Cuentos esenciales (100 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

LA NOCHE
*

Pesadilla

Me gusta la noche con pasión. Me gusta como nos gusta nuestra tierra natal o nuestra amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. Me gusta con todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con mis oídos que escuchan su silencio, con toda mi carne que es acariciada por las tinieblas. Las golondrinas cantan al sol, en el aire azul, en el aire cálido, en el aire ligero de las claras madrugadas. El búho huye en la noche, mancha negra que pasa a través del negro espacio, y, regocijado, emborrachado por la negra inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro.

El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con desgana, salgo con pesar, y cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si levantara un fardo aplastante.

Pero cuando se pone el sol, me invade una confusa alegría, una alegría de todo el cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que aumenta la sombra, me siento completamente otro, más joven, más vigoroso, más activo y más feliz. Miro cómo se espesa esa gran sombra agradable descendida del cielo: inunda la ciudad, como una ola inasible e impenetrable, oculta, borra, elimina los colores, las formas, abraza las casas, los seres, los monumentos con su tacto imperceptible.

Entonces me dan ganas de gritar de gusto como las lechuzas, de correr por los tejados como los gatos; y un impetuoso e invencible deseo de amar corre por mis venas.

Camino y vago por los suburbios oscuros o por los bosques de alrededor de París, por donde oigo merodear a mis hermanas las bestias y a mis hermanos los cazadores furtivos.

Lo que amamos con más apasionamiento siempre acaba por destruirnos. Pero ¿cómo podría explicar lo que me sucede? ¿Cómo hacer comprender incluso que pueda contarlo? No lo sé, ya no lo sé, lo único que sé es que es así. Eso es todo.

Así pues, ayer —¿era ayer?—, sí, sin duda, a menos que fuera antes, otro día, otro mes, otro año, no lo sé. Debió de ser ayer, sin embargo, porque no amaneció, porque el sol no salió. Pero ¿cuánto hace que dura la noche? ¿Cuánto?… ¿Quién sabe? ¿Quién lo sabrá jamás?

Así pues, ayer, salí como hago todas las noches, después de cenar. Hacía muy buen tiempo, un tiempo muy agradable, muy cálido. Al dirigirme hacia los bulevares, miré por encima de mi cabeza el río negro y lleno de estrellas que se recortaba en el cielo merced a los tejados de la calle que torcía y hacía ondular como un verdadero río ese móvil arroyo de los astros.

Todo era claro en el aire ligero, desde los planetas hasta los mecheros de gas. Allá en lo alto y en la ciudad brillaban tantas luces que las tinieblas parecían resplandecer por ello. Las noches luminosas son más alegres que los días de mucho sol.

En el bulevar, los cafés refulgían; la gente reía, pasaba, bebía. Entré en el teatro unos momentos; ¿en qué teatro? Ya no lo sé. Había tanta luz que me entristeció y salí con el corazón algo apesadumbrado por ese impacto de luz brutal sobre los dorados del piso principal, por el centelleo artificial de la enorme araña de cristal, por la barrera de luces de las candilejas, por la melancolía de esa claridad falsa y violenta. Llegué a los Campos Elíseos, donde los cafés concierto parecían focos de incendio entre el follaje. Parecía que los castaños hubiesen sido frotados con luz amarilla, pintados, como árboles fosforescentes. Y los globos eléctricos, parecidos a lunas resplandecientes y pálidas, a huevos de luna caídos del cielo, a monstruosas perlas vivas, hacían palidecer con su claridad nacarada, misteriosa y regia, los hilos de gas, el horrible y sucio gas, y las guirnaldas de vidrios de colores.

Me detuve debajo del Arco de Triunfo para contemplar la avenida, ¡la larga y admirable avenida estrellada, que va hacia París entre dos líneas de fuego, y los astros! Los astros allá arriba, los astros desconocidos lanzados al azar en la inmensidad, donde dibujan esas figuras extrañas, que hacen soñar y pensar tanto.

Entré en el Bois de Boulogne y me quedé allí largo rato. Me había dominado un estremecimiento curioso, una emoción imprevista y poderosa, una exaltación de mi pensamiento rayana en la locura.

Anduve largo, largo rato. Luego regresé.

¿Qué hora era cuando volví a pasar por debajo del Arco de Triunfo? No lo sé. La ciudad dormía, y unas nubes, unos negros nubarrones se extendían lentamente por el cielo.

