—¿Qué ha hecho?
—Todavía nada. Pero lo hará. Ya te he dicho que la
zia
Anita tiene mucho carácter y, cuando decide hacer una cosa, no hay quien la haga cambiar de idea.
—¿Qué ha decidido hacer? —preguntó Brunetti, tomando, finalmente, un sorbo de su bebida. Ya estaba tan aguada que casi no sabía a nada, pero aún seguía fría y la bebió.
—Quiere vender el negocio.
—Creí que era de tu tío.
—Y lo era. Era de él, sí, y ahora es de sus hijos. Pero está a nombre de ella. Cuando mi tío compró el edificio en el que instaló el taller y las oficinas, su gestor le aconsejó que lo pusiera a nombre de su mujer, porque se ahorraría impuestos. Más adelante, podrían cederlo a los hijos. —Vianello suspiró y movió la cabeza.
—¿Y no lo hicieron?
Vianello negó con un gesto, vació el vaso y se levantó para ir en busca de más bebida, sin molestarse en preguntar a Brunetti si quería repetir. Brunetti apuró la suya y deslizó el vaso hacia la pared.
Vianello no tardó en volver, pero esta vez los vasos contenían sólo agua mineral y hielo. Brunetti aceptó el suyo agradecido: el hielo, al fundirse, había estropeado la otra bebida, diluyendo el
campari
y dejando el
prosecco
insípido.
—¿Por qué quiere vender el taller?
—Para conseguir dinero —dijo Vianello, bebiendo parte de su agua.
—Vamos, vamos, Lorenzo. O me lo cuentas o volvemos al despacho.
Vianello apoyó los codos en la mesa con las palmas de las manos a cada lado de la boca y las deslizó hacia las orejas tensando la piel sobre los pómulos. Finalmente dijo:
—Creo que quiere dárselo a un adivino.
—
Gesu Bambino
—musitó Brunetti y, al recordar lo que Vianello le había contado, preguntó—: ¿Las revistas?
—Eso es sólo una parte —respondió Vianello, apesadumbrado. Metió la mano derecha por la desabrochada camisa, la pasó por el cuello y se la secó con una servilleta de papel que extrajo del dispensador de encima de la mesa—. Dios, qué asco de calor. No hay manera de sacártelo de encima.
Brunetti soslayó la digresión con otro sorbo de agua. Él y Vianello habían interrogado juntos a muchos testigos y sospechosos, y se sabían todas las tácticas de distracción. Tomó otro sorbo, puso el vaso en la mesa y echó el cuerpo atrás con los brazos cruzados sobre el pecho: la estampa de la paciencia.
Vianello se arrellanó a su vez y extendió los brazos a lo largo del respaldo del banco, como para alejar del cuerpo una fuente de calor.
—Así empezó la cosa, leyendo el horóscopo. Y escuchando el programa matinal de la radio. Y luego descubrió los canales privados en los que salen echadores de cartas. —Cerró la mano derecha y dejó caer el puño en la mesa, pero suavemente, en un gesto más de desaliento que de rabia.
—Una amiga le habló de esos programas y de lo mucho que ayudaban a los que llamaban por teléfono.
—¿Qué ayuda necesita tu tía? —no pudo menos que preguntar Brunetti. Por la forma en que Vianello hablaba siempre de su tía Anita, daba la impresión de que ella era el puntal de la familia.
La expresión que cruzó fugazmente por la cara de Vianello nunca la había visto Brunetti, o, por lo menos, dirigida a él.
—A eso iba, Guido. —El propio inspector debió de sorprenderse del tono de su voz, porque abrió la mano y volvió a apoyar el brazo a lo largo del banco, como ofreciendo su mano abierta en señal de disculpa.
Brunetti sonrió y movió la cabeza de arriba abajo, pero no dijo nada.
Después de una larga pausa, Vianello prosiguió:
—Le gustó la manera en que las personas que leen las cartas aconsejan a las que las llaman. Le pareció sensata. Eso dijo a sus hijos. —Vianello calló, como invitando a Brunetti a preguntar, pero el comisario no tenía preguntas—. Así me enteré del asunto —prosiguió el inspector—. Hace varios meses, uno de mis primos habló de eso casi bromeando. Una nueva afición de su madre. Como si le hubiera dado por escuchar Radio María o leer revistas de jardinería. Él no pareció darle importancia, pero su hermana, mi prima Marta, me llamó al cabo de un mes y me dijo que estaba preocupada por su madre, que no hablaba de otra cosa y parecía creer en toda esa historia del horóscopo. Y Marta no sabía qué hacer. —Vianello apuró su vaso de agua y lo dejó en la mesa—. Tampoco yo. Ella estaba inquieta, pero Loredano pensaba que sería cosa pasajera, y me parece que lo mismo creía yo, o quería creerlo, porque era más cómodo. —Miró a Brunetti y levantó un lado de la boca en una media sonrisa de tristeza—. Yo diría que nos resistíamos a reconocer que eso iba camino de convertirse en un problema y cerrábamos los ojos, como si no ocurriera nada.
Se oyó ruido en la puerta y entraron varias personas, pero ellos no prestaron atención.
