—El sol está en el cielo.
Veinte minutos después, entraban en el Tribunale, sin que nadie les pidiera identificación alguna. Cruzaron el vestíbulo, subieron al primer piso y enfilaron el pasillo de las salas. Por las puertas de su izquierda se veían oficinas con ventanas que daban a los
palazzi
del otro lado del Gran Canal.
El aire estaba inmóvil, lo mismo que las personas que aguardaban en el pasillo, ocupando todos los bancos, apoyadas en la pared o sentadas en la cartera, un hombre incluso utilizaba a modo de taburete un rimero de carpetas atadas con cordel. Todas las puertas de las oficinas estaban abiertas, para que circulara el aire. Los que salían avanzaban despacio por el abarrotado pasillo, sorteando cuerpos desmadejados y repartiendo algún que otro pisotón.
La Sala 17 D se hallaba al final del pasillo. También aquí estaba abierta la puerta, y la gente entraba y salía libremente.
Brunetti paró a un funcionario conocido y le preguntó dónde estaba el
avvocato
Penzo. El hombre respondió que su caso se estaba debatiendo ahora, y añadió «contra Manfredi», abogado al que Brunetti conocía. Los policías entraron en la sala y, en el mismo instante, ambos se quitaron la chaqueta. No hacerlo suponía un riesgo para la salud.
Al fondo estaba el juez, en su estrado, con su birrete y su toga, y Brunetti se preguntó cómo podría soportar aquella indumentaria. Había oído decir que, en verano, algunos jueces no llevaban más que la ropa interior debajo de la toga. Hoy le parecía lógico. Las ventanas que daban al canal estaban abiertas y las pocas personas que había en la sala ocupaban los asientos más próximos a ellas, excepto los abogados, que, de pie o sentados, se hallaban delante del juez, ataviados todos con las negras togas. Una abogada, sentada al extremo de la fila más alejado de las ventanas, tenía la cabeza apoyada en el respaldo de la silla. Incluso a distancia, Brunetti distinguía que tenía el pelo como si acabara de salir de la ducha. La mujer estaba con los ojos cerrados y la boca abierta: tanto podía estar dormida como desmayada a causa del calor o muerta.
Cual limaduras atraídas por un imán, él y Vianello fueron hacia dos asientos libres situados junto a una de las ventanas. La sala estaba dotada de un sistema de megafonía, y había micrófonos delante del juez y en las mesas de los abogados, pero el sonido fallaba y las voces que salían de los dos altavoces situados en la parte superior de las paredes estaban distorsionadas por los parásitos, y no se entendía ni una palabra. La estenotipista, que se hallaba delante del juez y a la izquierda de los abogados, o era capaz de separar las voces de los chisporroteos o estaba lo bastante cerca como para oír de viva voz al que hablaba, y tecleaba en su máquina con soltura, como si estuviera en otro planeta más fresco.
Brunetti, familiarizado con el escenario y los actores, contemplaba la acción como si estuviera en un avión mirando una película sin ponerse los auriculares, y observaba la afectación con que un abogado se subía la manga de la toga, el ademán ampuloso con que el que estaba en el uso de la palabra subrayaba un argumento, o ahuyentaba una mosca, la expresión de asombro que asumía el primero, la vehemencia con que el otro levantaba los brazos, como si no fuera capaz de encontrar mejor manera de manifestar su incredulidad… Brunetti se preguntó si también los jueces se aislarían del sonido de vez en cuando y se limitarían a observar los gestos, si habrían aprendido a distinguir la verdad o la falsedad de lo que se decía por los ademanes que acompañaban a las palabras no escuchadas. Además, en una ciudad tan pequeña, cada abogado tenía una reputación que daba la medida de su integridad, de manera que lo único que tenía que hacer un juez experimentado era leer los nombres de los que representaban a cada una de las partes para saber dónde estaba la verdad.
Al fin y al cabo, la mayoría de lo que se decía eran mentiras ó, cuando menos, evasivas e interpretaciones interesadas. De todos modos, la función de la Justiciano era la de descubrir la verdad sino la de imponer el poder del Estado a los ciudadanos.
Brunetti volvió hacia la abogada, que no se había movido, unos ojos que se le estaban cerrando por efecto del calor. De la izquierda le llegó un codazo. Despertó, sobresaltado, miró a Vianello y éste señaló con el mentón en dirección al estrado.
Dos figuras togadas se acercaban al juez, que se inclinó hacia adelante y dijo unas palabras que la megafonía no distorsionó porque no llegó a captarlas. Como si quisiera reafirmar a Brunetti en la idea de que todo aquello era una pantomima, el juez golpeó con el dedo la esfera de su reloj. Los dos abogados hablaron a la vez. El juez movió la cabeza negativamente, extendió el brazo hacia la derecha, recogió unos papeles, se levantó y salió de la sala, dejando a los dos abogados plantados delante del estrado.
