—Hace un calor húmedo y los canales apestan —dijo él a modo de saludo, y luego—: ¿Por qué no habéis salido a caminar?
—Hemos estado fuera todo el día, Guido. Estaba en el patio, leyendo.
—Las granjas no tienen patio —refunfuñó Brunetti.
—¿Prefieres que te diga que es el sitio donde mataban a los cerdos y el suelo desciende hasta un canalillo que recogía la sangre? Y todavía huele un poco a sangre de cerdo cuando el sol le da de lleno y me impide dedicar toda mi capacidad crítica a los sofisticados diálogos de
Los europeos.
—¿Me estás mintiendo?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque quiero que te sientas mejor. —Entonces, satisfechos los requisitos del romanticismo, Paola preguntó—: ¿Cómo van las cosas por ahí?
—Alguien importante a cuya esposa interrogué se ha quejado a Patta y esta tarde he tenido que soportar un cuarto de hora de su paranoia.
—¿De qué tiene miedo Patta?
—Sabe Dios. De no ser invitado al baile del Lions' Club, diría yo. Si existe. No le entiendo: hace como si aún viviera en la corte de los Borbones y la mayor gloria a la que pudiera aspirar fuera la de recibir el espaldarazo de un príncipe. Si un día llegara a almorzar con tu padre, probablemente reventaría de satisfacción.
—Mi padre no es príncipe —observó ella.
—Bueno, los condes están en el mismo gremio.
—La monarquía fue abolida en 1946 —dijo ella con la objetividad del historiador.
—Nadie lo diría, con todas las reverencias y genuflexiones que he visto en mi vida.
—¿Cómo va la investigación? —preguntó ella, insensible a las elucubraciones de su marido sobre la aristocracia.
—El hombre asesinado ha sido descrito como una buena persona por dos testigos dignos de confianza. Se peleó con sus vecinos, tenía problemas con una jueza y, presuntamente, era gay.
—Información enjundiosa y sugerente, sin duda, pero no creo que me baste para ayudarte a identificar al asesino, si me has llamado para eso.
—No; en realidad, no da mucho de sí, ¿verdad? —convino Brunetti—. La verdad es que te llamo para decirte que os echo de menos con toda el alma y que me gustaría estar con vosotros.
—Resuelve el caso y ven. Siempre podríamos quedarnos otra semana.
—¿Y malcriar a los chicos? —preguntó él, como si se escandalizara.
—Y hacer vacaciones —rectificó ella. Estuvieron bromeando un rato y Brunetti colgó sintiéndose reconfortado.
Se sentó y repasó mentalmente su conversación con la
signora
Fulgoni. Él le pidió que le confirmara a qué hora habían regresado ella y su marido, y ella había fijado la hora por las campanadas de un reloj que daba las doce: casi no cabía más precisión. Luego le preguntó cuánto tiempo llevaban viviendo en aquella casa, y la respuesta no fue menos concreta. Pero, cuando le preguntó cómo habían encontrado el apartamento, la actitud de la mujer cambió.
«Bien, pues vamos a investigar por qué», dijo en voz alta.
Vianello, al que Brunetti encontró en la oficina de los agentes, le aseguró que sería relativamente fácil conseguir información sobre el contrato de arrendamiento, porque últimamente había aprendido a
acceder
—el empleo del eufemismo delataba que su maestra no era otra que la
signorina
Elettra— a los archivos de la Commune. Fiel a su palabra, y utilizando los nombres de Puntera y Fulgoni, a los pocos minutos tenía la fecha del contrato y el número del expediente del Ufficio di Registri, donde podría encontrar una copia.
—¿Hay que ir allí para averiguar cuánto pagan de alquiler? —preguntó Brunetti.
Vianello abrió la boca, titubeó, miró a su jefe y respondió, cohibido:
—No; no es necesario.
—Supongo que la cuantía del alquiler no estará ahí —dijo Brunetti, golpeando la pantalla con la uña.
—No —respondió Vianello, e inmediatamente rectificó—: Es decir, sí.
—¿En qué quedamos, Lorenzo?
—Figura en el contrato, desde luego, pero no aparece en los archivos del ordenador del Ufficio di Registri.
—¿Dónde está pues?
—En las declaraciones de la renta de Fulgoni.
—¿También están ahí? —preguntó Brunetti con un amistoso movimiento de cabeza en dirección al ordenador, convertido a sus ojos en paradigma de la información.
—Sí.
—Vamos pues —dijo Brunetti señalando la pantalla con impaciencia.
—No sé entrar —confesó Vianello.
—Ah —dijo Brunetti, y volvió a su despacho. Puesto que era probable que Patta todavía estuviera en su despacho, optó por usar el teléfono para preguntar a la
signorina
Elettra si podía comprobar los datos fiscales de Fulgoni y averiguar la cuantía de los alquileres de los tres apartamentos del
palazzo
de la Misericordia.
—Nada más fácil, comisario —dijo ella.
Él colgó el teléfono, tratando de impedir que Vianello desmereciera a sus ojos, por la naturalidad con que ella había aceptado el encargo.
