David Copperfield (128 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

—Pues bien; si leyeras su carta, verías que es el más tierno de los hombres para los condenados cargados con todos los crímenes. Únicamente no estoy muy seguro de que esa ternura de corazón se extienda a las demás criaturas humanas.

Traddles se encogió de hombros sin ninguna sorpresa. Yo tampoco estaba sorprendido; había visto en acción demasiadas parodias de aquella clase. Fijamos el día de nuestra visita y escribí aquella misma tarde a Creakle.

El día señalado, que creo que fue el siguiente, nos dirigimos Traddles y yo a la prisión donde míster Creakle ejercía su autoridad. Era un inmenso edificio, cuya construcción había costado mucho dinero. Conforme nos acercábamos a la puerta, no podía por menos que pensar en el revuelo que habría armado en el país el ingenuo que hubiera propuesto que se gastara la mitad de la suma para construir una escuela industrial para los pobres o un asilo para ancianos dignos de protección.

Nos llevaron a un despacho que hubiera podido servir de cimiento para una Torre de Babel, tan sólidamente estaba construido. Allí nos presentaron al antiguo director de nuestra pensión, en medio de un grupo que se componía de dos o tres de aquellos infatigables funcionarios, sus colegas, y de algunos visitantes. Me recibió como un hombre que hubiera formado mi espíritu y mi corazón y que me hubiera amado tiernamente. Cuando le presenté a Traddles, míster Creakle declaró, aunque con menos énfasis, que también había sido el guía, el amigo, el maestro de Traddles. Nuestro venerable pedagogo había envejecido mucho, lo que no le favorecía. Su rostro seguía tan malvado, sus ojos tan pequeños, y todavía un poco más hundidos; sus raros cabellos grises, con los que siempre le recordaba, habían desaparecido casi en absoluto, y las abultadas venas de su cráneo calvo eran muy desagradables de ver.

Después de hablar un momento con aquellos señores, cuya conversación hubiera podido hacer creer que no había en el mundo nada tan importante como el supremo bienestar de los prisioneros, ni nada que hacer en la tierra fuera de las rejas de una prisión, empezamos nuestra visita de inspección. Era precisamente la hora de comer, y en primer lugar nos condujeron a la gran cocina, donde se preparaba la comida de cada prisionero, que se le llevaba a la celda con la regularidad y precisión de un reloj. Le dije en voz baja a Traddles que me parecía un contraste muy chocante el de aquellas comidas tan abundantes y tan cuidadas, y las comidas, no digo de los pobres, pero de los soldados y marineros, de los campesinos; en fin, de la masa honrada y laboriosa de la nación, entre los que no había ni un cinco por ciento que comieran la mitad de bien. Supe que el «sistema» requería una alimentación fuerte; en una palabra, descubrí que sobre este punto, como sobre todos los demás, el «sistema» quitaba todas las dudas y zanjaba todas las dificultades… Nadie parecía tener la menor idea de que pudiera haber otro sistema mejor que el «sistema» ni que mereciese la pena discutirlo…

Mientras atravesábamos un magnífico corredor pregunté a míster Creakle y a sus amigos cuáles eran las ventajas principales de aquel todopoderoso, de aquel incomparable «sistema» . Supe que era el aislamiento completo de los prisioneros, gracias al cual un hombre no podía saber nada del que estaba encerrado a su lado, y se encontraba reducido a un estado de espíritu saludable, que le llevaba por fin al arrepentimiento y a la contrición sincera.

Cuando hubimos visitado a algunos individuos en sus celdas y atravesado los corredores a que daban estas; cuando nos explicaron la manera de ir a la capilla, y todo lo demás, pensé que era muy probable que los prisioneros supieran unos de otros más de lo que se creía, y que evidentemente habrían encontrado un buen medio de correspondencia. Eso creo que ha sido demostrado después; pero sabiendo que semejante sospecha sería rechazada como una abominable blasfemia contra el «sistema», esperé a examinar más de cerca las huellas de aquella penitenciaría tan alabada.

