David Copperfield (6 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Fuimos recibidos por una mujer muy bien educada, que tenía un delantal blanco y a quien yo había visto desde un cuarto de milla de distancia haciendo reverencias en la puerta cuando llegaba montado en Ham. A su lado estaba la niña más encantadora del mundo (así me lo pareció), con un collar de perlas azules alrededor del cuello, pero que no me dejó besarla, cuando se lo propuse se alejó corriendo. Después que hubimos comido de una manera opípara pescado cocido, mantequilla y patatas, con una chuleta para mí, un hombre de largos cabellos y cara de buena persona entró en la casa. Como llamó a Peggotty chavala y le dio un sonoro beso en la mejilla, no tuve la menor duda de que era su hermano. En efecto, así me le presentaron: míster Peggotty, señor de la casa.

—Muy contento de verte —dijo míster Peggotty—; nos encontrará usted muy rudos, señorito, pero siempre dispuestos a servirle.

Yo le di las gracias y le dije que estaba seguro de que sería feliz en un sitio tan delicioso.

—¿Y cómo está su mamá? —dijo míster Peggotty—. ¿La ha dejado usted en buena salud?

Le contesté que, en efecto, estaba todo lo bien que podía desearse, y añadí que me había dado muchos recuerdos para él, lo que era una mentira amable por mi parte.

—Le aseguro que se lo agradezco mucho —dijo míster Peggotty—. Muy bien, señorito; si puede usted estarse quince días contento entre nosotros —dijo mirando a su hermana, a Ham y a la pequeña Emily—, nosotros, muy orgullosos de su compañía.

Después de hacerme los honores de su casa de la manera más hospitalaria, míster Peggotty fue a lavarse con agua caliente, haciendo notar que «el agua fría no era suficiente para limpiarle». Pronto volvió con mucho mejor aspecto, pero tan colorado que no pude por menos que pensar que su rostro era semejante a las langostas y cangrejos que vendía, que entraban en el agua caliente muy negros y salían rojos.

Después del té, cuando la puerta estuvo ya cerrada y la habitación confortable (las noches eran frías y brumosas entonces), me pareció que aquel era el retiro más delicioso que la imaginación del hombre podía concebir. Oír el viento sobre el mar, saber que la niebla invadía poco a poco aquella desolada planicie que nos rodeaba, y mirar al fuego, y pensar que en los alrededores no había más casa que aquella y que, además, era un barco, me parecía cosa de encantamiento.

La pequeña Emily ya había vencido su timidez y estaba sentada a mi lado en el más bajo de los cajones, que era precisamente del ancho suficiente para nosotros dos y parecía estar a propósito esperándonos en un rincón al lado del fuego.

Mistress Peggotty, con su delantal blanco, hacía media al otro lado del hogar. Peggotty y su labor, con su Saint Paul y su pedazo de cera, se encontraban tan completamente a sus anchas como si nunca hubieran conocido otra casa. Ham había estado dándome una primera lección a cuatro patas con unas cartas mugrientas, y ahora trataba de recordar cómo se decía la buenaventura, e iba dejando impresa la marca de su pulgar en cada una de ellas. Míster Peggotty fumaba su pipa. Yo sentí que era un momento propicio para la conversación y las confidencias:

—Míster Peggotty —dije.

—Señorito —dijo él.

—¿Ha puesto usted a su hijo el nombre de Ham porque vive usted en una especie de arca?

Míster Peggotty pareció considerar mi pregunta como una idea profunda; pero me contestó:

—Yo nunca le he puesto ningún nombre.

—¿Quién se lo ha puesto entonces? —dije haciendo a míster Peggotty la pregunta número dos del catecismo.

—Su padre fue quien se lo puso —me contestó.

—¡Yo creía que era usted su padre!

—Mi hermano Joe era su padre —dijo.

—¿Y ha muerto, míster Peggotty? —insinué, después de una pausa respetuosa.

—Ahogado —dijo míster Peggotty.

Yo estaba muy sorprendido de que míster Peggotty no fuese el padre de Ham, y empecé a temer si no estaría también equivocado sobre el parentesco de todos los demás. Tenía tanta curiosidad por saberlo, que me decidí a seguir preguntando:

—Pero la pequeña Emily —dije mirándola—, ¿esa sí es su hija? ¿No es así, míster Peggotty?

—No, señorito; mi cuñado Tom era su padre.

No pude resistirlo e insinué, después de otro silencio respetuoso:

—¿Ha muerto, míster Peggotty?

—Ahogado —dijo míster Peggotty.

Sentí la dificultad de continuar sobre el mismo asunto; pero me interesaba llegar al fondo del asunto y dije:

—Entonces ¿no tiene usted ningún hijo, míster Peggotty?

—No, señorito —me contestó con una risa corta—, soy soltero.

—¡Soltero! —exclamé atónito—. Entonces ¿quién es esa, míster Peggotty? —dije apuntando a la mujer del delantal blanco, que estaba haciendo media.

—Esa es mistress Gudmige —dijo míster Peggotty.

—¿Gudmige, míster Peggotty?