—Hará cosa de un mes, Loredano me dijo por teléfono que la
zia
Anita había retirado tres mil euros de la cuenta de la empresa sin decirle nada. —Vianello hizo una pausa, esperando un comentario de Brunetti y, en vista de que éste no llegaba, prosiguió—: Entonces Loredano revisó la cuenta del banco y vio que, desde hacía meses, su madre había estado retirando fondos: quinientos, trescientos, seiscientos. Cuando le preguntó el motivo, ella dijo que el dinero era suyo y que podía hacer con él lo que quisiera, y que era por una buena causa y que lo hacía por su padre.
Brunetti sabía que hay mujeres mayores que sienten la necesidad de dar dinero a las buenas causas y, en muchos casos, la buena causa resulta ser la Iglesia. Aunque Brunetti no la consideraba «buena causa», le constaba que muchas personas la tenían por tal y sabía que la gente que hacía donativos a la Iglesia no tenía reparo en admitirlo. Pero la resistencia de la tía de Vianello a mencionar al beneficiario de su generosidad sugería posibilidades nefastas.
—«Buena causa» —repitió Brunetti con voz neutra—. «Por su padre.»-Es todo lo que dijo —repuso Vianello.
—¿Tus primos tienen idea de cuánto dinero se trata?
—Contando esos tres mil, quizá unos siete mil en total. Pero ella también tiene dinero propio, y no hay manera de saber lo que puede haber hecho con él.
—¿De eso hablabas antes con ella? —preguntó Brunetti.
—Yo no hablaba, sólo escuchaba —dijo Vianello con cansancio—. Me ha llamado para quejarse de lo mucho que Loredano la incordia.
—¿La «incordia»?
Vianello asintió pero no pudo sonreír.
—Así lo ve ella ahora: hace algo que dice que es necesario. Considera que tiene perfecto derecho y se enfada porque sus hijos quieren que pare.
—Lo he olvidado, Lorenzo, ¿cuántos hermanos son?
—Marta y Loredano son los mayores y luego están Luca y Paolo, los más jóvenes. Los tres chicos, que ya son hombres, llevan el negocio.
—¿Y tu tío? ¿Qué dice a todo esto?
Vianello levantó las manos maquinalmente.
—Ya sabes, él se desentiende. Siempre ha sido así, y ahora que es más viejo y está delicado, más aún. Loredano me dijo que trató de hacérselo comprender, pero el padre le contestó que su mujer tenía dinero propio y podía hacer con él lo que quisiera. Y también con el de él. Debe de considerarlo una prueba de su hombría: si su mujer gasta mucho, es porque él es capaz de ganarlo.
—¿Aunque ahora ya no trabaje?
—Probablemente, le parece más importante que nunca ahora que él ya no puede hacer lo que hacía antes.
—Pues sí que es complicado —dijo Brunetti, inclinándose hacia adelante y apoyando los codos en la mesa—. ¿Y nadie sabe qué hace ella con el dinero?
Vianello movió la cabeza negativamente.
—No a ciencia cierta. Pero, ya que dice que es por una buena causa, es probable que esté dándolo a alguien. —Vianello dio una palmada en la mesa, y esta vez no trató de disimular la cólera—. Lo malo es que yo estoy de acuerdo con ella —prosiguió el inspector—. Bueno, en parte. Ella tiene derecho a disponer de su dinero. Cuando fundaron la empresa, ella trabajó como un enano durante años, sin cobrar ni una lira. Incluso cuando las cosas empezaron a ir bien, siguió al frente del despacho. Sin cobrar.
Brunetti asintió.
—Por eso tiene derecho a retirar todo el dinero que quiera —prosiguió Vianello—. Tanto legal como… moralmente, si ésa es la palabra.
Brunetti intuía que lo era.
—Pero… —empezó el inspector, y no pudo terminar la frase.
Brunetti sugirió una forma de terminarla:
—Pero su familia tiene derecho a saber lo que hace con él.
—Sí, eso creo. No me gusta decir esto, pero me parece que así es. Y no es porque el dinero sea de ellos. Nada de eso. El dinero es de ella. Pero me parece que, si se niega a dar explicaciones, debe de ser porque comprende que no debería hacer con él lo que hace, sea lo que sea.
Brunetti asintió.
—¿Qué harán tus primos?
Vianello miró la mesa y abrió las manos con las palmas hacia arriba.
—Seguirla.
—¿Qué dices?
Vianello levantó la mirada y, sin pizca de humor, dijo:
—Me parece que han visto demasiada televisión o qué sé yo. Han hablado con el director del banco. Él conoce a la familia desde hace treinta años. Siempre ha llevado sus asuntos.
Vianello calló y se miró las manos como si uno de los dedos fuera el director del banco y él quisiera adivinar lo que iba a hacer.
—¿Qué le dijeron?
—Le hablaron del dinero que ella retira y de que no quiere decirles lo que hace con él.
—¿Y?
—Él dijo que la próxima vez que ella vaya a retirar dinero, él llamará a Loredano y que procurará retenerla en el banco todo lo posible.
