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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Cuestión de fe (15 page)

El otro lado del trastero estaba ocupado por botelleros que empezaban a unos treinta centímetros del suelo y llegaban casi hasta el techo. Brunetti se acercó a leer las etiquetas; reconoció varios nombres con aprecio y observó que de algunas botellas colgaba la etiqueta, desprendida.

—¿Con esta humedad y este olor? —preguntó Griffoni.

Brunetti frotó con la yema del dedo un tapón que había reventado la cápsula. Una áspera lámina blanca cubría el corcho. Sacó la botella.

—Mil novecientos ochenta —dijo y volvió a dejarla en su sitio. El chirrido del vidrio en el metal provocó en ambos una mueca.

En el fondo del trastero estaba un sofá y, a su lado, una lámpara de pie, sin duda, víctimas de un cambio de decoración. Sobre el respaldo del sofá descansaba una manta de punto en chillones rojos y verdes, y, al otro lado, una mesita con un grisáceo tapetito de ganchillo en el centro.

Ahorrándose todo comentario sobre lo visto, Brunetti dijo a Griffoni:

—Subamos, a ver lo que Vianello ha podido sacarle hasta ahora.

Estas palabras podían sugerir un significado ligeramente truculento a quien no estuviera familiarizado con la prodigiosa habilidad del
ispettore
para hacer hablar hasta al testigo más recalcitrante; pero quienes conocían a Vianello no esperaban otra cosa de él.

Brunetti hizo una seña con la
cabeza a
Zucchero, que saludó y volvió a su puesto en la sombra.

—Segundo piso —dijo Griffoni subiendo a la puerta principal, que estaba abierta. Allí se pararon al pie de una escalera oval de mármol y peldaños anchos y bajos, con una claraboya que, desde lo alto, iluminaba y caldeaba el espacio que los rodeaba.

—¿Usted ya ha subido? —preguntó Brunetti mirando a la claraboya.

—No. Scarpa ha hablado con ella al saber que él vivía con su madre. No me ha llamado hasta después.

—¿Por qué cree que habrá esperado tanto?

—Poder —respondió ella, y más reflexivamente añadió—: Mientras pueda controlar o limitar el acceso de otros a la información, la idea de saber más que nadie le da sensación de poder sobre los demás. —Se encogió de hombros—. Es una táctica bastante corriente.

—Yo lo llamaría procedimiento estándar en según qué sitios —añadió Brunetti empezando a subir la escalera.

El rellano del segundo piso sólo tenía dos puertas; un policía estaba junto a una de ellas. Al ver a Brunetti y Griffoni saludó, y dijo:

—El
ispettore
Vianello aún está dentro.

Brunetti señaló a la otra puerta con el mentón, pero, antes de que pudiera preguntar, el agente dijo:

—Este lado del edificio no ha sido restaurado, comisario. Los tres apartamentos están vacíos —y, volviendo a adelantarse a la pregunta de Brunetti, añadió—: Está comprobado.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo en señal de aprobación y dio dos golpes en la puerta con los nudillos, pero, al ver que sólo estaba entornada, la empujó y entró en el apartamento. La luz se diluyó, no se veía más que un débil reflejo al fondo de lo que debía de ser un largo pasillo. Inconscientemente, Griffoni se acercó a él, hasta rozarle el brazo en la casi total oscuridad. Se quedaron quietos un momento, dejando que sus ojos se acostumbraran a la falta de luz. Poco a poco, empezaron a distinguir los objetos que se alineaban en el pasillo. Brunetti vio a su derecha el contorno de una puerta y la abrió, con la esperanza de que se proyectara al pasillo un poco de luz, pero la habitación estaba a oscuras, salvo por cuatro líneas verticales doradas. Brunetti tardó un momento en comprender que eran las rendijas del borde de los postigos que cubrían las ventanas. También aquí percibió la vaga silueta de unos muebles, pero no pudo identificarlos.

Cerró la puerta y tanteó en la pared del pasillo, buscando un interruptor. Cuando lo encontró y lo pulsó, la diferencia fue mínima, porque se encendió una única lámpara que colgaba del techo a la mitad del pasillo. Los objetos arrimados a las paredes se hicieron un poco más visibles: mesitas estrechas, arcones, una lámpara de pie y una maleta.

Oyeron el murmullo de una voz, quizá más de una, que llegaba del extremo del pasillo, y ambos echaron a andar al mismo tiempo. Pasaron por delante de otra puerta a mano derecha y otra a mano izquierda. Cabía esperar que la penumbra mitigara el calor, pero no era así. Si el aire puede estancarse, en aquel pasillo se había estancado. Los oprimía, como si quisiera impedir su avance, sólo para mortificarlos. La humedad los envolvía y se les pegaba a la piel.

Se pararon delante de una puerta que estaba entornada, y Brunetti iba a llamar a Vianello cuando recordó que la mujer era viuda y había vivido a solas con su único hijo, al que acababan de matar.

