Cuentos esenciales (79 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

—Zulie ha pegado a papá.

Primero asombrada, Henriette se volvió hacia su marido. Pero luego se despertaron unas ganas locas de reír en su mirada, cruzaron como un temblor por sus tersas mejillas, alzaron su labio superior, encogieron las aletas de su nariz y por último brotaron de su boca en un chorro cristalino de gozo, en una cascada de alegría, sonora y viva como un gorgorito pajaril. Ella repetía, con grititos malvados que salían por entre sus dientes blancos y desgarraban a Parent como si fueran mordiscos:

—¡Ja, ja, ja, ja!… Te ha… pegado… ¡Ja, ja, ja!… Tiene gracia…, tiene gracia… Ya ves, Limousin. Julie le ha pegado…, pegado… Julie ha pegado a mi marido… ¡Ja, ja, ja!…, ¡tiene gracia!…

Parent balbuceaba:

—No…, no…, eso no es cierto…, no es cierto… Al contrario, he sido yo quien la ha empujado hacia el comedor con tal fuerza que ha derribado la mesa. El niño no lo ha visto bien. ¡He sido yo quien le ha atizado!

Henriette decía a su hijo:

—Repite, cariñito. ¡Ha sido Julie quien ha pegado a papá!

Él respondió:

—Sí, ha sido Zulie.

Luego, pasando de repente a otra idea, prosiguió:

—Pero ¿no ha cenado este niño? ¿No has comido nada, querido?

—No, mamá…

Entonces ella se volvió, furibunda, hacia su marido:

—¡Estás loco, loco de atar! ¡Son las ocho y media y Georges sin cenar!

Él se excusó, azorado por la escena y la explicación, aplastado bajo ese hundimiento de su vida.

—Pero, querida, si te estábamos esperando. No quería cenar sin ti. Como todos los días vuelves con retraso, pensaba que llegarías de un momento a otro.

Ella tiró el sombrero, que llevaba puesto hasta ese momento, sobre el sillón y dijo con voz nerviosa:

—Es realmente insoportable tener que arreglárselas con personas que no entienden nada, que no se dan cuenta de nada, que no saben hacer nada por sí mismas. ¡Así, si hubiera vuelto a medianoche, el niño no habría cenado nada! ¡Como si fueras incapaz de comprender que, pasadas las siete y media, existía algún impedimento, un retraso o algún contratiempo!…

Parent temblaba, sintiendo que le dominaba la ira; pero Limousin se interpuso y, volviéndose hacia la joven, dijo:

—Es usted muy injusta, mi querida amiga. Parent no podía adivinar que volvería usted tan tarde, lo que no sucede nunca; y además, ¿cómo quiere que se las apañara completamente solo, tras haber despedido a Julie?

Pero Henriette, fuera de sí, respondió:

—Pues tendrá que apañárselas como pueda, porque yo no pienso ayudarle. ¡Que espabile!

Y entró precipitadamente en su habitación, habiéndose olvidado ya de que su hijo no había cenado.

Entonces Limousin se desvivió, de repente, por ayudar a su amigo. Recogió y se llevó los vasos rotos que cubrían la mesa, volvió a poner los cubiertos y sentó al niño en su trona de largas patas, mientras Parent fue a buscar a la doncella para que les sirviera.

Ésta llegó con cara de pasmo, pues no había oído nada desde el cuarto de Georges, donde estaba trabajando.

Trajo la sopa, la pierna de cordero quemada y luego puré de patata.

Parent se había sentado al lado de su hijo, lleno de zozobra, trastornada la mente por aquella catástrofe. Hacía comer al pequeño, trataba de comer también él, trinchaba la carne, la masticaba y la engullía no sin esfuerzo, como si su garganta hubiera estado paralizada.

