—Son los únicos que conozco. Al salir cerró la puerta sin hacer ruido.
I
g se sentó en el fondo de la chimenea, en un charco de cálida luz de tarde, sosteniendo en alto la brillante placa de la mamografía de Merrin. Iluminados desde detrás, por el cielo de agosto, los tejidos radiografiados parecían un sol negro, una nova formándose. Parecía el Fin de los Días y el cielo era una arpillera. El demonio echó mano de su Biblia, no del Viejo Testamento ni del Nuevo, sino de la última página donde años atrás había copiado el alfabeto Morse de las enciclopedias de su hermano. Antes siquiera de haber descifrado los papeles que contenía el sobre supo que era un testamento de otra clase, uno definitivo. La última voluntad de Merrin.
Empezó con los puntos y las rayas de la parte delantera del paquete, una secuencia sencilla que decía: «Ig, vete a tomar por culo».
Se rió, una carcajada fea y convulsa como el graznido de un cuervo.
Sacó las hojas arrancadas de un bloc de notas y cubiertas de puntos y rayas por ambas caras, el trabajo de meses, de todo un verano. Con ayuda de la Biblia se puso a traducirlas, en ocasiones llevándose la mano a la cruz que colgaba de su cuello, la cruz de Merrin. Se la había vuelto a poner en cuanto dejó a Dale. Le hacía sentir que ella estaba a su lado, lo suficientemente cerca como para rozarle la nuca con sus dedos fríos.
Fue un trabajo laborioso, convertir aquella sucesión de puntos y rayas en letras y después en palabras, pero no le importó. Si algo tenía el diablo era tiempo.
Capítulo 44Querido Ig:
Nunca leerás esto mientras yo esté viva. E incluso cuando haya muerto no estoy segura de que quiera que lo leas.
Guau, escribir así lleva tiempo, pero supongo que no me importa. Me distrae mientras estoy sentada en alguna sala de espera aguardando a que me den el resultado de alguna prueba. Además me obliga a ceñirme a lo estrictamente necesario, y nada más.
El tipo de cáncer que tengo es el mismo que mató a mi hermana, uno de tipo genético. No te aburriré con los detalles. Todavía no está muy avanzado y estoy segura de que si lo supieras querrías que luchara. Sé que debería hacerlo, pero no va a ser así. He decidido que no quiero pasar por lo que pasó mi hermana. No quiero esperar a volverme fea, a herir a la gente que quiero y me ha querido, y ésos sois tú, Ig, y mis padres.
La Biblia dice que los suicidas van al infierno, pero el infierno es por lo que pasó mi hermana cuando se estaba muriendo. Esto tú no lo sabes, pero cuando le diagnosticaron el cáncer, mi hermana estaba prometida. Su novio la dejó pocos meses antes de morir. Ella le alejó de su lado poco a poco. Quería saber cuánto tiempo sería capaz de esperar antes de acostarse con otra chica una vez que ella hubiera muerto. No hacía más que preguntarle si se aprovecharía de su tragedia para ganarse la compasión de las chicas. Se portó de forma horrible, hasta yo la habría abandonado.
Así que, si no te importa, prefiero saltarme esa parte, pero aún no sé cómo hacerlo, cómo morir. Ojalá Dios encontrara la forma de hacerlo por mí, en el momento más inesperado. Hacerme entrar en un ascensor y después cortar los cables. Veinte segundos de caída libre y después todo habría acabado. Y ya de paso podría desplomarme sobre alguien que se lo merezca, un técnico de reparación de ascensores pederasta o algo así. Estaría bien.