—Llámelo usted —dijo a Griffoni en voz baja, pensando que sería preferible que la
signora
Fontana oyera una voz femenina.

La respuesta llegó al cabo de un momento con el roce de las patas de una silla en el suelo, y Vianello apareció en la puerta y la abrió del todo. Al igual que Brunetti, vestía ropa de vacaciones: jeans y camisa de manga corta, pero la falta de seriedad de su indumentaria estaba ampliamente compensada por la expresión de su cara y la voz con que dijo:

—Comisaria Griffoni. Comisario Brunetti. La
signora
Fontana, madre de la víctima. —El inspector suavizó la voz al pronunciar la última palabra.

Lentamente, retrocedió alejándose de la puerta y se volvió hacia dos sillas situadas en el centro de la habitación, de espaldas a lo que parecía una hilera de ventanas cubiertas por cortinas de terciopelo color granate.

Visto el aspecto del apartamento, Brunetti esperaba encontrarse frente a una mujer austera: cabello gris recogido en la nuca en un moñito y piernas de palillo asomando por el borde de una falda larga y oscura. Pero la mujer que estaba sentada en el centro de la habitación era más bien gruesa, y tan baja que tenía que apoyar los pies en una banqueta tapizada de terciopelo, y la cabeza no sobresalía del respaldo de la silla. Llevaba el pelo corto, rizado y teñido del tono caoba que suelen elegir las mujeres de su edad. No necesitaba maquillaje: tenía las mejillas sonrosadas, señal de buena salud, y el cutis terso y suave de una mujer mucho más joven. Pero los ojos, según observó Brunetti cuando se acercó lo suficiente para verlos, parecían de otra persona, no cuadraban con la cara. Muy juntos, con el vértice exterior apuntando hacia abajo, miraban al mundo, y a Brunetti, bajo los gruesos párpados, con una agudeza que desmentía su actitud de serena desolación.

Él entró detrás de Griffoni, quien se inclinó hacia la mujer y dijo:


Signora,
deseo expresarle mi condolencia en esta hora tan terrible.

La mujer extendió la mano y dejó que Griffoni se la estrechara, pero no dijo nada.

Brunetti se inclinó a su vez y dijo:

—Uno mi pésame al de mi colega,
signora.
—La mano que ella le dio era suave como la de una niña, fina y sin manchas. No ejerció presión en la de él, sólo se dejó sostener unos segundos y se retiró.

La mujer miró a Vianello y dijo suavemente:

—¿Son los colegas de los que me ha hablado,
ispettore?

—Sí,
signora.
El comisario Brunetti y yo trabajamos juntos desde hace años, y la comisaria Griffoni ha sido destinada a esta ciudad en reconocimiento a su ejemplar labor en otra
questura.
—Esto no era exacto, mejor dicho, era totalmente falso. Claudia Griffoni, según había descubierto Brunetti casi un año después de que ella llegara a la
questura,
había sido enviada a Venecia por haberse mostrado excesivamente diligente en la investigación de los negocios de uno de los políticos del partido que actualmente detentaba la mayoría en el Parlamento. Su
questore
la había advertido, al igual que dos magistrados que trabajaban en el mismo caso. Uno y otros le habían recomendado prudencia en su investigación, y discreción con la prensa, pero los periódicos no habían podido resistir la tentación de cebarse en una historia en la que los personajes en conflicto eran un político sospechoso y una atractiva comisaria de policía que, además, era rubia e hija de un hombre que dos décadas atrás había sido gravemente herido en un atentado de la Mafia.

Una semana después de que la prensa diera la noticia de que el político era objeto de investigación, Griffoni fue trasladada a Venecia, ciudad relativamente ajena a las actividades tanto de políticos como de mañosos.

Sacó a Brunetti de estos pensamientos la voz de la
signora
Fontana, que decía a Vianello:


Ispettore,
¿podría acercar unas sillas para sus colegas?

Hecho esto, y sentados los cuatro en círculo, Brunetti dijo:


Signora,
comprendo que le aguardan momentos muy duros. No sólo ha sufrido una pérdida irreparable sino que ahora va a padecer la invasión de la prensa y del público.

—Y de la policía —dijo ella rápidamente.

Él sonrió con afabilidad y asintió.

—Y de la policía,
signora.
Pero con la diferencia de que nosotros estamos interesados en descubrir a la persona que ha hecho esto, mientras que la prensa tiene otros objetivos.

Vianello irguió el tronco y se volvió hacia Brunetti.

—La
signora
Fontana ya ha recibido la oferta de una revista. Para contar su historia. Y la de su hijo.

—Comprendo —dijo Brunetti volviéndose hacia la mujer—. ¿Y usted qué les ha dicho?

—El
ispettore
ha hablado con ellos en mi nombre —respondió ella—. Les ha dicho que no me interesa su oferta, y es la verdad. —Apretó los labios en gesto de repulsa, mientras sus ojos espiaban la reacción de Brunetti.