—¿Hasta que llegue alguien de la familia, para ver adonde va? —preguntó Brunetti sin poder disimular el asombro—. ¿Policías y ladrones?
Vianello movió la cabeza, sin dejar de mirarse los dedos.
—Ojalá fuera tan fácil.
—No es fácil —dijo Brunetti—. Es demencial.
—Eso pienso yo también. Y así se lo dije.
—¿Y qué?
—Pues que quieren que lo haga yo.
Brunetti no encontraba las palabras. Miraba a su amigo, que seguía contemplándose las palmas de las manos. Al fin concluyó:
—Más demencial todavía.
—Eso les dije.
—Lorenzo —dijo Brunetti finalmente—. No me gusta tener que ir sacándote las palabras una a una. Dime qué piensas hacer.
—He estado pensando mientras la oía hablar. Buscando la manera de averiguar lo que hace, y la única idea que se me ocurre requiere tu intervención. En cierto modo.
—¿Qué modo?
—Necesito que me des tu permiso.
—¿Para qué?
—Para pedir a algunos de los hombres que me ayuden.
—¿A seguir a tu tía?
—Sí. Me parece que Pucetti lo haría si yo se lo pidiera. —Vianello miró a Brunetti con la cara tensa—. Si lo hacen en su tiempo libre, cuando no estén de servicio, no sería ilegal, en realidad.
—Estarían dando un paseo por la ciudad, sin meterse con nadie —dijo Brunetti secamente—. Yendo casualmente en la misma dirección que la viejecita que lleva todo ese dinero en el bolso. —Brunetti sintió una oleada de indignación. ¿A esto había quedado reducida la policía?
—Guido —empezó Vianello con voz átona—, soy consciente de lo anómalo del procedimiento, pero es la única manera de averiguar lo que hace con el dinero.
—¿Y si os ha mentido y resulta que en realidad va al Casino a jugarlo en las tragaperras? —inquirió Brunetti.
Para sorpresa del comisario, Vianello tomó en serio la pregunta.
—Entonces podríamos hacer que le negaran la entrada.
Brunetti, que había hablado en broma, cambió de tono al preguntar:
—¿Y si entra en algún sitio y sale sin el dinero? ¿Tú y tus primos entráis, sacudís al que lo tenga y se lo quitáis?
—No —dijo Vianello serenamente—. Podríamos averiguar si a ese sitio van otras viejecitas con mucho dinero en el bolso. —Dicho esto, volvió a centrar la atención en sus manos abiertas ante sí.
La sorpresa impidió a Brunetti responder inmediatamente, y cuando al fin habló sólo supo decir:
—Bien, bien, bien. —Y después—: ¿Eso piensas?
—No sé lo que pienso —respondió Vianello—. Pero mi tía no es tonta, por lo que quienquiera que la haya convencido para que le dé dinero…, si eso es lo que ocurre, y no que se lo esté jugando en las tragaperras…, tampoco es tonto, por lo que parece lógico pensar que no es ella la única víctima.
Brunetti se levantó y fue al mostrador en busca de otros dos vasos de agua mineral que llevó a la mesa y volvió a sentarse en el banco.
—Existe una manera de hacer eso oficialmente.
—¿Cuál es?
—¿No está Scarpa encargado de las clases de entrenamiento de nuevos agentes?
—Sí, pero no veo…
—Y una de las cosas que deben aprender los no venecianos es cómo seguir a alguien por la ciudad.
Vianello atrapó el testigo impecablemente y continuó la carrera.
—Y Scarpa, no siendo veneciano, no puede enseñárselo.
—Por lo que ha de dejar que lo hagan los venecianos —concluyó Brunetti.
Vianello levantó el vaso hacia Brunetti.
—Ya sé que no se debe brindar con agua, pero… —Bebió y dejó el vaso en la mesa—. Por lo tanto, lo único que hemos de hacer —prosiguió, y a Brunetti le agradó la naturalidad con la que su inspector hablaba en plural— es pedir a la
signorina
Elettra que se encargue de que se asigne la tarea de adiestramiento a los venecianos más idóneos. A Scarpa lo mismo le dará, porque desconfía de todos y nos detesta a todos por igual. —Se volvió hacia el mostrador y agitó una mano en dirección a Bambola—: ¿Nos traes dos copas de
prosecco,
por favor?
Hacía mucho calor no ya para pensar en atravesar la ciudad a fin de ir a casa a almorzar sino, incluso, para pensar siquiera en comer. Brunetti regresó a la
questura
con Vianello, diciendo que hablaría con la
signorina
Elettra del programa de las clases de capacitación que impartía Scarpa; pero, cuando llegó a su despacho, ella se había marchado. Brunetti subió al suyo y llamó a Paola, que casi pareció alegrarse al oír que él no iría a casa.
—No puedo ni pensar en comer hasta que se ponga el sol —dijo ella.
—¿Ramadán? —bromeó Brunetti.
Ella se rió.
—No; es este calor. Por la tarde entra el sol en la sala, y tengo que pasar la mayor parte del día escondida en el estudio. Hace calor para salir, y lo único que puedo hacer es quedarme aquí sentada, leyendo.