Tengo miedo de que, si te cuento que estoy enferma, renuncies a tus planes de futuro y me pidas que me case contigo, temo no tener fuerzas para negarme, y entonces estarás atrapado conmigo, viendo cómo me cortan en pedazos y me encojo, me quedo calva y te hago pasar un infierno para terminar muriéndome después de haberte arruinado la vida. Tienes tanta fe en que el mundo es un lugar bueno, Ig, en que las personas son buenas... Y yo sé que cuando esté verdaderamente enferma no seré buena, seré como mi hermana. Es algo que llevo dentro, sé cómo hacer daño a las personas y es posible que no pueda controlarme. Quiero que recuerdes las cosas buenas de mí y no las malas. La gente a la que quieres debería poder siempre guardarse para sí lo peor de sí misma.
No sabes cómo me cuesta hablar de estas cosas contigo, por eso te estoy escribiendo esto, supongo. Porque necesito hablarte y ésta es la única manera. Aunque resulta una conversación un tanto unilateral, ¿no te parece?
Te hace tanta ilusión lo de Inglaterra, conocer mundo... ¿Te acuerdas de aquella historia que me contaste sobre la pista Evel Knievel y el carro de supermercado? Ése eres tú de verdad, siempre dispuesto a lanzarte desnudo por la pendiente de tu vida y perderte en la marea de los seres humanos. A salvar a quienes se ahogan por la injusticia.
Puedo hacerte el daño suficiente para alejarte de mi lado. No es algo que me apetezca, pero siempre será mejor que dejar que las cosas sigan su curso.
Quiero que conozcas a una chica con acento
cockney,
que te la lleves a tu apartamento y te la folles de arriba abajo. Una chica atractiva, a la que le vaya la marcha y le guste la literatura. No tan guapa como yo, mi generosidad no llega a tanto, pero que tampoco sea fea. Y después espero que te deje y que pases página hasta conocer a otra. A alguien mejor, alguien sincero y cariñoso, sin antecedentes de cáncer en la familia, tampoco de enfermedades cardiacas, de Alzheimer o de cualquier otra de esas cosas tan feas.También espero para entonces llevar tanto tiempo muerta que no tenga que saber absolutamente nada de ella.
¿Sabes cómo me gustaría morir? En la pista Evel Knievel, bajando despendolada en mi propio carro. Cerraría los ojos e imaginaría que estás conmigo, abrazándome. Después me estamparía contra un árbol. Muerte instantánea, eso es lo que quisiera. Me gustaría poder creer en el evangelio de Mick y Keith, según el cual no puedo conseguir lo que quiera —y lo que quiero eres tú, Ig, y nuestros hijos y nuestras ridículas fantasías— pero al menos sí lo que necesito, que es una muerte rápida y repentina, y la seguridad de que tú no has salido perjudicado.
Encontrarás una mujer valiente, cariñosa y maternal que te dará hijos y serás un padre maravilloso, feliz y lleno de energía. Conocerás cada rincón del mundo, verás sufrimiento y ayudarás a paliarlo. Tendrás nietos y bisnietos. Enseñarás. Darás largos paseos por el bosque y en uno de ellos, cuando seas muy viejo ya, te encontrarás debajo de un árbol sobre cuyas ramas habrá una casa. Yo te estaré esperando allí, a la luz de las velas, en la casa del árbol de nuestra imaginación.
Son un montón de líneas y puntos. Dos meses de trabajo, nada menos. Cuando empecé a escribir, el tumor era sólo un nódulo en un pecho y otro más pequeño aún en la axila. Ahora, como diría Bruce Springsteen, de las cosas pequeñas, mamá, nacerán cosas grandes.
No estoy segura de si en realidad necesitaba escribir tanto. Probablemente podría haberme ahorrado todo este esfuerzo y limitarme a copiar el primer mensaje que te envié, haciendo destellos con mi cruz: «Nosotros». Eso lo dice casi todo. Y el resto es eso: Te quiero, Iggy Perrish.
