Danza de espejos (53 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

—Dié. Nue. Osso. Siete. Sei. Cinco. Cuato. Tes. Do. Un. —No tenía sueño. Estaba nervioso y tenso y se sentía desdichado—. ¿Está segura deste?

Empezó a golpear con los dedos sobre la mesa con ruedas. El sonido le pareció demasiado fuerte. No era natural. Los objetos de la habitación lo miraban con siluetas más brillantes y coloreadas. La cara de Rosa parecía de pronto sin personalidad, una máscara de marfil.

La máscara se le acercó, amenazante.

—¿Cómo se llama? —le siseó.

—Yo… yo… si… si… —La boca se le cerró. Miró el ojo invisible, sin nombre…

—Extraño —murmuró la máscara—. La presión debería bajarlo, no subirle.

De pronto, él recordó lo que era importante de la pentarrápida.

—Pentarrápida… mace… —Ella meneó la cabeza. No le entendía—. Hiper… —repitió él, con una boca que parecía sacudida por espasmos. Quería hablar. Mil palabras le acudieron a la lengua, una colisión en cadena sobre los nervios—. Ya. Ya. Ya…

—Esto no es normal. —Ella frunció el ceño con el hipospray todavía en la mano.

—Ah, mierda… —Se le levantaron los brazos y las piernas como si fueran resortes. La cara de Rosa se puso encantadora, como la de una muñeca. A él le latía el corazón con fuerza. La habitación tembló, como si estuviera nadando bajo el agua. Con esfuerzo, se desenredó. Tenía que relajarse,
ahora mismo
.

—¿Se acuerda de algo? —le preguntó ella. Los ojos oscuros eran como lagunas, líquidos y hermosos. Él quería nadar en esos ojos, brillar en ellos. Quería agradarle. Quería sacarle fuera de esa armadura verde, bailar desnudos los dos a la luz de la luna… Sus murmullos encontraron de pronto voz en una poesía, una especie de poesía. En realidad era una rima tonta muy sucia que jugaba con algún tipo de simbolismo obvio que involucraba gusanos y naves de salto. Por suerte, salió bastante confusa.

Para su alivio, ella sonrió. Pero había algún tipo de asociación que no era graciosa…

—Última vez recité eso, alguien me golpeó todo, todo. También pentarrápida…

Una súbita señal de alerta le recorrió el cuerpo largo y hermoso.

—¿Le dieron pentarrápida antes? ¿Y qué recuerda de eso?

—Nombre era Galen. Enojado con mí. No entiendo poqué. —Se acordaba de una cara furiosa que se alzaba sobre él, irradiando un odio implacable y asesino. Los golpes le llovían en el cuerpo. Él buscó en sí mismo, para ver si detectaba miedo y lo encontró mezclado extrañamente con lástima—. No entiendo…

—¿Y qué más le preguntó?

—No sé. Dije oto poema…

—¿Usted le recitaba poesía, bajo la pentarrápida?

—Horas y horas. Lo puso loco.

Ella alzó las cejas, un dedo tocó sus labios suaves, que se abrieron encantados.

—¿Usted le ganó a un interrogatorio bajo pentarrápida? ¡Notable! No hablemos de poesía entonces. Pero se acuerda de Galen. ¡Ajá!

—¿Galen encaja? —Él levantó la cabeza rápidamente.
Ser
Galen, sí… El nombre era importante, ella lo reconocía—. Cuénteme.

—No… no estoy segura. Cada vez que doy un paso adelante con usted, parece que damos uno al costado y uno atrás.

—A mí me gustaía dar pasos con usté… —confió él y se escuchó con horror mientras describía, con crudeza y rapidez, lo que le gustaría hacer con ella—. Ah. Ah. Lamento, señoa… —Se metió los dedos en la boca y se los mordió.

—No se preocupe —lo tranquilizó ella—. Es la pentarrápida.

