David Copperfield (122 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

—Querida mía —contestó él—, permíteme que te haga observar que me resulta imposible darme cuenta de mi situación en el momento actual.

—No soy de esa opinión, Micawber —contestó ella—; al menos, no lo soy por completo. Mi querido míster Copperfield, la situación de míster Micawber no es como la de todo el mundo: míster Micawber se va a un país lejano precisamente para hacerse conocer y apreciar por primera vez en su vida. Yo quiero que míster Micawber se ponga a la proa del barco y diga con voz segura: «Vengo a conquistar este país. ¿Tenéis honores? ¿Tenéis riquezas? ¿Tenéis empleos espléndidamente retribuidos? ¡Que me los traigan! ¡Sois míos!».

Míster Micawber nos lanzó una mirada que quería decir: «Verdaderamente hay mucho sentido en lo que está diciendo».

—En resumen —dijo mistress Micawber en tono decisivo—, quiero que míster Micawber sea el César de su fortuna. Así es como yo considero la verdadera situación de míster Micawber, mi querido míster Copperfield. Deseo que desde el primer día de viaje míster Micawber se ponga en la proa del barco, diciendo: «¡Basta de retrasos, basta de desconciertos, basta de apuros! Eso pasaba en nuestra antigua patria; pero ésta es nuestra patria nueva y me debe una reparación; ¡que nos la dé!».

Míster Micawber cruzó los brazos con resolución, como si ya estuviera de pie, dominando la figura que adorna la proa del navío.

—Y si comprende su situación, ¿no tengo razones para decir que fortificará el lazo que le une con la Gran Bretaña en lugar de debilitarle? ¿Habrá quien pretenda que no llegue hasta la madre patria la influencia del hombre importante cuyo astro se levantará en otro hemisferio? ¿Tendré la debilidad de creer que, una vez en posesión del cetro de la fortuna y del genio en Australia, míster Micawber no será nada en Inglaterra? Yo sólo soy una mujer; pero sería indigna de mí misma y de papá si tuviera que reprocharme esta absurda debilidad.

En su profunda convicción de que no había nada que contestar a aquellos argumentos, mistress Micawber había dado a su tono una elevación moral que yo no le había conocido antes.

—Y por eso deseo más todavía que podamos volver un día a habitar en la tierra natal. Míster Micawber llegará a tener (no puedo por menos de creerlo muy probable), míster Micawber llegará a tener un gran nombre en la historia, y entonces será el momento de que reaparezca glorioso en el país que le ha visto nacer y que no había sabido apreciar sus grandes facultades.

—Amor mío —repuso míster Micawber—, no puede por menos que conmoverme tu afecto, y estoy siempre dispuesto a acatar tu buen juicio. ¡Será lo que tenga que ser! ¡Dios me libre de querer arrebatar a mi tierra natal la menor parte de las riquezas que podrán un día acumularse en nuestros descendientes!

—Está bien —dijo mi tía, volviéndose hacia míster Peggotty—; bebo a la salud de todos. ¡Que toda clase de bendiciones y de éxitos los acompañen!

Míster Peggotty soltó a los dos niños, que tenía sobre sus rodillas, y se unió a míster y mistress Micawber para brindar a nuestra salud; después, los Micawber y él se estrecharon cordialmente la mano, y al ver la sonrisa que iluminaba el rostro brillante de míster Peggotty, pensé que él sí que sabría vivir, tener un buen nombre y hacerse querer por todas partes donde fuera.

Los niños también tuvieron permiso para meter sus cucharas de palo en la taza de míster Micawber y unirse al brindis general; después de esto, mi tía y Agnes se levantaron y se despidieron de los emigrantes. Fue un momento doloroso. Todo el mundo lloraba; los niños se agarraban a la falda de Agnes, y dejamos al pobre míster Micawber en un arrebato de violenta desesperación, llorando y sollozando, a la luz de una sola vela, cuya claridad, vista desde el Támesis, debía de dar a la habitación el aspecto de una pobre casa.