Pero fui de nuevo asaltado por grandes dudas. Me encontré con que la penitenciaría estaba trazada sobre un patrón uniforme, con los trajes y chalecos que se ven en los escaparates de las sastrerías. Me encontré con que hacían ostentosas profesiones de fe, muy semejantes unas a otras, en fondo y forma, lo que me pareció sospechoso. Y encontré, sobre todo, que los que más hablaban eran los que despertaban mayor interés, y que su amor propio, su vanidad, la necesidad que tenían de llamar la atención y de contar sus historias, sentimientos estos bien demostrados por sus antecedentes, les hacían pronunciar largas profesiones de fe, en las cuales se complacían.

Sin embargo, oí hablar tanto en el curso de nuestra visita de cierto número Veintisiete, que estaba en olor de santidad, que decidí suspender mi juicio hasta haber visto al Veintisiete. El Veintiocho le hacía la competencia, y era también, según me dijeron, un astro muy brillante; pero, desgraciadamente para él, su mérito estaba ligeramente eclipsado por el brillo extraordinario del Veintisiete. A fuerza de oír hablar del Veintisiete, de las piadosas exhortaciones que dirigía a todos los que le rodeaban, de las hermosas cartas que escribía constantemente a su madre, inquieta por no verle en buen camino, llegué a estar impaciente por conocerle.

Tuve que dominar bastante tiempo mi impaciencia, pues reservaban el Veintisiete para final. Por fin llegamos a la puerta de su celda, y allí míster Creakle, aplicando su ojo a un agujerito de la pared, nos dijo, con la mayor admiración, que estaba leyendo un libro de salmos.

Inmediatamente se precipitaron tantas cabezas para ver al número Veintisiete leer su libro de salmos, que el agujerito se vio bloqueado. Para remediar aquel inconveniente y para darnos ocasión de hablar con el Veintisiete en toda su pureza, míster Creakle dio orden de abrir la puerta de la celda y de invitar al Veintisiete a que saliera al corredor. Lo hicieron así, y ¡cuál no sería la sorpresa de Traddles y la mía al descubrir que el número Veintisiete era Uriah Heep!

Inmediatamente nos reconoció y nos dijo, saliendo de su celda, con sus antiguas contorsiones:

—¿Cómo está usted, míster Copperfield? ¿Cómo está usted, míster Traddle?

Aquel reconocimiento causó entre los asistentes una sorpresa general, que no puedo explicarme más que suponiendo que se maravillaban de que no fuera orgulloso y nos hiciera el honor de reconocemos.

—Y bien, Veintisiete —dijo míster Creakle, admirándole con expresión sentimental—, ¿cómo se encuentra usted hoy?

—Soy muy humilde, caballero —respondió Uriah Heep.

—Lo es usted siempre, Veintisiete —dijo míster Creakle.

En esto, otro caballero le preguntó con expresión de profundo interés:

—¿Pero se encuentra usted completamente bien?

—Sí, caballero, gracias —dijo Uriah Heep, mirando de soslayo a su interlocutor—; estoy aquí mucho mejor de lo que he estado en ninguna parte. Ahora reconozco mis locuras, caballero, y eso es lo que hace que me encuentre tan bien en mi nuevo estado.

Muchos de los presentes estaban profundamente conmovidos. Uno de ellos se adelantó hacia él y le preguntó, con extremada sensibilidad, qué le parecía la carne.

—Gracias, caballero —respondió Uriah Heep, mirando hacia donde había salido la pregunta—; ayer estaba más dura de lo que hubiera deseado, pero mi deber es resignarme. He hecho tonterías, caballeros —dijo Uriah, mirando a su alrededor con una sonrisa indulgente—, y debo soportar las consecuencias sin quejarme.

