la cabeza vacía y el corazón a punto de estallarme. Al cabo de unos instantes se me ocurrió la respuesta: «¡Pues claro!, diré que buscaba la habitación de Rivet para hablarle de una cosa urgente».

Y me puse a inspeccionar las puertas, tratando de descubrir la de ella. Pero nada podía guiarme. Di la vuelta al azar a una llave que encontré. Abrí, entré… Henriette, sentada en la cama, me miraba despavorida.

Entonces hice correr despacio el cerrojo y, acercándome de puntillas, le dije:

—He olvidado, señorita, pedirle algo para leer.

Ella se debatía; pero pronto yo abrí el libro que andaba buscando. No diré el título. Era en verdad la más maravillosa de las novelas y el más divino de los poemas.

Una vez vuelta la primera página, me lo dejó hojear a mi antojo; y hojeé tantos capítulos que sólo quedaron los cabos de nuestras velas.

Luego, tras haberle dado las gracias, volvía, de puntillas, a mi habitación, cuando una mano brutal me detuvo; y una voz, la de Rivet, me cuchicheó en la nariz:

—¿Así que no has terminado aún de arreglar el asunto de ese cerdo de Morin?

A las siete de la mañana, ella misma me trajo una jícara de chocolate. Nunca había probado uno igual. Un chocolate que estaba de muerte, suave, aterciopelado, aromático, embriagador. Era incapaz de separar mi boca de los bordes deliciosos de su jícara.

Apenas la muchacha hubo salido, entró Rivet. Parecía un poco nervioso, irritado como alguien que ha dormido apenas; me dijo con un tono malhumorado:

—Si sigues con esto, ¿sabes?, acabarás por estropear el asunto de ese cerdo de Morin.

A las ocho, llegó la tía. La discusión fue breve. Aquella buena gente retiró la denuncia y yo dejaba quinientos francos para los pobres del lugar.

Entonces, quisieron retenernos para que pasáramos la jornada con ellos. Organizarían incluso una excursión para ir a visitar unas ruinas. Henriette, tras las espaldas de sus parientes, me hacía señas con la cabeza:

—Sí, quédese.

Acepté, pero Rivet se empecinó en irse.

Hice un aparte con él; le rogué, le supliqué; le decía:

—Vamos, querido Rivet, hazlo por mí.

Pero él parecía exasperado y me repetía en la cara:

—A ver si te enteras de que ya tengo bastante del asunto de ese cerdo de Morin.

Me vi obligado a marcharme también yo. Fue uno de los momentos más duros de mi vida. Habría seguido arreglando aquel asunto toda mi vida.

En el vagón, tras los enérgicos y mudos apretones de mano de los adioses, le dije a Rivet:

—No eres más que un imbécil.

Él respondió:

—Amigo, empiezas a irritarme y no sabes cuánto.

Al llegar a las oficinas de
Le Fanal
, vi a un gentío que nos esperaba… Gritaron apenas nos vieron: «Bueno, ¿habéis arreglado el asunto de ese cerdo de Morin?».

Toda La Rochelle estaba preocupada por ello. A Rivet, cuyo mal humor se había disipado por el camino, le costó aguantarse la risa al declarar: «Sí, asunto solucionado, gracias a Labarbe».

Y nos fuimos para casa de Morin.

Éste estaba arrellanado en un sillón, con unas cataplasmas en las piernas y unas compresas de agua fría en la cabeza, desfallecido de la angustia. Y tosía sin parar, con una tosecilla de agonizante, sin que se supiera dónde había podido haber cogido aquel constipado. Su mujer le miraba con ojos de tigresa presta a devorarle.

En cuanto nos vio, tuvo un estremecimiento que le sacudía las muñecas y las rodillas. Dije:

—Está arreglado, asqueroso, pero no vuelvas a las andadas.

Él se levantó, sofocándose, me cogió las manos, las besó como si fueran las de un príncipe, lloró, a punto estuvo de desfallecer, abrazó a Rivet, abrazó incluso a la señora Morin, que le arrojó de un empellón hacia el sillón.

Pero no se recuperó nunca de aquel golpe, su emoción había sido demasiado brutal.

Era conocido en toda la región únicamente como «ese cerdo de Morin», y era como si recibiese una estocada cada vez que oía este epíteto.

Cuando un gamberro gritaba por la calle: «Cerdo», él instintivamente volvía la cabeza. Sus amigos le acribillaban a bromas horribles, preguntándole, cada vez que comían jamón: «¿Es del tuyo?».

Murió dos años después.

