Impulsivamente, para soslayar toda consideración acerca de cómo esta descripción, dejando aparte el número de años, podía aplicarse a la propia
signorina
Elettra, Brunetti preguntó:
—¿Cómo se explica, pues, la presencia del
signor
Gorini en su casa?
—Justamente —convino la joven, y prosiguió—: Pregunté al doctor si podía decirme algo más acerca de la mujer y noté cierta resistencia. Daba la impresión de querer protegerla.
—¿Y usted qué hizo?
—Mentir, desde luego —respondió ella con naturalidad—. Le dije que mi hermana conocía a una empleada del laboratorio, lo que es cierto, y hasta le di el nombre. Es alguien que estudiaba Medicina con Barbara pero no terminó la carrera. Dije que me había hablado muy bien de la
signorina
Montini pero que le parecía que en este año último había cambiado. —Antes de que Brunetti pudiera preguntar, explicó—: Una mujer que ha vivido dos años con un hombre como él es muy probable que haya cambiado, y no a mejor.
—¿Y qué dijo él?
—Que su trabajo sigue siendo excelente, y cambió de tema.
—Entiendo —dijo Brunetti—. ¿Querría pedir a su hermana que pregunte a su antigua compañera de clase?
La
signorina
Elettra movió la cabeza vigorosamente y miró a la mesa.
—No se hablan —fue su única explicación.
—¿Qué más tenemos? —preguntó él viendo que aún quedaban papeles en la mesa.
—Él tiene cuenta en UniCredit. —Le pasó un extracto de los movimientos de la cuenta de Stefano Gorini durante los seis últimos meses. Él examinó las cantidades, buscando una pauta, pero no la había. Todos los meses se abonaban o cargaban en la cuenta sumas diversas, siempre en efectivo y siempre inferiores a quinientos euros. El saldo actual no llegaba a dos mil euros.
—¿Algún indicio de cómo se gana la vida?
Ella movió la cabeza negativamente.
—Quizá tenga amigos generosos, o quizá lo mantenga la
signorina
Montini o, qué sé yo, quizá tenga suerte en la ruleta o con las cartas. El dinero entra y sale, pero nunca en una cuantía que pueda despertar curiosidad.
—¿Cargos a tarjetas de crédito?
—Parece que no tiene tarjetas.
—
Mirabili dictu
—dijo Brunetti—. Y pensar que estamos en el nuevo milenio.
—Pero podría tener
telefonino
—dijo ella y, adelantándose a la pregunta del comisario, explicó—: No lo sabré hasta esta tarde o mañana. —Observó la sorpresa de Brunetti y añadió, a modo de explicación—: Giorgio está de vacaciones.
—¿Y tiene usted que preguntar a otra persona?
En la cara de ella se pintó la sorpresa ante el desconocimiento de Brunetti de lo que es la fidelidad del cliente.
—No, señor; él hará un intento desde Terranova, pero no estaba seguro de poder hacérmelo llegar hoy. Me ha dicho que puede tener complicaciones para introducirse en el sistema Telecom desde allí.
—Comprendo —mintió Brunetti—. Me gustaría encontrar la manera de vigilar esa casa.
—La he buscado en
Calli, Campi e Campielli,
y no parece fácil. Tendría que poner a alguien permanentemente en Campo dei Frari y en San Toma, y ni así podría estar seguro de que todo el que entra en la calle va a esa dirección o el que salía viene de allí.
—¿Sabe de alguien de esta casa que viva por esa zona?
—Veamos —dijo ella volviéndose hacia el ordenador, y Brunetti supuso que abría el archivo del personal de la
questura.
Menos de dos minutos después, ella dijo—: No, señor. Nadie vive a menos de dos puentes. Vistos sus antecedentes —añadió poniendo una mano sobre los papeles para volver a centrar la atención de ambos en Gorini—, con o sin la
signorina
Montini, no es probable que se haya retirado a una vida de inactividad.
—Y, si algo le ha enseñado la experiencia —prosiguió Brunetti—, evitará contratar a alguien o hacer algo que requiera licencias o certificados de cualquier tipo. Por consiguiente, ¿por qué no hacerse adivino?
—Que tampoco está tan lejos del psicólogo, ¿no le parece?
Por gratificante que resulte descubrir que alguien comparte tus prejuicios, Brunetti optó por callar en esta ocasión.
Cuando volvió a mirarla, la
signorina
Elettra tenía la barbilla apoyada en la mano izquierda mientras dejaba descansar la derecha en un ángulo del teclado.
—No —dijo al fin, tras lo que se antojó a Brunetti una larga consulta con la pantalla vacía—. No hay manera de vigilar la casa. Y, si el
vicequestore
se enterase, tendríamos disgustos.
—¿Y eso le da miedo? —preguntó él.
Ella dejó escapar un pequeño resoplido de desdén.
—No por mí. Ni por usted, comisario. Pero se lo haría pagar a Vianello y a los agentes que intervinieran. Y Scarpa le secundaría. No merece la pena. —Irguió el tronco y pulsó varias teclas—. Mírelo, aquí está.