Se elevó un murmullo combinado, donde se mezclaba por una parte la satisfacción de ver al Veintisiete en un estado de espíritu tan celestial, y, por el otro, un sentimiento de indignación contra el cocinero por haber dado motivo de queja. (Míster Creakle tomó nota inmediatamente.) Veintisiete continuaba de pie entre nosotros, como si se diera cuenta de que representaba el objeto curioso de un museo, de lo más interesante. Para darnos a los neófitos el golpe de gracia y deslumbrarnos, redoblando a nuestros ojos aquellas deslumbrantes maravillas, dieron orden de traemos también al Veintiocho.

Me había sorprendido ya tanto, que sólo sentí una especie de sorpresa resignada cuando vi acercarse a Littimer leyendo un libro.

—Veintiocho —dijo un caballero con lentes que no había hablado todavía—. La semana pasada se quejó usted del chocolate, amigo mío; ¿ha sido mejor esta semana?

—Gracias, caballero —dijo Littimer—; estaba mejor hecho. Si me atreviera a hacer una observación, caballero, creo que la leche con que lo hacen no está completamente pura; pero ya sé que en Londres se adultera mucho la leche, y es un artículo muy difícil de procurarse al natural.

Me pareció que el caballero de los lentes hacía competencia, con su Veintiocho, al Veintisiete de míster Creakle, pues cada uno de ellos se encargaba de hacer valer a su protegido.

—¿Y cómo se encuentra usted, Veintiocho? —dijo el de los lentes.

—Muchas gracias, caballero —respondió Littimer—; reconozco mis locuras, caballero, y siento mucho, cuando pienso en los pecados de mis antiguos compañeros; pero espero que obtendrán perdón.

—¿Y es usted dichoso? —continuó el mismo caballero en tono animador.

—Muy agradecido, caballero; muy dichoso —dijo Littimer.

—¿Y hay algo que le preocupe? Dígalo francamente, Veintiocho.

—Caballero —dijo Littimer sin levantar la cabeza—, si mis ojos no me han engañado, hay aquí un señor que me conoció hace tiempo. Puede serle útil a ese caballero el saber que atribuyo todas mis locuras pasadas a haber llevado una vida frívola, al servicio de jóvenes, y haberme dejado arrastrar por ellos a debilidades a las cuales no tuve la fuerza de resistir. Espero que ese caballero, que es joven, aprovechará la advertencia y no se ofenderá de la libertad que me tomo, pues es por su bien. Reconozco todas mis locuras pasadas y espero que él también se arrepentirá de todas las faltas y pecados en que ha tomado parte.

Observé que muchos de aquellos señores se tapaban la cara con las manos como si meditaran en la iglesia.

—Eso le hace honor, Veintiocho; no esperaba menos de usted… ¿Tiene usted algo más que decir?

—Caballero —dijo Littimer, levantando ligeramente, no los ojos, sino únicamente las cejas—, había una joven de mala conducta a quien he tratado en vano de salvar. Ruego a ese caballero, si le es posible, que informe a esa joven, de mi parte, de que la perdono y la invito al arrepentimiento. Espero que tenga esa bondad.

—No dudo, caballero —continuó su interlocutor—, que el caballero a quien usted alude no sienta muy vivamente, como lo hacemos todos, lo que usted acaba de decir de una manera tan conmovedora. Pero no queremos detenerle más tiempo.

—Muchas gracias —dijo Littimer—. Caballeros, les deseo buenos días, y espero que también ustedes y sus familias llegarán a reconocer sus pecados y a enmendarse.

El Veintiocho se retiró, después de lanzar una mirada de inteligencia a Uriah. Vi que no eran desconocidos uno para el otro y que habían encontrado medio de entenderse. Cuando se cerró la puerta de su celda se oyó murmurar en todo el grupo que era un preso muy respetable, un caso magnífico.

