Cuentos esenciales (109 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

*

Bebió de nuevo, y dijo, ahora farfullando a duras penas las palabras:

—Ahora…, papá…, ¡papá cura!… ¡Es gracioso tener por padre a un cura!… ¡Ja, ja, ja! Tiene que ser bueno, muy bueno con el menda, porque el menda no es una persona corriente… y le hizo una buena…, de veras…, una buena… al viejo…

La misma cólera que había enloquecido en otro tiempo al reverendo Vilbois ante la amante traicionera le hacía sublevarse ahora ante aquel ser abominable.

Él, que tanto había perdonado, en nombre de Dios, los secretos infames bisbiseados en el misterio del confesionario, se sentía incapaz de piedad y de clemencia, en su propio nombre, y en ese momento no se dirigía ya para que le auxiliase a ese Dios caritativo y misericordioso, porque comprendía que ninguna protección celestial o terrenal puede salvar en este mundo a quienes sufren semejantes desgracias.

Todo el ardor de su corazón apasionado y de su sangre violenta, apagada por el sacerdocio, se despertaba en una irrefrenable rebeldía contra aquel miserable que era su hijo, contra aquel parecido con él, y también contra la madre, la indigna madre que lo había engendrado semejante a ella, y contra la fatalidad que ataba a aquel pordiosero a su pie paterno, como la bola al pie del galeote.

Veía y preveía todo con súbita lucidez, despertado por aquella sacudida de sus veinticinco años de tranquilidad y de piadoso sueño.

Convencido de repente de que era necesario hablar de forma enérgica y clara para que aquel delincuente le temiera y aterrorizarle de entrada, le dijo con los dientes apretados por la furia, sin pensar que estaba borracho:

—Ahora que me lo ha contado todo, escúcheme. Partirá usted mañana. Se irá a un pueblo que le diré y que no dejará nunca sin una orden mía. Le pasaré una pensión suficiente para vivir, pero pequeña, porque no tengo dinero. Si desobedece una sola vez, se acabó y tendrá que vérselas conmigo…

Aunque aturdido por el vino, Philippe-Auguste captó la amenaza y el criminal que había dentro de él se despertó de improviso. Desembuchó estas palabras, entre hipos:

—¡Ah!, papá, no debes hacerme una jugada… Tú eres párroco…, te tengo cogido…, y te someterás, igual que los demás.

El sacerdote se sobresaltó; y en sus músculos de antiguo hércules nació una necesidad invencible de coger a aquel monstruo, de doblarlo como una caña para hacerle comprender que debía ceder.

Le gritó, sacudiendo la mesa y empujándola contra su pecho:

—¡Ah!, ten cuidado, ten cuidado…, que yo no le temo a nadie…

El borracho, perdiendo el equilibrio, se tambaleaba en su silla. Al ver que iba a caerse y que estaba a merced del sacerdote, alargó la mano, con mirada asesina, hacia uno de los cuchillos que había sobre el mantel. El reverendo Vilbois vio el gesto, y dio tal empellón a la mesa que su hijo se cayó de espaldas y acabó por los suelos. La lámpara se volcó y se apagó.

Durante unos segundos, se dejó oír en la sombra un ligero tintineo de vasos que entrechocan; luego se oyó como el arrastrarse de un cuerpo blando por el suelo, luego ya nada.

Rota la lámpara, una súbita noche se había extendido sobre ellos tan rápida, inesperada y profunda que quedaron estupefactos como ante un acontecimiento aterrador. El borracho, acurrucado contra la pared, ya no se movía; y el sacerdote permanecía en su silla, sumido en aquellas tinieblas, que ahogaban su cólera. Aquel velo oscuro arrojado sobre él, deteniendo su arrebato, inmovilizó también el impulso furioso de su alma; y le asaltaron otras ideas, negras y tristes como la oscuridad.

Se hizo el silencio, un silencio denso de tumba cerrada, en el que ya nada parecía vivir y respirar. Tampoco llegaba nada del exterior, ni el paso de un carruaje en la lejanía, ni el ladrar de algún perro, ni el susurro entre las ramas o contra las paredes de un ligero soplo de viento.