Estuvo unos momentos mirando la pared y volvió a llamarla. Cuando ella contestó, dijo:
—De paso, ¿podría ver si hay una lista de gastos por asuntos judiciales y los nombres de los abogados a los que Puntera ha pagado minutas en los años últimos? Multas impuestas a sus empresas. Indemnizaciones quehaya tenido que pagar. En suma, todo lo que tenga que ver con abogados y tribunales.
—Desde luego,
signore
—dijo ella, y Brunetti elevó una silenciosa acción de gracias a los cielos que le habían obsequiado con esta moderna versión de Mercurio que, sin el menor esfuerzo, llevaba y traía mensajes entre él y lo que a lo largo de los años había llegado a considerar el ciberparaíso.
Un hombre de su edad, educado desde el papel, se sentía desconcertado por la idea de que la información personal y privada pudiera estar al alcance de cualquiera que supiera moverse por los vericuetos de la informática. Por supuesto, él estaba encantado de beneficiarse de las depredaciones de la
signorina
Elettra, pero no por ello dejaba de considerar sus actividades como lo que eran: depredaciones.
De pronto, se sintió exhausto. Era el calor; era la soledad; era la necesidad de seguir la corriente a Patta, a fin de poder hacer lo que consideraba necesario; y era, también, la mancha de sangre del suelo del patio, la sangre de aquel hombre bueno, Fontana.
Salió de la
questura
sin hablar con nadie; tomó el Uno hasta San Silvestro; entró en Antico Panificio y pidió una pizza para llevar, con salchicha picante, rúcula, pimiento, cebolla y alcachofas; se fue a casa y la comió en la terraza, acompañándola de dos cervezas y leyendo a Tácito, cuya sombría visión de la política era lo único que podía tolerar en su estado. Después se acostó y durmió profundamente.
Cuando Brunetti llegó a la
questura
a la mañana siguiente, el agente de la entrada le dijo que el
ispettore
Vianello deseaba hablar con él. Vianello estaba de pie en la oficina de los agentes, hablando con Pucetti, que se apartó al ver entrar al comisario.
—¿Qué hay? —preguntó Brunetti al llegar a la mesa de Vianello.
—He estado llamando a todos los Fontana de la guía telefónica, hasta que uno, un tal Giorgio, me ha dicho que la víctima era primo suyo. Le he preguntado si podíamos ir a hablar con él y ha dicho que prefería venir aquí.
—¿Te ha dado la impresión de que pueda tener algo que decirnos?
Vianello abrió las manos en ademán de incertidumbre.
—Sólo ha dicho que vendría a hablar.
—¿Y qué le has dicho tú?
—Que tú llegarías a las nueve.
—Bien —dijo Brunetti, alegrándose de no haberse retrasado—. Sube conmigo.
Antes de que Vianello pudiera alejarse de su mesa, sonó el teléfono y, a una seña de Brunetti, el inspector contestó dando su nombre. Escuchó un momento y dijo:
—Haga el favor de acompañarlo al despacho del comisario Brunetti. —Colgó el teléfono—: Ya está aquí.
Subieron la escalera rápidamente. Brunetti abrió las ventanas de par en par, pero no se notó: el aire siguió tan caliente y viciado como antes. Minutos después, Zucchero golpeó con los nudillos el marco de la puerta y dijo:
—Comisario, una visita: el
signor
Fontana —saludó impecablemente y se retiró.
Araldo Fontana había sido descrito como un hombre insignificante, un personaje secundario de una novela pesada. Brunetti había tenido la ocasión de ver a Fontana la víspera, pero la cobardía —no hay otro nombre para su sentimiento— le había impedido pedir a Rizzardi que se lo enseñara.
El hombre que entró en el despacho de Brunetti parecía un personaje que hubiera intentado salir de las páginas de la misma novela, sin conseguirlo: estatura mediana, complexión mediana, pelo castaño, ni claro ni oscuro y no muy abundante. Se paró en la puerta y, cuando Zucchero la cerró, dio un rápido paso al frente.
—¿El comisario Brunetti? —preguntó.
Brunetti salió de detrás de la mesa y se adelantó para estrecharle la mano.
—Giorgio Fontana —dijo el hombre, dando la mano a Brunetti.
El apretón fue ligero y fugaz. Miró a Vianello y se acercó a él con la mano extendida. Vianello se la estrechó y dijo:
—Hemos hablado antes. Soy Vianello, el ayudante del comisario.
Vianello señaló la silla que estaba junto a la suya y la movió hacia un lado, de manera que Fontana pudiera verlos a ambos mientras hablaban. El inspector esperó a que el hombre se sentara antes de ocupar su propia silla. Brunetti volvió a su sitio, detrás de la mesa.