Entonces, se fue despertando poco a poco en su alma un deseo loco de mirar a Limousin, que estaba sentado enfrente de él y hacía bolitas con migas de pan. Quería ver si se parecía a Georges. Pero no se atrevía a levantar los ojos. Hasta que finalmente se decidió, echando una rápida mirada a aquel rostro que conocía bien, tratando de reconocer las menores líneas, los menores rasgos, las menores expresiones; y luego miraba a continuación a su hijo fingiendo hacerle comer.

Dos palabras resonaban en sus oídos: «¡Su padre! ¡Su padre! ¡Su padre!». Zumbaban en sus sienes con cada latido de su corazón. Sí, ese hombre, ese hombre tranquilo, sentado al otro lado de la mesa, era quizá el padre de su hijo, de Georges, de su pequeño Georges. Parent dejó de comer, no podía más. Un dolor atroz, uno de esos dolores que hacen gritar, tirarse por los suelos, morder las esquinas de los muebles, le desgarraba las entrañas. Ganas le dieron de coger su cuchillo y hundírselo en el estómago. Eso le hubiera aliviado, le hubiera salvado; se habría acabado todo.

Pues ¿podría seguir viviendo a partir de ahora? ¿Podría vivir, levantarse por la mañana, comer en la mesa, salir a la calle, irse a la cama por la noche y dormir con ese pensamiento clavado en su cabeza: «¡Limousin, el padre de Georges!…»? ¡No, no iba a tener ya fuerzas para dar un paso, para vestirse, para pensar en nada, para hablar con nadie! Cada día, a cada hora, a cada segundo, se preguntaría eso, trataría de saber, de adivinar, de sorprender ese horrible secreto. Y al pequeño, a su querido pequeño, no podría ya verle sin sufrir el tremendo dolor de la duda, sin sentirse desgarrado hasta las entrañas, torturado hasta la médula. Y tenía que seguir allí, quedarse en aquella casa al lado de aquel niño al que amaría y odiaría. Sí, acabaría seguramente por odiarle. ¡Qué suplicio! Si conseguía tener la certeza de que Limousin era el padre, quizá podría aplacarse, adormecerse en su desgracia, en su dolor… ¡Pero no saber era algo insoportable!

No saber, buscar siempre, sufrir siempre y abrazar continuamente a aquel niño, hijo de otro, llevarle de paseo, cogerle en brazos, sentir en los labios la caricia de su pelo tan fino, adorarle y pensar sin cesar: «Tal vez no es hijo mío…». ¿No sería mejor no verle más, abandonarle, dejar que se perdiera en la calle, o bien huir él, tan lejos que no oyera ya hablar de nada de todo ello?

Se sobresaltó al oír abrirse la puerta. Era su mujer.

—Tengo hambre —dijo—, ¿y usted, Limousin?

Limousin respondió, dudando:

—Para ser sinceros, también yo.

Y ella mandó traer la pierna de cordero.

Parent se preguntaba: «¿Han cenado? ¿O bien se han retrasado por una cita de amor?».

Ahora comían los dos con gran apetito. Henriette, tranquila, reía y bromeaba. Su marido también la espiaba a ella con miradas rápidas, que desviaba enseguida. Llevaba una bata rosa guarnecida de encajes blancos; y su cabeza rubia, su cuello lozano, sus manos regordetas surgían de aquella bonita indumentaria coquetona y perfumada, como de una concha orlada de espuma. ¿Qué había hecho durante todo el día con ese hombre? ¡Parent los veía abrazados, balbuciendo palabras apasionadas! ¿Cómo era posible que no se hubiera enterado de nada, que no hubiera intuido nada viéndoles así el uno al lado de la otra, enfrente suyo?

¡Cómo debían de burlarse de él, si había sido engañado desde el primer día! ¿Era posible mofarse así de un hombre, de un buen hombre, porque su padre le había dejado un poco de dinero? ¿Por qué no se podía leer todo esto en el alma? ¿Cómo era posible que nada revelara a los corazones rectos los fraudes de los corazones infames, que la voz fuera la misma para mentir que para adorar, y la mirada astuta que engaña semejante a la mirada sincera?

