Cuestión de fe (17 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Marcó el número del
telefonino
de Paola. Ella contestó diciendo:

—Fríe las cebollas y échales el tomate y las aceitunas. No tienen hueso. Guarda
elparmigiano
en una bolsa de plástico nueva con autocierre.

—También yo te echo de menos desesperadamente —dijo Brunetti.

—No te pases conmigo, Guido Brunetti, o te digo que estamos a catorce grados y que llevo jersey dentro de casa. —Él iba a defenderse, pero ella, sin dejarle hablar, remachó—: Y hemos encendido fuego en la chimenea.

—Conozco a un montón de abogados que llevan casos de divorcio, ¿sabes?

—Y esta tarde hemos dado un paseo de tres horas, a pleno sol, y el Ortler aún está nevado.

—Está bien, está bien. Sacudiré a Patta hasta hacerle confesar que él ha cometido el crimen y mañana estaré ahí.

—Háblame de esa llamada. ¿A quién han matado? —esto, ya sin asomo de humor en la voz.

—A un hombre que trabajaba en el Tribunale. Pudo ser un atraco que acabó mal.

Ella, que no en vano llevaba más de veinte años casada con este hombre, preguntó:

—¿«Pudo ser»? ¿Quieres decir que fue atraco o que Patta tratará de hacerlo pasar por atraco?

—Pudo ser atraco. Lo han matado en el patio de entrada de su casa y no lo han encontrado hasta esta mañana. No sé lo que hará Patta.

—¿Tienes alguna idea?

—Vagamente. —Ella había preguntado sólo por el asesinato, y Brunetti no creyó necesario decir que había pedido a su madre que ayudara a la policía a investigar lo que podía ser otro delito. Desviando la conversación de asuntos profesionales, preguntó—: ¿Cómo están los chicos?

—Cansados. Les he dado de cenar y están tratando de mantenerse despiertos hasta las nueve. Supongo que aún piensan que sólo los niños pequeños se acuestan antes de las nueve.

—Quién fuera niño pequeño —suspiró Brunetti.

—Basta de lamentaciones. Ahora preparas la salsa y cenas. Después te vas a la cama. Para entonces ya serán más de las nueve.

—Gracias. Os deseo sol y tiempo fresco, para que podáis estar todo el día con el jersey puesto.

—¿Qué tal por ahí?

—Calor.

—Ve a cenar, Guido.

—Ahora mismo —respondió él, se despidió y colgó el teléfono.

18

Al día siguiente hacía todavía más calor, si cabe, y Brunetti se despertó poco después de las seis entre sábanas húmedas y con la vaga sensación de haber dormido a intervalos. En ausencia de la Policía del Agua, se permitió el lujo de darse una ducha larga; primero caliente, después fría y otra vez caliente. Y, lo que es peor, se afeitó en la ducha, delito de lesa ecología que le habría valido duros reproches de sus dos hijos.

No se molestó en hacerse el café sino que entró en el primer bar que encontró y luego se fue a Bailarín a por un
cappuccino
y un brioche. Había comprado los diarios en su
edicola
y abrió la segunda sección de
Il
Gazzettino
en la mesita de la
pasticceria.
Entre sorbo y sorbo, estudió el titular: «Funcionario del Tribunale, asesinado». Bien, hasta este punto, nada que objetar. La información era de una precisión sorprendente: hora en que se había descubierto el cadáver y posible causa de la muerte.

A partir de aquí, la crónica derivaba hacia lo que Brunetti consideraba «estilo
Gazzettino».
Los compañeros de trabajo de la víctima hablaban de las muchas virtudes del difunto, de su seriedad y su entrega a la causa de la justicia, de su pobre madre, viuda, que había perdido a su único hijo. Y a continuación, como de costumbre, venía la maliciosa insinuación —cuidadosamente disfrazada de especulación inocente, desde luego— acerca de las posibles causas del terrible crimen. ¿Estaría la víctima realizando alguna práctica que le había ocasionado la muerte? ¿Su cometido en el Tribunale le habría dado acceso a información peligrosa? Nada se afirmaba y todo se daba a entender.

Brunetti dobló el diario, pagó y prosiguió la marcha, mientras el calor iba en aumento. Cuando llegó a su despacho, mucho antes de las ocho, hizo una lista de las cosas que debía atender: la primera, la autopsia que se habría hecho la noche antes. Luego, los parientes paternos de Fontana: quizá Vianello los habría localizado. También necesitaba los nombres de las personas involucradas en los varios casos en los que la jueza Coltellini había demorado sus decisiones. ¿Y por qué Fontana y su madre pagaban al
signor
Puntera un alquiler irrisorio?

Se acercó a la ventana, en la que la cortina colgaba lacia y consultó con la fachada de San Lorenzo cómo empezar a actuar.

Cediendo a una súbita impaciencia, Brunetti llamó al Ospedale Civile y fue informado de que el
dottore
Rizzardi estaría allí toda la mañana. Después de dar su nombre, pidió que avisaran al médico de que él iba hacia allí y salió de la
questura.
Cuando llegó a Campo SS. Giovanni e Paolo tenía la chaqueta y la camisa pegadas a la espalda y molestas rozaduras en los pies. Mientras cruzaba el
campo
ponía en duda su cordura por haber decidido venir andando.

