David Copperfield (127 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Agnes puso su mano sobre el brazo de su padre, como para detenerle, y estaba pálida, muy pálida.

—Vamos, vamos —dijo con un suspiro, rechazando evidentemente el recuerdo de una pena que su hija había tenido que soportar, que quizá soportaba todavía (pensé en lo que me había dicho mi tía). Trotwood, nunca te he hablado de su madre. ¿Te ha hablado alguien de ella?

—No, señor.

—No hay mucho que decir… aunque sufrió muchísimo. Se casó contra la voluntad de su padre, que renegó de ella. Antes de que naciera mi Agnes le suplicó que la perdonase. Era un hombre muy duro, y su madre había muerto hacía mucho tiempo. La rechazó, y destrozó su corazón.

Agnes se apoyó en el hombro de su padre y le pasó un brazo alrededor del cuello.

—Era un corazón dulce y tierno —dijo—, y lo hizo pedazos. Yo sabía cómo era de frágil y delicada. Nadie podía saberlo como yo. Me amaba mucho, pero nunca fue dichosa. Sufría siempre por aquel golpe doloroso, y cuando su padre la rechazó por última vez, estaba enferma, débil… empeoró y murió. Me dejó con Agnes, que sólo tenía entonces quince días, y con los cabellos grises que me has visto desde el primer día que viniste aquí.

Abrazó a su hija.

—Mi cariño por mi hija era un amor lleno de tristeza, pues mi alma estaba enferma. Pero ¿para qué seguirte hablando de mí? Es de su madre de quien quería hablarte, Trotwood. No necesito decirte lo que he sido ni lo que soy, lo adivinas, lo sé. En cuanto a Agnes, no necesito decirte lo que es, siempre he encontrado en ella algo de la triste historia de su pobre madre; por eso lo he hablado esta noche, ahora que estamos reunidos de nuevo, después de tantos cambios. Ya te lo he dicho todo.

Bajó la cabeza. Agnes inclinó hacia él la suya de ángel, que tomó con sus caricias filiales un carácter más patético todavía después de aquel relato. Una escena tan conmovedora venía a propósito para fijar de un modo muy especial en mi memoria el recuerdo de aquella tarde, la primera de nuestra reunión.

Agnes se levantó y, acercándose suavemente al piano, se puso a tocar una de las cosas que tocaba antes y que habíamos escuchado tantas veces en aquel mismo sitio.

—¿Tienes intención de seguir viajando? —me preguntó, mientras yo estaba de pie a su lado.

—¿Qué opina mi hermana?

—Espero que no.

—Entonces no pienso hacerlo, Agnes.

—Puesto que me consultas, Trotwood, lo diré que tu reputación creciente y tus éxitos deben animarte a seguir, y aunque yo pudiera pasarme sin mi hermano —continuó, fijando sus ojos en mí—, quizá el éxito lo reclame.

—Lo que soy es obra tuya, Agnes, y tú debes juzgarlo.

—¿Mi obra, Trotwood?

—Sí, Agnes, mi querida muchacha —le dije, inclinándome hacia ella—; he querido decirte hoy, al volverte a ver, algo que tengo en el corazón desde la muerte de Dora. ¿Recuerdas que fuiste a buscarme al gabinete y me enseñaste el cielo, Agnes?

—¡Oh, Trotwood! —repuso ella, con los ojos llenos de lágrimas, ¡Era tan amante, tan ingenua, tan joven! ¡Nunca podré olvidarla!

—Tal como te apareciste entonces, hermana mía, eso has sido siempre para mí. Lo he pensado muchas veces desde aquel día. Siempre me has enseñado el cielo, Agnes; siempre me has conducido hacia un fin mejor; siempre me has guiado hacia un mundo más elevado.

Ella movió la cabeza en silencio; a través de sus lágrimas volví a ver la dulce y triste sonrisa.

