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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

Cuernos (13 page)

—¿Qué vendes? —preguntó Ig señalando la bolsa de lona con la cabeza.

—Cuestan seis dólares —contestó Lee. Abrió la cartera y sacó tres revistas distintas—. Elige.

La primera se titulaba simplemente
¡La Verdad!
En la portada había una pareja de novios ante el altar de una iglesia de gran tamaño. Tenían las manos entrelazadas como si estuvieran rezando y la cara alzada hacia la luz oblicua que entraba por las vidrieras policromadas. La expresión de sus caras sugería que ambos habían estado aspirando helio; los dos parecían presa de una alegría maniaca. Detrás de ellos, un alienígena de piel grisácea, alto y desnudo, apoyaba sus manos de tres dedos en las cabezas de los novios, como si estuviera a punto de hacerlas chocar y partirles el cráneo con gran regocijo. El titular de portada decía «¡Casados por alienígenas!». Las otras revistas eran
Reforma Fiscal Ya
y
Las Milicias en la América Moderna.

—Las tres por quince dólares —dijo Lee—. Son para recaudar dinero para el banco de comida de los Patriotas Cristianos.
¡La Verdad!
es buenísima. Temas de ciencia-ficción sobre los famosos. Hay una historia sobre Steven Spielberg, de cómo llegó a visitar el Área 51, y otra sobre los tíos de Kiss, de cuando iban en un avión que fue golpeado por un rayo y se estropeó el motor. Se pusieron a rezar pidiéndole a Jesucristo que les salvara; entonces Paul Stanley le vio sobre una de las alas y un minuto más tarde el motor se puso en marcha y el piloto consiguió enderezar el avión.

—Los de Kiss son judíos —dijo Ig.

A Lee no pareció preocuparle esta información.

—Sí, me parece que todo lo que publican es falso, pero da igual, era una buena historia.

A Ig esta observación se le antojó notablemente sofisticada.

—¿Y has dicho que las tres son quince dólares? —preguntó.

Lee asintió.

—Si vendes muchas te pueden dar un premio. De ahí saqué el monopatín que luego soy demasiado cagado para usar.

—¡Eh! —exclamó Ig, sorprendido por la calma y la rotundidad con que Lee admitía ser un cobarde. Era peor oírselo a él que a Terry en la colina.

—No —dijo Lee impertérrito—. Tu hermano tenía razón. Pensé que podría impresionar a Glenna y a sus colegas haciéndome un rato el chulito, pero cuando estuve en lo alto de la pista me sentí incapaz. Lo único que espero es que si vuelvo a ver a tu hermano no me lo restriegue por los morros.

Ig tuvo un breve pero intenso ataque de odio hacia su hermano mayor.

—¡Como si él pudiera decir algo! Casi se mea en los pantalones cuando pensó que al llegar a casa le iba a contar a nuestra madre lo que me había pasado de verdad. Mira, para mi hermano, en cualquier situación, siempre está él primero y los demás después. Entra, tengo dinero arriba.

—¿Vas a comprar una?

—Quiero comprar las tres.

Lee parpadeó sorprendido.

—Entiendo que te interese
Las Milicias en la América Moderna
porque va de armas y de cómo distinguir un satélite espía de uno normal, pero ¿estás seguro de que quieres
Reforma Fiscal Ya?

—¿Por qué no? Algún día tendré que pagar impuestos.

—La mayoría de la gente que lee esa revista lo que busca es no pagarlos.

Lee siguió a Ig a su habitación, pero se detuvo en el umbral de la puerta y miró a su alrededor con cautela. A Ig esa habitación nunca le había parecido nada del otro mundo —era la más pequeña de las del segundo piso— pero ahora se preguntaba si no tendría el aspecto de un dormitorio de chico rico a los ojos de Lee y si ello jugaría en su contra. Echó un vistazo a la habitación tratando de verla con los ojos de Lee. En lo primero que reparó fue en que la piscina se veía por la ventana y en que la lluvia arrugaba su superficie azul brillante. También estaba el póster con el autógrafo de Mark Knopfler sobre la cama. El padre de Ig había tocado la trompeta en el último álbum de los Dire Straits.

La trompeta de Ig estaba sobre la cama, descansando en una funda abierta. Ésta contenía además una variedad de tesoros: un fajo de dinero, entradas para un concierto de George Harrison, una foto de su madre en Capri y la cruz de la chica pelirroja con la cadena rota. Ig había intentado arreglarla con una navaja multiusos sin ningún éxito. Al final la había guardado y acometido una tarea distinta, pero relacionada. Había tomado prestado el volumen de la
M
de la
Enciclopedia británica
de Terry y había consultado la entrada referida al alfabeto Morse. Todavía recordaba con exactitud la secuencia de destellos cortos y largos que la chica pelirroja le había dirigido, pero cuando la tradujo, su primer pensamiento fue que se había equivocado. Era un mensaje muy simple, una sola palabra, pero tan chocante que un escalofrío le había recorrido la espalda y el cuero cabelludo. Después había intentado componer una respuesta apropiada, escribiendo a lápiz series de puntos y rayas en las guardas de la «Biblia Neil Diamond», ensayando diferentes contestaciones. Ella le había hablado con ráfagas de luz y tenía la sensación de que debía responderle con el mismo método.