Fue al despacho de Rizzardi, pero allí le dijeron que el doctor aún estaba en el depósito. Esta sola palabra tuvo el efecto de atemperar el calor que tenía metido en el cuerpo. El aire que lo envolvió al empujar las puertas del depósito acabó de disiparlo. Aún tenía la ropa pegada al cuerpo, pero ahora la sensación ya no era de un calor agobiante sino de un frío siniestro.

Vio con alivio que Rizzardi ya estaba en la pila, lavándose las manos. El que las pilas del depósito fueran tan hondas, y su parte frontal tan baja, siempre le había producido un vago malestar, pero no se atrevía a preguntar la razón.

—He venido porque quería que habláramos de Fontana —dijo mirando en torno. A la izquierda de Rizzardi se veían tres figuras tapadas con sábanas.

—Sí —dijo Rizzardi secándose las manos con una fina toalla verde. Se secó cuidadosamente cada dedo de una mano por separado, pasó la toalla a la otra mano y repitió la operación.

—Lo mataron de tres golpes en la cabeza, de modo que si alguien piensa que murió de una caída, que lo olvide: no pudo caerse tres veces. —El médico dejó de frotarse las manos—. Tiene un hematoma en la sien izquierda que indica que recibió un golpe ahí, quizá un puñetazo.

—¿Fue la estatua?

—¿Lo que lo mató? —preguntó el médico y, al ver que Brunetti asentía, dijo—: Indiscutiblemente. En ella había sangre y sustancia encefálica, y la forma de las heridas coincide con la de la cabeza de la estatua. —Brunetti prefirió no preguntar adonde había ido a parar la estatua. Rizzardi dobló la toalla por la mitad horizontalmente y la colgó del borde de la pila—. Una hipótesis sería que alguien lo golpeó, y eso explicaría el hematoma, y él se cayó sobre la estatua. —Rizzardi se inclinó y puso la mano a unos cuarenta centímetros del suelo—. La cabeza del león queda a esta altura, el golpe habría sido fuerte. —Se irguió y añadió—: Entonces el asesino no habría tenido más que levantarle la cabeza y golpearla contra la estatua. Habría sido relativamente fácil.

—¿Cuánto habría tardado en morir?

—Cualquiera de los golpes lo habría matado, pero la sangre habría tardado en inundar el cerebro y bloquear las funciones del cuerpo.

—¿No tenía posibilidad?

—¿De qué?

—¿Si lo hubieran encontrado antes?

Rizzardi se volvió, se apoyó de espaldas en la pila y cruzó los tobillos y los brazos. Como Rizzardi no llevaba más que una fina camisa y pantalón de algodón debajo de la bata, Brunetti, molesto por la refrigeración, se preguntó si el médico adoptaba esta postura para protegerse del frío. Observó a Rizzardi procesar la pregunta como el que revisa la información que contiene la respuesta.

—No —dijo el médico—. No es probable. No después del segundo y tercer golpes. Tiene unas marcas, muy débiles, a los lados de la barbilla y del cuello, por donde debieron de agarrarlo. —Rizzardi levantó las manos e hizo ademán de estrujar—. Pero yo diría que el agresor o llevaba guantes o se cubrió las manos con algo.

—¿Cómo lo sabe?

—Por las marcas. Serían más profundas, con los bordes más definidos, y están un poco difusas. Por otra parte, las uñas del asesino se le habrían clavado en lapiel, por cortas que las tuviera. —Levantó las manos, como para repetir el gesto, pero las dejó caer.

El médico se quitó la bata y la colgó del borde de la pila, perfectamente alineada con la toalla.

—Hay otra cosa —dijo Rizzardi—. Su tono captó la atención de Brunetti—. Semen. —Al pronunciar esta palabra, el médico señaló con la barbilla las tres figuras de las mesas, pero como en la misma dirección estaba la cámara del depósito, Brunetti no reaccionó. Había leído en relatos históricos casos de eyaculación espontánea de ahorcados; quizá se trataba de algo similar. O quizá Fontana había estado con una mujer poco antes de volver a casa. Dado el carácter de su madre, parecía lógico que procurase mantenerla ignorante de sus andanzas. Cuando el silencio de Brunetti se hubo prolongado lo suficiente, Rizzardi dijo—: En el ano.


Oddio
—exclamó Brunetti mientras esta prueba tangible dibujaba en su mente una figura muy distinta de la creada por la mera suposición.

—¿Suficiente para identificar al hombre? —preguntó Brunetti.

—Si lo encuentran —respondió Rizzardi.

—¿La muestra nos dirá algo sobre él?

¿Qué sonido puede tener el gesto de encogerse de hombros? ¿Y suena lo mismo cuando está acompañado del zumbido de un aparato de refrigeración? En cualquier caso, ese sonido le pareció oír a Brunetti cuando Rizzardi respondió:

—El tipo de sangre, pero para cualquier otra cosa se necesita una muestra del otro.