—No… essla testosterona…

Ella se echó a reír abiertamente. Era muy alentador, pero su excitación momentánea se ahogó de pronto en una nueva ola de tensión. Se retorció las manos y la ropa y se le retorcieron los pies.

Ella frunció el entrecejo mientras miraba un monitor médico en la pared.

—Le está subiendo la presión. Usted es encantador bajo pentarrápida, pero esto no es una reacción normal. —Levantó el segundo hipospray—. Creo que será mejor que nos detengamos.

—M… yo… no so hombe nomal —dijo él con tristeza—. Mutante. —Lo invadió una onda de ansiedad—. ¿Me va a sacar el cerebro? —preguntó receloso, mirando el hipospray. Entonces cayó en la cuenta horrorizado—. ¡Hey! ¡Ya sé dónde estoy! ¡Estoy en
Jackson's Whole
! —La miró, espantado, saltó sobre sus pies y salió corriendo hacia la puerta, haciendo una finta para no embestirla.

—¡No, no, espere, espere…! —lo llamó ella, corriendo tras él con el hipospray en la mano—. ¡Es una reacción contra la droga! ¡Espere! ¡Yo puedo quitársela! ¡Amapola, cógelo!

Él hizo una finta para evitar a la doctora Durona de cola de caballo en el corredor del laboratorio y se metió en el tubo elevador, agarrándose de la escalera de incendios mientras sentía las señales de dolor en los músculos del pecho. Un caos de corredores y puertas, gritos y pasos se resolvió por fin en el vestíbulo que él había descubierto antes.

Pasó rápidamente junto a un trabajador que maniobraba una camilla flotante llena de cajas, tratando de atravesar con ella una puerta corrediza de vidrio. Esta vez no lo rechazó ninguna pantalla de fuerza. Un guardia de verde se volvió en cámara lenta, mientras sacaba un bloqueador, la boca abierta en un grito que emergió con la densidad de aire frío.

Él parpadeó bajo la luz gris del día en una rampa, un estacionamiento pavimentado para vehículos. Nieve sucia. El hielo y la grava le mordieron las plantas de los pies mientras corría, jadeando. Una pared rodeaba el conjunto de edificios. Había un portón en la pared, abierto, y más guardias de verde.

—¡Con el bloqueador, no! —aulló una mujer desde detrás.

Él corrió por una calle sucia y apenas consiguió evitar un coche de superficie. La blancura cegadora y gris se le alternaba en los ojos con estallidos de color. Vio un espacio amplio y abierto salpicado con árboles oscuros y desnudos con ramas como garras abiertas, que trataban de aferrar el cielo. Vio imágenes de otros edificios, detrás de las paredes, más lejos, en la calle, edificios amenazadores y extraños. Nada le resultaba familiar en ese paisaje. Buscó el espacio abierto y los árboles. Un vértigo negro y magenta le nubló los ojos. El aire frío le lastimaba los pulmones. Tropezó y cayó, rodó boca abajo, incapaz de respirar.

Media docena de doctoras Durona le saltaron encima como una manada de lobos sobre una presa. Lo cogieron de las piernas y los brazos y lo sacaron de la nieve. Rosa se acercó a la carrera con la cara tensa. Se escuchó el siseo de un hipospray. Lo llevaron por la calle como a una oveja extraviada hasta el edificio blanco. De pronto le pareció que la cabeza empezaba a aclarársele pero tenía el pecho desgarrado de dolor, como si se lo estuvieran apretando en una prensa. Para cuando lo pusieron otra vez en la cama del sótano, la droga que le había producido falsa paranoia había desaparecido de su sistema… para dar paso a una paranoia real.

—¿Crees que alguien lo ha visto? —preguntó una voz aguda, con ansiedad.

—Guardias —mordió otra vez—. Los de envíos.

—¿Alguien más?

—No sé —jadeaba Rosa, el cabello suelto en mechones mojados por la nieve—. Media docena de coches de superficie pasaban por la calle cuando lo perseguíamos. No vi a nadie en el parque.

