Cuernos (43 page)

Read Cuernos Online

Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

—¿Y qué tal si la cago en el trabajo y consigo que para mediodía me manden a tomar por culo? A ver si consigo que me despidan. Llevo seis semanas sin vender un coche, así que están deseando que les dé un motivo. Si no me han despedido ya es porque les doy pena.

—Eso sí que es lo que yo llamo un plan —dijo Ig.

Dale le condujo dentro de la casa. Ig no se llevó la horca, no creía que fuera a necesitarla de momento.

—Iggy, ¿te importa servirme una copa? Ya sabes dónde está el mueble bar. Mary y tú solíais robarme bebidas. Quiero sentarme un rato a oscuras. Tengo la cabeza como hueca.

El dormitorio principal estaba al final de un pequeño recibidor con paredes enteladas de color marrón chocolate. Todas las paredes del pasillo habían estado cubiertas de fotos de Merrin, pero habían desaparecido. En lugar de ello había retratos de Jesús. Por primera vez en todo el día Ig se enfadó.

—¿Por qué han quitado a Merrin y le han puesto a Él en su lugar?

—Fue idea de Heidi. Me quitó las fotos de Mary.

Dale se desembarazó de una patada de sus zapatos negros mientras caminaba por el pasillo.

—Hace tres meses empaquetó todos sus libros, su ropa, las cartas que tú le habías escrito y lo subió todo al ático. Ahora ha convertido el dormitorio de Merrin en su despacho. Trabaja allí ensobrando cartas para causas cristianas. Pasa más tiempo con el padre Mould que conmigo, va a la iglesia cada mañana y se queda allí los domingos enteros. Tiene un retrato de Jesús en su mesa. No tiene una fotografía mía ni de sus hijas, pero sí un retrato de Jesús. Me dan ganas de perseguirla por la casa gritándole el nombre de sus hijas. ¿Sabes una cosa? Deberías subir al ático y bajar la caja. Me gustaría sacar todas las fotos de Mary y de Regan. Tirárselas a Heidi a la cara hasta hacerla llorar. Le diré que si quiere deshacerse de las fotografías de sus hijas tendrá que tragárselas. De una en una.

—Demasiado trabajo para una tarde tan calurosa.

—Pero sería divertido. Sería la hostia de divertido.

—Pero no tan refrescante como un gin-tonic.

—No —dijo Dale, de pie en el umbral de su dormitorio—. Sírveme uno, Ig. Que esté cargadito.

Ig regresó al recibidor, que en otro tiempo había sido una galería dedicada a la infancia de Merrin Williams, llena de fotografías suyas: Merrin disfrazada de piel roja, Merrin montando en bicicleta y sonriendo dejando ver su aparato dental; Merrin en bañador a hombros de Ig, con éste metido en el río Knowles hasta la cintura. Ya no estaban y la habitación parecía recién redecorada por un agente inmobiliario de la manera más insustancial posible, para una sesión de puertas abiertas de mañana de domingo. Como si nadie viviera ya allí.

Y es que nadie vivía allí ya. Desde hacía meses, la casa era sólo un lugar donde Dale y Heidi Williams almacenaban sus cosas, tan poco relacionada con sus vidas interiores como una habitación de hotel.

Sin embargo, el alcohol estaba donde siempre, en el mueble situado encima del televisor. Ig le preparó a Dale un gin-tonic con una tónica que sacó de la nevera de la cocina y le añadió una hoja de menta y una cáscara de naranja además del hielo. De regreso al dormitorio, sin embargo, una cuerda que colgaba del techo le rozó el cuerno derecho, amenazando con quedarse enganchada en él. Ig levantó la vista y...

...
allí estaba, en las ramas del árbol sobre su cabeza, la parte inferior de la casa del árbol, con las palabras escritas en la trampilla y la pintura blanca ligeramente visible en la noche: «Bienaventurado el que traspase el umbral». Ig se mareó y entonces
...