—Y te estoy tan agradecido, Agnes, tan agradecido eternamente, que no sé nombrar el afecto que me inspiras. Quiero que sepas, y sin embargo no sé cómo decírtelo, que toda mi vida creeré en ti, y me dejaré guiar por ti, como lo he hecho en medio de las tinieblas, que ya pasaron. Suceda lo que suceda, a pesar de los nuevos lazos que puedas formar y de los cambios que puedan ocurrir entre nosotros, yo te seguiré siempre con los ojos, creeré en ti y te querré como hoy y como siempre. Seguirás siendo mi consuelo y mi apoyo. Hasta el día de mi muerte, hermana mía, lo veré siempre ante mí señalándome el cielo.

Agnes puso su mano en la mía, y me dijo que estaba orgullosa de mí y de lo que le decía, pero que no merecía aquellas alabanzas. Después continuó tocando dulcemente, pero sin dejar de mirarme.

—¿Sabes, Agnes? Lo que he sabido esta tarde por tu padre responde maravillosamente al sentimiento que me habías inspirado cuando te conocí, cuando sólo era un colegial.

—Sabías que no tenía madre —contestó con una sonrisa— y eso te predisponía a quererme un poco.

—No era eso sólo, Agnes. Sentía, casi tanto como si hubiera sabido esa historia, que había en la atmósfera que nos rodeaba algo dulce y tierno que no podía explicarme; algo que en otra me hubiera parecido tristeza (y ahora sé que tenía razón), pero que en ti no me lo parecía.

Agnes tocaba algunas notas y seguía mirándome.

—¿No te ríes de las ideas que acariciaba entonces? ¿Esas ideas locas, Agnes?

—No.

—Y si te dijera que aun entonces comprendía que podrías amar fielmente, a pesar de toda decepción, amar hasta tu última hora, ¿no te reirías tampoco de ese sueño?

—¡Oh no, no!

Por un instante su rostro tomó una expresión de tristeza, que me hizo estremecer; pero un momento después seguía tocando dulcemente y mirándome con su serena y dulce sonrisa.

Mientras volvía por la noche a Dover, perseguido por el viento, como por un recuerdo inflexible, pensaba en ella y temía que no fuera dichosa. Yo no era feliz; pero había conseguido hasta entonces encerrar en mí mismo al pasado; y pensando en ello mientras miraba el cielo, pensaba en la morada eterna donde podría un día quererla con un amor desconocido para la tierra y decirle la lucha que se había librado en mi corazón…

Capítulo 21

Voy a ver a dos interesantes presidiarios

Provisionalmente (por lo menos hasta que terminara mi libro, y tenía trabajo para varios meses) me instalé en Dover, en casa de mi tía, y allí, sentado al lado de aquella ventana desde donde había contemplado la luna reflejada en el mar, la primera noche, cuando llegué buscando un refugio, proseguí tranquilamente mi tarea.

Fiel a mi proyecto de no aludir a mis obras más que cuando se mezclan por casualidad con la historia de mi vida, no diré las esperanzas, las alegrías, las ansiedades y los triunfos de mi vida de escritor. Ya he dicho que me dedicaba al trabajo con todo el ardor de mi alma, y que ponía en él toda mi energía. Si mis libros tienen algún valor, ¿qué necesito añadir? Y si mi trabajo no vale nada, lo demás tampoco interesa a nadie.

A veces iba a Londres para perderme en aquel torbellino vivo del mundo o para consultar a Traddles sobre algún asunto. Durante mi ausencia había manejado mi fortuna con el juicio más sólido, y gracias a él estaba en la mayor prosperidad. Como mi fama creciente empezaba a atraerme una multitud de cartas de personas que yo no conocía, cartas a veces muy insignificantes, a las que no sabía qué contestar, convine con Traddles en escribir mi nombre en su puerta; allí los carteros, infatigables, llevaban montones de cartas dirigidas a mí, y yo de vez en cuando me sumergía en ellas como un secretario de estado, sólo que sin sueldo.

