Un gato gris cruzó el césped y trepó al murete. Brunetti extendió la mano y el gato oprimió la cabeza contra ella. Él le frotó detrás de las orejas y el animal se tumbó a su lado. Durante unos minutos, estuvo acariciándole las orejas al gato hasta que éste se quedó dormido. Brunetti, sorprendido, lo apartó con suavidad y dijo:
—Ya te advertí que no te pusieras el abrigo de piel —y regresó a la
questura.
La
signorina
Elettra pareció alegrarse de verlo, pero no sonrió.
—Siento que le hayan interrumpido las vacaciones, comisario —le dijo.
—Yo también lo siento. Mi familia lleva jersey y enciende fuego por la noche.
—¿Iba al Alto Adigio, verdad?
—Sí, pero no pasé de Bolzano.
Ella movió la cabeza, compadecida, y preguntó:
—¿En qué puedo servirle, comisario?
—¿Encontró los nombres de las personas implicadas en los casos de aquella lista? —preguntó él.
—Esta misma mañana —dijo ella señalando los papeles que tenía en la mesa, y Brunetti reconoció los documentos que le habían sido entregados—. Iba a subírselos después.
Brunetti miró el reloj y vio que aún no eran las once.
—Entonces he hecho bien en venir.
Ella le acercó los papeles.
—Dos de los casos se refieren al
signor
Puntera —dijo señalando los marcados en lápiz y bolígrafo rojo.
—El
signor
Puntera —dijo Brunetti—. Qué interesante. —Movió la cabeza de arriba abajo animándola a continuar.
—El primero es una demanda presentada por la familia de un joven que sufrió un accidente en uno de los almacenes del
signor
Puntera.
—¿Aquí?
—Sí, señor. Todavía tiene dos almacenes cerca del Ghetto. Allí guarda el material de una de sus empresas que hace restauración de edificios.
—¿Qué pasó?
—Ese muchacho…, el pobre, era su tercer día de trabajo…, acarreaba sacos de cemento a una barca que estaba en el canal, detrás del almacén. Otro trabajador los apilaba en la barca. En vista de que el chico no volvía, el de la barca entró a buscarlo y lo vio en el suelo; mejor dicho, vio los pies, porque él había quedado sepultado por una avalancha de sacos de cemento.
—¿Qué había pasado?
—¿Quién sabe? —preguntó ella retóricamente—. Nadie lo vio. La defensa afirma que el chico debió de tirar de uno de los sacos de abajo, o que ya no los había apilado bien en un principio. —En vista de que Brunetti no preguntaba, ella prosiguió—: Una de esas carretillas motorizadas, toros creo que los llaman, estaba cargando plataformas de sacos de arena, y el abogado de los demandantes dice que, al pasar por detrás de los sacos de cemento, debió de golpearlos desde el otro lado. El conductor lo niega. Dice que él estuvo toda la mañana en el otro extremo del almacén.
—¿Qué le pasó al chico?
—Quedó boca abajo, sepultado por los sacos. Algunos se abrieron y el cemento se salió. Fractura de una pierna y un brazo pero lo peor fue la falta de oxígeno.
—¿Y cómo está?
—Su abogado dice que como un niño pequeño.
—
María Vergine
—murmuró Brunetti, al pensar en la consternación del muchacho, el terror, la espantosa sensación de estar enterrado—. Su abogado —repitió—. ¿Quién presentó la demanda?
—Sus padres. Va a necesitar atención toda la vida y ellos no quieren que lo internen en un hospital del Estado.
Brunetti asintió: ningún padre querría eso para su hijo. Ni para sí mismo. Ni para el vecino de enfrente.
—¿Qué más?
—El abogado me dijo que al principio Puntera hizo una oferta a la familia para que retiraran la demanda. Ellos se negaron, y fueron a juicio, pero ha habido complicaciones desde el primer día. Retrasos y aplazamientos.
—Ya —dijo Brunetti. Miró el papel y vio que el accidente había ocurrido hacía más de cuatro años. ¿Y dónde estará él hasta que se resuelva el caso?
—En el hospital de Mestre, pero el fin de semana la familia se lo lleva a casa.
—¿Y qué pasará? —preguntó Brunetti, a pesar de comprender que ella no tenía por qué saberlo.
Ella se encogió de hombros.
—Tendrán que aceptar la oferta de Puntera. Cualquiera sabe cuándo llegará el fallo. Algunos casos civiles llevan ocho años de espera. De modo que acabarán por claudicar. Son personas que no pueden estar pagando a abogados durante años.
—¿Y el chico?
—El abogado dice que para todos ellos lo mejor sería que muriera, y también lo mejor para él.
Brunetti dejó pasar un rato antes de preguntar:
—¿Y el otro caso?
—También se refiere a los almacenes. Él no es el dueño, los tiene alquilados, y el propietario quiere echarlo para construir apartamentos.
—Pronto —dijo Brunetti lanzando en derredor una mirada suplicante—, por favor, que alguien me cuente una historia que yo no haya oído antes en Venecia.
