—Tratar de investigarlo nosotros sería perder el tiempo —dijo Brunetti, empleando deliberadamente el plural.
Observó cómo Pucetti reprimía el impulso de contradecirle. Durante los últimos años, el joven agente había aprendido de la
signorina
Elettra algunas de las tácticas útiles para saltar las barreras de la autopista de la información. Pucetti dirigió una rápida mirada a la muchacha que estaba a su lado, y Brunetti casi pudo oír cómo chirriaba el orgullo varonil de su subordinado al asentir éste a pesar suyo:
—Quizá sea lo mejor pedir a la
signorina
Elettra que eche un vistazo —convino Pucetti finalmente.
Satisfecho con la respuesta del agente y tomando en consideración que Trevisoi era joven, atractiva y mujer, Brunetti se levantó para ceder la silla a Pucetti.
—Cuatro ojos siempre verán más que dos —dijo Brunetti y, dirigiéndose a Trevisoi, añadió—: Pucetti es uno de nuestros especialistas en recuperación de datos.
—¿Recuperación de datos, señor? —dijo ella con un aire de inocencia que hizo sospechar a Brunetti que quizá detrás de aquel par de ojos oscuros había algo más de lo que él pensara en un principio.
—Espionaje —aclaró el comisario—. Pucetti es muy hábil en eso, pero la
signorina
Elettra lo es todavía más.
—La
signorina
Elettra es la mejor —dijo Pucetti dando vida a la pantalla con unas pulsaciones.
Camino del despacho de la aludida, Brunetti decidió abstenerse de repetir el elogio de Pucetti. Cuando él entró, la
signorina
Elettra salía del despacho del
vicequestore
Patta, su superior. Hoy vestía camiseta negra y pantalón holgado de lino negro por cuyo borde inferior asomaban unas bambas Converse amarillas, sin calcetines. Ella le dedicó un risueño saludo.
—Mire —dijo acercándose a su silla y señalando a la pantalla del ordenador. Quizá como concesión al calor, se había recogido el pelo en la nuca con una cinta verde.
Brunetti se situó detrás de ella mirando a la pantalla. Vio lo que parecía la página de un catálogo de ordenadores, presentados en simétricas hileras, todos ellos, a los ojos de Brunetti, perfectamente idénticos. Él se preguntó si, finalmente, irían a comprar uno para su despacho: no existía otra razón por la que ella tuviera que mostrárselos. Tanta consideración lo conmovió.
—Muy bonitos —dijo con voz neutra, procurando reprimir todo asomo de codicia.
—Sí que lo son. Los hay casi tan buenos como el mío. —Ella señaló la imagen de uno de los ordenadores que aparecían en la pantalla y dijo de él números y palabras ininteligibles para Brunetti, como: «2.33», «1333», «megahercios» y «gigabites»-. Ahora mire esto —dijo ella haciendo avanzar la imagen hasta la lista de los precios correspondientes a cada uno de los modelos—. ¿Ve el precio de éste? —preguntó señalando el tercer número.
—Mil cuatrocientos euros —leyó Brunetti. Ella lanzó un leve gruñido de asentimiento, pero no dijo nada,
y
él preguntó—: ¿Es buen precio? —Lo halagaba que el Ministerio de Justicia estuviera dispuesto a invertir en él semejante cantidad, pero la modestia le impidió manifestarlo.
—Es muy buen precio —dijo ella. Pulsó varias teclas, y la imagen de la pantalla fue sustituida por una larga lista de nombres y números—. Ahora mire esto —dijo señalando una de las partidas.
—¿Es el mismo ordenador? —preguntó él después de leer el nombre y número del modelo.
—Sí.
Brunetti vio el importe que aparecía a la derecha.
—¿Dos mil doscientos? —preguntó.
Ella asintió, pero no hizo comentario.
—¿De dónde ha salido el primer precio?
—De una empresa on-line de Alemania. Los ordenadores vienen programados en italiano, con teclado italiano.
—¿Y los otros?
—Los otros ya han sido encargados y pagados —dijo ella—. Lo que ha visto es la orden de compra.
—Pero esto es un disparate —dijo Brunetti, empleando inconscientemente la misma expresión y el mismo tono con los que su madre solía referirse al precio del pescado.
Sin decir palabra, la
signorina
Elettra retrocedió hasta el inicio del documento, donde apareció el membrete «Ministro del Interno».
—¿Pagan ochocientos euros más? —preguntó él sin saber si tenía que asombrarse o indignarse, o las dos cosas.
Ella asintió.
—¿Cuántos han comprado?
—Cuatrocientos.
El cálculo le llevó sólo segundos.
—Son trescientos veinte mil euros más. —Ella no dijo nada—. ¿Es que esa gente no sabe lo que es el descuento por cantidad? El precio disminuye, no aumenta.
—Cuando el comprador es el Gobierno rigen otras reglas, comisario —respondió ella.
Brunetti dio un paso atrás para alejarse del ordenador y se situó al otro lado de la mesa.