Al día siguiente por la mañana fui a asegurarme de que habían partido. Habían subido a la chalupa a las cinco de la mañana, y al ver la pobre casa donde sólo los había visto una vez, y encontrarle un aspecto triste y desierto, porque se habían ido, comprendí el vacío que dejan semejantes despedidas.

Por la tarde de aquel día nos dirigimos a Gravesen Peggotty y yo. Encontramos el barco, rodeado de una multitud de barcas, en medio del río… El viento era bueno; la bandera de partida flotaba en lo alto del mástil. Alquilé inmediatamente una barca y subimos a bordo, a través del laberinto confuso del navío.

Míster Peggotty nos esperaba en el puente. Me dijo que míster Micawber acababa de ser detenido de nuevo (y por última vez) a petición de Heep, y que, según mis instrucciones, había pagado el total de la deuda, que yo le entregué al momento. Después nos hizo bajar al entrepuente, y allí se disiparon los temores que yo había podido concebir de que llegara a saber lo ocurrido en Yarmouth. Míster Micawber se acercó a él, le agarró del brazo amistosamente y me dijo en voz baja que desde la antevíspera no le había dejado ni un momento.

Era para mí un espectáculo tan extraño, la oscuridad me parecía tan grande y el espacio tan angosto. que en el primer momento no me daba cuenta de nada; sin embargo, poco a poco mis ojos se acostumbraron a aquellas tinieblas, y me creí en el centro de un cuadro de Ostade. En medio de las vigas y cuerdas del barco se veían las hamacas, las maletas, los baúles, los barriles, que componían el equipaje de los emigrantes; algunas linternas iluminaban la escena; más lejos, la pálida luz del día entraba por una escotilla o una manga de viento. Grupos muy diferentes se apiñaban; hacían nuevas amistades, se despedían de las antiguas, se hablaba, se reía, se lloraba, se comía, se bebía; algunos estaban ya instalados en el pedazo de suelo que les correspondía, y se ocupaban en arreglar sus efectos, colocando a los niños en taburetes o sillitas; otros, no sabiendo dónde meterse, vagaban de un lado para otro desolados. Había niños que sólo conocían la vida hacía una semana o dos, y viejos encorvados que parecían no tener más que una semana o dos de vida por delante. Labradores que llevaban en sus botas tierra del suelo natal, y herreros cuya piel iba a dar al nuevo mundo una muestra del humo de Inglaterra; en el poco espacio del entrepuente habían encontrado medio de amontonarse muestras de todas las edades y estados.

Lanzando una mirada a mi alrededor, me pareció ver, sentada al lado de uno de los pequeños Micawber, una mujer cuyo aspecto me recordaba a Emily. Otra mujer se inclinó hacia ella, abrazándola, y después se alejó rápidamente a través de la multitud, dejándome un vago recuerdo de Agnes. Pero en medio de la confusión general y del desorden de mis pensamientos, la perdí de vista, y ya sólo vi una cosa: que daban la señal de dejar el puente a todos los que no partían; que mi buena Peggotty lloraba a mi lado, y que mistress Gudmige se ocupaba activamente en arreglar las cosas de míster Peggotty, con la ayuda de una joven vestida de negro, que me volvía la espalda.

—¿Tiene usted algo más que decirme, señorito Davy? —me preguntó míster Peggotty—. ¿No tiene ninguna pregunta que hacerme mientras estamos aquí todavía?

—Una sola —le dije—. ¿Martha?…

Tocó el brazo de la joven que había visto a su lado. Se volvió, y era Martha.

—¡Que Dios le bendiga! ¡Es usted el hombre más bueno de la tierra! ¿Se va con ustedes?

Ella me contestó por él deshaciéndose en lágrimas. No pude decir una palabra; pero estreché la mano de míster Peggotty; y si alguna vez he estimado y querido a un hombre en el mundo, ha sido a él.

Los que no partían abandonaban el navío. Yo tenía todavía que cumplir mi deber más penoso. Le dije lo que me había encargado que le repitiera, en el momento de su partida, el noble corazón que había dejado de latir. Se conmovió profundamente. Pero cuando, a su vez, me encargó sus afectos y sentimientos para el que ya no podía oírles, estaba yo más conmovido que él.