Pasando por alto esas palabras, ella continuó:
—Así que, mientras el caso se va demorando, él puede seguir utilizando los almacenes.
—¿Cuánto hace que dura este caso?
—Tres años. Una vez, hasta sacó a la calle a sus trabajadores para que fueran a protestar delante de Ca' Farsetti, frente a la puerta que suele utilizar el alcalde.
—¿Y Su Excelencia? ¿Qué táctica utilizó con ellos?
—¿Se refiere a cómo apaciguó a los trabajadores haciéndoles comprender que estaba del lado de sus patronos?
Brunetti alzó las manos en ademán de reverencia, como si acabara de hablar la Sibila de Cumas:
—Nunca había oído definir con tanta precisión la filosofía política de ese hombre.
—Esta vez nuestro querido alcalde eludió la confrontación —explicó ella—. Alguien debió de advertirle de que sólo eran cinco trabajadores; no valía la pena tomarse la molestia.
—¿Y qué hizo?
—Usó la puerta lateral.
—Otra prueba de su genialidad. ¿Y el caso?
—Parece ser que Puntera ha encontrado locales más grandes en Mestre y trasladará allí los almacenes el año que viene.
—¿Y mientras tanto?
—Probablemente, el caso seguirá arrastrándose por los juzgados —dijo ella, como si esto fuera lo más natural del mundo.
Por curiosidad, él preguntó:
—¿Y los otros casos de la lista? ¿Ha encontrado algo?
—No,
dottore;
no he tenido tiempo.
—No haga nada por el momento —decidió Brunetti—. Si habla otra vez con su amigo del Tribunale, trate de averiguar si sabe algo de la vida privada de Fontana.
—Por lo poco que pude observar el otro día en el café, me sorprendería que tuviera vida privada —dijo ella con seriedad.
—Quizá sea más exacto decir vida secreta —puntualizó Brunetti. Ella lo miró pero no dijo nada, y él prosiguió—: Rizzardi ha encontrado una prueba que indica que era gay.
Él la vio acusar sorpresa y reprocesar las impresiones recogidas durante su breve encuentro con Fontana.
—«Oh, los que tenéis ojos y no veis» —dijo poniendo la cara entre las manos y moviendo la cabeza—. Pues, claro. Claro.
Brunetti callaba, a fin de darle tiempo de examinar todas las posibilidades. Cuando la vio levantar la cabeza, le preguntó:
—Dada esta circunstancia, ¿cómo interpreta ahora su aparente adoración por la jueza Coltellini?
En lugar de responder, ella apoyó la barbilla en la palma de la mano y se oprimió el labio inferior con los de-dos, en la actitud que adoptaba para sumirse en sus pensamientos. Él la dejó entregada a la meditación y se acercó a la ventana, pero también allí estaba inerte el aire.
—O bien ella sabía algo de él y lo callaba, o bien le había hecho un favor y él quería pagárselo de algún modo —la oyó decir a su espalda. Él no respondió, esperando que ella continuara—. Me pareció una forma exagerada de gratitud —añadió.
—¿Pudo influir el hecho de que ella sea jueza? —preguntó Brunetti.
—Quizá. Él parecía de extracción modesta. Podría ser que la amistad, aunque no sé si ésta es la palabra, con una jueza supusiera una especie de promoción social, una señal de estatus. —Ella hizo una pausa—. Algo que agradara a su madre —añadió.
—¿Todavía hay quien piensa de ese modo? —preguntó Brunetti volviéndose hacia ella.
—Me parece que mucha gente no piensa en otra cosa —fue la rápida respuesta.
Brunetti asintió, y entonces recordó que aún tenía que preguntar a Vianello si había conseguido dar con algún pariente paterno de Fontana; pero, antes de salir del despacho, dijo:
—Le agradeceré que trate de averiguar si existe alguna relación entre la jueza Coltellini y Puntera.
Ella lo miró casi con admiración.
—Ah, sí, debí pensar en eso. El alquiler. Desde luego.
Él dio media vuelta para salir del despacho cuando recordó que necesitaba hallar la vía por la que su suegra pudiera ponerse en contacto con Gorini.
—También le agradeceré que vea cómo se entera la gente de los servicios, cualesquiera que sean, que ofrece el
signor
Gorini.
Ella se limitó a hacer con ambas manos un movimiento de ondulación señalando la pantalla del ordenador, como si el solo gesto fuera ya lo bastante explícito.
Brunetti ignoraba en qué medida esta sugerencia podía ser de utilidad para su suegra. No obstante, dio las gracias y volvió a su despacho.
Al parecer, esto de la informática tenía gancho: Brunetti encontró a Vianello frente al monitor de la oficina de los agentes, viendo cómo un hombre iba colocando cartas encima de la mesa que tenía delante. El inspector había apartado la silla de la mesa, echado el cuerpo hacia atrás, cruzado los brazos y apoyado los pies en un cajón abierto. De pie detrás de él, a su izquierda, estaba Zucchero, también con los brazos cruzados y la mirada fija en la pantalla. Brunetti se acercó con calma y se quedó a la derecha de Vianello.