—Yo vi un par de personas, caminando —agregó otra doctora Durona—. A lo lejos, al otro lado del lago. Nos miraban, aunque no creo que vieran mucho.

—Pero fuimos todo un espectáculo durante unos minutos.

—¿Qué pasó esta vez, Rosa? —preguntó con voz severa la doctora Durona de cabello blanco y timbre agudo. Parecía cansada. Se acercó y lo miró, inclinada sobre un bastón tallado, que no llevaba por pose sino por necesidad. Todos la respetaban. ¿Sería la misteriosa Azucena?

—Le di una dosis de pentarrápida —informó Rosa, tensa—. Para desentumecerle la memoria. A veces funciona en el crío-tratamiento. Pero tuvo una reacción. Le subió la presión, se puso paranoico y salió disparado como un rayo. No lo alcanzamos hasta que se desmayó en el parque. —Todavía estaba tratando de recuperar el aliento, notó él mientras empezaba a ceder su intenso dolor.

La vieja doctora Durona estornudó.

—¿Funcionó?

—Bueno, surgieron algunas cosas raras —respondió Rosa—. Necesito hablar con Azucena.

—Inmediatamente —dijo la doctora Durona, que al parecer no era Azucena —pero… —y se interrumpió cuando el intento torpe y tembloroso de él por hablar se convirtió en una convulsión.

El mundo se le transformó en confeti durante unos instantes. Cuando consiguió volver a enfocar la mirada había dos mujeres sosteniéndolo, mientras Rosa se inclinaba sobre él ladrando órdenes y el resto de las Durona salían a la carrera.

—Iré en cuanto pueda —dijo Rosa, desesperada, por encima de su hombro—. Ahora no puedo dejarlo solo.

La vieja doctora Durona asintió, comprensiva y se alejó. Rosa hizo un gesto para rechazar un hipospray anticonvulsiones que le traía alguien.

—Voy a escribir una orden general. Este hombre no puede recibir nada sin un previo análisis de sensibilidad. —Despidió a casi todos sus ayudantes y puso la habitación tibia y casi oscura otra vez. Lentamente, él recuperó el ritmo de la respiración, aunque se encontraba muy mal.

—Lo lamento —le dijo ella—. No supuse que la pentarrápida podía introducirle esta reacción.

Él trató de decir.
No es culpa suya
, pero su capacidad de habla parecía haberse desvanecido.

—¿Hi… hice. Algo. Malo?

A ella le llevó demasiado tiempo contestar.

—Tal vez se arreglen las cosas… —dijo después.

Dos horas más tarde vinieron con una camilla flotante y lo trasladaron.

—Tenemos otros pacientes —le dijo la doctora a Crisan, la del cabello con alas—. Necesitamos su habitación. —¿Mentiras? ¿Verdades a medias?

El lugar al que lo llevaron lo dejó más sorprendido todavía. Se había imaginado una celda con cerrojo y en lugar de eso lo llevaron arriba en un tubo elevador de carga y lo depositaron en una cama de campamento en medio de lo que parecía la suite personal de Rosa. Estaba en una zona de alojamientos similares, seguramente en el piso de residencia de las Durona. La suite estaba formada por un comedor-estudio y un dormitorio, además de un baño privado. Era razonablemente espaciosa aunque estaba repleta de cosas. Allí se sentía menos prisionero y más una espacie de amigo al que su dueña lleva al dormitorio femenino a pesar de las normas, aunque había visto a otro macho Durona además de Cuervo, un hombre de treinta años al que la doctora Crisan llamaba «Halcón». Pájaros y flores, todos eran pájaros como Cuervo o flores como Crisan, crisantemo, en esa jaula de cemento.

Más tarde, una joven doctora Durona le trajo la cena y él comió con Rosa en una pequeña mesa en el comedor, mientras el gris del exterior se convertía en crepúsculo. Imaginaba que no había ningún cambio real en su estatus de paciente-prisionero, pero se sentía muy lejos de la habitación estilo hospital, lejos de los monitores y del siniestro equipo médico. Se sentía bien haciendo algo tan prosaico como cenar con una amiga.