En cuanto a mí, cuando me disponía a presentarme a las elecciones de 1875, fui a hacer una visita interesada al nuevo notario de Tousserre, que se llamaba Belloncle. Fui recibido por una hermosa mujer, alta y opulenta.

—¿No me reconoce? —preguntó ella.

Yo balbucí:

—Pues no…, no…, señora.

—Henriette Bonnel.

—¡Ah!

Y sentí que palidecía.

Ella parecía perfectamente a sus anchas, y sonreía mientras me miraba.

Apenas me quedé a solas con el marido, éste me estrechó la mano, apretándomela hasta casi rompérmela:

—Hace tanto tiempo, querido señor, que deseaba conocerle... Mi mujer me ha hablado mucho de usted. Sé, sé perfectamente en qué dolorosas circunstancias la conoció, sé lo correcto que se mostró usted, lleno de delicadeza, de tacto, de dedicación en ese asunto… —Dudó, luego, en voz más baja, como si dijera una grosería, añadió—: En el asunto de ese cerdo de Morin.

LA SEÑORA BAPTISTE
*

Cuando entré en el vestíbulo de la estación de Loubain, mi primera mirada fue para el reloj. Tenía que esperar dos horas y diez minutos para el expreso de París.

Me sentí repentinamente cansado como si hubiera hecho diez leguas a pie; luego miré en derredor como si fuera a descubrir en las paredes un modo de matar el tiempo; acto seguido salí de nuevo y me detuve delante de la puerta de la estación, con el espíritu absorbido por el deseo de que se me ocurriera algo que hacer.

La calle, una especie de bulevar plantado de raquíticas acacias, entre dos hileras de casas desiguales y diferentes, de casas de pequeña ciudad, subía hacia una especie de colina; y en el fondo se descubrían unos árboles, como si desembocara en un parque.

De tanto en tanto cruzaba la calle un gato, saltando ágilmente los arroyos. Un perrito presuroso olisqueaba el pie de todos los árboles en busca de restos de comida. No se veía un alma.

Me entró un lúgubre desaliento. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Pensaba ya en la interminable e inevitable espera en el cafetucho de la estación, delante de una cerveza imbebible y del ilegible periodicucho local, cuando descubrí un cortejo fúnebre que doblaba por una calle lateral para tomar por aquella en la que yo me encontraba.

El ver el coche fúnebre fue un alivio para mí. Eran al menos diez minutos ganados.

Pero de pronto mi atención se redobló. El cortejo del muerto estaba formado únicamente por ocho señores, uno de los cuales lloraba. Los otros charlaban amigablemente. No lo acompañaba ningún sacerdote. Pensé: «Un entierro civil», pero acto seguido reflexioné que en una ciudad como Loubain debía de haber un centenar al menos de librepensadores que se habrían sentido obligados a dejarse ver. ¿Qué era, entonces, aquello? El paso rápido del cortejo indicaba inequívocamente que el muerto era enterrado sin ceremonias y, por tanto, sin oficios religiosos.

Mi ociosa curiosidad se lanzó a las más enrevesadas hipótesis; pero, cuando el coche fúnebre pasaba por delante de mí, se me ocurrió una idea extravagante: seguir a los ocho señores. Al menos así tendría ocupada una hora, y eché a andar, con aire triste, detrás de los otros.

Los dos últimos volvieron la cabeza con asombro, luego se dijeron algo en voz baja. Sin duda se preguntaban si era yo de la ciudad. Luego consultaron a los dos de delante, que se pusieron a su vez a mirarme. Esta atención inquisitiva me incomodaba, y, para acabar con ella, me acerqué a los dos señores más próximos a mí. Tras saludarles, dije:

—Perdonen, caballeros, que les interrumpa. Pero al ver un entierro civil me he apresurado a seguirlo sin conocer siquiera al difunto al que acompañan.

—Es una difunta —dijo uno de aquellos dos señores.

Me quedé sorprendido y pregunté:

—Pero es un entierro civil, ¿no?

El otro señor, que evidentemente deseaba informarme, tomó la palabra:

—Sí y no. El clero nos ha prohibido la entrada en la iglesia.

Esta vez se me escapó un «¡Ah!» de asombro. No comprendía ya nada.

Mi servicial acompañante me susurró en voz baja:

—¡Oh!, es una larga historia. Esta joven se ha quitado la vida, y ésta es la razón por la que no se le ha podido hacer un entierro religioso. Ese que llora, ¿lo ve?, el primero, es el marido.

