Cuentos esenciales (99 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

¡Un ser nuevo! ¿Por qué no? ¡Sin duda tenía que venir! ¿Por qué íbamos a ser nosotros los últimos? ¿Que no conseguimos verlo, como a todos los demás seres creados antes que nosotros? Ello se debe a que su naturaleza es más perfecta, su cuerpo más sutil y evolucionado que el nuestro, el nuestro que es tan mediocre, tan torpemente concebido, lleno de órganos siempre fatigados, siempre forzados, como mecanismos demasiado complicados; el nuestro que vive como una planta y como un animal, nutriéndose a duras penas de aire, hierba y carne, máquina animal víctima de enfermedades, de deformaciones, de putrefacciones, que se ahoga, mal regulada, ingenua y extraña, ingeniosamente mal hecha, obra grosera y delicada, esbozo de un ser que podría volverse inteligente y magnífico.

Desde la ostra hasta el hombre, somos pocos, muy pocos en este mundo. ¿Por qué no uno más, una vez cumplido el período que separa las apariciones sucesivas de todas las diversas especies?

¿Por qué no uno más? ¿Por qué no otros árboles de flores inmensas y lustrosas que aromaticen regiones enteras? ¿Por qué no otros elementos aparte del fuego, el aire, la tierra y el agua? ¡Son cuatro, nada más que cuatro, esos padres nutricios de los seres! ¡Qué lástima! ¡Porque no son cuarenta, cuatrocientos, cuatro mil! ¡Qué pobre, mezquino, miserable, es todo, dado con avaricia, inventado con mediocridad, hecho con pesadez! ¡Ah, el elefante, el hipopótamo, cuánta gracia tienen! ¡El camello, qué elegancia!

Pero, diréis vosotros, ¡la mariposa! ¡Una flor que vuela! Yo he soñado con una que sería grande como cien universos, con unas alas de una belleza, un color y un movimiento indescriptibles. Pero la veo…, va de una estrella a otra, refrigerándolas y embalsamándolas con el leve y armonioso aire de su vuelo… ¡Y los pueblos de las alturas la miran pasar, extasiados y embelesados!…

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¿Qué me pasa? ¡Es él, el Horla, que me atormenta y me hace pensar en estas locuras! Está dentro de mí, se está convirtiendo en mi espíritu. ¡Le mataré!

19 de agosto
. Le mataré. ¡Le he visto! Ayer por la noche me senté a mi mesa, fingiendo que escribía con una gran atención. ¡Sabía que vendría a merodear en torno a mí, muy cerca, tan cerca que quizá podría tocarle, apresarle! ¡Y entonces…!, entonces tendría la fuerza de los desesperados; tendría mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi frente, mis dientes para estrangularle, aplastarle, morderle, desgarrarle.

Y yo le acechaba con todos mis órganos sobreexcitados.

Había encendido dos lámparas y las ocho velas de la chimenea, como si hubiera podido descubrirle con esa claridad.

Enfrente de mí, mi cama, una vieja cama de roble con columnas; a la derecha, mi chimenea; a la izquierda, mi puerta cerrada con cuidado, tras haberla dejado largo rato abierta, a fin de atraerle; detrás de mí, un armario de luna altísimo, que cada día me servía para afeitarme y vestirme, y en el que tenía costumbre de mirarme, de pies a cabeza, cada vez que pasaba por delante.

Así pues, aparentaba estar escribiendo, para engañarle, pues también él me estaba espiando; y de repente, sentí, estoy seguro, que leía por encima de mi hombro, que estaba allí, rozando mi oreja.

Me incorporé, con las manos extendidas, dándome la vuelta tan rápido que a punto estuve de caer. Pues… se veía como en pleno día, ¡y no me vi en el espejo!… ¡Estaba vacío, luminoso, profundo, lleno de luz! ¡Mi imagen no estaba en él… y yo me hallaba delante! Veía la gran luna nítida de arriba abajo. Y la miraba con unos ojos de loco; y ya no me atrevía a avanzar, ya no me atrevía a hacer un movimiento, aunque sentía perfectamente que él estaba allí, pero que se me iba a escapar de nuevo, él cuyo cuerpo imperceptible había devorado mi reflejo.