Brunetti se situó a su espalda en el momento en que aparecía en la pantalla la foto de un hombre, en la clásica pose del recién arrestado.
—Es de los tiempos de Aversa, ya hace quince años. No he encontrado otra más reciente.
—¿No ha renovado su
carta d'identit
à?
- preguntó Brunetti.
—Sí, pero en Nápoles, hace cinco años. Y han perdido el expediente.
—¿Usted se lo cree? —preguntó él con suspicacia, más que por el hecho en sí, que era bastante frecuente, por el lugar en el que se había producido.
—Sí, señor. Me lo dijo una persona de confianza. No escanearon la foto en el ordenador y perdieron la carpeta. —Golpeó la pantalla con el índice—. Esto es todo lo que tenemos.
La inexpresiva cara que los miraba desde la pantalla, aun con las largas patillas y la revuelta melena que Gorini llevaba en la foto, era bien proporcionada y atractiva: oblicuos ojos oscuros y pómulos altos que le daban aspecto tártaro, nariz larga, un poco torcida, con un pequeño bulto debajo del puente, y boca grande y bien dibujada. Un conjunto de facciones, reconoció Brunetti, que sugerían una masculinidad poderosa. No recordaba haber visto en la ciudad una versión madura del Gorini de la foto. Señaló la imagen.
—Me gustaría que se encargara de que den copias a los sabuesos de Scarpa… sin poner en antecedentes al teniente. —Al ver que ella iba a comentar algo, añadió—: Dígales que es una vieja foto de alguien que vive en la ciudad y que tratar de localizarlo forma parte del entrenamiento.
Ella sonrió.
—Engañar al teniente, aunque sea en poca cosa, siempre es un placer.
Antes de que él pudiera salir del despacho, la
signo rina
Elettra lo sorprendió con la pregunta:
—¿Aún siente curiosidad por el
signor
Fontana?
¿Fontana? ¿Fontana? ¿Qué relación tenía este nombre con la tía de Vianello? Entonces recordó: el «hombre de bien», y dijo:
—Ah, sí. Desde luego.
—Tal como usted me dijo, es ujier del Tribunale, y fue fácil encontrarlo. Trabaja allí desde hace treinta y cinco años, es soltero y vive con su madre. No se ha tomado ni un solo día de baja por enfermedad. Únicamente ha faltado al trabajo el día del entierro de su padre, hace treinta y cuatro años.
Brunetti levantó una mano para detenerla.
—¿Que no ha faltado al trabajo ni un solo día? Bien, un día, el del entierro de su padre. ¿Y dice que es funcionario?
—Sí, señor —respondió ella—. ¿Quiere una silla, comisario?
—Gracias, no es necesario —dijo él en voz baja. Puso una mano en la mesa, se apoyó en ella y dejó caer la cabeza con gesto teatral—. Estoy seguro de que, si descanso un momento, se me pasará la impresión. —Pasado el momento, movió la cabeza y probó de retirar la mano de la mesa—. Hace poco Pucetti dijo que había visto algo que contar a sus nietos. Creo que lo mismo puedo decir ahora yo. ¿Un solo día en treinta y cinco años? Miró a la pared del fondo, como si una mano llameante estuviera escribiendo en ella las cifras. Cansado de la broma, preguntó de pronto—: ¿Qué más?
—Él y su madre tienen alquilado un apartamento cerca de San Leonardo. Vivían en Castello hasta hace tres años, en que se mudaron a un apartamento de un
palazzo
de la Misericordia.
—Buen sitio —dijo Brunetti con súbito interés—. ¿La madre trabaja?
—No, señor. Nunca ha trabajado.
—Sería interesante averiguar cómo paga el alquiler, ¿no le parece?
—No creo que tenga problemas para pagarlo —dijo ella, sorprendiéndolo.
—¿Por qué? ¿Es pequeño?
—Al contrario. Ciento cincuenta metros cuadrados.
—¿Cómo se las arregla para pagarlo?
Ella le obsequió con una sonrisita de autosuficiencia que lo advirtió de que debía prepararse para lo que ahora venía, y era algo que Brunetti nunca habría podido imaginar:
—No tiene dificultad porque el alquiler es de cuatrocientos cincuenta euros —dijo ella. Y agregó con énfasis, como si hablara desde una tribuna—: O eso sugiere la transferencia mensual de su cuenta bancaria.
—¿Por un apartamento en la Misericordia? ¿De ciento cincuenta metros cuadrados?
—Quizá ya tenga una cosa más que contar a sus nietos,
dottore
—sonrió ella.
El pensamiento de Brunetti se disparó, buscando una explicación. ¿Chantaje? ¿Un contrato en el que figuraba un alquiler ficticio, pagando Fontana la diferencia en efectivo para ahorrarle impuestos al propietario? ¿Algún pariente?
—¿A quién se hace el pago?
—A Marco Puntera —dijo ella, nombrando a un empresario que había hecho fortuna en el negocio inmobiliario en Milán y había vuelto a su Venecia natal siete u ocho años antes.