Había llegado el momento. Le abracé, cogí del brazo a mi antigua niñera, que lloraba, y subimos al puente. Me despedí de la pobre mistress Micawber, que continuaba esperando a su familia con inquietud, y sus últimas palabras fueron para decirme que no abandonaría nunca a míster Micawber.

Volvimos a bajar a nuestra barca, y a cierta distancia nos, detuvimos para ver al barco tomar su impulso. El sol se ponía. El navío flotaba entre nosotros y el cielo rojizo; se veía el menor de sus cables y cuerdas en aquel fondo deslumbrante. Resultaba tan bello, tan triste, y al mismo tiempo tan alentador, el ver al glorioso barco, inmóvil todavía sobre el agua débilmente agitada, con todo su cargamento, con todos sus pasajeros reunidos en multitud en el puente, silenciosos, con las cabezas desnudas. Nunca había visto nada semejante.

El silencio sólo duró un momento. El viento levantaba las velas; el barco empezó a moverse; resonaron tres ¡hurras!, salidas de todas las barcas, y, repetidas a bordo, fueron de eco en eco a morir en la orilla. El corazón se desfallecía a la vista de los pañuelos y de los sombreros que se movían en señal de adiós, y entonces fue cuando la vi.

La vi, al lado de su tío, todavía temblorosa, estrechándose contra él. Y él nos la enseñaba. Nos vio, y me envió con la mano un último adiós. ¡Adiós, pobre Emily, bella y frágil planta arrastrada por la tormenta! ¡Agárrate a él con toda la confianza que lo deje tu corazón roto, pues él te agarra a ti con toda la fuerza de su inmenso amor!…

Entre los matices sonrosados del cielo, Emily, apoyada en su tío, y él sosteniéndola en su brazo, pasaron majestuosamente y desaparecieron. Cuando llegamos a la orilla, la noche había caído sobre las colinas de Kent… y también, tenebrosa, sobre mí.

Capítulo 18

Ausencia

Fue una noche muy larga y muy tenebrosa, turbada por tantas esperanzas perdidas, por tantos recuerdos queridos, por tantos errores, por tantas penas.

Dejé Inglaterra sin comprender bien todavía la fuerza del golpe que había sufrido. Dejé todo lo que me era querido, y me fui. Creía que todo terminaría así. Como cuando un soldado acaba de recibir un balazo mortal, y todavía no se da cuenta siquiera de que está herido, yo, solo con mi corazón indisciplinado, tampoco me daba cuenta de la profunda herida contra la que tenía que luchar.

Por fin fui percatándome, pero poco a poco, lentamente. El sentimiento de desolación que llevaba al alejarme se hacía a cada instante más profundo. Al principio sólo era un sentimiento vago y penoso de tristeza y de soledad; pero después fue transformándose por grados imperceptibles en una pena sin esperanzas por todo lo que había perdido: amor, amistad, interés; por todo lo que el amor había roto en mis manos: la primera fe, el primer afecto, el sueño entero de mi vida. Ya no me quedaba nada más que un vasto desierto, que se extendía a mi alrededor irrompible, hacia el horizonte oscuro.

Si mi dolor era egoísta, yo no me daba cuenta. Lloraba por mi «mujer-niña», arrebatada tan joven. Lloraba por el que hubiera podido ganar la amistad y la admiración de todos, igual que había sabido ganarse la mía. Lloraba por el pobre corazón roto que había encontrado descanso en el mar enfurecido, y por los restos diseminados de aquella casa donde había oído sonar el viento de la noche cuando yo era niño.

No veía ninguna esperanza de salida a la tristeza, acumulada donde había caído. Iba de un lado a otro llevando mi pena conmigo. Sentía todo el peso de aquel fardo que me doblaba, y mi corazón pensaba que nunca podría verse libre de él.

