—De todos modos, si eso llegara a suceder…
—Ya sabes que no has de tardar mucho.
—Pues bien, querido Copperfield, cuando sea juez traicionaré el secreto de Sofía, como le he prometido.
Salimos del brazo; voy a comer a casa de Traddles, en familia. Es el cumpleaños de Sofía, y en el camino Traddles me habla de su felicidad presente y pasada.
—He conseguido, mi querido Copperfield, todo lo que deseaba. En primer lugar, el reverendo Horace ha sido elevado a un cargo donde tiene cuatrocientas cincuenta libras. Además, nuestros dos hijos reciben una excelente educación y se distinguen en sus estudios por su trabajo y su éxito. Hemos casado muy bien a tres hermanas de Sofía; todavía hay otras tres, que viven con nosotros; las otras tres están con su padre desde la muerte de mistress Crewler, y son felices como reinas.
—Excepto… —dije.
—Excepto la Belleza —dijo Traddles—, sí. Es una desgracia que se haya casado con tan mala persona. Tenía cierto brillo que la sedujo; pero, después de todo, ahora que está en casa y que nos hemos desembarazado de él, espero que recobre su alegría.
La casa de Traddles es una de aquellas que Sofía y él examinaban y hacían mentalmente su distribución en sus paseos de la tarde. Es una casa grande; pero Traddles guarda sus papeles en el tocador, con las botas. Sofía y él viven en la buhardilla para dejar las habitaciones bonitas a la Belleza y a las otras hermanas. No hay nunca una habitación de más en la casa, pues no sé cómo siempre, por una razón o por otra, hay una infinidad de hermanitas a quienes alojar, y no ponemos el pie en una habitación sin que se precipiten todas a un tiempo hacia la puerta, y ahoguen, por decirlo así, a Traddles con sus besos. La pobre Belleza está ya para siempre con ellos, viuda, con una niña. En honor del cumpleaños de Sofía han ido a comer las tres hermanas casadas, con sus tres maridos; además, el hermano de uno de los maridos, el primo de otro, y la hermana de otro, que me parece muy dispuesta a casarse con el primo. A la cabecera está sentado Traddles como un patriarca, bueno y sencillo como siempre. Frente a él, Sofía lo mira radiante, a través de la mesa, con un servicio que brilla lo bastante para no confundirlo tomándolo por metal inglés.
Y ahora ha llegado el momento de terminar mi tarea. Me cuesta trabajo arrancarme a mis recuerdos; pero las figuras se borran y desaparecen. Sin embargo, hay una que brilla como una luz celestial y que ilumina todos los demás objetos que me rodean, dominándolos, y que permanece.
Vuelvo la cabeza y la veo a mi lado, con su belleza serena. Mi lámpara va a apagarse, ¡he trabajado hasta tan tarde esta noche!; pero la presencia querida, sin la que no soy nada, me acompaña.
¡Oh Agnes, alma mía! ¡Ojalá tu rostro esté así presente cuando llegue el verdadero fin de mi vida! ¡Quiera Dios que cuando la realidad se desvanezca ante mis ojos como sombras, lo encuentre todavía a mi lado, señalándome el cielo!