Entonces dije, dudando:

—Me parece asombroso lo que dice, caballero, y me interesa sobremanera. ¿Sería una indiscreción pedirle que me contara esta historia? Si le molesta, hágase cuenta de que no le he dicho nada.

El señor me tomó del brazo con familiaridad:

—No me molesta en absoluto. Sí, quedémonos un poco atrás. Le prevengo de que se trata de una historia muy triste. Tenemos todo el tiempo antes de llegar al cementerio, cuyos árboles ve allí arriba, pues la subida es dura.

Y comenzó:

*

Sepa que esta joven, la señora Paul Hamot, era hija de un rico comerciante de la región, el señor Fontanelle. De niña, a la edad de once años, tuvo una experiencia terrible: un criado abusó de ella. Poco faltó para que muriese, desgarrada por ese miserable al que su misma brutalidad delató. Hubo un espantoso proceso, que reveló que desde hacía tres meses la pobre mártir era víctima de las prácticas vergonzosas de ese bruto, que fue condenado a trabajos forzados de por vida.

La niña creció, marcada por la infamia, aislada, sin compañía; los adultos apenas si la besaban, como si rozar su frente fuera a ensuciar sus labios.

Se había convertido en la ciudad en una especie de monstruo, en un fenómeno. Se decía en voz baja: «La pequeña Fontanelle, ya sabe…». Por la calle todos se daban la vuelta cuando ella pasaba. No se encontraban siquiera criadas para acompañarla de paseo, pues las de las otras familias se mantenían alejadas, como si emanase de la muchacha un contagio que pudiera infectar a cualquiera que se le acercase.

Daba pena ver a esa pobre pequeña por los patios a los que van a jugar los niños por las tardes. Se estaba allí sola, de pie junto a la criada, mirando tristemente a los demás niños que se divertían. A veces, cediendo al irresistible deseo de mezclarse con ellos, se acercaba tímida y con actitud temerosa, y se metía en un grupo con paso furtivo, como si fuera consciente de su indignidad. Pero al punto acudían, de todos los bancos, madres, criadas, tías, que cogían de la mano a las pequeñas confiadas a su custodia, llevándoselas brutalmente con ellas. La pequeña Fontanelle se quedaba aislada, perdida, sin entender nada; y se echaba a llorar, con el corazón roto de dolor. Sollozando, corría a ocultar su rostro en el delantal de su criada.

Creció; fue peor aún. Las muchachas eran obligadas a apartarse de ella como de una apestada. Pues piense que esta joven no tenía ya nada que aprender, nada; que no tenía ya derecho a la simbólica flor de azahar; que había penetrado, casi antes de saber leer, en el temible misterio que las madres apenas si dejan entrever, temblando, sólo el día de la boda.

Cuando pasaba por la calle, acompañada de su ama de llaves, como si no se la perdiera de vista ante el continuo temor a una nueva y terrible aventura, cuando pasaba por la calle, digo, siempre con los ojos gachos por la misteriosa vergüenza que sentía pesar sobre ella, las otras muchachas, menos ingenuas de lo que pueda creerse, la miraban de reojo, cuchicheando y riéndose burlonamente, y volviendo inmediatamente la cabeza con aire distraído si por casualidad ella las miraba.

Apenas si la saludaban. Sólo unos pocos hombres levantaban su sombrero. Las madres fingían no verla. Algún granujilla la llamaba «la señora Baptiste», con el nombre del criado que la había ultrajado y destrozado la vida.

Nadie conocía los secretos tormentos de su alma, porque hablaba raras veces y no reía nunca. Sus propios padres parecían incómodos delante de ella, como si le guardaran rencor eterno por una culpa irreparable.

¿Acaso no es cierto que un hombre honesto no daría de buen grado la mano a un forzado salido de la cárcel, aunque fuera su propio hijo? El matrimonio Fontanelle trataba a su hija como lo habrían hecho con un hijo salido de galeras.

Era hermosa y pálida, alta, delgada, distinguida. Me habría gustado mucho, caballero, de no haber sido por este asunto.

Ahora bien, cuando llegó el nuevo subprefecto, hace unos dieciocho meses, se trajo consigo a su secretario particular, un extraño mozo que, por lo que parece, la había corrido en el Barrio Latino.

Apenas vio a la señorita Fontanelle, se enamoró de ella. Le contaron todo. Él se limitó a responder: «Bah, es precisamente una garantía para el futuro. Prefiero que sea antes que después. Con esta mujer, dormiré tranquilo».

La cortejó, la pidió en matrimonio y se casó con ella. Entonces, como era un fresco, hizo unas visitas de boda como si tal cosa. Algunas personas les correspondieron, otras se abstuvieron. Por fin la gente empezaba a olvidar y ella iba ocupando su sitio en la sociedad.

