Poco después, tumbado delante de la chimenea, Brunetti degustaba una copita de
schnapps
de albaricoque mientras Paola iba en busca de jerséis. Al volver, ella echó uno a Brunetti sobre los hombros, pero él insistió en levantarse para ponérselo.
—Cuenta —dijo ella sentándose a su lado.
Él empezó a hablar. Su copa estuvo intacta mientras él describía los sucesos de la mañana, el funeral de la
signorina
Montini, al que asistió con Vianello y el doctor Rizzardi, además de dos o tres personas que habían trabajado con ella en el laboratorio.
Paola no preguntaba, dejaba que la fuerza de los hechos dictara la secuencia del relato.
—Se ha celebrado en San Polo, aunque ella iba a los Frari, pero el párroco de allí se negó a decir misa por ella. —Se volvió apoyándose en el brazo del sofá, para verla mejor—. Ha sido deprimente. Nosotros enviamos flores, pero la iglesia estaba casi vacía. El cura ha mirado el reloj dos veces durante la misa y después rezaba más aprisa. —Y Brunetti, sentado en la iglesia, acalorado y exhausto tras una noche en vela, no podía evitar que su pensamiento volviera al día en que, hacía menos de dos semanas, él estaba en el
campo
próximo a la iglesia, esperando a que la tía de Vianello saliera de la casa de esta mujer. Veía el sencillo ataúd, las tres coronas, olía el incienso—. Por lo menos, ha sido corto —dijo a Paola—. Luego la han llevado a San Michele.
—¿Y tú has venido aquí?
Brunetti titubeó un momento y dijo:
—Antes he hecho un favor a Vianello.
—¿Qué?
—He hablado con su tía.
Paola se sorprendió:
—Creí que se había ido dos semanas con su hijo.
Brunetti se levantó y echó un tronco al fuego, lo empujó con el extremo de otro y volvió al sofá.
—¿Por qué nos gusta tanto el fuego de la chimenea? —preguntó.
—Por atavismo. No podemos evitarlo. Las cavernas. Los mamuts. Cuéntame eso de la tía de Vianello —dijo Paola, olvidando la copa que tenía en la mano.
—El primo llamó a Vianello la noche antes y le dijo que ella había vuelto a Venecia. Así pues, tras el funeral hemos ido a verla.
—Por si no tenías bastante con el funeral, ¿eh? —dijo ella dándole una palmada en la rodilla.
—En realidad, esto ha sido mejor —dijo Brunetti. Lorenzo le había hablado de mí, ella ya sabía quién soy. Y me parece que me miraba con confianza. Por muy enfadada que estuviera con su hijo y con él, me ha escuchado.
—¿Qué le has dicho?
—Todo lo que habíamos averiguado de Gorini. Le he llevado los informes de la policía.
—¿Violando la ley sobre el derecho a la intimidad? —preguntó ella.
—Supongo.
—Bien. ¿Y ella qué ha dicho?
—Los ha leído todos. Me ha hecho varias preguntas: qué hacían los distintos cuerpos de la policía y si los documentos tenían credibilidad.
—¿Y tú le has respondido?
—Sí.
—¿Dónde estaba Vianello mientras tanto?
—Sentado en una silla, tratando de hacerse invisible.
—¿Ella te ha creído?
—Al final, no ha tenido más remedio —dijo Brunetti. La enérgica mujer que tan recientemente el comisario estuvo siguiendo por Via Garibaldi se había sentado entre él y Vianello, con ojos llorosos, tensa y silenciosa, y su mano arrugada oprimía los papeles como si así pudiera extraerles la verdad.
—¿Qué ha pasado después?
—Le ha llevado un tiempo, pero al final nos lo ha contado —dijo Brunetti, sin decir cómo la anciana había dejado caer al suelo los papeles mientras buscaba un pañuelo para enjugarse las mejillas y los ojos—. Nos ha dicho que, cuando los análisis indicaron que su marido tenía un principio de diabetes, ella empezó a comprar las hierbas. —Él destapó la botella y echó más
schnapps
en su copa y volvió a taparla, golpeando el corcho con la palma de la mano—. Entonces ha dicho a Vianello que había sido una tonta —dijo él pronunciando la palabra con ligereza— y que quería llamar a su hijo para pedirle perdón.
—¿Y qué ha hecho Vianello?