Lee pasó la vista por toda la habitación, deteniéndose aquí y allí, y por fin en cuatro torres de acero llenas de CD que había apoyadas contra la pared.

—Tienes mucha música.

—Pasa.

Lee entró, encorvado por el peso de la cartera de lona.

—Siéntate —le invitó Ig.

Lee se sentó en el borde de la cama, empapando el edredón. Giró la cabeza para mirar por encima del hombro las torres con los CD.

—Nunca he visto tanta música junta. Excepto quizá en la tienda de discos.

—¿Qué música escuchas tú?

Lee se encogió de hombros. Era una respuesta incomprensible. Todo el mundo escucha algún tipo de música.

—¿Qué discos tienes?

—No tengo.

—¿Nada?

—Nunca me ha interesado demasiado, supongo —dijo Lee con voz tranquila—. Además los CD son caros, ¿no?

A Ig le desconcertaba la idea de que hubiera alguien a quien no le interesaba la música. Era lo mismo que no estar interesado en ser feliz. Después reparó en lo último que había dicho Lee —
Además los CD son caros, ¿no?
— y por primera vez se le ocurrió que tal vez Lee no tuviera dinero para comprar música ni ninguna otra cosa. Pensó en su monopatín nuevo, pero había sido un premio a sus obras de caridad, o eso había dicho. Llevaba corbatas y camisas cortas abotonadas hasta el cuello, pero probablemente su madre le obligaba a ponérselas cuando salía a vender sus revistas, para que tuviera aspecto de chico limpio y responsable. Los chicos pobres a menudo van muy arreglados. Eran los ricos los que vestían de forma desaliñada, combinando cuidadosamente un atuendo desarrapado: vaqueros de diseño de ochenta dólares convenientemente desgastados por profesionales y camisetas de aspecto raído directamente salidas de Abercrombie & Fitch. Luego estaba la asociación de Lee con Glenna y los amigos de Glenna, un grupo que parecía salido de un campamento de caravanas; los chicos bien no pasaban las tardes de verano en la fundición quemando zurullos en una fogata.

Lee levantó una ceja —definitivamente se daba un aire al capitán Spock—, al parecer consciente de la sorpresa de Ig.

—Y tú ¿qué escuchas?

—No sé, un montón de cosas. Últimamente me ha dado por los Beatles.

—Con «últimamente» se refería a los últimos siete años—. ¿A ti te gustan?

—No los conozco mucho. ¿Qué tal son?

La posibilidad de que hubiera alguien en el mundo que no conociera a los Beatles dejaba a Ig estupefacto. Dijo:

—Bueno, ya sabes..., los Beatles: John Lennon y Paul McCartney.

—Ah, ésos —dijo Lee, pero por la manera de decirlo se notaba que sólo estaba simulando conocerlos. Aunque sin esforzarse demasiado.

Ig no dijo nada. Fue hasta la torre de CD y examinó su colección de los Beatles tratando de decidir por dónde debería empezar Lee. Primero pensó que por
Sgt. Pepper
y sacó el CD. Pero entonces se le ocurrió que tal vez a Lee no le gustara, que podría encontrar desconcertantes todas esas trompetas, acordeones y cítaras, esa loca amalgama de estilos, mezclas de rock que se convierten en coros de pub inglés que a su vez se transforman en jazz suave. Era probable que prefiriera algo que le resultara más familiar, como rock and roll. El
White Album
entonces. Claro que comenzar con el
White Album
era como empezar a ver una película en los últimos veinte minutos. Entendías el argumento, pero no sabías quiénes eran los personajes o por qué debía importarte lo que les pasara. En realidad los Beatles eran como una historia. Escucharlos era como leer un libro. Había que empezar por
Please Please Me.
Sacó todos los discos y los puso en la cama.

—Ésos son muchos discos. ¿Cuándo quieres que te los devuelva?

Ig no se había planteado prestárselos hasta que Lee le hizo la pregunta. Lee le había sacado de aquella oscuridad ensordecedora y le había vuelto a llenar el pecho de aire sin recibir nada a cambio. Cien dólares en CD no eran nada. Nada.

—Puedes quedártelos —dijo.

Lee le miró confuso.

—¿A cambio de las revistas? Las revistas las tienes que pagar en metálico.

—No. No son a cambio de las revistas.

—Entonces, ¿a cambio de qué?

—Por no dejar que me ahogara.

Lee miró la pila de CD y apoyó una mano, indeciso, sobre ella.

—Gracias —dijo—. No sé qué decir. Excepto que estás loco. Y que no tienes por qué hacerlo.

Ig abrió la boca y después la cerró, por un momento abrumado por la emoción, ya que Lee le gustaba demasiado como para responderle con lo primero que se le viniera a la cabeza. Lee le miró de nuevo con curiosidad y asombro y enseguida apartó la vista.