Tengo que decirle que ella adoraba a su marido como si fuera un dios. Piense que le había devuelto la honra, que la había recuperado para la vida de la comunidad, que había desafiado, doblegado a la opinión pública, afrontado las injurias, que, en resumidas cuentas, había llevado a cabo un acto de coraje del que pocos hombres son capaces. Por eso alimentaba ella por él una pasión exaltada y recelosa.

Se quedó encinta y, cuando se supo que estaba en estado, hasta las personas más quisquillosas le abrieron su puerta, como si hubiera sido definitivamente purificada por la maternidad. Es extraño, pero es así…

Todo iba, pues, a pedir de boca, cuando celebramos, el otro día, la fiesta del patrono de la ciudad. El prefecto, rodeado de su estado mayor y de las autoridades, presidía el concurso de rondallas y, tras haber pronunciado su discurso, dio comienzo al reparto de premios imponiendo las medallas que su secretario particular, Paul Hamot, entregaba a los vencedores.

Ya sabe usted que en este tipo de concursos siempre hay celos y rivalidades que hacen perder a la gente el sentido de la mesura.

Todas las señoras de la ciudad se encontraban en el palco.

Cuando le llegó el turno, se adelantó el jefe de la rondalla del pueblo de Mormillon. Su rondalla no había conseguido más que la medalla de bronce. No se puede dar a todos la medalla de plata, ¿no le parece?

Cuando el secretario particular le hizo entrega de la medalla, aquel hombre se la tiró a la cara gritando: «Puedes guardarte la medalla para Baptiste. Es más, deberías darle la de plata, le corresponde igual que a mí».

Un montón de gente rompió a reír. El pueblo no es caritativo ni delicado, y todos los ojos se volvieron hacia esa pobre señora.

—Oh, señor, ¿ha visto usted alguna vez a una mujer volverse loca?

—No.

—Pues bien, ¡nosotros asistimos a ese espectáculo! Ella se levantó y se dejó caer de nuevo en su asiento tres veces seguidas, como si hubiera querido huir y comprendido que no podría cruzar por entre toda aquella multitud que la rodeaba.

Una voz entre el público gritó de nuevo: «¡Oh, señora Baptiste!». Se desencadenó una algazara en la que se mezclaban la alegría y la indignación.

Aquello era un pandemónium, un tumulto; todas las cabezas se meneaban. Repetían la palabra; se alzaban para ver la cara que ponía la pobre desgraciada; algunos maridos levantaban a sus mujeres en brazos para enseñársela; la gente preguntaba: «¿Cuál, la de azul?». Los chiquillos lanzaban gallitos; estallaban carcajadas aquí y allá.

Ella no se movía ya, enloquecida, en su asiento de ceremonia, como si hubiera sido colocada allí para ser exhibida al público. No podía ni desaparecer, ni moverse, ni ocultar su rostro. Parpadeaba sin cesar, como si una gran luz le quemara los ojos; y jadeaba como un caballo que sube una cuesta.

Rompía el corazón verla.

El señor Hamot había agarrado de la garganta a ese grosero personaje, y habían rodado por tierra en medio de un tumulto espantoso.

Se interrumpió la ceremonia.

Una hora después, cuando los Hamot volvían a casa, la joven, que no había dicho aún una palabra desde la afrenta, pero que temblaba como si un resorte le hubiera hecho bailar todos los nervios, saltó de pronto el pretil del puente sin que a su marido le diera tiempo a retenerla, tirándose al río.

El agua es profunda debajo de los arcos. Se requirieron dos horas para repescarla; muerta, naturalmente.

*

El narrador guardó silencio. Luego añadió:

—Quizá era lo mejor que podía hacer en su situación. Hay cosas que no se borran. Ahora comprenderá por qué el párroco le ha negado su entrada en la iglesia. ¡Oh!, si se hubiera celebrado el funeral religioso, habría asistido toda la ciudad. Pero comprenderá usted que, con el suicidio que venía a añadirse a la otra historia, las familias se han abstenido; y, además, aquí es muy difícil celebrar un funeral sin sacerdotes.

Franqueamos la puerta del cementerio. Muy conmovido, esperé a que hubieran descendido el féretro en la fosa para acercarme al pobre joven sollozante, y le di un fuerte apretón de manos.

Me miró asombrado, entre las lágrimas, y acto seguido dijo:

—Gracias, caballero.

Y yo no lamenté haber seguido ese cortejo.

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