Tu chica,
Merrin Williams
D
espués de leer el mensaje final de Merrin, de dejarlo a un lado, de leerlo otra vez y de nuevo dejarlo a un lado, Ig salió de la chimenea; necesitaba alejarse un rato del olor a cenizas y carbonilla. Permaneció en la habitación que estaba debajo del horno respirando profundamente el último aire de la tarde antes de darse cuenta de que las serpientes no habían hecho acto de presencia. Estaba solo en la fundición, o casi. Una única serpiente, la serpiente de cascabel del bosque, yacía enroscada en la carretilla, durmiendo hecha un ovillo. Tuvo la tentación de ir y acariciarle la cabeza e incluso llegó a dar un paso hacia ella, pero se detuvo.
Mejor no,
pensó, y se miró la cruz que llevaba al cuello y después su sombra ascendiendo por la pared en la última luz rojiza del día. Vio la sombra de un hombre alto y flaco. Aún notaba los cuernos en las sienes, sentía su peso, cómo las puntas cortaban el aire fresco del atardecer, pero en la sombra sólo aparecía él. Pensó que si se acercaba ahora a la serpiente, con la cruz de Merrin alrededor del cuello, había muchas posibilidades de que le clavara sus colmillos.
Examinó las dimensiones de su sombra trepando por la pared de ladrillo y comprendió que, si quería, podría irse a casa. Con la cruz al cuello había recuperado su humanidad, si es que aún la quería. Dejaría atrás los últimos dos días, una pesadilla de sufrimiento y pánico, y sería el mismo de siempre. Este pensamiento le produjo un alivio casi doloroso, un placer casi sensual. Podía ser Ig Perrish y no el demonio, ser un hombre y no un horno con patas.
Seguía dándole vueltas a la idea cuando la serpiente de la carretilla levantó su cabeza iluminada por reflejos blancos. Alguien subía por el camino. Al principio Ig supuso que se trataría de Lee, que volvía para recuperar la cruz y cualquier otra prueba incriminatoria que pudiera haberse olvidado.
Pero cuando el coche se detuvo frente a la fundición reconoció el Saturno color esmeralda de Glenna. Lo vio desde la plataforma que presidía una caída de doscientos metros. Glenna salió del coche dejando un reguero de humo tras de sí. Tiró el cigarrillo a la hierba y lo apagó con el pie. Durante el tiempo que llevaba con Ig había dejado de fumar dos veces, y una de ellas había conseguido resistir una semana.
Ig la miró desde la ventana mientras caminaba hacia el edificio. Se había pasado con el maquillaje, siempre lo hacía. Lápiz de labios color cereza oscuro, pelo cardado, sombra de ojos y colorete rosa brillante. Por la expresión de su cara, Ig supo que no quería entrar. Bajo su máscara pintada parecía asustada y triste, casi desvalida. Llevaba unos vaqueros negros ajustados de cintura baja que dejaban ver el comienzo de su trasero, un cinturón de tachuelas y un top blanco que enseñaba su vientre fofo y el tatuaje de la cadera, la cabeza de un conejito de Playboy. Le conmovió verla, todo en ella parecía estar pidiendo a gritos:
Por favor, que alguien me quiera.
—¡Ig! —llamó—. Iggy, ¿estás ahí? ¿Estás por aquí?
Se puso una mano en la boca a modo de amplificador.
Ig no respondió y Glenna bajó la mano.
Caminó de ventana en ventana mirándola caminar entre los matorrales hacia la parte trasera de la fundición. El sol daba al otro lado del edificio, como la pavesa de un cigarrillo chisporroteando en el pálido telón del cielo. Mientras Glenna cruzaba hacia la pista Evel Knievel, Ig se deslizó hasta el suelo por una puerta y se acercó a ella en círculos. Avanzó sigiloso entre la hierba y bajo el rescoldo de luz agonizante. Glenna le daba la espalda y no le vio llegar.