—En estos casos, ¿quién hace la compra? Me refiero a la persona.
—Supongo que algún burócrata de Roma.
—¿Y nadie controla lo que hace? ¿No compara precios y ofertas?
—Oh —respondió ella con audible displicencia—, pues claro que tiene que haber alguien que controla, estoy segura.
Transcurrió mucho tiempo durante el cual Brunetti sopesó posibilidades. El hecho de que una persona pudiera adquirir un objeto por ochocientos euros más de lo que costaba otro objeto idéntico significaba que la persona encargada de supervisar la operación no pondría objeciones, dado que se trataba de dinero del Gobierno y, muy especialmente, dado que sólo esas dos personas intervenían en el proceso de selección de ofertas.
—¿Y a nadie le preocupa esto? —preguntó Brunetti maquinalmente.
—A alguien tiene que preocupar, comisario —respondió ella. A continuación, con una vivacidad casi beligerante, preguntó—: ¿Por qué quería verme, comisario?
Rápidamente, él le explicó el caso de la tía de Vianello, le habló de las retiradas de fondos que hacía, le dio el nombre y la dirección de Stefano Gorini y le pidió que, si tenía tiempo, averiguara algo sobre él.
Ella tomó nota del nombre y la dirección, y preguntó:
—¿Es la tía casada con el electricista?
—Ex electricista —rectificó Brunetti, y respondió—: Sí.
La joven lo miró muy seria y movió la cabeza.
—Yo diría que es como ser cura o médico —dijo.
—¿A qué se refiere?
—A lo de ser electricista, comisario. Creo que, una vez empiezas, tienes una especie de obligación moral de seguir. —Le dejó un tiempo para reflexionar y, como él no hiciera comentario, añadió—: Nada es peor que la oscuridad.
Por su experiencia de residente en una ciudad en la que muchas casas aún tenían cables que habían sido instalados cincuenta o sesenta años atrás, Brunetti comprendió inmediatamente lo que ella quería decir y tuvo que responder:
—Sí. Nada es peor.
La pronta anuencia del comisario pareció satisfacerla, y preguntó:
—¿Es urgente?
Habida cuenta de que, probablemente, tampoco era legal, Brunetti respondió:
—En realidad, no.
—Entonces lo dejaré para mañana, comisario.
Antes de salir del despacho, él dijo señalando el ordenador con el mentón:
—De paso, ¿podría ver lo que encuentra sobre un ujier del Tribunale que se llama Araldo Fontana?
Brunetti no le dio el nombre de la jueza Coltellini, no por escrúpulo de revelar información policial a una empleada civil —ya hacía tiempo que había dejado a un lado los infantilismos— sino porque no deseaba atosigarla con un tercer nombre. Sólo la aparente inclinación de Brusca a defender a aquel hombre le había despertado curiosidad.
Aún hizo otra pregunta antes de marcharse:
—¿Dónde ha encontrado esa información sobre los ordenadores,
signorina?
—Oh, todo está en los archivos públicos, señor. Sólo hay que saber dónde mirar.
—Y usted se dedica a ir de pesca, a ver qué sale de las carpetas.
—Sí, señor —sonrió ella—. Me parece que podríamos llamarlo ir de pesca. Me gusta la expresión.
—Y usted nunca sabe lo que pescará, imagino.
—Nunca —dijo ella y, señalando el papel en el que había anotado los nombres que él le había dado, aña-dio—: Además, eso me mantiene en forma para cuando se presentan cosas interesantes.
—¿No es interesante el resto de su trabajo,
signorina?
—Siento decirle,
dottore,
que la mayor parte no lo es. —Apoyó la barbilla en la palma de la mano y apretó los labios en una mueca de resignación—. Es triste que la mayoría de las personas para las que trabajo sean tan aburridas.
—Es una desgracia muy extendida,
signorina
—dijo Brunetti y salió del despacho.
Cuando, al día siguiente, Brunetti llegó a su despacho, ya se había resignado a la idea de no poder disponer en breve de ordenador propio. Más le costó resignarse a la circunstancia de que, durante la noche, el despacho se había caldeado excesivamente. La noche antes, la familia había deliberado acerca de adonde ir de vacaciones este verano. Brunetti dijo lamentar que los imponderables del trabajo le hubieran impedido hasta ahora prever cuándo iba a estar libre y a continuación rechazó la propuesta de ir a la playa: en agosto, con millones de personas en el agua, en las carreteras y en los restaurantes, ¡ni hablar!
—Yo no voy a Puglia, donde tienen cuarenta grados a la sombra y te dan un aceite de oliva falso —recordaba haber dicho.
Ahora, a posteriori, Brunetti admitía que tal vez se había mostrado demasiado intransigente. Quizá, al imponer sus deseos, se había sentido envalentonado por la actitud de Paola, a quien no importaba demasiado adonde fueran: a ella sólo le preocupaba qué libros se llevaría y si podría disponer de un lugar tranquilo en el que tumbarse a la sombra, a leer.