—Decirle que se tranquilizara y que él la llevaría junto a su familia para que acabara de pasar las vacaciones.
—¿Y tú?
—Yo he subido al tren para venir aquí —dijo él, sin mencionar la irritación que había sentido ante lo que sospechaba era histrionismo de la tía de Vianello. En el ejercicio de su profesión, Brunetti había visto muchas lágrimas oportunas como para no desconfiar de su sinceridad.
—¿Y Gorini? —preguntó Paola.
Él se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Ha desaparecido. Fuimos a casa de Montini después de su muerte y no había ni rastro de él. Nada. —Hizo girar el licor en la copa, pero no bebió.
—¿Qué le pasará?
—¿A él? Nada, probablemente. Se irá a otro sitio, embaucará a otra infeliz y seguirá timando a ingenuos.
—¿Como la tía de Vianello?
—Supongo. Nunca falta la gente que se deja engañar.
Abandonando a la tía de Vianello y otros crédulos a su suerte, Paola preguntó:
—¿Y los Fulgoni?
Brunetti resopló ligeramente y tomó un sorbito de
schnapps.
—Ella dice que, cuando bajó, encontró a Fontana en el suelo y se quitó el jersey para tratar de contener la hemorragia. Que entonces su marido salió del trastero y ella comprendió lo que había entre ellos y lo que había sucedido. Dice que subió corriendo a su casa pero no se decidió a llamar a la policía.
—¿Y lo de que había oído las campanadas de la iglesia? ¿Por qué había de decir eso como no fuera para dar la impresión de que Fontana había sido asesinado más tarde?
—Según ella, fue idea de su marido que me dijera eso, para que pareciera que Fontana había sido asesinado después de que ellos subieran a su apartamento. Si no estaba el cadáver cuando ellos volvieron, y ya era más de medianoche, sería indudable que lo habían matado cuando ellos ya estaban en casa.
—Entonces, ¿por qué te habló del jersey?
Brunetti había reflexionado sobre ello durante el largo viaje en tren desde Venecia.
—Vete a saber. Quizá pensó que alguien podía haber visto a su marido y creyó conveniente decir a la policía que había salido. Así nos creeríamos el resto de la historia.
—¿Crees que trataba de protegerlo?
—Quizás al principio —dijo Brunetti.
—¿Entonces por qué mintió diciendo que el jersey era de él?
Brunetti se encogió de hombros.
—¿Efecto sorpresa? Quizá, instintivamente, pretendía distanciarse del crimen o hacer recaer en él las sospechas. O quizá sea que miente mal.
—¿Cómo acabará esto?
Brunetti se inclinó, dejó la copa vacía en la mesa y se arrellanó en el sofá.
—Hasta que uno de los dos confiese, no conseguiremos nada.
—¿Y si ninguno confiesa?
—El caso se prolongará indefinidamente y los abogados los desplumarán-explicó Brunetti.
—¿No hay pruebas suficientes para condenar a uno u otro? —preguntó ella con una voz en la que se confundían la extrañeza y la irritación.
Brunetti, quizá para evitar quedarse dormido, se levantó y se acercó al fuego, pero sólo para sentir su calor. Qué sensación tan extraña, y tan deliciosa, producía arrimar las piernas a la lumbre. Miró por la ventana orientada al norte y señaló una pendiente blanca que relucía bajo la luna. No podía calcular la distancia, debía de estar lejos pero parecía muy próxima.
—¿Es el Ortler? —preguntó.
—Sí.
Se apartó de la chimenea y volvió sobre la pregunta de ella.
—Hay pruebas suficientes para condenar a uno y otro, pero el verdadero problema es que también hay pruebas suficientes para condenarlos a los dos. —Pensó con repugnancia en el espectáculo que montarían los medios: sangre y muerte y sexo ilícito entre jaulas de pájaros. Todo y más de lo que un público ávido de morbo podía devorar—. Aunque no es probable.
—¿Tú le crees a él? —preguntó Paola.
Brunetti tardó en responder.
—Me gustaría creerle. —Y, tras una pausa aún más larga, añadió—: O eso me temo.
Paola esperó hasta asegurarse de que él había terminado y dijo:
—Vamos a la cama.
Brunetti, despierto en la cama, contemplaba el lejano Ortler que refulgía en su soledad.
—Mi talismán —dijo abrazándose a su mujer, y se durmió.