En mi correspondencia encontraba a veces un ofrecimiento de agradecer; por ejemplo, alguno de los individuos que vagaban por Doctors's Commons me proponían practicar bajo mi nombre (sólo con que comprara el cargo de procurador) y darme el tanto por ciento de los beneficios. Pero yo declinaba aquellos ofrecimientos; había allí demasiadas cosas de aquel estilo, y persuadido como estaba de que aquello era muy malo, no quería contribuir a empeorarlo todavía más.

Las hermanas de Sofía se habían vuelto a Devonshire cuando mi nombre apareció en la puerta de Traddles. El muchacho avispado era el encargado de abrirla, y lo hacía con cara de no conocer ni de vista a Sofía, quien, confinada en una habitación del interior, podía, levantando los ojos de su labor, echar una mirada hacia un rinconcito del jardín, con su bomba y todo.

Siempre la encontraba allí, encantadora y dulce, tarareando una canción de Devonshire, cuando no oía pasos desconocidos, y teniendo quieto, con sus cantos melodiosos, al criado en la antesala oficial.

Al principio yo no comprendía por qué encontraba tan a menudo a Sofía escribiendo en un gran libro, ni por qué en cuanto me veía se apresuraba a meterlo en el cajón de su mesa. Pero pronto me fue revelado el secreto. Un día, Traddles (que acababa de entrar, con una lluvia tremenda) sacó un papel de su pupitre y me preguntó qué me parecía aquella letra.

—¡Oh, no, Tom! —exclamó Sofía, que estaba calentando las zapatillas de su marido.

—¿Por qué no, querida? —repuso Tom radiante—. ¿Qué te parece esta letra, Copperfield?

—Es magnífica; una escritura completamente de negocios. Creo que no he visto nunca una mano más firme.

—¿Verdad que no parece letra de mujer? —dijo Traddles. —¿De mujer? De ninguna manera.

Traddles, encantado de mi equivocación, se echó a reír, y me dijo que era la letra de Sofía; que Sofía le había dicho que muy pronto necesitaría un escribiente, y que ella quería hacer aquel oficio; que había conseguido aquella letra a fuerza de copiar un modelo, y que ahora copiaba no sé cuántas páginas por hora. Sofía estaba muy confusa de que me lo contase.

—Cuando Tom sea juez no lo irá contando así a todo el mundo.

Pero Tom no pensaba así, y, por el contrario, declaraba que siempre estaría igual de orgulloso, fueran las que fuesen las circunstancias.

—¡Qué mujer tan encantadora tienes, mi querido Traddles! —le dije cuando ella se marchó, riendo.

—Mi querido Copperfield —dijo Traddles—, es, sin excepción, la muchacha más encantadora del mundo. ¡Si supieras cómo lo lleva todo, con qué exactitud, con qué habilidad, con qué economía, con qué orden y buen humor!

—Tienes mucha razón para elogiarla —repuse—. Eres un mortal dichoso. Y estáis hechos para comunicaros uno a otro la felicidad que cada uno lleva dentro.

—Es cierto que somos las personas más felices del mundo —repuso Traddles—; es una cosa que no puedo negar. Mira, Copperfield, cuando la veo levantarse con la luz, para ponerlo todo en orden; ir a hacer la compra, sin preocuparse nunca del tiempo, aun antes de que los empleados lleguen a la oficina; hacerme no sé cómo las comidas más sabrosas con los manjares más vulgares; hacerme puddings y pastas; volver a poner cada cosa en su sitio, y, siempre tan limpia y arreglada; esperarme por la noche, por tarde que sea, y siempre de buen humor, siempre dispuesta a animarme, y todo esto para darme gusto, no, verdaderamente es algo que no acabo de creer, Copperfield.

Contemplaba con ternura hasta las zapatillas que le había calentado, al meter sus pies en ellas.