—Le agradezco que haya venido a hablar con nosotros,
signor
Fontana —empezó Brunetti—. Hemos iniciado la búsqueda de los familiares de su primo y usted es el primero con el que hemos podido contactar. —Brunetti quería dar a entender que la policía ya había encontrado otros nombres, y no era así. Obsequió a su visitante con una sonrisa que él pretendía hacer de gratitud y benevolencia, y añadió—: Nos ha ahorrado tiempo al venir a vernos.
Fontana asintió varias veces con rapidez y movió los labios en lo que podía ser una sonrisa.
—Lo siento, pero no hay nadie más. —Al observar sus expresiones, prosiguió—: Mi padre era el único hermano del padre de Araldo, y yo soy hijo único. O sea que no podrán encontrar a más parientes —terminó con una sonrisa muy pequeña.
—Entiendo —dijo Brunetti—. Gracias por advertirnos. —Fontana asintió y Brunetti añadió—: Le estaremos agradecidos por toda la ayuda que pueda prestarnos.
—¿Qué clase de ayuda? —preguntó Fontana, casi como si temiera que pudieran pedirle dinero.
—Que nos hable de su primo, su vida, su trabajo, los amigos de los que tenga usted conocimiento. Todo lo que crea que puede tener importancia para nuestra investigación.
Fontana volvió a ofrecer su sonrisita nerviosa, miró a uno y otro, se miró los zapatos y, sin levantar la mirada, preguntó:
—¿Saldrá en los periódicos?
Brunetti y Vianello intercambiaron una rápida mirada y Vianello apretó los labios en el gesto del que acaba de hacer un descubrimiento que puede resultar interesante.
—Todo lo que nos diga,
signore
—empezó Brunetti con su voz más oficial, la que usaba cuando le convenía aseverar algo que él sabía que no se ajustaba a la verdad—, será objeto de la más rigurosa reserva.
Sus seguridades no provocaron ni la menor señal de relajamiento en Fontana, y Brunetti empezó a sospechar que aquel hombre o no sabía relajarse o no era capaz de hacerlo delante de otra persona.
Fontana carraspeó y no dijo nada.
—Ya hablé con la tía de usted, pero, en este trance tan doloroso, me pareció una falta de delicadeza pedirle que me hablara de su hijo. —Sin esfuerzo, Brunetti transformó sus omisiones en realidad diciendo—: Esta tarde hemos citado a compañeros de trabajo. Y amigos.
—¿Amigos? —preguntó Fontana, como si no estuviera seguro del significado de la palabra.
—Personas de su entorno laboral —explicó Brunetti.
—Oh —dijo Fontana desviando la mirada.
—¿Cree que sería más apropiado llamarlos colegas,
signore?
—preguntó Vianello.
—Quizá —dijo Fontana al fin.
—¿Hablaba su primo de las personas con las que trabajaba? —preguntó Brunetti y, como Fontana no respondiera, añadió—: Evidentemente, ignoro si había entre ustedes mucha relación.
—Bastante —fue toda la respuesta que obtuvo el comisario.
—¿Hablaba con usted de su trabajo,
signore?
—preguntó Brunetti.
—No, no mucho.
—¿Me permitirá que le pregunte de qué hablaban entonces? —preguntó Brunetti con su sonrisa pronta.
—Oh, de cosas, cosas de familia —fue la escueta respuesta.
—¿De la familia de él o de usted? —preguntó Vianello con suavidad.
—Es la misma familia —respondió Fontana con un deje de aspereza.
Vianello se inclinó hacia adelante y sonrió en dirección a Fontana.
—Claro, claro. Yo me refería a si hablaban de su lado de la familia o del lado de él.
—De los dos.
—¿Le hablaba de su madre? —preguntó Brunetti, a quien extrañaba que hubieran estado tanto rato hablando de una familia tan pequeña.
—Raramente —dijo Fontana. Sus ojos iban del uno al otro, mirando siempre al que preguntaba y no desviaba la mirada al responder, como si se lo hubieran enseñado de niño y no supiera comportarse de otro modo.
—¿Le hablaba de sí mismo? —preguntó Brunetti, esforzándose por mantener la voz suave, firme e impregnada de un cordial interés.
Fontana miró a Brunetti un rato, como buscando la celada o la artimaña que estaba esperando.
—A veces —respondió finalmente.
A este paso, pensó Brunetti, aún estarían aquí a la llegada de las primeras nieves, y Fontana seguiría mirándolos, ora al uno, ora al otro.
—¿Eran íntimos?
—¿íntimos?
—En el sentido de amistad —explicó Brunetti con infinita paciencia—. ¿Hablaban libremente de todo?
En un principio, Fontana lo miró fijamente, como desconcertado por la posibilidad de que entre dos hombres pudiera existir semejante relación; pero, después de reflexionar, dijo en voz más baja:
—Sí.
—¿Él hablaba con usted de su vida privada? —preguntó Brunetti imitando la voz del sacerdote que había oído su primera confesión, décadas atrás. Creyó observar que Fontana se relajaba mínimamente y dijo—:
Signor
Fontana, nosotros queremos descubrir quién ha hecho esto. —Fontana asintió varias veces y Brunetti insistió—: ¿Le hablaba de su vida?