En aquellos momentos de depresión creía que iba a morir. A veces pensaba que por lo menos quería morir al lado de los míos, y volvía hacia atrás, para estar más cerca. Otras veces continuaba mi camino e iba de pueblo en pueblo, persiguiendo no sé qué ante mí y queriendo dejar detrás tampoco sé el qué.

Me sería imposible describir una a una todas las fases de tristeza por las que pasé en mi desesperación. Hay sueños de esos que no podrían describirse más que de una manera vaga e imperfecta, y cuando trato de recordar aquella época de mi vida, me parece que es un sueño de esos, que me viene a la memoria. Veo de pasada ciudades desconocidas, palacios, catedrales, templos, cuadros, castillos y tumbas; calles fantásticas, todos los viejos monumentos de la historia y de la imaginación. Pero no los veo, los sueño, llevando siempre mi penosa carga y dándome cuenta apenas de los objetos que pasan y desaparecen. No ver nada, no oír nada, únicamente absorto en mi dolor, esa fue la noche que cayó sobre mi corazón indisciplinado. Pero salgamos de ello, como yo terminé por salir, a Dios gracias… Ya es hora de sacudir este largo y triste sueño.

Durante muchos meses viajé así, con una nube oscura en el espíritu. Razones misteriosas parecían impedirme tomar el camino de mi casa y animarme a proseguir mi peregrinación. Tan pronto iba de un sitio a otro, sin detenerme en ninguna parte, como permanecía mucho tiempo en el mismo lugar, sin saber por qué. No tenía sentido. Mi espíritu no encontraba sostén en ninguna parte.

Estaba en Suiza; había salido de Italia atravesando los Alpes, y erraba con un guía por los senderos apartados de las montañas. No sé si aquellas soledades majestuosas hablaban a mi corazón; pero había algo maravilloso y sublime para mí en aquellas alturas prodigiosas, en aquellos precipicios horribles, en aquellos torrentes que rugían, en aquellos caos de nieve y de hielo… Fue lo único de que me di cuenta.

Una tarde, antes de la puesta de sol, bajaba al fondo de un valle, donde pensaba pasar la noche. A medida que seguía el sendero alrededor de la montaña desde donde acababa de ver al sol muy por encima de mí, creí sentir el placer de lo bello y el instinto de una felicidad tranquila despertarse en mí bajo la dulce influencia de aquella paz y reanimar en mi corazón una llama de aquellas emociones desde hacía tanto tiempo olvidadas. Recuerdo que me detuve con una especie de tristeza en el alma, que ya no se parecía al agotamiento de la desesperación. Recuerdo que estuve a punto de creer que podía operarse en mí algún cambio feliz.

Bajé al valle en el momento en que el sol doraba las cimas, cubiertas de nieve, que iban a ocultarle como una nube eterna. La base de las montañas que formaban la garganta donde se encontraba el pueblo era de fresca vegetación, y por encima de aquel alegre verdor crecían los sombríos bosques de pinos, que cortaban la nieve, sosteniendo las avalanchas. Más arriba se veían las rocas grisáceas, los senderos, los hielos, y pequeños oasis de pastos, que se perdían en la nieve que coronaba la cima de los montes. Aquí y allí, en las laderas, se veían puntos en la nieve, y cada punto era una casa. Todos aquellos hoteles solitarios, aplastados por la grandeza sublime de las cimas gigantescas que los dominaban, parecían de juguete. Lo mismo ocurría con el pueblo, agrupado en el valle, con su puente de madera sobre el arroyo, que caía en cascada y corría con ruido en medio de los árboles. A lo lejos, en la calma de la tarde, se oía una especie de canto: eran las voces de los pastores; y viendo una nube, deslumbrante con el fuego del sol, que se ponía, casi me pareció que salían de ella los acentos de aquella música serena que no es de la tierra. De pronto, en medio de aquella grandeza imponente, la voz, la gran voz de la naturaleza me habló. Dócil a su influencia secreta, apoyé en el musgo mi cabeza fatigada y lloré, pero como no había llorado desde la muerte de Dora.

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