Los observaba, esperando un gesto, una palabra, una inflexión. De repente pensó: «Quiero sorprenderles esta noche». Y dijo:

—Querida, ya que he despedido a Julie, he de pensar en sustituirla enseguida. Salgo ahora mismo para conseguir una criada para mañana por la mañana. Regresaré quizá un poco tarde.

Ella respondió:

—Ve, no me moveré de aquí. Limousin me hará compañía. Te esperaremos.

Luego, volviéndose hacia la doncella, añadió:

—Vaya a acostar a Georges, luego recoja la mesa y suba a su habitación.

Parent se había levantado. Se tambaleaba sobre sus piernas, aturdido, tropezando. Murmuró: «Hasta ahora» y se dirigió hacia la salida apoyándose en la pared, pues el parqué se movía como una barca.

Georges se había ido en brazos de su nodriza. Henriette y Limousin pasaron al salón. En cuanto se cerró la puerta, él dijo:

—Pero ¿es que te has vuelto loca acosando así a tu marido?

Ella replicó:

—¡Ah!, ¿sabes?, comienza a molestarme esta actitud tuya de un tiempo a esta parte de presentar a Parent como un mártir.

Limousin se dejó caer en un sillón y, cruzando las piernas, dijo:

—Yo no lo presento en absoluto como un mártir, pero me parece que es ridículo, en nuestra situación, desafiar a ese hombre de la mañana a la noche.

Ella cogió un cigarrillo de la repisa de la chimenea, lo encendió y respondió:

—Pero si no lo desafío, muy al contrario; sólo que me irrita por su estupidez… y lo trato como se merece.

Limousin prosiguió con voz impaciente:

—¡Es de tontos lo que haces! Por lo demás, todas las mujeres sois iguales. Pero ¡cómo! Tenemos que vérnoslas con un buen hombre, demasiado bueno, idiotizado por la confianza y por la bondad, que no nos crea molestia alguna, que no sospecha de nosotros ni por un momento, que nos deja tan libres y tranquilos como queramos, y tú haces todo lo posible para hacerle rabiar y arruinarle la vida.

Ella se volvió hacia él:

—Escucha, ¡me resultas cargante! ¡Eres un cobarde, como todos los hombres! ¡Le temes a ese cretino!

Él se levantó rápidamente y, furioso, dijo:

—¡Ah!, ya me gustaría saber a mí qué te ha hecho para que estés tan resentida con él. ¿Acaso te hace desgraciada? ¿Te pega? ¿Te engaña? No, tiene delito hacer sufrir a ese hombre sólo porque es demasiado bueno, y detestarle sólo porque tú le engañas.

Ella se acercó a Limousin y, mirándole fijamente, dijo:

—¿Eres tú, precisamente tú, quien me reprocha que le engaño? ¡Qué corazón más malvado tienes!

Él se defendió, un tanto avergonzado:

—Yo no te reprocho nada, querida, sólo te pido que trates un poco mejor a tu marido, porque los dos tenemos necesidad de su confianza. Me parece que deberías entenderlo.

Estaban muy cerca el uno del otro, él alto, moreno, con unas largas patillas, el aspecto vulgarote de un buen mozo satisfecho de sí mismo; ella graciosa, sonrosada y rubia, una joven parisina medio mujer galante, medio burguesa, nacida en una trastienda, educada en la puerta de un comercio para captar clientes con una mirada, y casada, precisamente gracias a estas miradas, con el ingenuo viandante que se había enamorado de ella por verla todos los días, al salir por la mañana y al volver por la tarde, delante de dicha puerta.

Y ella decía:

—Pero ¿es que no comprendes, so bobo, que precisamente le detesto porque me he casado con él, porque me compró, porque todo cuanto dice, todo cuanto hace, todo cuanto piensa me ataca los nervios? Me irrita continuamente por su estupidez que tú llamas bondad, por su zopenquería que tú llamas confianza, y luego, sobre todo, porque es mi marido, él, y no tú? Le noto entre nosotros dos, aunque no nos moleste en absoluto. ¿Y qué más?…, ¿qué más quieres? ¡No, es demasiado idiota por no sospechar nada después de tanto tiempo! Quisiera que estuviera un poco celoso al menos. Hay momentos en que me dan ganas de gritarle: «Pero ¿es que no ves nada, gran idiota, no comprendes que Paul es mi amante?».