Por primera vez, sentí que iba a suceder algo extraño, algo nuevo. Me pareció que hacía frío, que el aire se espesaba, que la noche, que mi amada noche se tornaba pesada en mi corazón. La avenida estaba ahora desierta. Dos alguaciles se paseaban, solos, junto a la parada de coches de plaza, y, en la calzada apenas iluminada por los mecheros de gas que parecían moribundos, una fila de carros de verduras se dirigía hacia Les Halles. Avanzaban lentos, cargados de zanahorias, de nabos y de coles. Los conductores dormían, invisibles, los caballos andaban al mismo paso, siguiendo al vehículo de delante, sin hacer ruido, por el pavimento de madera. Delante de cada luz de la acera, las zanahorias se encendían de rojo, los nabos se iluminaban de blanco, las coles se iluminaban de verde; y pasaban uno detrás de otro esos vehículos rojos, de un rojo de fuego, blancos de un blanco de plata, verdes de un verde de esmeralda. Los seguí, luego doblé por la rue Royale y volví a los bulevares. No había ya nadie, ni luz en los cafés, sólo algunos rezagados que se apresuraban. Nunca había visto París tan muerto, tan desértico. Saqué mi reloj. Eran las dos.

Me impulsaba una fuerza, una necesidad de caminar. Fui, pues, hasta la Bastilla. Allí me di cuenta de que no había visto jamás una noche tan oscura, pues ni siquiera distinguía la Columna de Julio, con su ángel de oro perdido en la impenetrable oscuridad. Una bóveda de nubes, densa como la inmensidad, había sumergido las estrellas y parecía descender sobre la tierra para aniquilarla.

Volví atrás. Ya no había nadie a mi alrededor. Y, sin embargo, en la place du Château-d’Eau, a punto estuvo un borracho de tropezarse conmigo y luego desapareció. Continué oyendo su paso desigual y resonante durante unos momentos. Caminaba. A la altura del faubourg Montmartre pasó un coche que bajaba hacia el Sena. Le llamé, pero el cochero no respondió. Una mujer merodeaba cerca de la rue Drouot: «Oiga, señor». Yo apresuré el paso para evitar su mano tendida. Luego ya nada. Delante del Vaudeville, un trapero rebuscaba en el arroyo. Su farolillo flotaba a ras del suelo. Le pregunté: «¿Qué hora es, buen hombre?».

Él rezongó: «¡Cómo voy a saberlo! No tengo reloj».

Entonces, me di cuenta de repente de que los mecheros de gas estaban apagados. Sé que se apagan temprano, antes de que amanezca, en esta estación, para economizar; pero ¡faltaba mucho aún para que se hiciera de día, pero que mucho!

«Iré a Les Halles —pensé—, al menos allí encontraré vida.»

Me puse en camino, pero veía tan poco que no conseguía orientarme. Avanzaba lentamente, como se hace en un bosque, y reconocía las calles contándolas.

Delante del Crédit Lyonnais, gruñó un perro. Torcí por la rue de Grammont, me perdí; anduve errante, luego reconocí la Bolsa con sus enrejados de hierro que la rodean. París entero dormía, con un sueño profundo, que daba miedo. A lo lejos, sin embargo, circulaba un coche de plaza, un solo coche, tal vez el que había pasado por delante de mí hacía un rato. Traté de alcanzarle, yendo hacia donde se oía el ruido de sus ruedas, a través de las calles solitarias y negras, negras, negras como la muerte.

Me volví a perder. ¿Dónde estaba? ¡Qué locura apagar tan pronto el gas! Ni un viandante, ni un rezagado, ni un vagabundo, ni un maullido de gato en celo. Nada.

¿Dónde, pues, estaban los alguaciles? Me dije:

«Gritaré y se presentarán». Grité. Nadie respondió.

Llamé más fuerte. Mi voz voló, sin eco, débil, ahogada, aplastada por la noche, por esa noche impenetrable.

Vociferé: «¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Socorro!».

Mi llamada desesperada quedó sin respuesta. ¿Qué hora sería? Me saqué el reloj, pero no tenía cerillas. Escuché el ligero tictac del pequeño mecanismo con una alegría desconocida y extraña. Parecía tener vida. Estaba menos solo. ¡Qué misterio! Me puse de nuevo en camino como un ciego, tanteando las paredes con mi bastón, y alzaba en todo momento los ojos hacia el cielo, en espera de que el día fuera a aparecer por fin; pero el espacio estaba negro, totalmente negro, más profundamente negro que la ciudad.

¿Qué hora podía ser? Anduve, me parece, un tiempo infinito, pues mis piernas se me aflojaban, mi pecho jadeaba y tenía un hambre canina.

Me decidí a llamar a la primera puerta cochera. Pulsé el botón de cobre, y el timbre sonó en la resonante casa; sonó extrañamente como si ese ruido vibrante fuera lo único que existía en aquella casa.

Esperé, no respondieron, no abrieron la puerta. Llamé de nuevo; seguí esperando, ¡nada!