Aquello duró largo rato, mucho rato, quizá una hora. Luego, ¡de repente resonó el gong! Resonó percutido por un solo golpe duro, seco y fuerte, al que siguió un gran ruido extraño de caída y de silla derribada.

Marguerite, que estaba al acecho, acudió presurosa; pero apenas hubo abierto la puerta, retrocedió espantada ante la sombra impenetrable. Luego, temblando, el corazón acelerado y la voz jadeante y baja, llamó:

—¡Señor cura, señor cura!

Nadie respondió, nada se movió.

«Dios mío, Dios mío —pensó—, ¿qué han hecho?, ¿qué ha pasado?»

No se atrevía a avanzar ni a darse la vuelta para ir a buscar una luz; y le dominaron unas ganas locas de ponerse a salvo, de huir y de gritar, por más que sintiera flaquear sus piernas rotas hasta el punto casi de desplomarse al suelo. Repetía:

—Señor cura, señor cura, soy yo, Marguerite.

Pero de súbito, pese a su miedo, un deseo instintivo de socorrer a su amo y una de esas valentías de las mujeres que las hacen a veces heroicas invadieron su alma de una audacia aterrada, y, tras correr hacia la cocina, trajo su quinqué.

Se detuvo ante la puerta de la sala. Primero vio al vagabundo, tumbado contra la pared, y que dormía o fingía dormir, luego la lámpara rota, y a continuación, debajo de la mesa, los dos pies negros y las piernas con los calcetines negros del reverendo Vilbois, que debía de haberse caído de espaldas golpeándose la cabeza contra el gong.

Palpitando de terror, las manos temblorosas, repetía:

—Dios mío, Dios mío, pero ¿qué es esto?

Y cuando avanzaba a pequeños pasos, con lentitud, pisó algo grasiento y estuvo a punto de caerse.

Entonces, tras haberse inclinado, vio que, por el suelo rojo, manaba un líquido asimismo rojo, que se extendía en torno a sus pies y corría rápido hacia la puerta. Intuyó que era sangre.

Enloquecida, salió huyendo, tirando su luz para no ver ya nada, y se precipitó campo traviesa hacia el pueblo. Iba, topándose contra los árboles, con los ojos fijos en las luces lejanas y dando alaridos.

Su voz aguda asaeteaba la noche como un siniestro grito de lechuza y clamaba sin interrupción:


¡El maoufatan…, el maoufatan…, el maoufatan!…

Cuando llegó a las primeras casas, salieron unos hombres asustados y la rodearon, pero ella se debatía sin responder, fuera de sí.

Al final comprendieron que había ocurrido una desgracia en el olivar del párroco, y un grupo se armó para correr en su ayuda.

En medio del olivar, la casita pintada de rosa resultaba invisible y negra en la noche profunda y silenciosa. Desde que la única claridad de la ventana iluminada se había apagado como un ojo cerrado, permanecía sumida en la oscuridad, perdida en las tinieblas, ilocalizable para cualquiera que no fuese del lugar.

Pronto corrieron unas luces a ras de tierra, a través de los árboles, dirigiéndose hacia ella. Se paseaban por la hierba seca unas grandes franjas de luz amarillenta; y, con los errátiles resplandores, los troncos atormentados de los olivos semejaban a veces monstruos, serpientes infernales entrelazadas y retorcidas. Los reflejos proyectados a lo lejos hicieron surgir de súbito en la oscuridad una cosa blancuzca y vaga, y pronto el muro bajo y cuadrado de la casita se tornó de nuevo de color rosa delante de las linternas. Las llevaban algunos campesinos, escoltando a dos gendarmes, pistola en mano, al guarda rural, al alcalde y a una Marguerite desfalleciente a la que sostenían unos hombres.

Delante de la puerta abierta, aterradora, hubo un momento de vacilación. Pero el cabo cogió un farol y entró seguido de los demás.