Limousin se echó a reír:

—Mientras tanto, harás bien en morderte la lengua y no perturbar nuestra existencia.

—¡Oh!, no temas, no la perturbaré. Con ese imbécil no hay nada que temer. No, pero es increíble que no comprendas lo odioso que me resulta, lo nerviosa que me pone. Tú siempre has dado la impresión de apreciarle, de darle la mano con franqueza. Los hombres son sorprendentes a veces.

—Hay que saber disimular, querida.

—No se trata de disimulo, querido, sino de sentimientos. Cuando vosotros engañáis a un hombre, se diría que lo queréis por eso más, mientras que nosotras lo odiamos desde el mismo momento en que le hemos engañado.

—No veo por qué hay que odiar a un buen hombre al que se le quita la mujer.

—¿Es que no lo ves?… ¿Es que no lo ves?… ¡Es una delicadeza que a todos vosotros os falta! ¿Cómo puedo explicártelo? Hay cosas que se sienten y no pueden expresarse con palabras. Y, según tú, ¿no se debe hacer?… ¡No, no conseguirás comprenderlo nunca, es inútil! Los hombres carecéis de sutileza.

Y sonriendo, con un afectuoso desprecio de lagarta, puso las manos sobre los hombros de él al tiempo que le ofrecía los labios. Él inclinó la cabeza hacia ella abrazándola, y sus labios se encontraron. Y como estaban de pie delante del espejo de la chimenea, otra pareja idéntica a ellos se besaba detrás del reloj.

No habían oído nada, ni el ruido de la llave, ni el chirrido de la puerta. Pero de pronto Henriette, soltando un agudo grito, rechazó con los brazos a Limousin, y vieron a Parent que les estaba mirando, lívido, con los puños apretados, enseñando los dientes y el sombrero puesto.

Y les miraba, a uno y a otra, con un movimiento rápido de los ojos, sin mover la cabeza. Parecía enloquecido. Luego, sin decir palabra, se abalanzó sobre Limousin, lo ciñó con los brazos como para ahogarlo, lo empujó hacia un rincón del salón con un empellón tan fuerte que el otro perdió el equilibrio y, agitando en el aire las manos, fue a dar violentamente con su cabeza contra la pared.

Pero Henriette, al comprender que su marido iba a matar a su amante, se arrojó sobre Parent, lo cogió del cuello y, hundiendo en su carne sus diez dedos finos y sonrosados, lo apretó tan fuerte, con sus nervios de mujer trastornada, que brotó la sangre bajo sus uñas. Y le mordía un hombro como si quisiera desgarrarlo con sus dientes. Parent, estrangulado, sofocado, soltó a Limousin, para sacudir a su mujer que le había agarrado del cuello a él; y, tras haberla cogido de la cintura, la estampó, de un solo empellón, contra el otro lado del salón.

Luego, una vez disipada la breve cólera propia de los bonachones, esa violencia sin reciedumbre de los débiles, se quedó en medio de los dos, jadeando, agotado, sin saber ya lo que debía hacer. Su furor brutal se había agotado en ese esfuerzo, como la espuma de un vino descorchado; y su insólita energía terminaba en un jadeo.

Tan pronto como pudo hablar, balbució:

—¡Fuera de aquí…, los dos…, inmediatamente…, fuera de aquí!

Limousin permanecía inmóvil en su rincón, pegado a la pared, demasiado despavorido para comprender nada aún, demasiado asustado para mover un solo dedo. Henriette, con las manos apoyadas en el velador, la cabeza inclinada hacia delante, despeinada, el corpiño abierto, el pecho desnudo, esperaba, semejante a una bestia que se dispone a saltar.

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