Pero en aquel momento Peggotty (me refiero a mi Peggotty particular) empezó a hacerme gestos tan expresivos para que no siguiera preguntando, que no tuve más remedio que sentarme y mirar a toda la silenciosa compañía, hasta que llegó la hora de acostarnos. Entonces, en la intimidad de mi cuartito, Peggotty me explicó que Ham y Emily eran un sobrino y una sobrina huérfanos a quienes mi huésped había adoptado en diferentes épocas, cuando quedaron sin recursos, y que mistress Gudmige era la viuda de un socio suyo que había muerto muy pobre.

—Él tampoco es más que un pobre hombre —dijo Peggotty—, pero tan bueno como el oro y fuerte como el acero.

Estos eran sus símiles.

Y el único asunto, según me dijo, que le encolerizaba y sacaba de sus casillas era que se hablase de su generosidad; y si cualquiera aludía a ello en la conversación daba con su mano derecha un violento puñetazo en la mesa (tanto que en una ocasión la rompió) y juraba con una horrible blasfemia que tomaría el portante y se lanzaría a nada bueno si volvían a hablar de ello. Por muchas preguntas que hice nadie pudo darme la menor explicación gramatical sobre aquella terrible frase «tomar el portante», que todos ellos consideraban como si constituyese la más solemne imprecación.

Pensaba con cariño en la bondad de mi huésped mientras oía a las mujeres, que se acostaban en otra cama como la mía en el extremo opuesto del barco, y a él y a Ham colgando dos hamacas, donde dormían, en los ganchos que había visto en el techo; y en el más eufórico estado de ánimo me iba quedando dormido. Conforme el sueño se apoderaba de mí, oía al viento arrastrándose por el mar y por la llanura con tal fiereza, que sentí un cobarde temor de la gran oscuridad creciente de la noche. Pero me convencí a mí mismo de que después de todo estábamos en un barco, y que un hombre como míster Peggotty no era grano de anís a bordo, en caso de que ocurriera algo.

Sin embargo, nada sucedió hasta que me desperté por la mañana. En cuanto el sol se reflejó en el marco de conchas de mi espejo, salté de la cama y corrí con la pequeña Emily a coger caracoles en la playa.

—¿Tú serás ya casi un marinero, supongo? —dije a Emily.

No es que supusiera nada; pero sentía que era un deber de galantería decirle algo; y viendo en aquel momento reflejarse la blancura deslumbrante de una vela en sus ojos claros, se me ocurrió aquello.

—No —dijo Emily, sacudiendo su cabecita—, me da mucho miedo el mar.

—¡Miedo! —dije con aire suficiente y mirando muy fijo al océano inmenso—. A mí no me da miedo.

—¡Ah!, pero es tan malo a veces —dijo Emily—. Yo le he visto ser muy cruel con algunos de nuestros hombres. Yo he visto cómo hacía pedazos un barco tan grande como nuestra casa.

—Espero que no fuera el barco en que…

—¿En el que mi padre murió ahogado? —dijo Emily. No, no era aquel. Yo no he visto nunca aquel barco.

—¿Ni tampoco a él? —le pregunté.

Emily sacudió la cabecita.

—Que yo recuerde, no.

¡Qué coincidencia! Inmediatamente me puse a explicar cómo yo tampoco había visto nunca a mi padre, y cómo mamá y yo habíamos vivido siempre solos en el estado de mayor felicidad imaginable, y así vivíamos todavía, y así viviríamos siempre. También le conté que la tumba de mi padre estaba en el cementerio, cerca de nuestra casa, a la sombra de un árbol, y que yo iba allí a pasearme muchas mañanas para oír cantar a los pájaros. Sin embargo, parece ser que había algunas diferencias entre la orfandad de Emily y la mía. Ella había perdido a su madre antes que a su padre, y nadie sabía dónde estaba la tumba de este último, aunque era de suponer que estaba en cualquier sitio de las profundidades del mar.

—Y además —dijo Emily mientras buscaba conchas y piedras— tu padre era un caballero y tu madre una señora; y mi padre era pescador y mi madre hija de un pescador, y mi tío Dan también es pescador.

—¿Dan es míster Peggotty? —dije yo.

—El tío Dan —contestó Emily, señalando el barco— casa.

—Sí, a él me refiero. ¿Debe de ser muy bueno, verdad?

—¿Bueno? —dijo Emily—. Si yo fuera señora, le daría una chaqueta azul cielo con botones de diamantes, un pantalón con su espada, un chaleco de terciopelo rojo, un sombrero de tres picos, un gran reloj de oro, una pipa de plata y una caja llena de dinero.

Yo no dudaba de que míster Peggotty fuera digno de todos aquellos tesoros; pero debo confesar que me costaba trabajo imaginármelo cómodo en la indumentaria propuesta por su agradecida sobrina y, principalmente, de lo que más dudaba era de la utilidad del sombrero de tres picos. Sin embargo, guardé aquellos pensamientos para mí.

La pequeña Emily, mientras enumeraba aquellas maravillas, se había parado y miraba al cielo como si le pareciera una visión gloriosa. De nuevo nos pusimos a buscar guijarros y conchas.