Se detuvo al principio de la pista y se fijó en las marcas de fuego en la tierra, el lugar donde el suelo había quedado calcinado. El bidón rojo de gasolina seguía allí, medio oculto entre la maleza y caído de lado. Ig continuó avanzando, cruzando el prado detrás de Glenna e internándose entre los árboles y matojos, a la derecha de la pista. En la pradera que rodeaba la fundición todavía era por la tarde, pero bajo los árboles había anochecido. Jugueteó inquieto con la cruz, frotándola entre los dedos índice y pulgar, pensando en cómo acercarse a Glenna y en qué le diría. En lo que se merecía de él.
Glenna miró las marcas de fuego en la tierra y la lata roja de gasolina y por último, pendiente abajo, al agua. Ig la veía juntar las piezas de un puzle, reconstruyendo lo ocurrido. Respiraba más fuerte y con la mano derecha buscó algo en el bolso.
—Madre mía, Ig —dijo—. Madre mía.
Sacó un teléfono.
—No lo hagas —dijo Ig.
Glenna se tambaleó sobre sus talones. Su teléfono móvil, suave y rosado como una pastilla de jabón, se deslizó de su mano y cayó al suelo, rebotando en la hierba.
—¿Se puede saber qué coño estás haciendo? —preguntó pasando del dolor a la furia en el tiempo que necesitó para recuperar el equilibrio. Miró en dirección a una hilera de arándanos y hacia las sombras bajo los árboles—. Me has dado un susto de muerte.
Echó a andar hacia él.
—Quédate donde estás —dijo Ig.
—¿Por qué no quieres...? —empezó a preguntar, pero luego se detuvo—. ¿Llevas una falda?
Por entre los árboles se coló una pálida luz rosácea que iluminó la falda y el estómago al aire de Ig. Su torso, sin embargo, permanecía en penumbra.
La expresión de sonrojo y furia de la cara de Glenna dio paso a una sonrisa incrédula que revelaba más miedo que diversión.
—¡Ig! —exclamó—. ¡Ig, cariño!
Se acercó un poco.
—¿Qué haces aquí?
—Destrozaste nuestro apartamento —dijo Glenna—. ¿Por qué?
Ig no respondió, no sabía qué decir.
Glenna bajó la vista y se mordió el labio.
—Supongo que alguien te contó lo mío con Lee la otra noche.
Por supuesto no recordaba que ella misma se lo había contado el día anterior. Se obligó a mirarle de nuevo.
—Ig, lo siento mucho. Puedes odiarme si quieres. Es algo con lo que ya contaba, pero quiero asegurarme de que estás bien.
—Respirando suavemente y en voz baja añadió—: Por favor, déjame ayudarte.
Ig tuvo un escalofrío. Aquello era casi más de lo que podía soportar, escuchar otra voz humana ofreciéndole su ayuda, una voz llena de afecto y preocupación. Sólo hacía dos días que se había convertido en un demonio, pero el tiempo en el que supo lo que significaba ser amado por alguien parecía existir en una suerte de pasado borroso que hacía mucho que había dejado atrás. Le asombraba estar hablando con Glenna con toda normalidad, era como un milagro corriente, tan sencillo y agradable como beberse una limonada bien fresca en un día de calor. Glenna no sentía el impulso de desvelarle sus impulsos secretos o vergonzosos; sus secretos más oscuros eran sólo eso, secretos. Ig se llevó de nuevo la mano a la cruz de Merrin, su pequeño círculo particular y preciado de humanidad.
—¿Cómo sabías que me encontrarías aquí?
—Estaba en el trabajo viendo las noticias locales y dijeron lo del coche quemado que había aparecido en la orilla del río. Las cámaras estaban demasiado lejos y no podía ver si era el Gremlin, y la señora de la tele decía que la policía no había confirmado aún la marca ni el modelo. Pero tuve un presentimiento, uno malo. Así que llamé a Wyatt Farmes, ¿te acuerdas de Wyatt? Le ayudó a mi primo Gary a pegarse una barba postiza cuando éramos niños, para ver si así le vendían cerveza.