Cuando terminaron de comer caminó alrededor del comedor.

—¿Le molesta que mire sus cosas?

—En absoluto. Y dígame si le surge algo en la mente.

Ella seguía sin querer decirle nada sobre su identidad, pero por lo menos ahora parecía dispuesta a hablar sobre sí misma. La imagen interna que él tenía del mundo
cambió de lugar
mientras ella le hablaba.
¿Por qué tengo mapas del agujero de gusano en la cabeza?
Tal vez iba a tener que recuperarse por el camino difícil. Aprender todo lo que existía en el universo y lo que le quedara, ese agujero diminuto con silueta de hombre enano en el medio, eso sería él por proceso de eliminación. Una tarea agotadora.

Miró la ventana polarizada en el brillo leve que colgaba en el aire, como si estuviera cayendo un crepúsculo mágico alrededor. Reconoció la pantalla de fuerza, un avance con respecto a la primera vez que había metido la cabeza en ella. Se dio cuenta de que el escudo era de tipo militar, impermeable a todo, desde gas y virus hasta… ¿qué? Proyectiles y plasma, sin duda. Tenía que haber un generador muy poderoso en alguna parte. La protección era un agregado a la arquitectura del edificio, no estaba incorporado en el diseño. Había algo histórico en eso…

—Estamos en Jackson's Whole, ¿verdad? —preguntó.

—Sí. ¿Qué significa eso para usted?

—Peligro. Algo malo. ¿Qué es esto? —Hizo un gesto a su alrededor.

—La clínica Durona.

—¿Y qué hacen ustedes? ¿Por qué estoy aquí?

—Somos la clínica privada de la Casa Fell. Hacemos todo tipo de tareas médicas para ellos. Por encargo.

—La Casa Fell. Armas. —¿Era un soldado enemigo capturado? Mierda, ¿qué ejército usaría enanos medio inválidos como soldados?—. ¿La Casa Fell me entregó a ustedes?

—No.

—¿No? Y… ¿cómo llegué aquí?

—Eso también nos extrañó mucho. Llegó congelado en una crío-cámara con señales de haber sido preparado a toda prisa. En un paquete dirigido a mí, vía comu, sin remitente. Esperábamos que cuando lo reviviéramos, usted nos lo dijera.

—Hay algo más en todo esto.

—Sí —dijo ella francamente.

—Pero todavía no me lo quiere decir.

—Todavía no.

—¿Y qué pasa si me voy caminando?

Ella pareció alarmarse.

—No lo haga, por favor. Pueden matarlo.

—Otra vez.

—Otra vez —asintió ella.

—¿Quién?

—Eso depende de quién sea usted.

Él se desvió del tema y después volvió a llevar la conversación otras tres veces al mismo terreno, pero no pudo ni engañarla ni sosegarla lo suficiente como para que ella le contara algo. Exhausto, se dio por vencido por esa noche y se quedó despierto en la cama, preocupado por el problema como un predador sobre un animal muerto.
Duérmete y veremos
, se dijo a sí mismo. Tal vez al día siguiente tendría algo nuevo en qué pensar. Él no sabía nada de la situación, pero fuera la que fuese, no era estable, de eso estaba seguro. Se sentía como en equilibrio sobre el filo de una navaja; por debajo estaba la oscuridad en la que se escondían plumas o estacas afiladas o tal vez nada de nada, en una caída infinita.

No estaba seguro de la racionalidad de la idea de los baños calientes y el masaje terapéutico. Ejercicio sí, eso lo entendía. La doctora Crisan le había traído una bicicleta de ejercicios al estudio de Rosa y le había hecho trabajar hasta la extenuación. Pero nada de flexiones. Había tenido que acostarse con los ojos bien abiertos, agotado, y había recibido los gritos de una iracunda doctora Crisan por intentar movimientos corporales no autorizados.

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