¡Qué miedo pasé! Luego, de repente, comencé a percibirme en medio de una bruma, en el fondo del espejo, de una bruma como vista a través de una capa de agua; y me parecía que esta agua se desplazaba de izquierda a derecha, despacio, volviendo más precisa mi imagen segundo a segundo. Era como el final de un eclipse. Lo que me escondía no parecía tener perfiles claramente definidos, sino una especie de transparencia opaca, que se aclaraba poco a poco.

Finalmente, pude distinguirme por completo, tal como lo hago cada día, al mirarme a la luz del día.

¡Le había visto! Me ha quedado el espanto, que todavía me hace estremecer.

20 de agosto
. Matarlo, pero ¿cómo? Puesto que no puedo apresarlo. ¿El veneno? Pero él me vería mezclarlo con agua; y ¿tendrían nuestros venenos, por otra parte, un efecto seguro sobre su cuerpo imperceptible? No…, no…, sin ninguna duda… Pues, ¿entonces?…, ¿entonces qué?…

21 de agosto
. He hecho venir a un cerrajero de Ruán, y le he mandado hacer para mi habitación unas persianas metálicas, como tienen en la planta baja algunas casas particulares en París, por temor a los ladrones. Me hará, además, una puerta similar. ¡He pasado por un cobarde, pero me importa un comino!…

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10 de septiembre
. Ruán, hotel Continental. Está hecho…, está hecho…, pero ¿ha muerto? Tengo trastornado el espíritu por lo que he visto.

Ayer, tras haber instalado el cerrajero la persiana y la puerta de hierro, lo dejé todo completamente abierto hasta medianoche, aunque comenzaba a hacer frío.

De repente, sentí que estaba allí, y me dominó una alegría, una alegría loca. Me levanté lentamente, y estuve andando de un lado a otro largo rato para que él no intuyera nada; luego me quité los botines y me puse desganadamente las zapatillas; acto seguido cerré la ventana de hierro y, yendo tranquilamente hacia la puerta, cerré también la puerta con doble vuelta de llave. Tras volver entonces hacia la ventana, la fijé con un candado, guardándome la llave en el bolsillo.

De pronto comprendí que se estaba agitando en torno a mí, que tenía miedo a su vez, que me ordenaba abrirle. A punto estuve de ceder; pero no lo hice, sino que, pegándome contra la puerta, la entreabrí lo justo para pasar yo andando hacia atrás; y como soy muy alto mi cabeza rozaba el dintel. Yo estaba seguro de que no se había podido escapar y lo encerré, totalmente solo, totalmente solo. ¡Qué alegría! ¡Le tenía cogido! Entonces, bajé corriendo; cogí en mi salón, que está debajo de mi habitación, mis dos lámparas y derramé todo el aceite sobre la alfombra, sobre los muebles, por todas partes; luego les prendí fuego, y me largué, tras haber cerrado bien, con doble vuelta, el portón de entrada.

Y fui a esconderme al fondo de mi jardín, entre un macizo de laureles. ¡Qué largo se me hizo! ¡Pero qué largo! Todo estaba oscuro, mudo, inmóvil; ni un soplo de aire, ni una estrella, aborregamientos de nubes que no se veían pero que me pesaban en el alma mucho, muchísimo.

Miraba mi casa, y esperaba. ¡Qué largo se me hizo! Ya creía que el fuego se había apagado solo, o que lo había apagado, Él, cuando una de las ventanas de abajo estalló ante el arreciar del incendio, y una llama, una gran llama roja y amarilla, larga, indolente, acariciante, subió por la blanca pared y la besó hasta el tejado. Se propagó un resplandor entre los árboles, entre las ramas, entre las hojas, y también un estremecimiento, un estremecimiento de miedo. Los pájaros se despertaban; un perro se puso a ladrar; ¡me pareció que empezaba a despuntar el día! Se iluminaron otras dos ventanas y vi que toda la planta baja de la casa se había convertido en un espantoso brasero. Pero un grito, un grito horrible, sobreagudo, desgarrador, un grito de mujer resonó en la noche, ¡y se abrieron dos buhardillas! ¡Me había olvidado de mis criados! ¡Vi sus caras enloquecidas, y sus brazos que se agitaban!…

Entonces, loco de horror, me puse a correr hacia el pueblo dando gritos: «¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Fuego! ¡Fuego!». ¡Me encontré con gente que ya venía y me volví con ellos para ver!