... ahuyentó una repentina oleada de vértigo. Con la mano libre se masajeó la frente esperando a que se le aclarara la cabeza, a que se le pasara la sensación de mareo. Por un momento lo había visto, lo que había ocurrido en el bosque cuando acudió borracho a la fundición para desahogar su furia, pero la imagen se había desvanecido. Dejó el vaso en el suelo y tiró de la cuerda, abriendo la trampilla que conducía al ático con un fuerte chirrido de muelles.

Si hacía calor en la calle, la buhardilla de techo bajo y sin rematar era directamente un horno. Unas tablas de madera contrachapada cubrían las vigas a modo de suelo improvisado. No había espacio suficiente para estar de pie ni siquiera en el vértice del techo, pero no le importó. Tres cajas grandes de cartón con la palabra «Merrin» escrita a los lados en rotulador rojo estaban a la derecha de la trampilla.

Las bajó de una en una, las colocó en la mesa baja del cuarto de estar y examinó su contenido, las cosas que Merrin había dejado atrás al morir, mientras se bebía el gin-tonic de Dale.

Olió su sudadera de Harvard y la culera de sus vaqueros favoritos. Repasó sus libros, su colección de libros de bolsillo. Ig rara vez leía novelas, siempre le había gustado el ensayo, tratados sobre ayuno, irrigación, viajes, vida al aire libre y sobre el reciclaje de materiales. Pero Merrin prefería la ficción, la alta literatura. Le gustaban las historias escritas por gente que había tenido vidas breves, feas y trágicas y que fueran como mínimo ingleses. Una buena novela para ella tenía que ser un viaje emocional y filosófico y además enseñarle vocabulario nuevo.

Leía a Gabriel García Márquez, a Michael Chabon, a Ian McEwan y a John Fowles. Un libro se le abrió en las manos por un pasaje subrayado: «Cómo refina la culpa los métodos de autotortura, insertando las cuentas del detalle en un bucle infinito, un rosario que se desgrana a lo largo de toda una vida». Y después otro, de un libro diferente: «Va en contra de la esencia de la narrativa norteamericana colocar a alguien en una situación de la que no puede salir, pero creo que en la vida es algo que ocurre con frecuencia». Ig dejó de hojear los libros, le estaban poniendo nervioso.

Entre los de Merrin había mezclados algunos volúmenes de su propiedad, libros que llevaba años sin ver. Un manual de estadística,
El libro de cocina del campista, Reptiles de Nueva Inglaterra.
Se terminó la copa y echó un vistazo al de
Reptiles.
Alrededor de la página cien encontró el dibujo de una serpiente cascabel marrón con una raya naranja en el lomo. Era la
Crotalus horridus,
una serpiente de cascabel de bosque que habita sobre todo al sur de la frontera de New Hampshire —es muy común en Pensilvania—, pero que también se encuentra en las White Mountains. Rara vez atacan a los humanos, son tímidas por naturaleza. En el año anterior había muerto más gente golpeada por un rayo que por mordeduras de
horridus
en todo el último siglo. Y sin embargo, su veneno estaba considerado el más peligroso de todas las serpientes americanas, neurotóxico, capaz de paralizar pulmones y corazón. Colocó el libro en su sitio.

Los libros de textos de medicina y cuadernos de anillas de Merrin estaban apilados en el fondo de la caja. Ig los fue abriendo uno a uno, pasando los dedos por las páginas. Tomaba apuntes a lápiz y su caligrafía cuidada y poco femenina estaba borrosa y empezaba a desvanecerse. Definiciones de compuestos químicos. La sección trasversal de un pecho dibujada a mano. Una lista de apartamentos en Londres que había encontrado en Internet para él. Al fondo de la caja había un sobre marrón de gran tamaño. Estuvo a punto de no prestarle atención, pero vaciló al distinguir unas marcas a lápiz en la esquina superior derecha. Puntos. Rayas.