Un gato puede mirar a un rey, esto lo sabía Brunetti, pero ¿cómo iba un ujier a conocer a un hombre tan rico como se decía que era Puntera, y cómo había conseguido un apartamento por semejante alquiler?
—Ese hombre es dueño de muchos apartamentos, ¿verdad? —preguntó Brunetti.
—Por lo menos, doce, y todos los tiene alquilados. Además de dos
palazzi
en el Gran Canal. También alquilados.
—¿Por rentas similares?
—No he tenido tiempo de comprobarlo. Pero tengo entendido que la mayoría están alquilados a extranjeros. —Se interrumpió, como si buscara la frase más apropiada. Cuando la encontró, prosiguió—: Está considerado un ornato de la comunidad angloamericana.
—Pero él no es inglés ni americano —dijo rápidamente Brunetti, que había ido a la escuela primaria con el hermano menor de Puntera.
—Pero está muy integrado en su vida social —prosiguió ella, imperturbable—. Socio de la piscina Cipriani, villancicos en la iglesia de los Ingleses, fiesta del Cuatro de Julio, se tutea con los dueños de los mejores restaurantes…
En los oídos de Brunetti, aquello sonaba como una tortura que se le hubiera pasado por alto al Dante.
—¿Y un hombre de su posición alquila a Fontana un apartamento a bajo precio? —dijo él, menos como el que pregunta que como el que se admira de un prodigio.
—Eso parece.
—¿Ha averiguado algo más?
—Antes quería hablar con usted, comisario, para ver si esta asociación le parecía tan interesante como a mí.
—Me parece fascinante —dijo Brunetti, siempre intrigado por las posibilidades a que daban lugar las diversas relaciones que se formaban entre los habitantes de su ciudad. Cuanto más dispar era la pareja, más interesantes resultaban las posibilidades.
—Bien. Lo suponía. —Ella hizo una pausa, como buscando la mejor manera de expresarse, y dijo—: Pero, para indagar más a fondo, quizá tenga que solicitar algún favor y, antes de empezar a hacer preguntas, quería saber si usted estaba de acuerdo.
Él miró a la
signorina
Elettra un momento antes de preguntar:
—¿Qué tenía pensado?
En lugar de responder a su pregunta, ella dijo:
—Me alegro de que apruebe el programa de servicios, comisario. Lo cursaré hoy mismo.
—Está bien,
signorina.
Se lo agradezco —respondió Brunetti sin inmutarse, se volvió hacia la puerta y mostró sorpresa al ver allí al
vicequestore
Patta y, a su derecha, al teniente Scarpa, su criatura—. Ah, buenos días,
vicequestore
—dijo con afable sonrisa. Luego, como Copérnico al distinguir un planeta menor—: Teniente…
Patta casi había alcanzado el apogeo de su tinte veraniego. Desde mayo, había nadado todos los días en la piscina del hotel Cipriani y empezaba a tener el color de un caballo castaño. Un par de semanas más, y lo habría conseguido, pero entonces el día habría empezado a acortarse, y el sol, a perder virulencia, y para octubre el
vicequestore
parecería un
caffé macchiato
en el que, con el paso de las semanas, iría aumentando la proporción de leche hasta que en diciembre habría alcanzado la palidez de un
cappuccino.
A menos que adoptara el recurso de dedicar las vacaciones de Navidad a recuperar el bronceado en las Maldivas o las Seychelles, Patta se exponía a llegar a los umbrales de la primavera convertido en la pálida sombra de su efigie veraniega.
—La
signorina
Elettra me ha explicado el nuevo plan de servicios para el verano —dijo Brunetti, mirando a Patta con una sonrisa y moviendo la cabeza de arriba abajo en señal de felicitación—. Me parece muy bien optimizar las posibilidades del despliegue de efectivos con estas innovaciones, señor. —Patta sonreía, pero Scarpa miraba a Brunetti con ferocidad—. Muestra creativas dotes de organización, una planificación realmente innovadora, si… —aquí desvió la mirada, en la actitud del modesto admirador—… si se me permite la observación.
—Me alegro de que opine usted así —dijo un expansivo Patta—. Debo confesar… —y aquí fue Patta el que se envolvió en el manto de la modestia—… que el teniente me ayudó con su experiencia directa de trabajo con los agentes.
—Trabajo en equipo, ésa es la clave —dijo un Brunetti radiante.
La
signorina
Elettra eligió este momento para intervenir.
—Le han llamado del Cipriani,
vicequestore.
Hablaban de su mesa para el almuerzo de mañana y ruegan que llame.
—Gracias,
signorina
—dijo Patta yendo hacia la puerta de su despacho—. Ahora me ocupo de eso. —Desapareció como el que acude a responder una Llamada de lo Alto, dejando atrás a sus tres subordinados.
Pasó algún tiempo. La
signorina
Elettra abrió un cajón, sacó el
Vogue
del mes y lo abrió encima del teclado.