Cuestión de fe (26 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Vianello descruzó los tobillos y volvió a cruzarlos en sentido inverso. Brunetti volvió a la mesa y se sentó.

—Es un
puzzle.
Tenemos un montón de piezas, pero no sabemos hacerlas encajar.

—Quizá no encajen —observó Vianello.

—¿Qué?

—Quizá no tengan que encajar. Quizá encontró a alguien en la calle, se lo llevó al patio. Y la cosa se les fue de las manos.

Brunetti apoyó la cabeza en una mano y dijo:

—Confío en que esa sugerencia no responda a la idea de que el sexo gay siempre ha de ser peligroso. —Su voz era neutra, pero la intención no lo era.

—Guido —dijo Vianello con exasperación—, ¿vas a concederme un poco de crédito? Tenemos muchos pequeños hechos y muchas más posibles interpretaciones, pero también tenemos a una persona a la que le golpearon la cabeza contra una estatua de mármol, tres veces, y eso no es algo que le suceda a un hombre bueno, a no ser que esté haciendo algo muy peligroso.

—O que se las vea con alguien que no es bueno y sí muy peligroso —replicó Brunetti rápidamente.

—Opino que deberíamos… —empezó Vianello, pero lo interrumpió Pucetti, que entró como una exhalación, con un impulso que lo llevó casi hasta la silla de Vianello.

—El Ospedale —jadeó, y se inclinó para aspirar dos bocanadas de aire—. Hemos recibido una llamada… —dijo, pero en aquel momento sonó el teléfono de Brunetti.

—Comisario —dijo una voz que Brunetti no reconoció—, han llamado del Ospedale. Ha ocurrido algo en el laboratorio.

—¿Qué?

—Parece que se trata de una situación con rehenes.

—¿Una qué? —inquirió Brunetti, preguntándose si todos ellos no habrían estado viendo demasiada televisión.

—Al parecer, alguien se ha encerrado en el laboratorio y lanza amenazas.

—¿Quién ha llamado? —preguntó Brunetti.

—El
portiere.
Ha dicho que los del laboratorio han escapado y uno de ellos le ha llamado.

—¿Cómo «escapado»? —preguntó Brunetti. Tapó el micro con la mano y dijo a Vianello—: Baja a avisar a Foa. Necesito una lancha.

Vianello asintió y se marchó. Pucetti se fue con él.

Brunetti volvió la atención al teléfono, a tiempo de oír la explicación:

—Dice el
portiere
que eso le ha dicho la persona que le ha llamado.

—¿Qué más ha dicho esa persona?

—No lo sé, señor. El
portiere
ha llamado al 113, pero no le han contestado y nos ha llamado a nosotros. Es todo lo que ha dicho.

—Llámele y diga que vamos para allá —dijo Brunetti colgando el teléfono.

Una vez fuera, cuando cruzaba la acera en dirección a la lancha, advirtió que había dejado la chaqueta en el despacho y, con ella, las gafas de sol. La luz matinal lo deslumbró, y saltó a la lancha casi a ciegas. Vianello lo sostuvo agarrándolo del brazo y lo condujo a la cabina, a resguardo de la luz. Aunque dejaron las puertas abiertas y Vianello corrió los cristales de las ventanas, el calor era sofocante.

Foa viró en redondo y los llevó hacia Rio di Santa Marina, haciendo sonar la sirena con intermitencias, para advertir de que una lancha de la policía se acercaba en sentido contrario. Aminoró la velocidad para girar por Rio dei Mendicanti y los dejó en la parada de ambulancias del Ospedale. Brunetti y Vianello saltaron al muelle, y Brunetti se volvió hacia Foa para decir que los esperara.

Entraron en el Ospedale andando deprisa, como si precisaran asistencia médica urgente. El viaje no les habría llevado más de cinco minutos.

Brunetti iba delante, por un lado del claustro, torció a la izquierda, después a la derecha y subió la escalera hacia el laboratorio. El laboratorio estaba al final de un pasillo y, frente a la puerta de acceso al pasillo, vio a cinco personas, tres con la bata blanca del laboratorio y dos con el uniforme azul de los guardias de seguridad. Brunetti reconoció a uno de los ayudantes de Rizzardi, llamado Comei.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Brunetti.

Los ojos del joven, azules y alarmados, se salían de su cara bronceada. Las vacaciones habían terminado.

Le llevó un momento reconocer a Brunetti, pero entonces desapareció de su cara parte de la angustia.

—Ah, comisario. —Se agarró al brazo de Brunetti como si estuviera ahogándose y sólo él pudiera salvarlo.

—¿Qué ha pasado, Comei? —volvió a preguntar Brunetti, confiando en calmarlo con la voz.

—Yo estaba ahí dentro y, de repente, ella se ha puesto a gritar y ha tirado algo. Luego ha barrido la mesa, y las probetas, las sustancias químicas y las muestras de sangre han quedado esparcidas por el suelo. —Se miró los pies, oprimió el brazo de Brunetti y dijo—:
Oddio,
mire lo que me ha hecho. —Brunetti siguió la dirección del dedo y vio una mancha roja encima del zueco de plástico verde del técnico—. Se ha vuelto loca. —En aquel momento, resonó en el pasillo un grito que salía del laboratorio refrendando sus palabras.