La criada no había mentido. La sangre, ya coagulada, cubría el suelo como una alfombra. Había manado hasta donde estaba el vagabundo, mojando una de sus piernas y una de sus manos.

Padre e hijo dormían, uno con la garganta cortada, el sueño eterno; el otro, el sueño de los borrachos. Los dos gendarmes se abalanzaron sobre este último y, antes de que se hubiera despertado, tenía esposadas las muñecas. Se frotó los ojos, estupefacto, anonadado por el vino; y cuando vio el cadáver del sacerdote, adoptó una expresión aterrada y de no entender nada.

—Pero ¿cómo no se ha largado? —preguntó el alcalde.

—Estaba demasiado borracho —replicó el cabo.

Y todo el mundo fue de su misma opinión, pues a nadie se le habría pasado por la cabeza la idea de que el reverendo Vilbois quizá podía haberse quitado la vida.

¿QUIÉN SABE?
*

I

¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Por fin voy a escribir lo que me sucedió! Pero ¿seré capaz? ¿Me atreveré? ¡Pues es algo tan extraño, tan inexplicable, tan incomprensible, tan loco!

Si no estuviera seguro de lo que vi, seguro de que no hubo ningún desfallecimiento, ningún fallo en mis razonamientos, en mis constataciones, ninguna laguna en el inflexible encadenamiento de mis observaciones, me creería un simple alucinado, el juguete de una extraña visión. Después de todo, ¿quién sabe?

Actualmente me encuentro en una casa de salud; pero ¡ingresé en ella por propia voluntad, por prudencia, por temor! Sólo una persona conoce mi historia. El médico de aquí. Voy a escribirla. No sé muy bien por qué. Para liberarme de ella, pues la siento en mí como una insoportable pesadilla.

Hela aquí:

Yo he sido siempre un solitario, un soñador, una especie de filósofo aislado, bondadoso, contento con poco, sin acritud hacia los hombres y sin rencor contra el cielo. He vivido solo, ininterrumpidamente, por una especie de incomodidad que me provoca la presencia de los demás. ¿Cómo explicarlo? No sabría hacerlo. No me niego a ver gente, a hablar, a cenar con amigos, pero cuando los siento demasiado tiempo cerca de mí, incluso a los más íntimos, me cansan, me fatigan, me enervan, me ponen nervioso, y me entran unas enormes ganas, obsesivas, de verles marcharse o de irme, de estar solo.

Estas ganas son más que una necesidad, son una necesidad irresistible. Y si la presencia de las personas con las que me encuentro se prolongase, si tuviera, no ya que escuchar, sino seguir oyendo largo rato sus conversaciones, estoy seguro de que me daría algo. ¿El qué? ¿Quién sabe? ¿Un simple síncope, tal vez? ¡Sí, probablemente!

Me gusta tanto estar solo que no puedo soportar siquiera la cercanía de otras personas durmiendo bajo mi techo; no puedo vivir en París porque es para mí una agonía continua. Me siento morir moralmente, y también martirizado física y anímicamente por esa inmensa multitud hormigueante que vive a mi alrededor, incluso cuando duerme. ¡Ay, el sueño ajeno me hace sufrir aún más que sus palabras! Nunca consigo encontrar el descanso cuando sé, cuando siento que, detrás de la pared, hay unas existencias interrumpidas por esos eclipses regulares de la razón.

¿Por qué soy así? ¿Quién sabe? Tal vez la causa sea muy sencilla; me canso enseguida de todo cuanto no sucede dentro de mí. Y hay muchas personas en mi situación.

Hay dos razas sobre la tierra. La de aquellos que necesitan a los demás, a los que los otros distraen, tienen ocupados, les sirven de descanso, y a quienes la soledad abruma, agota, aniquila, como la ascensión de un terrible glaciar o la travesía de un desierto, y la de aquellos a los que, por el contrario, los otros cansan, aburren, molestan, fatigan, mientras que el aislamiento les calma, sumiéndoles en el reposo merced a la independencia y a la fantasía de su pensamiento.