¡Sentí miedo! Corrí a la casa siguiente, y veinte veces seguidas hice sonar el timbre en el pasillo oscuro donde debía de dormir el portero. Pero éste no se despertó, y yo me fui más lejos, tirando con todas mis fuerzas de las anillas o pulsando los timbres, golpeando con mis pies, con mi bastón y con mis manos las puertas obstinadamente cerradas.

Y de repente me di cuenta de que llegaba a Les Halles. Les Halles estaban desiertas, sin un ruido, sin un movimiento, sin un vehículo, sin un hombre, sin un manojo de verdura o de flores. ¡Estaban vacías, inmóviles, abandonadas, muertas!

Me dominó un espanto horrible. ¿Qué estaba pasando? ¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué estaba pasando?

Volví a ponerme en camino. Pero ¿y la hora? ¿La hora? ¿Quién me diría la hora? Ningún reloj sonaba en los campanarios o en los monumentos. Pensé: «Abriré la esfera de mi reloj y palparé la aguja con mis dedos». Saqué el reloj…, ya no latía…, se había parado. Ya nada, nada, ni un estremecimiento en la ciudad, ni un resplandor, ni un roce de sonido en el aire. ¡Nada! ¡Ya nada! ¡Ni siquiera el rodar lejano del coche de plaza, ya nada!

Estaba en los muelles, y un frescor glacial subía del río.

¿Seguía corriendo aún el Sena?

Quise saber, encontré la escalera, bajé… No oía borbotear la corriente bajo los arcos del puente… Unos escalones más…, luego arena…, cieno…, luego agua…, empapé mi brazo en ella…, corría…, corría… fría…, fría…, fría…, casi helada…, casi agotada…, casi muerta.

Y sentía perfectamente que no tendría ya nunca fuerzas para volver a subir… y que iba a morir allí… también yo, de hambre, de fatiga y de frío.

EL ORDENANZA
*

El cementerio, lleno de oficiales, parecía un campo florido. Los quepis y los pantalones rojos, los galones y los botones dorados, los sables, los cordones de los oficiales del Estado Mayor, los alamares de los cazadores y de los húsares pasaban por entre las tumbas, sobre las que las cruces blancas o negras abrían sus brazos lastimeros, sus brazos de hierro, de mármol o de madera sobre la desaparecida población de los muertos.

Acababan de enterrar a la mujer del coronel de Limousin. Se había ahogado dos días antes, mientras se daba un chapuzón.

La ceremonia había terminado, los representantes del clero se habían ido, pero el coronel, sostenido por dos oficiales, permanecía de pie delante de la fosa en cuyo fondo se podía ver todavía la caja de madera que escondía, ya descompuesto, el cuerpo de su joven mujer.

Él era casi un anciano, un larguirucho de canos bigotes que se había casado, tres años antes, con la hija de un camarada, que se había quedado huérfana tras la muerte de su padre, el coronel Sortis.

El capitán y el teniente en los que se apoyaba su jefe trataban de llevárselo de allí. Él se resistía, con los ojos anegados de lágrimas que no dejaba brotar por heroísmo, y, murmurando muy bajito: «No, no, un poco más», se obstinaba en permanecer allí, con las piernas que se le doblaban, al borde de esa hoya, que le parecía sin fondo, un abismo en el que habían caído su corazón y su vida, todo cuanto le quedaba sobre la tierra.

De repente el general Ormont se acercó, cogió del brazo al coronel y, llevándoselo casi a la fuerza, dijo: «Vamos, vamos, mi viejo camarada, no hay que quedarse aquí». Entonces el coronel obedeció, y regresó a su casa.

En el momento en que abría la puerta de su gabinete, vio una carta sobre su mesa de trabajo. Tras haberla cogido, estuvo a punto de desplomarse de la sorpresa y de la emoción. Había reconocido la escritura de su mujer. Y la carta llevaba el timbre de correos con fecha de ese mismo día. Desgarró el sobre y leyó.

Querido padre:

Permítame llamarle una vez más padre, como en otro tiempo. Cuando reciba esta carta, estaré muerta y bajo tierra. Entonces tal vez pueda perdonarme.

No es mi intención tratar de conmoverle ni de atenuar mi culpa. Sólo quisiera contar, con toda la sinceridad de una mujer que va a quitarse la vida dentro de una hora, toda la verdad.

Cuando se casó conmigo, por generosidad, me entregué a usted por gratitud y le quise con todo mi corazón de muchacha. Le quise como quise a mi papá, casi tanto; y un día, en que me tenía sobre sus rodillas, y me besaba usted, le llamé «padre», a mi pesar. Fue un grito del corazón, instintivo, espontáneo. La verdad, usted era para mí un padre, nada más que un padre. Usted se rió y me dijo: «Llámame siempre así, hija mía, pues me gusta».