—¿Quién es? —preguntó Brunetti.

—Elvira, la técnica.

—¿Montini? —inquirió Brunetti.

Comei asintió distraídamente, como si el nombre no importara, y se agachó. Pellizcando la tela con delicadeza a la altura de la rodilla, se subió el pantalón y se miró el tobillo y el pie descalzo. Cuatro franjas de sangre le corrían por el empeine. El técnico se apoyó pesadamente en Brunetti.


Oddio, oddio
—susurró, se apartó de Brunetti y se quedó inmóvil, sin apartar los ojos de la sangre.

Brunetti iba a decirle algo cuando Comei dio media vuelta y se alejó rápidamente hacia la parte central del hospital.

Entonces se oyó el estrépito de algo pesado que chocaba contra el suelo.

Una mujer con bata blanca se acercó a Brunetti.

—¿Son de la policía? —preguntó.

Brunetti asintió.

—¿Puede usted decirnos qué ha pasado?

Era alta, delgada y tenía aspecto de persona capaz.

—Soy la
dottoressa
Zeno —dijo, sin tender la mano—. Jefa del laboratorio. —Brunetti asintió—. Hará una media hora, pregunté a la
signorina
por una muestra de sangre que analizó la semana pasada. Los resultados no cuadraban con los de los análisis que se hicieron en el hospital de Mestre tres días atrás, y el médico del paciente había llamado preguntando si las primeras pruebas se habían hecho correctamente, porque una diferencia tan repentina no le parecía lógica. —Hizo una pausa y Brunetti asintió, para indicar que la seguía—. Consulté nuestras listas y vi que la prueba original la había hecho la
signorina
Montini. —Calló, miró de Brunetti a Vianello y otra vez a Brunetti—. No es la primera vez que ocurre esto ni que he tenido que pedirle explicaciones. —Brunetti asintió de nuevo, como si comprendiera—. He venido a hablar con ella, pero en cuanto le he dicho lo ocurrido… —Su voz perdió algo de firmeza al decir—: Me ha arrancado de la mano la lista de los nuevos resultados y la ha roto, luego ha empezado a tirar las cosas de la mesa, las probetas, el microscopio. Comei trabajaba a su lado.

Brunetti esperó un momento y preguntó:

—¿Y entonces,
dottoressa!

—Entonces me ha empujado y se ha puesto a chillar. —Al oírse decirlo, rectificó rápidamente—: No es que me empujara, más bien me ha agarrado de los brazos y me ha apartado. Pero sin hacerme daño.

—¿Y después,
signora?
-Ha tomado uno de los cutters que usamos para abrir las cajas y se ha puesto a agitarlo diciendo que saliéramos. Que saliéramos todos. Cuando he tratado de hablarle, ha levantado el cutter.

—¿La ha amenazado,
dottoressa?

—No, no —dijo la mujer en tonos que se entristecían gradualmente—. Lo sostenía sobre la muñeca y decía que se la cortaría si no nos íbamos. —Aspiró profundamente, dos veces—. Todos hemos salido al pasillo. Yo he llamado a Seguridad y alguien ha bajado a avisar al
portiere.
Después nos han dicho que ustedes venían y nos hemos quedado todos aquí. —Él creía que la mujer ya había terminado, pero entonces añadió—: He llamado al
dottor
Rizzardi a su casa. Ella siempre había trabajado muy bien con él.

—¿Va a venir?

—Sí.

Brunetti miró a Vianello, y dijo a las cinco personas que se quedaran donde estaban. Los dos policías entraron en el pasillo y la puerta se cerró tras ellos, con suavidad, atrapándolos en un ambiente sofocante y viscoso. Del laboratorio salía un sonido leve, como el zumbido de una máquina que hubiera quedado en marcha en una sala lejana.

—¿Esperamos a Rizzardi? —preguntó Vianello.

Brunetti señaló a la puerta del laboratorio, blanca y lisa, con un ojo de buey.

—Antes quiero echar un vistazo, ver qué hace.

Avanzaron por el pasillo sigilosamente, pero, a medida que se acercaban a la puerta del laboratorio, el zumbido iba acentuándose y ya ahogaba el ruido de sus pasos. Brunetti se aproximó lentamente al cristal, consciente de que desde dentro podría verse cualquier movimiento brusco. Un paso, otro, y ya podía ver claramente el interior de la sala.

Vio el ordenado despliegue del material de un laboratorio: formaciones de tubos de ensayo en sus soportes de madera, oscuras jarras de farmacia alineadas contra la pared, balanzas y ordenadores en cada puesto de trabajo, libros y libretas a la izquierda de los ordenadores. Una mesa situada en el centro de la sala estaba vacía y, en el suelo, alrededor de ella, cual restos de un naufragio, se veía una pantalla de ordenador, cristales rotos y papeles en pequeños charcos de sangre.