El hombre de la pantalla seguía mirando fijamente las cartas que tenía en la mesa. La cámara mostraba sólo la parte superior de la cabeza, unos hombros recios y un torso abombado. El hombre se frotó el mentón con el gesto del agricultor que mira el barómetro sin saber qué pensar.
—¿Dice que él le ha prometido casarse con usted? —preguntó de pronto, sin dejar de mirar las cartas.
Una voz de mujer, procedente de un punto situado detrás, encima o debajo de él, dijo:
—Sí. Muchas veces.
—¿Pero nunca fijó fecha? —La voz del hombre no podía ser más neutra.
Tras una larga vacilación, la mujer respondió:
—No.
El hombre movió la cabeza de arriba abajo, alzó la mano izquierda y, con un delicado movimiento de un dedo, corrió una carta un poco hacia la izquierda. Entonces levantó la cabeza y Brunetti le vio la cara. Era redonda, casi esférica, como si a un balón de fútbol le hubieran pintado ojos, nariz y boca, y pegado pelo sobre la frente, para darle el aspecto de una cabeza humana. También los ojos eran casi redondos, bajo unas cejas gruesas que, a su vez, eran dos medias circunferencias prácticamente perfectas. El efecto del conjunto era de total inocencia, como si, de algún modo, este hombre acabara de nacer, quizá en la misma puerta del estudio de la televisión, y lo único que supiera de la vida fuera echar las cartas y mirar fijamente a los espectadores tratando de ayudarles a comprender lo que leía en ellas.
Hablando ahora directamente a la mujer que debía de estar mirándolo absorta y bebiendo sus palabras, el hombre dijo:
—¿En algún momento ha dicho algo concreto sobre cuándo piensa casarse con usted?
Esta vez ella tardó aún más en contestar, y cuando lo hizo empezó con un largo «Hmm» que duró lo que dos suspiros y entonces dijo:
—Es que antes tiene que arreglar algunos asuntos.
Brunetti había oído en su vida muchas evasivas y detectado intentos de desviar el curso de un interrogatorio a los detenidos, que solían ser maestros del subterfugio. Esta mujer era una simple aficionada; su táctica era tan transparente que habría dado risa, de no ser porque su voz denotaba pena, como si ya supiera que nadie iba a creerla pero no pudiera dejar de intentar ocultar lo evidente.
—¿Qué asuntos? —preguntó el hombre mirando fijamente a la cámara y…, uno lo sentía…, a la boca mendaz de la mujer y al falso corazón del hombre.
—Su separación —dijo ella, con una entonación que se hacía más lenta y más débil a cada sílaba.
—«Su separación» —repitió el hombre de la cara redonda, con una entonación que, a cada sílaba, era un paso lento y pesado hacia la verdad.
—Aún no es definitiva —dijo ella. Trataba de aseverar, pero sólo podía implorar.
Hasta este momento, el diálogo se había desarrollado a ritmo lento, y sorprendió a Brunetti y sobresaltó a la mujer, que ahogó una exclamación, la velocidad relámpago con la que el hombre preguntó:
—¿Ha pedido siquiera la separación?
El sonido de la respiración de la mujer llenó el estudio, llenó los oídos del hombre de la cara redonda, llenó las ondas.
—¿Qué dicen las cartas? —preguntó con una voz que era poco más que un jadeo.
Hasta ahora el hombre había permanecido casi inmóvil, de manera que cuando levantó la mano para mostrar a la cámara, y a la mujer, las cartas que conservaba en la mano, el movimiento pilló desprevenido a Brunetti.
—¿En serio quiere saber lo que dicen las cartas,
signoral
—preguntó en un tono de voz mucho menos afable que el empleado hasta entonces.
Ella tardó en responder, pero al fin dijo:
—Sí. Sí. Tengo que saberlo. —Después de estas palabras, se oyó el sonido persistente de su respiración angustiada.
—Está bien,
signora,
pero recuerde que le he preguntado si quería saberlo. —La voz del hombre tenía ahora la solemnidad del médico que pregunta a un paciente si quiere saber el resultado del análisis.
—Sí, sí —repitió ella, casi suplicando.
—
Va bene
—dijo él, y juntó las manos. Lentamente, la mano derecha tomó la carta de encima y la deslizó hacia un lado del mazo. La cámara se desplazó en torno a él, se elevó y, por encima de su hombro, mostró, en lugar de la cara redonda, el reverso de las cartas. Él movió la carta hacia la derecha, la sostuvo unos segundos inmóvil y, lentamente, le dio la vuelta: el Jóker.
—El Engaño,
signora
—dijo el hombre. Su voz se abatió sobre ella: átona, sin emoción, sin opinión. Sin piedad.
Los pies de Vianello resbalaron al suelo, sobresaltando a Brunetti.