¡La casa, ahora, no era más que una hoguera horrible y magnífica, una hoguera monstruosa, que iluminaba la tierra entera, una hoguera en la que ardían unos hombres, y donde también ardía Él, mi prisionero, el Ser nuevo, el nuevo señor, el Horla!

De repente el tejado entero se hundió entre los muros, y un volcán de llamas brotó hasta el cielo. Por todas las ventanas que se abrían sobre aquel horno veía la pira de fuego, y pensaba que él estaba allí, dentro de aquel horno, muerto…

¿Muerto? ¿Era posible?… ¿Su cuerpo, el cuerpo que podía ser atravesado por la luz, podía destruirse con los medios que matan a los nuestros?

¿Y si no estaba muerto? Tal vez sólo el tiempo pueda algo contra este Ser Invisible y Temible. ¿Por qué ese cuerpo transparente, ese cuerpo incognoscible, ese cuerpo espiritual, habría de temer también él las enfermedades, las heridas, los achaques, un final prematuro?

¿Un final prematuro? De él nace todo el miedo del hombre. Después del hombre, el Horla. ¡Después de aquel que puede morir cada día, a cada hora, a cada momento, por cualquier accidente, ha llegado aquel que no morirá hasta que haya llegado su día, su hora y su momento, por haber tocado a su fin su existencia!

¡No…, no…, sin duda…, no ha muerto… Entonces, entonces… tendré que matarme yo!…

LA MUERTA
*

¡Yo la había querido locamente! ¿Por qué se ama? ¿No es algo extraño no ver ya en el mundo más que a un ser, no tener en la mente más que un pensamiento, en el corazón más que un deseo, y en la boca más que un nombre: un nombre que sube sin cesar, que sube, como el agua de un manantial, de lo profundo del alma, que sube a los labios, y que se dice, se repite, se murmura sin descanso, por todas partes, como una plegaria?

No contaré nuestra historia. El amor no tiene más que una, que es siempre la misma. La había conocido y querido. Eso es todo. Y durante un año viví en su afecto, entre sus brazos, en sus caricias, en su mirada, en sus trajes, en sus palabras, envuelto, atado, aprisionado por todo cuanto venía de ella, de un modo tan completo que no sabía ya si era de día o de noche, si estaba vivo o muerto, si estaba en nuestra vieja Tierra o en otra parte.

Y he aquí que se murió. ¿Cómo? No lo sé, ya no lo sé.

Volvió a casa empapada, una noche de lluvia, y al día siguiente tosía. Tosió durante una semana aproximadamente y guardó cama.

¿Qué pasó? Ya no lo sé.

Los médicos venían, extendían recetas, se iban. Traían medicinas; una mujer se las hacía tomar. Tenía las manos calientes, la frente ardiente y húmeda, los ojos relucientes y tristes. Yo le hablaba, ella me respondía. ¿Qué nos dijimos? Ya no lo sé. ¡Lo he olvidado todo, todo! Se murió, recuerdo perfectamente ese ligero resuello, ese ligero resuello tan débil, el último. La enfermera dijo: «¡Ah!». ¡Lo comprendí, lo comprendí!

No supe nada más. Nada más. Vi a un sacerdote que pronunció estas palabras: «Su amante». Me pareció que la ofendía. Una vez muerta ella nadie tenía derecho a enterarse de eso. Lo eché con cajas destempladas. Se presentó otro, que fue muy bueno y amable. Lloré cuando me habló de ella.

Me consultaron mil cosas sobre el entierro. Ya no sé qué. Pero sí recuerdo perfectamente el ataúd, el ruido del martillear cuando la clavaban dentro. ¡Ah! ¡Dios mío!

