—Ojalá fuera tan sencillo —dijo Paola.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Raffi.
—Para trabajar de firme hay que tener empleo —dijo Paola sonriendo a su hijo desde el otro lado de la mesa—. ¿No? —Raffi asintió—. Y para pagar impuestos también hay que tener empleo. O un negocio.
—Desde luego —dijo Raffi—. Eso lo sabe hasta el más idiota.
—¿Y cómo encuentras empleo? —Antes de que Raffi pudiera responder, Paola prosiguió—: ¿Si no conoces a alguien ni tienes un padre abogado o notario que pueda darte trabajo en cuanto acabas la carrera? —De nuevo, sin dar a su hijo tiempo de contestar, añadió—: Piensa en los hermanos mayores de tus compañeros de clase. ¿Cuántos han encontrado un empleo decente? Tienen excelentes licenciaturas en excelentes materias, y todos están en casa, viviendo a costa de sus padres. —Y, antes de que su hijo pudiera acusarla de insensibilidad, explicó—: No porque eso les guste sino porque no encuentran empleo. Con suerte, consiguen un trabajo temporal, pero cuando se les acaba el contrato, se encuentran en la calle, y la empresa contrata a otro para seis meses.
«Santo Dios —pensó Brunetti—, ¿quién es ahora el marxista?»
—¿Cómo pueden conseguir empleo y pagar impuestos? —preguntó él blandamente.
Paola fue a decir algo pero pareció optar por abandonar el tema.
—Me parece que ya está lista la pasta —dijo. Y lo estaba. Paola había asado y pelado los pimientos que tenían un sabor y una textura comparables a los de los higos. La familia, apaciguada por las delicias de la mesa, pasó el resto del almuerzo hablando plácidamente de lo que harían en las montañas.
Después del almuerzo Brunetti se sentó en el sofá y se puso a hojear
Il
Gazzettino,
pero ni la superficialidad de cada palabra y cada frase pudo disipar la vaga inquietud que le había producido aquel súbito cambio de tema introducido por Paola. La retirada no era táctica habitual en ella.
Paola entró con el café, le dio una taza y se sentó frente a él en una butaca. Puso los pies en la mesita de centro y bebió un sorbo.
—Si alguna vez en mi vida me oyes volver a decir lo bonito que es vivir en un último piso bajo el tejado, ¿harás el favor de meterme en el horno y tenerme allí hasta que recupere mi sano juicio?
—Podríamos instalar aire acondicionado —dijo él para provocarla.
—¿Y ver cómo Chiara se va de casa? —preguntó ella—. El tema la subleva. El padre de una amiga suya lo instaló y ella ha dejado de ir a su casa.
—¿Crees que hemos criado a una fanática? —preguntó Brunetti.
Paola terminó el café y dejó la taza y el plato en la mesa. Al cabo de un rato, dijo:
—Si tiene que ser fanática, prefiero que lo sea de la ecología que de otra cosa.
—Pero, ¿no te parece que sus reacciones son un poco excesivas? —preguntó Brunetti.
Paola se encogió de hombros.
—Lo son ahora, este año, en este período histórico. Pero dentro de diez años, de veinte, quizá se demuestre que tenía razón, y al volver la vista hacia nuestros propios excesos quizá nos parezcan criminales. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca.
—¿Y entonces la gente dirá que era una profeta, no una fanática?
—¿Quién sabe? —dijo Paola con los ojos cerrados—. Muchas veces son una misma cosa.
—¿Por qué has cambiado de conversación?
—¿Te refieres a lo del trabajo y los impuestos?
Él la miraba. Paola tenía veinte años más que cuando se conocieron, y él no veía diferencia: una melena rubia con voluntad propia, una nariz quizá una pizca larga para el canon de belleza femenina actual y los pómulos que habían sido imán de sus primeros besos. Él dio un gruñido por toda respuesta.
—No quería hablar de impuestos —dijo Paola al fin.
—¿Por qué?
—Porque me parece un disparate que sigamos pagándolos. Si pudiera, dejaría de hacerlo.
—¿No es eso pura retórica? —objetó él, impulsado por la fuerza de la costumbre.
Ella abrió los ojos y le sonrió.
—Probablemente. Pero hace unos días me llevé una sorpresa al descubrir que empiezo a encontrar sentido a algunas de las cosas que dice la Lega, las mismas que hace una década me sublevaban.
—Todos nos convertimos en nuestros padres —dijo Brunetti, repitiendo la frase que solía decir su madre—. ¿Qué cosas?
—Que el dinero de nuestros impuestos se va al sur y no volvemos a verlo. Que el norte trabaja mucho y paga impuestos y recibe muy poco a cambio.
—¿Es que vas a empezar a hablar de levantar un muro entre el norte y el sur?
Ella resopló jocosamente.
—Claro que no. Es sólo que no quería hablar de esto delante de los chicos.
—¿Crees que no se dan cuenta?