—¿Te gustaría ser una dama? —le dije.

Emily me miró y se echó a reír, diciéndome que sí.

—Me gustaría mucho, porque entonces todos seríamos damas y caballeros: yo, mi tío, Ham y mistress Gudmige. Y entonces no nos preocuparíamos cuando hubiese tormenta. Quiero decir por nosotros mismos, pues estoy segura de que nos preocuparíamos mucho por los pobres pescadores y los ayudaríamos con dinero cuando les sucediera algún percance.

Este cuadro me pareció tan hermoso, que lo encontré bastante probable, y expresé la alegría que me causaba pensar en ello. La pequeña Emily tuvo entonces el valor de decirme, tímidamente:

—Y ahora ¿no crees que te da miedo el mar?

En aquel momento el mar estaba lo bastante en calma como para no asustarme; pero no dudo de que si hubiera visto una ola moderadamente grande avanzar hacia mí hubiese huido ante el pavoroso recuerdo de todos aquellos parientes ahogados. Sin embargo, le contesté: «No», y añadí: «Y tú tampoco me parece que le temas como dices», pues en aquel momento andaba por el borde de una especie de antiguo rompeolas de madera, por el que nos habíamos aventurado, y me daba miedo no se fuera a caer.

—No es esto lo que me asusta —dijo Emily—. Le temo cuando ruge, y tiemblo pensando en el tío Dan y en Ham, y me parece oír sus gritos de socorro. Por eso es por lo que me gustaría ser una dama. Pero de esto no me da ni pizca de miedo. ¡Mira!

Y de repente se escapó de mi lado y echó a correr por un madero que, saliendo del sitio en que estábamos, dominaba el agua profunda desde bastante altura y sin la menor protección.

El incidente está tan grabado en mi memoria, que si fuera pintor podría dibujarlo ahora tan claramente como si fuese aquel día: la pequeña Emily corriendo hacia su muerte (como entonces me pareció), con una mirada, que no olvidaré nunca, dirigida a lo lejos, hacia el mar. Su figurita, ligera, valiente y ágil, volvió pronto sana y salva hacia mí, y yo me reí de mis temores y del grito inútil que había dado, pues además no había nadie cerca. Pero ha habido veces, muchas veces, cuando ya era un hombre, que he pensado que era posible (entre las posibilidades de las cosas ocultas) que hubiera en la súbita temeridad de la niña y en su mirada de desafío a la lejanía cierto instintivo placer por el peligro, como una atracción hacia su padre, muerto allí, y a la idea de que su vida podía terminar ese mismo día. Hubo un tiempo en que siempre, cuando lo recordaba, pensaba que si la vida que esperaba a la niña me hubiera sido revelada en un momento, y de tal modo que mi inteligencia infantil hubiera podido comprendería por completo, y si su conservación hubiese dependido de un movimiento de mi mano, ¿debería haberío hecho? Y durante cierto tiempo (no digo que haya durado mucho, pero sí que ha ocurrido) he llegado a preguntarme si no habría sido mejor para ella que las aguas se hubiesen cerrado sobre su cabeza ante mi vista, y siempre me he contestado: «Sí; más habría valido». Pero esto es quizá prematuro. Lo he dicho demasiado pronto. Sin embargo, no importa: dicho está.

Vagamos mucho tiempo cargándonos de cosas que nos parecían muy curiosas, y volvimos a poner cuidadosamente en el agua algunas estrellas de mar (yo en aquel tiempo no conocía lo bastante la especie para saber si nos lo agradecerían o no), y por fin emprendimos el camino a la morada de míster Peggotty. Nos detuvimos un momento debajo del pilón de las langostas para cambiar un inocente beso y entramos a desayunar resplandecientes de salud y de alegría.

—Como dos tortolitos —dijo míster Peggotty.

No hay que decir que estaba enamorado de la pequeña Emily. Estoy seguro de que la amaba con mucha más sinceridad y ternura, con mucha mayor pureza y desinterés del que pueda haber en el mejor amor durante el transcurso de la vida. Mi fantasía creaba alrededor de aquella niña de ojos azules algo tan etéreo que hacía de ella un verdadero ángel; tanto es así, que si en una mañana radiante la hubiera visto desplegar sus alas y desaparecer volando ante mis ojos, no me habría parecido extraño ni imposible.

Acostumbrábamos a pasear cariñosamente horas y horas por la monótona llanura de Yarmouth. Y los días discurrían por nosotros como si el tiempo tampoco pasara y, convertido en niño, estuviera siempre dispuesto a jugar con nosotros. Yo le decía a Emily que la adoraba, y que si ella no confesaba adorarme también me vería obligado a atravesarme con una espada. Y ella me respondía que sí con cariño, y estoy seguro de que era así.

En cuanto a pensar en la desigualdad de nuestras condiciones, o en nuestra juventud, o en cualquier otra dificultad, no se nos ocurría nunca. No nos preocupábamos, porque no se nos ocurría pensar en el futuro; no nos interesaba lo que pudiéramos hacer más adelante, como tampoco lo que habíamos hecho anteriormente.

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