—¿Tocas lo mismo que tu padre? —preguntó Lee sacando la trompeta de Ig de su funda.

—Mi hermano toca. Yo sé, pero no toco mucho.

—¿Por qué no?

—No puedo respirar.

Lee le miró sin comprender.

—Lo que quiero decir es que tengo asma y cuando intento tocar me quedo sin aire.

—Supongo que nunca vas a ser famoso, entonces.

No lo dijo con crueldad. Era una mera observación.

—Mi padre no es famoso. Toca jazz. Nadie se hace famoso tocando jazz.

Ya no
, añadió para sí.

—Nunca he oído un disco de tu padre. No entiendo mucho de jazz. Es como esa música que sale de fondo en las películas sobre gánsteres, ¿no?

—Normalmente sí.

—Eso sí que me gustaría. Música para una escena de gánsteres, y con esas chicas vestidas con faldas cortas y rectas. Las
flappers.

—Exacto.

—Entonces entran los matones con ametralladoras —dijo Lee. Parecía verdaderamente entusiasmado por primera vez desde su llegada—. Matones con sombrero de fieltro, y los barren a tiros. Hacen volar las copas de champán, a gente rica y a otros gánsteres.

Mientras hablaba, simulaba empuñar una metralleta.

—Esa música creo que sí me gusta. Música de fondo para matar gente.

—Tengo algo de eso. Espera.

Ig sacó un disco de Glenn Miller y otro de Louis Armstrong y los puso con los de los Beatles. Después, como Armstrong estaba debajo de AC/DC, pregunto:

—¿Te gustó
Black in Black?

—¿Eso es un disco?

Ig cogió
Black in Black
y lo añadió al montón de Lee.

—Tiene una canción que se llama «Disparar por placer». Es perfecta para tiroteos y destrozos.

Pero Lee estaba inclinado sobre la funda de la trompeta examinando los otros tesoros de Ig. Había cogido el crucifijo de la chica pelirroja con la delgada cadena de oro. A Ig le molestó verle tocándolo y le entraron unas ganas repentinas de cerrar la funda... pillándole los dedos a Lee si no se daba prisa en sacar la mano. Descartó ese impulso con energía, como si se tratase de una araña en el dorso de la mano. Le decepcionaba tener esa clase de sentimientos, aunque duraran unos instantes. Lee tenía el aspecto de un niño que ha sobrevivido a una inundación —todavía le goteaba agua fría de la punta de la nariz— e Ig deseó haber pasado por la cocina para prepararle un cacao caliente. Sentía deseos de darle a Lee un bol de sopa y una tostada con mantequilla. Había muchas cosas que quería darle a Lee, pero no precisamente la cruz.

Caminó con paciencia hasta el otro lado de la cama y metió la mano en la funda para coger su fajo de billetes, metiendo el hombro de manera que a Lee no le quedaba más remedio que ponerse de pie y apartar la mano de la cruz. Ig contó varios billetes de cinco y diez dólares.

—Por las revistas —dijo.

Lee dobló el dinero y se lo metió en el bolsillo.

—¿Te gusta ver fotos de felpudos?

—¿Felpudos?

—De coños.

—Lo dijo con la mayor naturalidad, como si continuaran hablando de música.

Ig se había perdido la transición.

—Claro. ¿A quién no?

—Mi distribuidor tiene todo tipo de revistas y en su almacén he visto algunas cosas raras. Alguna para flipar. Hay una revista toda de mujeres embarazadas.

—¡Agh! —exclamó Ig, entre asqueado y divertido.

—Vivimos tiempos turbulentos —dijo Lee sin demostrar gran desaprobación—. También hay una de mujeres mayores.
Todavía Salida
es muy fuerte, todo tías de más de sesenta años tocándose el coño. ¿Tienes algo de porno?

—La cara de Ig era la respuesta a la pregunta—. Déjame verlo.

Ig sacó un juego de tragabolas del armario, al fondo del cual había una docena de juegos de mesa apilados.

—El tragabolas —fijo Lee—. Qué bien.

Ig no le comprendió al principio. Nunca lo había pensado. Había escondido allí sus revistas porno porque nadie jugaba ya al tragabolas y no porque el juego tuviera algún tipo de significado simbólico.

Lo colocó sobre la cama y levantó la tapa y el juego. Sacó también la bolsa de plástico que contenía las bolas. Debajo había un catálogo de Victoria's Secret y el ejemplar de
Rolling Stone
con Demi Moore desnuda en la portada.

—Eso es material bastante blando —dijo Lee—. Ni siquiera tendrías que esconderlo, Ig.

Apartó el
Rolling Stone
y descubrió un número de
X-Men
debajo, aquel en el que sale Jean Grey en la portada vestida con un corsé negro. Sonrió plácidamente.

—Éste es bueno. Porque Phoenix al principio es tan bueno y cariñoso, y luego de repente... ¡zas! Sale el cuero negro. ¿Eso es lo que te pone? ¿Tías buenas que llevan el demonio dentro?

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