Se trata, en suma, de un fenómeno psíquico normal. Los unos están dotados para vivir hacia fuera, los otros para vivir hacia dentro. En cuanto a mí, mi atención hacia el exterior es de corta duración y no tarda en agotarse y, tan pronto como llega al límite, noto en todo mi cuerpo y en toda mi mente un malestar insoportable.

Ello hace que me apegue, que me hubiera apegado mucho a los objetos inanimados que adquieren, para mí, una importancia de seres, y que mi casa se haya convertido, se hubiera convertido, en un mundo en el que llevaba una vida solitaria y activa, en medio de cosas, de muebles, de chucherías familiares, simpáticas a mis ojos como si fueran rostros. La había llenado poco a poco, la había alhajado, y me sentía, dentro de ella, contento, satisfecho, muy feliz como entre los brazos de una mujer amorosa cuyas caricias habituales se han vuelto una calma y grata necesidad.

Había hecho construir esa casa en un bello jardín que la aislaba de todo camino, y a escasa distancia de una ciudad donde podía encontrar, llegado el caso, esos recursos de compañía de los que sentía a veces deseos. Todos mis criados dormían en un edificio distante, al fondo del huerto, circundado por un alto muro. Las noches envolventes y oscuras, en el silencio de mi casa retirada, escondida, inundada por las hojas de los altos árboles, eran para mí tan gratas y restauradoras que cada noche demoraba varias horas el meterme en la cama para saborearlas más largamente.

Aquel día habían representado
Sigurd
1
en el teatro de la ciudad. Era la primera vez que escuchaba aquel bello drama musical y mágico, y me había gustado mucho.

Volví a pie, a paso alegre, la cabeza llena de frases sonoras y los ojos de hermosas imágenes. Era noche cerrada, tanto que apenas si distinguía la carretera general y en más de un momento estuve a punto de acabar en la cuneta. Del fielato a mi casa hay cerca de un kilómetro, quizá un poco más, o sea, veinte minutos yendo sin prisas. Era la una de la noche, la una o la una y media. El cielo se iluminó un poco delante de mí y asomó la hoz de la luna, la triste hoz del cuarto menguante. La del cuarto creciente, que aparece a las cuatro o las cinco de la tarde, es clara, alegre, argentada, pero la que se alza después de medianoche es rojiza, tétrica, inquietante: la verdadera hoz del
sabbat
. Todos los noctámbulos deben de haberlo observado. La primera, aunque sea más fina que un hilo, despide una tenue luz alegre que regocija el corazón y traza en la tierra nítidas sombras; la última apenas si difunde un destello moribundo, tan mortecino que casi no da sombra.

Descubrí a lo lejos la masa oscura de mi jardín y no sé de dónde me vino una especie de malestar ante la idea de entrar allí dentro. Demoré el paso. Hacía muy buen tiempo. El gran hacinamiento de árboles parecía una tumba en la que mi casa estuviera enterrada.

Abrí la cancela y entré en la larga alameda de sicómoros que, arqueada a manera de bóveda como un alto túnel, lleva a la casa, atravesando macizos opacos y bordeando céspedes en los que los arriates floridos formaban, en las pálidas tinieblas, manchas ovales de matices indistintos.

Al acercarme a la casa me dominó una extraña turbación. Me detuve. No se oía nada. Ni siquiera un soplo de aire entre las hojas. «¿Qué me pasa?», pensé. Desde hacía diez años volvía tarde, sin que nunca me hubiera perturbado la más mínima inquietud. No tenía miedo. No he tenido nunca miedo a la noche. De haber visto a un hombre, a un vagabundo, a un ladrón me habría enfurecido y le habría saltado encima sin vacilar. Y, por otra parte, iba armado; tenía mi revólver. Pero no lo toqué, porque quería resistir a ese principio de temor que nacía dentro de mí.

¿Qué era? ¿Un presentimiento? ¿Ese misterioso presentimiento que se apodera de los sentidos de los hombres cuando están a punto de ver lo inexplicable? Tal vez. ¿Quién sabe?