Él asintió con franca aprobación, dándole lo que creía que ella deseaba.

—Eso no les impedirá escribir su historia —terció Vianello—, pero por lo menos no podrán utilizar fotos de la familia.

—Por lo menos, de mi lado de la familia —dijo la
signora
Fontana con un deje de aspereza.

Brunetti hizo como si no lo hubiera oído y preguntó:

—¿Sabe de alguien que pudiera querer mal a su hijo,
signora?

Ella denegó con la cabeza furiosamente, sin que se moviera ni un solo rizo de su permanente.

—¿Quién podía querer mal a Araldo? Era muy buen muchacho. Siempre lo fue. Su padre lo educó bien y, cuando él murió, yo procuré hacer lo mismo.

Griffoni puso la mano en el antebrazo de la
signora
Fontana y musitó unas palabras que Brunetti no pudo oír, pero que no calmaron a la mujer, si acaso, la enardecieron:

—Araldo era trabajador, honrado, y amaba su trabajo. Y a mí. —Puso la cara entre las manos y movió los hombros convulsamente, pero, sin saber por qué, Brunetti no se convenció de la sinceridad de su dolor hasta que ella retiró las manos y él vio las lágrimas. Entonces, al igual que santo Tomás, creyó y se convenció de que ella lloraba realmente a su hijo. De todos modos, la manera en que exteriorizaba su dolor inducía a la reserva, como si la parte de cara redonda de su personalidad recibiera, de aquellos ojos perspicaces, instrucciones de comportarse de un modo convincente.

Cuando la mujer dejó de llorar y se quedó inmóvil, apretando el pañuelo con la mano izquierda, Brunetti dijo:


Signora,
¿era frecuente que su hijo no volviera a casa por la noche?

Ella lo miró, ofendida, como si pensara que sus lágrimas deberían haberla eximido de la necesidad de responder a tales preguntas.

—Yo nunca sabía a qué hora volvía él a casa,
signo re
—dijo, olvidando, quizá deliberadamente, el rango de Brunetti—. Recuerde, por favor, que mi hijo tenía cincuenta y dos años. Él vivía su vida, tenía sus amigos y yo procuraba interferir lo menos posible.

Griffoni musitó unas palabras acerca de los sufrimientos que comporta la maternidad y Vianello asintió reconociendo su abnegación.

—Entiendo —dijo Brunetti, y preguntó—: ¿Habitualmente se veían por la mañana, antes de que él se fuera a trabajar?

—Desde luego —respondió ella—. No iba a dejar que mi chico saliera de casa sin su
caffe latte
y su pan con mermelada.

—¿Pero esta mañana,
signora…?
—preguntó Vianello.

—Esta mañana me ha despertado el
signor
Marsa-no, que golpeaba la puerta y decía que había ocurrido una desgracia. Yo estaba en camisón, no podía salir; y, cuando me he vestido, ya estaba aquí la policía y no me han dejado bajar. —Miró el círculo de rostros compasivos y dijo—: No han dejado que una madre se acercara a su único hijo. —Una vez más, Brunetti tuvo la impresión de que había artificio en sus palabras, que aquella mujer estaba representando un papel, con una finalidad que él no comprendía.

Cuando pareció que la
signora
Fontana se había calmado un poco, Griffoni preguntó:

—¿Le dijo él anoche adónde iba,
signora?

La mujer se volvió hacia Brunetti, desentendiéndose de la pregunta y de quien la había formulado, y dijo:

—Yo me acuesto temprano,
signore.
Araldo estaba aquí cuando me fui a la cama. Habíamos cenado juntos. —Como ninguno de los policías hablaba, ella sugirió—: Debió de salir a dar un paseo. Quizá, con este calor, no podía dormir. —Los miró uno a uno, como para averiguar cuál de ellos la creía.

—¿Le oyó usted salir? —preguntó Griffoni.

La
signora
Fontana tuvo un gesto de impaciencia.

—¿Por qué me preguntan todas esas cosas? Ya se lo he dicho: Araldo tenía su propia vida. Yo no sé qué hacía. ¿Qué más quieren que les diga?

Su voz tenía ya aquel tono que Brunetti, y quizá también los otros dos policías, conocían bien, el tono que denota que la persona que es interrogada empieza a sentirse acosada. De aquí a la cólera y de la cólera a la truculenta negativa a seguir contestando preguntas no había más que un paso.

Volviéndose hacia Griffoni y con cierto tono de amonestación en la voz, Brunetti dijo:

—La
signora
ya le ha respondido a suficientes preguntas, comisaria. Éste es un momento de insoportable dolor, y creo que deberíamos ahorrarle más preguntas.

Griffoni, que no era tonta, inclinó la cabeza y murmuró unas palabras de disculpa.

Entonces, rápidamente, antes de que la
signora
Fontana pudiera reaccionar, Brunetti se dirigió a ella directamente.

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