Brunetti buscó con la mirada el origen del sonido. Una mujer con bata blanca estaba frente a una pila honda, de espaldas a él. El ruido procedía de un chorro de agua que caía sobre algo que ella sostenía, entre una nube de vapor. Brunetti pensó en sus hijos, la Policía del Agua, y en cómo condenarían aquel derroche de agua y de la energía necesaria para su distribución.

Él señaló hacia la derecha y se hizo a un lado, para que Vianello ocupara su puesto. Aunque el ruido del agua permitía hablar en tono normal, Vianello preguntó en un susurro:

—¿Por qué se lava las manos?

Lo mismo que los nobles romanos, pensó Brunetti apartando a Vianello y empujando la puerta. Al pasar junto a una de las mesas, levantó un teléfono y arrancó el cable. Cuando llegaba junto a la mujer, ella se desplomó sobre el borde de la pila y él vio el agua teñida de rojo, o más bien de rosa, que giraba en torno al desagüe.

Brunetti la sujetó y la tendió en el suelo y, con el cable del teléfono, le hizo un torniquete en el brazo derecho. Vianello estaba de rodillas a su lado con otro trozo de cable que usó para atarle el izquierdo.

La mujer estaba pálida, tenía una melena hasta los hombros, más gris que castaña, y no llevaba maquillaje, aunque no mucho habría podido hacer el maquillaje por unas facciones tan poco agraciadas y un cutis tan áspero.

—Pide ayuda —dijo Brunetti, y Vianello desapareció. Examinó las muñecas de la mujer: los cortes eran profundos, pero no verticales sino horizontales, lo que dejaba cierto margen para la esperanza. Los torniquetes habían detenido la hemorragia, pero había sangre en el suelo.

Ella abrió los ojos. Tenía las pestañas y las cejas ralas y los ojos de un castaño turbio.

—Yo no quería hacerlo —dijo. El ruido del agua ahogaba sus palabras.

Brunetti asintió, como si la entendiera.

—Todos hacemos cosas que lamentamos,
signorina.

—Pero él me lo pedía —prosiguió ella, y cerró los ojos durante mucho rato, tanto que Brunetti temió que hubiera muerto. Pero entonces los abrió y dijo—: Y yo temía que… que me dejara si no lo hacía.

—No piense ahora en eso,
signorina.
Descanse. Pronto vendrá alguien. —¿Por qué tardaban tanto, si estaban en un hospital?

Brunetti oyó pasos, levantó la cabeza y vio a Rizzardi. El médico se arrodilló al otro lado de la mujer. Lanzó un suspiro que era casi un gemido al verla allí.

—Elvira, ¿qué has hecho? —Brunetti observó que la tuteaba. Su tono era el de un padre que está decepcionado por la conducta de su hijo.


Dottore
—dijo ella. Abrió los ojos y sonrió—. Yo no quería causar problemas.

Rizzardi se inclinó y puso una mano sobre la de ella.

—Tú nunca has causado problemas, Elvira. Al contrario. Si yo aún confío en este laboratorio es porque tú estás aquí.

Ella cerró los ojos y por el borde exterior de los párpados escaparon unas lágrimas que impulsaron a Rizzardi a decir:

—No llores, Elvira. No pasará nada. Te pondrás bien.

—Él me dejará —dijo ella, sin abrir los ojos, mientras las lágrimas se le metían en los oídos.

—No; cuando sepa lo que has hecho, él querrá ayudarte —dijo Rizzardi, y miró a Brunetti, como preguntando si decía las frases adecuadas.

—Ahora no podrá utilizar los resultados del laboratorio —dijo ella—. La gente ya no creerá que los ayuda. —Cerró los ojos un momento y luego miró a Rizzardi—. Pero es verdad,
dottore,
es verdad que los ayuda. —Sonrió y durante un instante su cara se transformó y casi parecía bonita—. A mí me ayudó.

Brunetti oyó un estrépito a su espalda, levantó la cabeza y vio a tres auxiliares con bata verde detrás de una camilla que se había encallado en la puerta. La hacían chocar contra el marco hasta que uno se situó al otro lado y los guió. Dos de ellos se acercaron rápidamente a la mujer que estaba en el suelo, apartando con la presión de sus cuerpos a los hombres que estaban arrodillados junto a ella.

Brunetti y Rizzardi se levantaron. Exasperado por el ruido del agua, Brunetti dio dos pasos hacia la pila y cerró el grifo. Vianello, que había venido con los auxiliares, se quedó al lado de Rizzardi. El tercer auxiliar acercó la camilla. Accionó una palanca y la camilla descendió hasta casi el nivel del suelo, luego se situó al lado de sus compañeros y, entre los tres, pusieron en ella a la mujer. Otro movimiento de la palanca elevó lentamente la camilla hasta la altura del pecho. El primer auxiliar tomó un tubo conectado a un frasco de líquido transparente que colgaba sobre la camilla e insertó la aguja en una vena del brazo de la mujer.

Rizzardi se adelantó y rodeó con los dedos la muñeca de la mujer, para tomarle el pulso o, quizá, para transmitirle consuelo.

—Llévenla a Urgencias —dijo.

Uno de los auxiliares fue a decir algo, pero el primero, que parecía estar al mando, dijo:

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