Vinimos a esta ciudad y —perdóneme, padre— me enamoré. ¡Oh!, me resistí a ello por mucho tiempo, casi dos años, ha leído bien, casi dos años, y luego cedí, me convertí en culpable, me convertí en una perdida.

Quién era él no conseguirá adivinarlo. Estoy muy tranquila a este respecto, pues eran doce los oficiales que siempre tenía a mi alrededor y conmigo, a los que usted llamaba mis doce constelaciones.

Padre, no trate de averiguar quién es y no le odie. Él hizo lo que habría hecho cualquier otro en su lugar, y además estoy segura de que me quería también de todo corazón.

Pero, escuche, un día, teníamos una cita en la isla de las Bécasses, ya sabe a qué islita me refiero, pasado el molino. Tenía yo que llegar allí a nado, y él tenía que esperarme entre la maleza, donde luego se quedaría hasta la noche para no ser visto. Apenas acabábamos de encontrarnos, cuando las ramas se abren y veo a Philippe, su ordenanza, que nos había sorprendido. Me di cuenta de que estábamos perdidos y lancé un gran grito; entonces me dijo —¡él, mi amigo!—: «Váyase a nado, poquito a poco, querida, y déjeme con este hombre».

Yo me fui, tan conmocionada que a punto estuve de ahogarme, y volví con usted, esperándome algo espantoso.

Una hora después, Philippe me decía, en voz baja, en el pasillo del salón donde me lo encontré: «Estoy a las órdenes de la señora, si tiene alguna carta que darme». Entonces comprendí que se había vendido, y que mi amigo le había comprado.

Le di unas cartas, en efecto, todas mis cartas. Él las llevaba y me traía las respuestas.

Esto se prolongó por espacio de unos dos meses. Teníamos confianza en él, como la tenía también usted.

Ahora bien, padre, he aquí lo que sucedió. Un día, en la misma isla a la que había ido a nado, pero, sola, esta vez, me encontré a su ordenanza. Este hombre me estaba esperando y me avisó de que iba a denunciarnos a usted y a entregarle unas cartas que tenía en su poder, robadas, si no cedía a sus deseos.

¡Oh!, padre, padre mío, sentí miedo, un miedo cobarde, indigno, miedo a usted sobre todo, a usted que tan bueno es, y al que yo había engañado, miedo también por él —usted le hubiera matado—, y quizá también a mí, ¿qué sé yo?, y estaba enloquecida, fuera de mí, creí comprarle una vez más a ese miserable que también me amaba, ¡qué vergüenza!

Somos tan débiles, nosotras las mujeres, que perdemos la cabeza con mucha mayor frecuencia que los hombres. Y además, una vez que hemos caído, caemos cada vez más bajo, más bajo. Yo no sabía ya lo que me hacía. De lo único que era consciente era de que uno de ustedes dos y yo moriríamos, y entonces me entregué a ese bruto.

Como puede ver, padre, no trato de justificarme.

Desde entonces —cosa que hubiera tenido que prever— me poseyó cuantas veces quiso, aterrándome. Fue también mi amante, como el otro, todos los días. ¿No es abominable? Y qué castigo, padre mío…

Entonces tomé la decisión de morir. En vida no me habría atrevido a confesarle un crimen semejante. Una vez muerta puedo atreverme a todo. No podía hacer otra cosa que morir; nada habría podido lavar mi ignominia, pues era una mancilla demasiado grande. Ya no podía amar, ni ser amada; me parecía que ensuciaba a todo el mundo con el simple hecho de dar la mano.

Dentro de poco iré a darme un chapuzón y no volveré.

Esta carta para usted será enviada a casa de mi amante. La recibirá después de mi muerte y, sin comprender nada, se la hará llegar, cumpliendo mi último deseo. Y usted la leerá al volver del cementerio.

Adiós, padre, no tengo nada más que decirle. Haga lo que quiera, y perdóneme.

El coronel se secó la frente perlada de sudor. Su sangre fría, la sangre fría de los días de batalla le había vuelto de golpe.

Llamó.

Apareció un criado.

—Mande venir a Philippe —dijo.

Luego entreabrió el cajón de su mesa.

El hombre entró casi enseguida, un soldado alto, de bigotes pelirrojos, aspecto de tunante y mirada falsa.

El coronel le miró directamente a los ojos.

—Quiero que me digas el nombre del amante de mi mujer.

—Pero, mi coronel…

El oficial cogió su revólver del cajón entreabierto.

—Vamos, y rápido, sabes que no bromeo.

—Bien…, mi coronel… Es el capitán Saint-Albert.

Apenas hubo pronunciado aquel nombre, cuando una llama le abrasó los ojos y se desplomó hacia delante con la frente traspasada por una bala.

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