—Sí, desde luego. Pero es algo que perciben sólo a través de lo que hacemos nosotros o de lo que hacen los padres de sus amigos.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, cuando comemos en el restaurante de un amigo, no pedimos
ricevuta fiscale,
y lo que pagamos no tributa.
Brunetti, siempre susceptible a toda imputación de tacañería, protestó:
—No lo hago para que me cobren menos. Tú lo sabes.
—Es lo que quiero decir, Guido. Si lo hicieras por eso, tendría sentido, porque así ahorrarías dinero. Pero lo haces por principio, no por codicia, sino para que este repugnante Gobierno nuestro no se lleve esa pequeña cantidad de dinero para regalarlo a sus amigos o metérselo en el bolsillo.
Él asintió. Ésta era exactamente la razón.
—Y por eso no quiero hablar de impuestos delante de ellos. Si han de acabar pensando esto del Gobierno, que descubran el porqué por sí mismos, no por nosotros.
—¿Aunque sea, como dices tú, un Gobierno «repugnante»?
—Los hay peores —concedió ella, tras un momento de reflexión.
—No sabría decir si ésa es la más encendida defensa de nuestro Gobierno que haya oído yo.
—No es que lo defienda —dijo ella secamente—. Es repugnante, pero, por lo menos, repugnante sin violencia. Si eso supone una diferencia.
Él meditó un momento.
—Creo que sí —dijo poniéndose en pie. Dio la vuelta a la mesa, se inclinó para darle un beso y se despidió hasta la hora de la cena.
Mientras iba hacia la
questura
—otra vez en el
vaporetto,
huyendo del sol—, Brunetti pensaba en su conversación con Paola y en lo que ella no había dicho a los chicos durante el almuerzo. ¿Cuántas veces había oído él la expresión
«Governo ladro»
en boca de la gente? ¿Y cuántas veces les había dado la razón, en silencio? Pero durante los últimos años, como si hubieran vencido cierto escrúpulo o pudor, los gobernantes se esforzaban menos en simular que eran lo que no eran. Uno de sus antiguos superiores, ministro de Justicia, había sido acusado de connivencia con la Mafia, pero había bastado un cambio de Gobierno para que el caso desapareciera de los periódicos y, que Brunetti supiera, también de los juzgados.
Brunetti, por predisposición y, luego, por profesión, era buen oyente: esto era lo primero que la gente advertía en él, y solía hablarle con espontaneidad y hasta sin la menor reserva. Durante el año último, advertía en las voces de sus conciudadanos —la mujer que viajaba en el
vaporetto
a su lado, o un hombre en un bar— una repulsión creciente hacia la manera en que eran gobernados y hacia los gobernantes. No importaba si el que hablaba había votado a favor o en contra de los políticos a los que denostaban: él los encerraría a todos en la iglesia más próxima y le prendería fuego.
Lo que preocupaba a Brunetti era el fatalismo que percibía en el ambiente. Lo inquietaba la indefensión que sentía la gente y su incapacidad para comprender qué había ocurrido, como si unos alienígenas se hubieran adueñado del poder y les hubieran impuesto este sistema. Salía un gobierno y entraba otro, llegaba la izquierda que luego cedía paso a la derecha, y nada cambiaba. Los políticos hablaban mucho de cambio y prometían cambio, pero ni uno solo mostraba el menor deseo de cambiar un sistema que tanto favorecía sus verdaderos fines.
Cuando el barco pasaba por delante de la Piazza, Brunetti vio las multitudes, la larga cola de gente que, a las tres de la tarde, serpenteaba desde la entrada de la Basílica. ¿Qué inducía a la gente a aguantar aquel sol a pie firme? Para él era difícil disociar su familiar percepción de la Basílica de su propia educación. Durante su infancia lo habían llevado allí infinidad de veces, tanto sus maestros como su madre: los maestros llevaban a los alumnos para mostrarles toda aquella belleza y su madre lo llevaba, pensaba él, para mostrarle la sinceridad y el poder de su fe. Él trató de hacer abstracción de su familiaridad con la avasalladora belleza del interior y se preguntó qué haría él si no tuviera más que una oportunidad en la vida para entrar en la Basílica de San Marcos y, para ello, fuera necesario hacer cola durante una hora bajo un sol de justicia.
Se volvió hacia su derecha para consultar al ángel del campanario de San Giorgio y ambos estuvieron de acuerdo:
—Yo haría lo mismo —dijo él moviendo la cabeza de arriba abajo, para desconcierto de las dos muchachas ligeras de ropa que iban sentadas entre él y la ventanilla.
Brunetti fue directamente al despacho de la
signorina
Elettra, en el que, tal como él se temía, hacía todavía más calor que la víspera. Hoy era amarilla la blusa, y su dueña seguía pareciendo inmune al calor.
—Ah, comisario —le dijo al verlo entrar—. He encontrado a su
signor
Gorini.
—Habla, musa —dijo él con una sonrisa.