Otros hombres tenían esposas que pedían ir al baile, salir de viaje, trasnochar o hacer extravagancias. Brunetti había encontrado una esposa que prefería acostarse a las diez con Henry James. O, cuando la embargaba una ardiente pasión que el pudor le impedía revelar a su marido, con Henry James y su hermano.
Al igual que el presidente de una república bananera, Brunetti había empezado por ofrecer una democrática elección para después imponer su propia propuesta, contra toda oposición y diferencia de opinión. Un primo suyo había heredado una granja en el Alto Adigio, encima de Glorenza, y se la había ofrecido a Brunetti mientras él y su familia estaban en Puglia.
—Pasando calor y tomando falso aceite de oliva —murmuró Brunetti, pero estaba agradecido a su primo por el ofrecimiento. Así pues, los Brunetti pasarían dos semanas en las montañas; la idea de dormir con edredón y ponerse un jersey al anochecer ilusionaba a Brunetti.
Vianello y su familia habían alquilado una casa en una playa de Croacia, y él estaba decidido a no hacer nada más que nadar y pescar hasta el final del mes. Durante su ausencia, la investigación extraoficial acerca de Stefano Gorini también haría vacaciones.
Brunetti pasó la primera parte de la mañana delante del ordenador de la oficina de los agentes, consultando el horario de los trenes a Bolzano e informándose de los lugares de interés turístico del Alto Adigio. Luego volvió a su despacho y llamó a varios colegas para preguntarles si habían tenido contacto con Stefano Gorini. Pero más productiva fue la consulta del horario de trenes.
Poco después de las doce y media, marcó el número de su casa. A la tercera señal, Paola contestó con estas palabras:
—Si estás aquí antes de quince minutos, comerás
prosciutto
con higos y pasta con pimientos y camarones.
—Veinte —dijo él y colgó.
Pensó que andar tan aprisa con aquel calor podía matarlo, por lo que salió a la
riva
y tuvo la suerte de poder embarcar directamente en un Dos. Bajó en San Toma, donde, a los dos minutos, tomó un Uno que lo dejó en San Silvestre Tardó más que si hubiera ido andando, pero se había ahorrado cruzar la ciudad a mediodía.
Paola y los chicos estaban sentados a la mesa de la cocina: la terraza era una parrilla durante el día y no se podía estar allí hasta después de ponerse el sol. Brunetti colgó la chaqueta preguntándose si no debería escurrirla antes y se sentó a la mesa.
Lanzó una rápida mirada a las caras y se preguntó si la apatía que reflejaban era consecuencia de su actitud respecto a las vacaciones o simple efecto del calor.
—¿Que has hecho esta mañana? —preguntó a Chiara.
—He estado en casa de Livia y me he probado algunas de las cosas que se ha comprado para la vuelta a la escuela —respondió Chiara recortando cuidadosamente la grasa del
prosciutto
y depositándola en el plato de Raffi; al parecer, había decidido que los vegetarianos pueden comer jamón, pero sin grasa.
—¿Ropa de otoño? ¿Tan pronto? —preguntó Paola poniendo un plato de
prosciutto
e higos negros delante de Brunetti. Puso la mano en el hombro de su marido al inclinarse con el plato, lo que a él le hizo pensar que, por lo menos, un miembro de la familia esperaba las vacaciones con agrado.
—Sí —dijo Chiara con la boca llena de higo—. La semana pasada, cuando estuvimos en Milán para visitar a su hermana Marisa, que está en Bocconi, me llevaron de tiendas con ellas. Allí tienen mejores cosas. Aquí todo es para jovencitas o para abuelitas.
Brunetti se dijo que su hija había estado en Milán, donde se encuentra la Pinacoteca de Brera,
La última cena
de Leonardo da Vinci, la catedral gótica más grande de Italia… y había ido de tiendas.
—¿Encontraste algo? —preguntó metiéndose en la boca medio higo. Quizá su hija fuera una frívola, pero el higo era exquisito.
—No, papá; nada —dijo Chiara adoptando grave tono de tragedia—. Todo es terriblemente caro. —Recortó otra loncha de
prosciutto
y utilizó la punta del cuchillo para pasar la grasa a Raffi, que se hallaba concentrado en su almuerzo y ajeno al tema de las compras.
—Yo llevaba mi dinero, pero mamá se habría puesto furiosa si llego a gastarme doscientos euros en un vaquero.
Paola levantó la mirada.
—No; no me habría puesto furiosa, pero te habría enviado a un campo de trabajo para el resto del verano.
—¿Cómo vamos a salir de la crisis si nadie gasta? —inquirió Chiara, demostrando que había estado un día en compañía de una estudiante de la mejor escuela de Empresariales de Italia.
—Trabajando de firme y pagando impuestos —dijo Raffi, con lo que disipó cualquier duda que pudiera quedar a Brunetti de que el coqueteo de su hijo con el marxismo había acabado.