Ellos se volvieron el uno hacia el otro e intercambiaron unas frases. Uno abrió una carpeta y mostró un papel al otro, que lo tomó y lo leyó, ambos ajenos al arrastrar de sillas del público que se levantaba y salía de la sala. Brunetti y Vianello se pusieron en pie, para dejar pasar a la gente, y volvieron a sentarse en la fila vacía.
El segundo abogado se humedeció los labios, alzó las cejas y parpadeó en señal de claudicación. Luego, con el papel en la mano, volvió a la mesa a la que estaba sentado su cliente. Le puso el papel delante y señaló algo que estaba escrito en él. El otro hombre puso el índice sobre el papel y lo pasó por los renglones, como si esperase que el dedo le transmitiese el texto. Al llegar a cierto punto, el dedo desistió y la mano cayó sobre la hoja, cubriendo, accidental o intencionadamente, el texto que acababa de recorrer.
El hombre miró a su abogado y movió la cabeza negativamente. El abogado habló y el hombre desvió la mirada. Transcurría el tiempo, el abogado dijo algo más y agarró el papel. Su cliente asintió y el abogado volvió a donde estaba su colega, le entregó la ya arrugada hoja de papel y asintió. Los dos abogados dieron media vuelta y salieron de la sala, y el hombre se quedó solo en la mesa.
Brunetti y Vianello se levantaron y fueron hacia la puerta.
—Manfredi es el que ha perdido el caso —dijo Brunetti—. Por lo tanto, el ganador es Penzo.
—Me gustaría saber qué decía el papel —dijo Vianello.
—Manfredi es un marrullero —dijo Brunetti con una voz cargada de experiencia—. Podría ser cualquier cosa: la mayoría de las veces, una oferta de soborno.
—Pero no de Penzo, probablemente.
—Eso querría uno pensar —dijo Brunetti, reacio a creer en la integridad de un abogado hasta haberlo tratado personalmente—. Vamos a hablar con él.
Encontraron al abogado al extremo del pasillo, mirando por una ventana, con la toga colgada del alféizar y los brazos levantados en una postura que Brunetti interpretó como un vano intento de buscar alivio del calor. Llamó la atención de Brunetti la delgadez de aquel hombre al que veía de espaldas: sus caderas no eran más anchas que las de un adolescente y la camisa se le ahuecaba en húmedos pliegues entre los hombros y la cintura.
—
Avvocato
Penzo? —preguntó Brunetti.
Penzo se volvió y los miró con expresión de leve interrogación. La cara, al igual que el cuerpo, era estrecha y chupada, lo que hacía que, en comparación, la nariz, que era de tamaño normal, pareciera desproporcionadamente grande. Los ojos eran color chocolate con leche y estaban rodeados de las arruguitas que se forman al cabo de años de guiñarlos al sol.
—¿Sí? —preguntó, mirando de Brunetti a Vianello y otra vez a Brunetti y reconociendo en ellos inmediatamente a dos policías—. ¿De qué se trata? —preguntó con afabilidad, y Brunetti agradeció que no hiciera un chiste fácil acerca de su condición de policías, igual que la mayoría de la gente.
Como si no hubiera advertido la expresión de Penzo, Brunetti dijo:
—Soy el comisario Guido Brunetti y él es el
ispettore
Lorenzo Vianello.
Penzo se volvió, retiró la toga del alféizar y se la colgó del brazo.
—¿En qué puedo servirles? —preguntó.
—Nos gustaría hablar de uno de sus clientes —dijo Brunetti.
—De acuerdo. ¿Dónde quieren que hablemos? —preguntó Penzo, mirando alrededor. El pasillo ya no estaba tan concurrido porque era la hora del almuerzo, pero aún pasaba alguien de vez en cuando.
—Podríamos ir a Do Mori a tomar algo —propuso Brunetti. Vianello exhaló un audible suspiro de alivio y Penzo accedió sonriendo.
—¿Me conceden cinco minutos, para que guarde esto? —preguntó Penzo levantando el brazo que sostenía la toga—. ¿Nos encontramos en la entrada?
Así se acordó, y Brunetti y Vianello fueron hacia la escalera. Mientras bajaban, Brunetti preguntó:
—¿A quién crees que llamará ahora?
—A su mujer, probablemente, para decirle que llegará tarde a almorzar —dijo Vianello, mostrando su parcialidad por el abogado.
No volvieron a hablar hasta que estuvieron en el exterior. El sol había disipado todo vestigio de vida de Campo San Giacometti. El puesto de los frutos secos y el de las flores estaban cerrados y hasta el chorro de agua de la fuente parecía extenuado por el calor. Sólo estaban abiertos los puestos que protegía la sombra del largo pórtico.
Allí se pararon Brunetti y Vianello a esperar a Penzo, que no tardó en llegar, con una cartera en la mano.
—¿Qué ha enseñado a su colega,
avvocato?
—preguntó Vianello, y a continuación pidió disculpas por su curiosidad.
Penzo lanzó una risa sonora y contagiosa.
—Su cliente reclamaba una indemnización por el efecto de latigazo que decía haber sufrido en un accidente de circulación. El otro coche lo conducía mi cliente. El hombre afirmaba haber estado incapacitado durante meses para trabajar, lo cual le había hecho perder una oportunidad de ascenso.