Abrió el sobre y sacó una mamografía, una imagen de tejido azul y blanca en forma de lágrima. La fecha correspondía a junio del pasado año. También había papeles, arrancados de un cuaderno de espiral. Ig vio su nombre escrito en uno de ellos. Estaban todos cubiertos de rayas y puntos. Volvió a meter todo en el sobre.

Se preparó otro gin-tonic y se lo llevó de vuelta al recibidor. Cuando entró en el dormitorio, Dale estaba dormido sobre la cama, con los calcetines negros subidos casi hasta las rodillas y unos pantalones cortos con manchas de orina en la bragueta. El resto de su cuerpo era una masa desnuda de carne masculina, con el vientre y el pecho alfombrados de pelo oscuro. Caminó de puntillas hasta un lado de la cama y apoyó el vaso en la mesilla de noche. Al oír el tintineo de los hielos en el vaso, Dale se espabiló.

—Ah, Ig —dijo—. Hola. ¿Te puedes creer que me había olvidado de que estabas aquí?

Ig no respondió, sino que permaneció de pie junto a la cama con el sobre marrón en la mano. Preguntó:

—¿Tenía cáncer?

Dale volvió la cara.

—No quiero hablar de Mary —dijo—. La quiero, pero no puedo soportar pensar en ella..., en nada de aquello. Ya sabes que mi hermano y yo llevamos años sin hablarnos. Pero tiene una tienda de motos acuáticas en Sarasota. A veces pienso que debería marcharme allí y dedicarme a vender motos y mirar a las chicas en la playa. Sigue enviándome felicitaciones de Navidad invitándome a visitarle. A veces pienso que me gustaría alejarme de Heidi, de este pueblo y de esta casa horrible y de lo mal que me hace sentirme esta vida de mierda que llevo, y empezar de cero. Si Dios no existe y no existe explicación para todo este dolor, entonces tal vez debería empezar de nuevo antes de que sea demasiado tarde.

—Dale —dijo Ig en voz baja—, ¿te contó Merrin que tenía cáncer?

Dale negó sin levantar la cabeza de la almohada.

—Es algo genético. Se hereda. Y no nos enteramos por ella. No lo supimos hasta después de su muerte; nos lo dijo el médico forense.

—En los periódicos no dijeron nada de que tuviera cáncer.

—Heidi quería que se supiera. Pensó que provocaría compasión y haría que la gente te odiara aún más. Pero yo le dije que Mary no había querido que nadie lo supiera y que debíamos respetar sus deseos. A nosotros no nos lo contó. ¿A ti sí?

—No —dijo Ig.

Lo que le había contado en lugar de eso era que debían salir con otras personas. Ig no había leído el informe de dos páginas que contenía el sobre, pero imaginaba su contenido. Dijo:

—Su hija mayor, Regan. Nunca les pregunté nada sobre ella. Pensaba que no era asunto mío. Pero sé que fue muy duro perderla.

—Sufrió tanto... —dijo Dale y se estremeció al tomar aire—. La enfermedad le hizo decir cosas terribles. Sé que muchas no las pensaba; era tan buena persona..., y preciosa. Trato de recordar sólo eso, pero en realidad de lo que más me acuerdo es de cómo era al final. Debía de pesar treinta y cinco kilos, de los cuales veinticinco eran puro odio. Le dijo cosas imperdonables a Mary. Creo que estaba furiosa porque Mary era tan guapa y, claro, Regan se quedó sin pelo... y le hicieron una mastectomía y otra operación para sacarle una metástasis del intestino. Se sentía... como Frankenstein, como un personaje de una película de terror. Nos decía que si de verdad la queríamos teníamos que ponerle una almohada en la cara y asfixiarla. Me dijo que estaba segura de que yo me alegraba de que fuera ella y no Merrin la enferma, porque siempre había querido más a Merrin. He tratado de olvidar todo eso pero algunas noches me despierto pensando en ello. O en cómo murió Mary. Te esfuerzas en recordarlas mientras estaban vivas pero no puedes evitar que lo otro te venga a la cabeza. Supongo que hay una razón psicológica para ello. Mary estudió Psicología, habría sabido que las cosas malas dejan una huella más profunda que las buenas. Oye, Ig, ¿te puedes creer que mi niña consiguió entrar en Harvard?