Conforme avanzaba, sentí que me recorrían la piel unos estremecimientos, y cuando estuve delante de la fachada de mi vasta morada, con todos los postigos cerrados, sentí que tendría que esperar unos minutos antes de abrir la puerta y entrar. Entonces me senté en un banco, bajo las ventanas del salón y así me quedé, un poco tenso, con la cabeza apoyada en la pared y los ojos abiertos a la sombra del follaje. De entrada no noté nada de insólito en torno a mí. Sentía unos zumbidos en los oídos; pero es algo que me sucede a menudo. A veces me parece oír pasar trenes, o repicar campanas, o una multitud que camina.

Pero luego aquellos zumbidos se volvieron más claros, más precisos, más reconocibles. Me había equivocado. No era el acostumbrado ruido de mis arterias el que traía a mis oídos aquellos rumores, sino un ruido muy particular, muy confuso sin embargo, proveniente, sin lugar a dudas, del interior de la casa.

Ese ruido continuo lo distinguía a través del muro, más una agitación que un ruido, el vago movimiento de un montón de cosas, como si poco a poco zarandearan, desplazaran, arrastraran despacio todos mis muebles.

¡Oh!, durante un buen rato no di crédito a mis oídos. Pero tras haber pegado la oreja contra un postigo para percibir mejor la extraña agitación de mi casa, me convencí, sin que me cupiera la menor duda, de que dentro estaba sucediendo algo anormal e incomprensible. No tenía miedo, pero estaba…, ¿cómo decirlo?…? espantado de asombro. No amartillé el revólver, intuyendo perfectamente que no había necesidad de hacerlo. Esperé.

Esperé largo rato, incapaz de decidirme a nada, con la mente lúcida, pero terriblemente agitado. Esperé, de pie, mientras seguía escuchando aquel ruido creciente y que a veces era de una violenta intensidad, y que parecía volverse un rugido de impaciencia, de cólera, de misterioso tumulto.

De súbito, avergonzándome de mi cobardía, cogí el mazo de las llaves, elegí la que necesitaba, la introduje en la cerradura, di dos vueltas y, empujando la puerta con todas mis fuerzas, la estampé contra la pared.

El golpe resonó como un escopetazo, y he aquí que a aquel ruido de explosión respondió, de arriba abajo de la casa, un formidable estruendo. Éste fue tan súbito, tan terrible, tan ensordecedor, que retrocedí unos pasos y, pese a seguir pareciéndome innecesario, saqué el revólver de la funda.

Seguí esperando, ¡oh!, pero no mucho. Ahora distinguía un extraordinario pisoteo por los peldaños de la escalera, por los entarimados, por las alfombras, pero no un pisoteo de calzado, de zapatos humanos, sino de muletas, muletas de madera y muletas de hierro que vibraban como címbalos. Y de pronto vi en el umbral un sillón, mi gran sillón de lectura, que salía contoneándose y se dirigía hacia el jardín. Le siguieron otros, los del salón, luego los canapés bajos que se arrastraban como cocodrilos sobre sus patas cortas, luego todas mis sillas, con saltos de carnero, y los taburetes que correteaban como conejos.

¡Oh, qué emoción! Me acurruqué en un macizo para contemplar este desfile de mis muebles que se estaban yendo todos, uno tras otro, garbosos o lentos, según su tamaño y peso. El piano, mi gran piano de cola, pasó con un galope como de caballo desbocado y acompañado de un murmullo musical, los menores objetos se deslizaban sobre la arena como hormigas: cepillos, cristales, copas, que el claro de luna volvía fosforescentes como luciérnagas. Las telas reptaban, extendiéndose cual pulpos. Vi venir mi escritorio, pieza rara de la pasada centuria que contenía todas las cartas que yo había recibido, toda mi historia sentimental, una vieja historia que me había hecho sufrir mucho. Y dentro había también fotografías.