Brunetti, picado ya por la curiosidad, preguntó:
—¿Cuánto pedía?
—Dieciséis mil euros.
—¿Cuánto tiempo estuvo sin trabajar?
—Cuatro meses.
—¿Qué hacía? —intervino Vianello.
—¿Cómo dice? —preguntó Penzo.
—¿Qué trabajo hacía?
—De cocinero.
—Cuatro mil mensuales —se admiró Vianello—. No está mal.
Los tres hombres habían empezado a andar hacia Do Mori, doblando maquinalmente a la derecha, a la izquierda y otra vez a la derecha. Penzo se detuvo al llegar a la puerta, como si deseara terminar aquella conversación antes de entrar, y dijo:
—Su sindicato se ocupó de que siguiera cobrando el sueldo mientras estaba de baja. Él pedía una indemnización por daños y perjuicios.
—Comprendo —dijo Brunetti. Mil euros semanales por daños y perjuicios. Mucho mejor que ir a trabajar—. ¿Qué era el papel que le ha enseñado?
—Una declaración de los cocineros de otro restaurante de Mira, según la cual el hombre había trabajado con ellos durante tres de los cuatro meses por los que reclamaba la indemnización.
—¿Cómo lo descubrió? —preguntó Vianello impulsivamente, aun a sabiendas de que los abogados son siempre reacios a divulgar sus métodos.
—Por la esposa —dijo Penzo con otra carcajada—. En aquel entonces estaban separados, ahora ya están divorciados, y él empezaba a retrasarse en el pago de la pensión por el hijo. El accidente era la excusa que daba, pero ella lo conocía bien y sospechaba, y lo hizo seguir cuando iba a Mira. Al descubrir que estaba trabajando allí, me lo dijo, y yo hablé con los otros cocineros y conseguí sus declaraciones.
—Si me permite la pregunta,
avvocato
—empezó Brunetti—, ¿cuánto hace de eso?
—Ocho años —respondió Penzo con voz neutra, y ninguno de ellos, bien versados los tres en el funcionamiento de la Justicia, lo encontró extraño.
—¿Así que el hombre ha perdido dieciséis mil euros? —preguntó Vianello.
—No ha perdido nada,
ispettore
—rectificó Penzo—. Simplemente, no percibirá lo que no le corresponde.
—Y, además, tendrá que pagar al abogado —observó Brunetti.
—Sí; es un bonito detalle —se permitió observar Penzo. Liquidado el tema, agitó una mano invitándolos a entrar por las puertas vidrieras que estaban entreabiertas y dejando que Brunetti y Vianello lo precedieran.
Varias de las personas a las que Brunetti había visto en la sala estaban ahora delante del mostrador, con una copa de vino en una mano y un
tramezzino
en la otra. Una corriente de aire relativamente fresco circulaba entre las puertas abiertas a cada extremo del estrecho bar. Daba gusto entrar allí, y no sólo por la abundancia de cosas buenas que se ofrecían a la mirada. ¿Qué impedía a Sergio y Bambola, del bar próximo a la
questura,
imitar esta oferta? Comparados con estos
tramezzini,
los que ellos preparaban eran pálidos representantes de la especie. Mirando a Vianello, Brunetti preguntó:
—¿Por qué no podría la
questura
estar más cerca de aquí?
—Porque comerías
tramezzini
todos los días y nunca almorzarías en casa —dijo Vianello y pidió una fuente de corazones y fondos de alcachofa, aceitunas fritas, gambas y calamares, con esta explicación—: Esto, para todos. —También pidió un
tramezzino
de alcachofa y jamón, y uno de gamba y tomate; Penzo eligió bresaola y rúcula, tocino y gorgonzola, jamón cocido y huevo, y tocino y champiñón; Brunetti, practicando la templanza, pidió bresaola y alcachofa, y tocino y champiñón.
Los tres eligieron
pinot grigio y
vasos de agua mineral. Llevaron las bebidas y las fuentes al pequeño mostrador situado a su espalda y se pasaron los emparedados. Cuando cada uno hubo comido su primer
tramezzino,
Vianello levantó la copa. Los otros lo imitaron.
Penzo clavó un mondadientes en una aceituna frita, la mordió por la mitad y preguntó:
—¿De cuál de mis clientes desean hablar?
Antes de que Brunetti pudiera responder, un hombre que pasaba dio una palmada en la espalda a Penzo y dijo:
—¿Te invitan o te arrestan, Renato? —pregunta que fue aceptada con el mismo buen humor con que fue hecha, y Penzo centró la atención en terminar la aceituna. Dejó el palillo en la fuente y levantó la copa.
—Zinka —dijo Brunetti. Iba a explicar el motivo de su curiosidad por la mujer cuando el gesto de dolor que cruzó por el rostro de Penzo le hizo interrumpirse. El abogado cerró los ojos un instante, los abrió y bebió un sorbo de vino.