¡Fue enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel hoyo! Vinieron algunas personas, amigas. Yo me largué. Me fui corriendo. Anduve largo rato por las calles. Luego volví a mi casa. Al día siguiente emprendí un viaje.

Ayer regresé a París.

Cuando volví a ver mi habitación, nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, toda esa casa donde había quedado lo que queda de la vida de una persona después de su muerte, tuve una recaída en la tristeza tan fuerte que poco faltó para que abriera la ventana y me tirara a la calle. Al no poder ya permanecer entre aquellas cosas, aquellas paredes que la habían encerrado, resguardado, y que debían de guardar en sus imperceptibles grietas mil átomos de ella, de su carne y de su aliento, cogí mi sombrero para salir huyendo de allí. Pero de repente, cuando llegaba a la puerta, pasé por delante del gran espejo del vestíbulo que ella había hecho colocar allí para verse, de cuerpo entero, cada día, al salir, para ver si le sentaba bien su atavío, si era correcto y bonito, de los botines al peinado.

Y me detuve en seco enfrente de aquel espejo que la había reflejado tan a menudo. Tan a menudo, tanto, que debía de haber conservado también su imagen.

Yo estaba allí de pie, temblando, con la mirada fija en el cristal, en el cristal plano, profundo, vacío, pero que la había contenido a ella por completo, la había poseído tanto como yo, tanto como mi mirada apasionada. ¡Me pareció que quería a ese espejo —lo toqué—, estaba frío! ¡Oh! ¡El recuerdo! ¡El recuerdo! ¡Espejo doloroso, espejo abrasador, espejo viviente, espejo horrible, que hace sufrir todas las torturas! ¡Dichosos los hombres cuyo corazón, como un espejo en el que resbalan los reflejos y se borran, olvida todo cuanto lo ha llenado, todo cuanto ha pasado por delante de él, todo cuanto se ha contemplado y observado en su afecto, en su amor! ¡Qué doloroso!

Salí y, a mi pesar, involuntaria, inconscientemente, me dirigí hacia el cementerio. Encontré su tumba, muy sencilla, una cruz de mármol con estas palabras: «Amó, fue amada y murió».

¡Ella estaba allí, allí debajo, podrida! ¡Qué horror! Me puse a sollozar con la frente en tierra.

Me quedé así un largo rato, un largo rato. Luego me di cuenta de que se acercaba la noche. Entonces un deseo extraño, loco, un deseo de amante desesperado se apoderó de mí. Quise pasar la noche cerca de ella, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero me verían y me echarían. ¿Qué podía hacer? Fui listo. Me puse en pie y comencé a vagar por esa ciudad de desaparecidos. Andaba y andaba. ¡Qué pequeña es esa ciudad en comparación con la otra, esa donde se vive! Y, sin embargo, cuánto más numerosos que los vivos son los muertos. Nosotros necesitamos casas altas, calles, mucho espacio, para las cuatro generaciones que miran la luz del día al mismo tiempo, que se beben el agua de las fuentes, el vino de las viñas y se comen el pan de los llanos.

Y para todas las generaciones de muertos, para toda la cadena humana que llega hasta nosotros, casi nada, un simple campo, casi nada. La tierra se los reapropia, el olvido los borra. ¡Adiós!

Al fondo del cementerio habitado, vi de repente el cementerio abandonado, aquel donde los antiguos difuntos acaban por mezclarse con la tierra, donde hasta las cruces se pudren, donde mañana se colocará a los recién llegados. Está lleno de rosas silvestres, de negros y vigorosos cipreses, un jardín triste y hermosísimo, alimentado de carne humana.

Yo estaba solo, totalmente solo. Me agazapé contra un árbol verde. Me escondí totalmente detrás de él, entre esas ramas recias y oscuras.

Esperé, agarrado al tronco como un náufrago a un pecio.

Cuando fue noche oscura, muy oscura, dejé mi refugio y eché a andar despacio, a paso lento, con sigilo, por la superficie de aquella tierra llena de muertos.