—No puedo creerlo —repetía—. Y si supieras cuántas diversiones tenemos. No son caras, pero son admirables. Cuando estamos por la noche en casa y cerramos la puerta, después de haber echado las cortinas… que ha hecho ella… ¿dónde podríamos estar mejor? Cuando hace buen tiempo y vamos a pasearnos por las calles, tenemos también mil diversiones. Miramos los escaparates de las joyerías, y yo le enseño la serpiente con ojos de diamantes que le regalaría si pudiera; y ella me enseña el reloj de oro que me compraría si pudiese; después escogemos las cucharas y los tenedores, y los cuchillos y las pinzas para el azúcar, que más nos gustarían si tuviéramos medios, y, en realidad, nos vamos tan contentos como si nos los hubiéramos comprado. Otras veces vamos a pasear por las calles principales y vemos una casa que se alquila, y pensamos si nos convendría para cuando yo sea juez. Y ya nos la imaginamos. Esta habitación será para nosotros; esta otra, para una de las hermanas, etc., etc., hasta que decidimos si nos conviene o no. Algunas veces también vamos al teatro cuando es a mitad de precio y nos divertimos en grande. Sofía, al principio, cree todo lo que oye en la escena, y yo también. Y a la vuelta, a veces compramos algo en la tienda… o algún cangrejo en la pescadería, y volvemos y hacemos una cena espléndida, mientras charlamos de lo que acabamos de ver. Y bien, Copperfield, ¿no es verdad que si fuera lord canciller no podríamos hacer eso nunca?

—Llegues a lo que llegues, mi querido Traddles —pensaba yo—, todo lo que hagas será bueno. A propósito —le dije en voz alta—, ¿supongo que ya no dibujarás esqueletos?

—No —respondió Traddles riendo y enrojeciendo—, bueno, no me atrevería a asegurarlo, mi querido Copperfield, pues el otro día estaba con una pluma en la mano y se me ocurrió pensar si habría conservado mi antiguo talento, y temo que haya un esqueleto con peluca… en el pupitre del Tribunal.

Nos reímos con ganas. Después Traddles se puso a decir con indulgencia: «¡Ese viejo Creakle!».

—He recibido una carta de ese viejo… canalla —le dije, pues nunca me había sentido menos dispuesto a perdonarle la costumbre de pegar a Traddles como cuando veía a Traddles dispuesto a perdonarle a él.

—¿De Creakle, el director del colegio? —exclamó Traddles—. ¡Oh, no es posible!

—Entre las personas a quienes atrae mi fama reciente —le dije lanzando una mirada a mis cartas— y que descubren de pronto que siempre me han querido mucho, se encuentra él. Ya no es director de colegio, Traddles. Se ha retirado, y es director de la prisión de Middlesex.

Gozaba de antemano pensando en la sorpresa de Traddles; pero no demostró ninguna.

—¿Cómo supones que puede haber llegado a director de la prisión de Middlesex? —continué.

—¡Oh, amigo mío! —respondió Traddles—. Es una cuestión a la que sería muy difícil contestar. Quizá ha votado a alguien, o prestado dinero a alguien, o comprado algo a alguien que conocía a alguien y que ha obtenido el nombramiento.

—Sea como sea, lo es —dije—, y me ha escrito que tendría mucho gusto en enseñarme en pleno vigor el único verdadero «sistema» de disciplina para las prisiones; el único medio infalible de obtener un arrepentimiento sólido y verdadero. Ya sabes, lo último en sistemas penitenciarios: confinamientos solitarios. ¿Qué te parece?

—¿El sistema? —me preguntó Traddles con gravedad.

—No. ¿Crees que debo aceptar su ofrecimiento y anunciarle que iremos los dos?

—No tengo inconveniente —dijo Traddles.

—Entonces voy a escribirle avisándole. ¿Recuerdas (sin hablar del modo como lo trataba) que ese mismo Creakle había arrojado a sus hijos de su casa, y recuerdas la vida que hacía llevar a su mujer y a su hija?

—Perfectamente —dijo Traddles.

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