—El
signor
Gorini, quien, según consta en su
carta d'identitá,
cuenta cuarenta y cuatro años —empezó ella, acercando un papel al comisario—, nació en Salerno, donde de los dieciocho a los veintidós años fue seminarista en los franciscanos. —Levantó la cabeza, sonriendo de satisfacción y Brunetti sonrió a su vez, no menos satisfecho—. Después, durante un período de cuatro años, no hay señal alguna de él, hasta que reaparece en Aversa, trabajando de psicólogo. —Miró a Brunetti, para cerciorarse de que la seguía. Él asintió animándola a continuar—. Mientras vivía allí se casó y tuvo un hijo, Luigi, que ahora cuenta dieciséis años. —Hizo saltar con la uña una mota del papel antes de continuar—: Después de, por así decir, ejercer en Aversa durante cinco años, se descubrió que no tenía licencia, ni título de psicólogo, ni siquiera estudios de psicología que pudiera atestiguar ante las autoridades de la Seguridad Social.
—¿Qué le pasó?
—Le cerraron el consultorio y le impusieron una multa de tres millones de liras, que el
signor
Gorini no pagó porque desapareció de Aversa.
—¿Y su mujer? ¿Y el hijo?
—Parece ser que ninguno de los dos ha vuelto a saber de él.
—Evidentemente, era más apto para la vida del claustro —se permitió opinar Brunetti.
—Desde luego —convino ella apartando el papel para descubrir el siguiente—. Hace ocho años volvió a ser objeto de la atención de las autoridades cuando se descubrió que el centro que dirigía en Rapallo, dedicado a la ayuda a la integración de los refugiados del este de Europa en el mundo laboral, no era en realidad sino una especie de hostal, donde alojaba a los inmigrantes que trabajaban en empleos que él les proporcionaba.
—¿Y a cambio?
—A cambio, ellos le pagaban el sesenta por ciento de su salario, pero por lo menos tenían un techo.
—¿Y comida?
—No sea iluso,
dottore.
Él les ayudaba también a habituarse a la experiencia de vivir en una sociedad capitalista.
—Cada cual para sí —dijo Brunetti.
—Y perro come perro —repuso ella, y añadió—: Aunque, en este caso, es de esperar que no fuera así. En el alojamiento podían cocinar.
—Menos mal —dijo Brunetti—. ¿Y qué pasó?
—Una de las mujeres acudió a los
carabinieri
Aunque era rumana pudo hacerse entender. Les dijo lo que ocurría y ellos hicieron una visita al centro. Pero ya no encontraron al
signor
Gorini.
—¿Utilizaba su verdadero nombre durante todo aquel tiempo?
—Sí, señor. Y, al parecer, ello no le causó dificultades.
—Ha tenido usted suerte de que así fuera —dijo Brunetti, que, al ver su reacción, se apresuró a añadir—: Aunque estoy seguro de que, de haber cambiado de nombre, tampoco habría tenido dificultades, sólo habría necesitado más tiempo.
—Muy poco más —dijo ella, y Brunetti la creyó.
—¿Y después? —preguntó el comisario.
—No hay rastro de él hasta que, hace cinco años, abrió un consultorio de médico homeópata en Nápoles; pero… —aquí ella lo miró y movió la cabeza con asombro—… al cabo de dos años alguien revisó su solicitud y descubrió que Gorini nunca había estudiado Medicina.
—¿Qué pasó?
—Le cerraron el consultorio. —No dijo más. Quizá en Nápoles no era delito ejercer la Medicina sin licencia—. Hace dos años —prosiguió— se mudó a la dirección que usted me dio, pero el contrato de arrendamiento no está a su nombre.
—¿Al de quién entonces?
—Al de una tal Elvira Montini.
—¿Quién es?
—Trabaja de técnica de laboratorio en el Ospedale Civile.
—Quizá él se haya reformado —apuntó Brunetti.
Ella alzó las cejas, pero no dijo nada.
—¿Ha encontrado algún indicio de lo que hace ahora?
—Por lo que he podido averiguar, podría dedicarse a la vida contemplativa y las buenas obras.
—No obstante, parece ser que la tía de Vianello le lleva grandes cantidades de dinero a esa dirección —dijo Brunetti con escepticismo—. A él o a una persona que reside en ese domicilio —rectificó—. El suyo es el único apartamento que usa esa entrada.
—De modo que eso es lo que preocupa a Vianello —dijo ella, en tono de conmiseración y afecto.
—Sí, desde hace tiempo.
El pensó en sus amistades del hospital y dijo:
—Podría preguntar al
dottor
Rizzardi. Él conocerá a los empleados del laboratorio.
La tos de ella fue muy discreta, casi imperceptible, pero a Brunetti le sonó como un toque de clarín.
—¿Ya ha hablado usted con él? —preguntó.
—Sí, señor. —Sin darle tiempo a decir nada, ella explicó—: Me tomé la libertad de preguntar.
—Ah —escapó de labios de Brunetti—. ¿Y?
—Pues que ella es esa persona competente de la que depende todo el departamento —respondió ella, y Brunetti se abstuvo de mirarla a los ojos después de que dijera esto—. Lleva allí quince años y no está casada, a no ser con su trabajo.