Anduve errante mucho rato, mucho, mucho. No la encontraba. Con los brazos extendidos, los ojos abiertos, topándome con las tumbas con las manos, con los pies, con las rodillas, con el pecho, incluso con la cabeza, andaba sin encontrarla. ¡Toqué, palpé como un ciego que busca su camino, palpé piedras, cruces, verjas de hierro, coronas de cristal, coronas de flores marchitas! Yo leía los nombres con mis dedos, paseándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Pero qué noche! ¡No la encontraba!

¡No había luna! ¡Qué noche! ¡Tenía miedo, un miedo espantoso en esos estrechos senderos, entre dos filas de tumbas! ¡Tumbas, tumbas y más tumbas! ¡Siempre tumbas! ¡A derecha e izquierda, delante de mí, a mi alrededor, por todas partes, tumbas! Me senté encima de una de ellas, pues ya no podía andar de tanto como se me aflojaban las rodillas. ¡Oía latir mi corazón! ¡También oía otra cosa! ¿Qué? ¡Un ruido confuso indecible! ¿Estaba en mi cabeza enloquecida, en la noche impenetrable, o bajo la tierra misteriosa, bajo la tierra sembrada de cadáveres humanos, ese ruido? ¡Miraba alrededor de mí!

¿Cuánto tiempo permanecí allí? No lo sé. Estaba paralizado por el terror, estaba ebrio de espanto, presto a gritar, presto a morir.

Y de repente me pareció que la lápida de mármol sobre la que me hallaba sentado se movía. Indudablemente se movía, como si la hubieran levantado. De un salto me lancé sobre la tumba vecina, y vi, sí, vi la losa que acababa de abandonar alzarse toda derecha; y apareció el muerto, un esqueleto desnudo que, con su espalda encorvada, la empujaba. Veía, veía perfectamente, aunque fuera noche cerrada. Pude leer en la cruz:

«Aquí yace Jacques Olivant, muerto a la edad de cincuenta y un años. Quería a los suyos, fue honesto y bueno, y murió en la paz del Señor».

Ahora también el muerto leía lo que había escrito en su tumba. Luego cogió una piedra del camino, una piedrecilla cortante, y se puso a raspar con cuidado las letras. Las borró por completo, lentamente, mientras miraba con sus ojos vacuos el lugar en que hacía un momento estaban grabadas; y con la punta del hueso que había sido su dedo índice escribió con letras luminosas como esas líneas que se trazan en las paredes con el cabo de una cerilla:

«Aquí yace Jacques Olivant, muerto a la edad de cincuenta y un años. Con sus duras palabras apresuró la muerte de su padre, de quien quería heredar, torturó a su mujer, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó cuanto pudo y murió en la miseria».

Cuando hubo terminado de escribir, el muerto, inmóvil, contempló su obra. Y, dándome la vuelta, me di cuenta de que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los cadáveres habían salido de ellas, que todos habían borrado, para restablecer la verdad, las mentiras inscritas por los parientes en la lápida sepulcral.

Y veía que todos habían sido los verdugos de sus allegados, odiosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, pérfidos, maldicientes, envidiosos, que habían robado, engañado, llevado a cabo todo tipo de actos vergonzosos, todo tipo de actos abominables, esos buenos padres, esas esposas fieles, esos hijos abnegados, esas muchachas castas, esos comerciantes probos, esos hombres y esas mujeres irreprochables.

Escribían todos al mismo tiempo, en el umbral de su morada eterna, la cruel, terrible y santa verdad que todo el mundo ignora o finge ignorar sobre la tierra.

Pensé que también
ella
debía de haberla escrito sobre su tumba. Y ahora ya sin temor, corriendo en medio de los féretros entreabiertos, en medio de los cadáveres, en medio de los esqueletos, fui hacia ella, seguro de encontrarla enseguida.

La reconocí de lejos, sin ver el rostro envuelto por el sudario.

Y en la cruz de mármol, donde hacía poco decía:

«Amó, fue amada y murió».

Leí:

«Tras haber salido un día para engañar a su amante, cogió frío bajo la lluvia y se murió».

Al parecer, me recogieron, desvanecido, al despuntar el día, junto a una tumba.

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