—Sí —dijo Ig—. Era más lista que usted y yo juntos.

Dale rió con la cara todavía vuelta hacia el otro lado.

—Y que lo digas. Yo sólo fui dos años a la universidad. Era lo único que podía pagarme mi padre. Dios, espero haber sido mejor padre que él. Me decía todo lo que tenía que hacer. A qué clases debía apuntarme, dónde debía vivir y en qué debía trabajar después de licenciarme para devolverle el dinero que había gastado en mí. Solía decirle a Heidi que me sorprendía no encontrármelo en nuestro dormitorio en nuestra noche de bodas dándome instrucciones sobre cómo follarla.

—Sonrió recordando—. Eso fue cuando Heidi y yo podíamos hacer bromas sobre esa clase de cosas. Heidi tenía un ramalazo divertido y pícaro antes de que se le llenara la cabeza de Jesucristo. Antes de que el mundo le atascara todos los grifos y le chupara toda la sangre. A veces tengo tantas ganas de dejarla..., pero sé que no tiene a nadie más. Está sola... a excepción de Jesús.

—Yo no estaría tan seguro de eso —dijo Ig, dejando escapar un aliento húmedo y caliente, pensando en que Heidi Williams había quitado todas las fotos de Merrin de las paredes, había intentado enterrar el recuerdo de su hija entre polvo y oscuridad—. Uno de estos días, por la mañana, debería usted pasarse por la iglesia, cuando se va a ayudar al padre Mould. Sin avisar. Creo que comprobará que mantiene una relación con los aspectos terrenales de la vida mucho más intensa de lo que usted imagina...

Dale le miró sin comprender, pero Ig puso cara de póquer y no dijo nada. Por fin Dale esbozó una sonrisa y dijo:

—Deberías haberte afeitado la cabeza hace años, Ig. Te queda bien. Yo también quise hacerlo un tiempo, pero Heidi decía siempre que si me rapaba daría nuestro matrimonio por terminado. Ni siquiera me dejó afeitarme en muestra de solidaridad con Regan, después de la quimio. Algunas familias lo hacen, para demostrar que están unidos. Pero la nuestra no.

—Frunció el ceño y añadió—: ¿Por qué estamos hablando de esto? ¿Qué te estaba contando?

—De cuando fue a la universidad.

—Ah sí. Pues eso, mi padre no me dejó matricularme en Teología, pero pude ir de oyente. Me acuerdo de la profesora, una mujer negra, Tandy se apellidaba. Nos contó que en muchas religiones Satán es el bueno. El que se lleva a la cama a la diosa de la fertilidad y, después de juguetear un rato, crean el mundo. O las cosechas. Algo. Aparece para engatusar a los indignos, para llevarlos a la perdición, o al menos les anima a dejar de beber. Ni siquiera los cristianos se ponen de acuerdo sobre qué hacer con él. Si lo piensas, se supone que él y Dios están constantemente enfrentados. Pero si Dios odia el pecado y Satán castiga a los pecadores, ¿acaso no están en el mismo bando? ¿No son el juez y el verdugo de un mismo equipo? Los románticos. Creo que a los románticos les gustaba Satán, no me acuerdo por qué. Tal vez porque llevaba barba, le gustaban las chicas y el sexo y sabía montarse una buena juerga. ¿No les gustaba Satán a los románticos?

—Susurrante al oído
—murmuró Ig—.
Dime las cosas que quiero oír...

Dale rió de nuevo.

—Esos románticos no. Los otros. Ig contestó:

Other books

Sultry Sunset by Mary Calmes
Challenged by O'Clare, Lorie
The Observations by Jane Harris
Branches of the Willow 3 by Christine M. Butler
Old Town by Lin Zhe