De pronto perdí el miedo, y me lancé sobre él, aferrándolo como se aferra a un ladrón o a una mujer que huye; pero su carrera era irrefrenable y, a pesar de mis esfuerzos y de mi cólera, ni siquiera conseguí hacerle demorar la marcha. Como yo resistía como un condenado a aquella fuerza espantosa, me caí al suelo luchando con él. Entonces me hizo rodar, me arrastró por la arena y los muebles que le seguían comenzaron a venírseme encima, pisándome las piernas y produciéndome morados; luego, cuando finalmente lo solté, los otros pasaron sobre mi cuerpo como una carga de caballería sobre un soldado desarzonado.

Finalmente, muerto de miedo, conseguí arrastrarme fuera de la gran alameda y esconderme de nuevo entre los árboles para ver irse hasta el más ínfimo objeto, los más pequeños, los más modestos, los más desconocidos incluso para mí, pero que me habían pertenecido.

Luego oí también, a lo lejos, en mi alojamiento vuelto resonante como todas las casas vacías, un ruido muy fuerte de puertas que se cierran. Golpearon en toda la casa, de arriba abajo, y hasta la del vestíbulo, que yo mismo, insensato de mí, había abierto para aquella marcha, se cerró, la última.

También yo huí, corriendo hacia la ciudad, y no me calmé hasta que empecé a encontrar a los últimos rezagados por las calles. Fui a llamar a un hotel donde me conocían. Me había sacudido el traje con las manos para quitarle el polvo, y conté que había perdido las llaves, incluida la del huerto, donde descansaban mis criados en una casa apartada, detrás del muro que protegía mis árboles frutales y mis verduras de las visitas de los ladronzuelos.

Me metí en la cama tapándome hasta los ojos, pero no pude pegar ojo y esperé a que se hiciera de día escuchando los latidos de mi corazón. Había ordenado que mi servidumbre fuera avisada al amanecer, y a las siete mi ayuda de cámara llamó a mi puerta.

Parecía trastornado.

—Señor, esta noche ha sucedido una gran desgracia —dijo.

—¿El qué?

—Han robado todos los muebles del señor, todos, hasta los más pequeños objetos.

Aquella noticia fue de mi agrado. ¿Por qué? ¿Quién sabe? Me sentía muy dueño de mí, seguro de saber disimular, de no decir nada a nadie de lo que había visto y de ocultarlo, enterrarlo en mi conciencia como un espantoso secreto. Respondí:

—Seguro que son las mismas personas que me han robado las llaves. Hay que avisar enseguida a la policía. Ahora me levanto y me reúno con vosotros.

La investigación se prolongó por espacio de cinco meses. No se descubrió nada, no se encontró ni la más mínima chuchería ni el menor rastro de los ladrones. ¡Diantre! De haber dicho lo que sabía…, de haberlo dicho…, habrían encerrado no a los ladrones, sino a mí, a la persona que había visto una cosa semejante.

¡Oh!, supe callarme. Pero no volví a amueblar la casa. Era inútil. La cosa se habría reiniciado siempre. Yo no quería volver a ella más. No volví. No he vuelto a verla nunca más.

Fui a París, a un hotel, y consulté a unos médicos sobre el estado de mis nervios, que me preocupaba mucho después de aquella lamentable noche.

Me aconsejaron viajar. Seguí su consejo.

II

Empecé con un viaje a Italia. El sol me sentó bien. Durante seis meses, vagué de Génova a Venecia, de Venecia a Florencia, de Florencia a Roma, de Roma a Nápoles. Luego recorrí Sicilia, tierra admirable por su naturaleza y sus monumentos, reliquias dejadas por los griegos y los normandos. Crucé a África, atravesé sin incidentes ese gran desierto amarillo y calmo, por donde andan errantes camellos, gacelas y árabes nómadas, donde, en el aire ligero y diáfano, no flota obsesión alguna, ni de día ni de noche.

Regresé a Francia por Marsella, y pese a la alegría provenzal, la luz atenuada del cielo me entristeció. Sentí, al volver al continente, la extraña impresión de un enfermo que se cree curado y al que un sordo dolor avisa de que el foco infeccioso no se ha extinguido.

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