—¿Cuánto se tardará en averiguar el tipo de sangre? —preguntó Brunetti.

—Se podría saber en tres días —empezó Rizzardi—. Pero…

—Pero estamos en agosto —terminó Brunetti por él.

—Exactamente. Por lo tanto, podría tardar una semana.

—¿O más?

—Quizá.

—¿No se puede pedir con urgencia?

—Estoy seguro de que, mientras estamos hablando, todos los policías de esta ciudad están haciendo la misma pregunta al
médico légale
y el médico la hace al laboratorio.

—¿Lo cual quiere decir que no serviría de nada?

Rizzardi se apartó unos pasos de la pila y se paró al lado de la cabeza de una de las figuras. Un súbito escalofrío partió del centro de la húmeda espalda de Brunetti.

—Una vez mandé al laboratorio unas muestras de ADN —dijo el médico—. Eran para un caso de Mestre, y los resultados tardaron dos semanas.

—Comprendo —dijo Brunetti. Se volvió ligeramente, procurando moverse con naturalidad y dio unos pasos hacia la puerta del pasillo. Se paró, tosió ligeramente, como por efecto del frío, y dijo—: Ettore, debo hacerle una pregunta, y le aseguro que tengo un buen motivo para hacerla, créame.

La mirada de Rizzardi era ecuánime.

—¿De qué se trata? ¿O de quién?

—De la
signorina
Montini. Elvira.

Brunetti tuvo que esperar la respuesta.

Distraídamente, Rizzardi alargó la mano hacia una punta de la sábana que cubría una de las figuras, y Brunetti sintió una opresión en el pecho, pero el médico no hizo más que alisar un pliegue de la tela. Con los ojos fijos en la sábana, Rizzardi dijo:

—Es de lo mejor de este hospital. Me ha hecho muchos favores durante años. Más de una década.

—Admiro su lealtad, Ettore, pero puede estar involucrada con quien no debería estarlo.

—¿Con quién?

Brunetti movió la cabeza negativamente.

—Todavía no estoy seguro.

—¿Pero lo estará?

—Creo que sí.

—¿Me promete una cosa? —preguntó Rizzardi mirándolo finalmente. Hacía muchos años que se conocían y Rizzardi nunca le había pedido un favor.

—Si es posible.

—¿La avisará, si hay tiempo?

Brunetti no sabía lo que esto podía significar, qué componenda ni qué subterfugio.

—Si hay tiempo. Sí.

—Bien —dijo Rizzardi relajando el gesto, pero sólo un poco—. Hace un año, sus compañeros empezaron a notar algo raro. O, por lo menos, empezaron a hablarme de ello. Tiene cambios de humor, unos días se la ve triste, y otros, eufórica, pero nunca durante más de unos días. Antes su trabajo era intachable: era un modelo para todo el laboratorio.

—¿Y ahora?

Rizzardi dio la espalda a la figura yacente y, manteniéndola entre sí y Brunetti, empezó a andar hacia la puerta. Poco antes de llegar, se volvió y miró a los ojos al comisario.

—Ahora llega tarde, o no se presenta. Y comete errores, confunde las muestras, se le caen las cosas. Todavía no ha hecho nada que cause daño a un paciente, pero la gente empieza a temer que eso pueda ocurrir. Uno de los hombres que trabajan con ella me dijo que hace como si no tuviera valor para marcharse y quisiera que la echaran. —Rizzardi calló.

—¿Cómo es ella? —preguntó Brunetti.

—Es buena persona. Introvertida, solitaria, no muy atractiva. Pero buena. Por lo menos, eso diría yo. Aunque ¿quién sabe?

—Sí, quién sabe —confirmó Brunetti—. Gracias por decírmelo. —Y, sintiéndose en la obligación de respetar una promesa que no comprendía, añadió—: Haré lo que pueda.

—Bien —dijo Rizzardi. Abrió la puerta y salió dejándola abierta, y Brunetti no se demoró en seguirlo al calorcillo del corredor.

Brunetti se dirigió a la salida andando despacio. Pasó por delante de la cafetería, ocupada por personas en pijama o en ropa de calle, cruzó el césped de lo que había sido el claustro de los frailes y se sentó en un murete. Como el submarinista que sube a la superficie, necesitaba aclimatarse a la alta temperatura exterior antes de exponerse otra vez al sol. Allí sentado, se puso a pensar en el difunto Fontana, evaluando los hechos desde otro punto de vista. Él nunca conocería los sentimientos de aquel hombre hacia su madre: en ningún hombre eran simples. Pero sus atenciones para con la jueza Coltellini debían interpretarse ahora de otro modo. No se trataba de un amor desdichado ni de afectos no correspondidos. ¿Qué había dicho la
signorina
Elettra? ¿Que él parecía estarle agradecido, como un devoto está agradecido a la Madonna cuando su plegaria es escuchada? Pero, si su plegaria no tenía nada que ver con la magia del romanticismo, ¿con qué? Entonces le vinieron a la cabeza las palabras de Brusca: si quitas sexo, sexo y sexo, no te queda más que dinero, dinero y dinero.

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