—Ahora, Veintisiete —dijo míster Creakle, volviendo a entrar en escena con su campeón—, ¿hay algo que podamos hacer por usted? No tiene más que decirlo.

—Le pido humildemente, caballero —repuso Uriah, sacudiendo su cabeza odiosa—, la autorización de escribir otra vez a mi madre.

—Le será acordada —dijo míster Creakle.

—Muchas gracias; me preocupa mucho mi madre. Temo que esté en peligro.

Alguien tuvo la imprudencia de preguntar qué peligro podía correr; pero un «¡chis!» escandalizado fue la respuesta general.

—Temo por su seguridad eterna, caballero —respondió Uriah, torciéndose hacia donde había salido la voz—. Me gustaría encontrar a mi madre en el mismo estado de ánimo que yo. Yo nunca hubiese llegado a este estado de espíritu si no hubiera venido aquí. Querría que mi madre estuviera aquí. ¡Qué felicidad sería para todos que se pudiera traer aquí a todo el mundo!

Aquello fue recibido con una satisfacción sin límites, la mayor satisfacción que habían tenido nunca aquellos señores.

—Antes de venir aquí —dijo Uriah, lanzándonos una mirada de soslayo, como si hubiera querido poder envenenar con una mirada al mundo exterior, a que pertenecíamos—, antes de venir aquí he cometido faltas; pero, ahora puedo reconocerlo, hay mucho pecado en el mundo; hay mucho pecado en mi madre; hay mucho pecado en todas partes, menos aquí.

—Está usted completamente cambiado —dijo míster Creakle.

—¡Oh Dios mío! Ya lo creo —gritó aquel esperanzado.

—¿Y usted no recaería si le pusieran en libertad? —preguntó otra persona.

—¡Oh Dios mío; no, caballero!

—Bien —dijo míster Creakle—; todo eso es muy satisfactorio. Antes se ha dirigido usted a míster Copperfield, Veintisiete. ¿Tiene usted algo más que decirle?

—Usted me ha conocido mucho tiempo antes de mi entrada aquí y de mi gran cambio, míster Copperfield —dijo Uriah mirándome con una mirada feroz, como nunca he visto otra, ni aun en su rostro…—. Usted me ha conocido en los tiempos en que, a pesar de todas mis faltas, era humilde con los orgullosos y dulce con los violentos. Usted ha sido violento una vez conmigo, míster Copperfield; usted me dio una bofetada, ya lo sabe usted.

Cuadro de conmiseración general; me lanzan miradas indignadas.

—Pero yo le perdono, míster Copperfield —dijo Uriah, haciendo de su clemencia un paralelo impío, que me parecería blasfemar el repetirlo—; yo perdono a todo el mundo. Yo no conservo rencor a nadie. Le perdono de todo corazón, y espero que en el futuro dominará usted mejor sus pasiones. Espero que míster Wickfield y mistress Wickfield se arrepentirán, como todos los demás pecadores. Usted ha sido visitado por la aflicción, y eso le aprovechará; pero todavía le hubiera aprovechado más el venir aquí. Míster Wickfield y mistress Wickfield también hubieran hecho mejor viniendo aquí. Lo mejor que puedo desearle, míster Copperfield, como a todos ustedes, caballeros, es que sean detenidos y conducidos aquí. Cuando pienso en mis locuras pasadas y en mi estado presente me doy cuenta de lo ventajoso que les sería esto. Y compadezco a todos los que no están aquí.

Se deslizó en su celda, en medio de un coro de aprobaciones. Traddles y yo descansamos cuando le vimos bajo llave.

Una consecuencia notable de todo aquel hermoso arrepentimiento fue que me dio ganas de preguntar lo que habían hecho aquellos dos hombres para ser encarcelados. Era evidentemente lo único que no estaban dispuestos a confesar. Y me dirigí a uno de los dos guardianes que, por la expresión de su rostro, parecía saber muy bien a qué atenerse sobre toda aquella comedia.

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