David Copperfield (123 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Algunos momentos antes había encontrado un paquete de cartas que me esperaban, y había salido del pueblo para leerlas mientras me preparaban la comida. Otros paquetes se habían perdido, y no había recibido nada hacía mucho tiempo. Aparte de alguna línea diciendo que estaba bien y que había llegado aquí o allá, yo no había tenido fuerzas para escribir ni una sola carta desde mi partida.

Tenía el paquete en las manos y lo abrí. La letra era de Agnes.

Era dichosa, como nos había asegurado, al sentirse útil. Y tenía éxito sin esfuerzo, como había esperado. Era todo lo que me hablaba de ella. Después hablaba de mí.

No me daba consejos, no me hablaba de mis deberes; me decía únicamente, con su fervor acostumbrado, que tenía confianza en mí. Me decía que sabía que con mi carácter no dejaría de sacar una lección saludable de la pena que me había tocado. Que sabía que las pruebas y el dolor no harían más que elevar y fortificar mi alma. Estaba segura de que ahora daría a mis trabajos un fin más noble y más firme. Se alegraba de la fama que ya tenía mi nombre, y esperaba con impaciencia los éxitos que todavía lo ilustrarían, pues estaba segura de que continuaría trabajando. Sabía que a mi corazón, como a todos los corazones buenos y elevados, la aflicción les da fuerzas. Del mismo modo que las desgracias de mi infancia habían hecho de mí lo que ya era, las desgracias mayores, agudizando mi valor, me harían todavía mejor para que pudiera transmitir a los demás, en mis libros, todo lo que yo había aprendido. Me encomendaba a Dios, que había acogido en su reposo a mi inocente tesoro; me repetía que me quería siempre como una hermana y que su pensamiento me seguía por todas partes, orgullosa de lo que había hecho e infinitamente más orgullosa todavía de lo que estaba destinado a hacer.

Guardé la carta en mi pecho, y pensé en lo que era una hora antes. Cuando escuchaba las voces lejanas, y veía las nubes de la tarde tomar un tinte más sombrío, y todos los matices del valle borrarse, la nieve dorada de las cumbres se confundía con el cielo pálido de la noche, y sentí la noche de mi alma pasar, y desvanecerse con aquellas sombras y aquellas tinieblas. El amor que sentía por ella no tenía nombre; más querida para mí de lo que lo había sido nunca…

Releí muchas veces su carta, y le escribí antes de acostarme. Le dije que había necesitado mucho su ayuda; que sin ella no sería ni hubiera sido nunca lo que me decía, pero que ella me daba la ambición de serlo y el valor de intentarlo.

Lo intenté, en efecto. Faltaban tres meses para que hiciera un año de mi desgracia. Decidí no tomar ninguna resolución antes de que expirase aquel plazo, y, en cambio, tratar de responder a la estimación de Agnes. Aquel tiempo lo pasé todo en el valle en que estaba y en sus alrededores.

Transcurridos los tres meses decidí permanecer todavía durante cierto tiempo lejos de mi país, y establecerme por de pronto en Suiza, que se me había hecho querida por el recuerdo de aquella tarde. Después volví a tomar la pluma y a ponerme al trabajo.

Seguía humildemente los consejos de Agnes; interrogaba a la naturaleza, a quien nunca se la interroga en vano; ya no rechazaba lejos de mí los afectos humanos. Pronto tuve casi tantos amigos en el valle como los había tenido en Yarmouth, y cuando los dejé, en el otoño, para ir a Ginebra, y cuando volví a encontrarlos en la primavera, su sentimiento y su acogida me llegaban al corazón, como si me lo dijeran en mi lengua.

Trabajé mucho y con paciencia. Me ponía temprano y me quitaba tarde. Escribí una historia triste, con un asunto no muy alejado de mi desgracia, y la envié a Traddles, que gestionó su publicación, de una manera muy ventajosa para mis intereses; y el ruido de mi reputación creciente llegó hasta mí con los viajeros que encontraba en mi camino. Después de haberme distraído y descansado un poco, volví a ponerme al trabajo con mi antiguo ardor sobre un nuevo asunto de ficción. A medida que avanzaba en aquella tarea me apasionaba más y ponía en ella toda mi energía. Era mi tercer trabajo de ficción. Había escrito, poco más o menos, la mitad cuando en un intervalo de reposo pensé en volver a Inglaterra.

Desde hacía mucho tiempo, sin perjudicar a mi trabajo paciente, me había dedicado a ejercicios robustos. Mi salud, gravemente alterada cuando dejé Inglaterra, se había restablecido por completo. Había visto mucho, había viajado mucho, y creo que había aprendido algo en mis viajes.

Ahora ya he contado todo lo que me parecía necesario decir sobre esta larga ausencia… Sin embargo, he hecho una reserva. La he hecho; pero no porque tuviera intención de callar ni uno solo de mis pensamientos, pues, ya lo he dicho, estas son mis memorias; pero he querido guardar para el fin, este secreto envuelto en el fondo de mi alma. Ahora llego a él.

No consigo entrar por completo en este misterio de mi propio corazón, y, por lo tanto, no puedo decir en qué momento empecé a pensar que hubiera podido hacer a Agnes el objeto de mis primeras y más queridas esperanzas. No puedo decir en qué época de mi pena empecé a pensar que en mi despreocupada juventud había arrojado lejos de mí el tesoro de su amor. Quizás había cogido algún murmullo de este lejano pensamiento cada vez que había tenido la desgracia de sentir la pérdida o la necesidad de ese algo que no debía nunca realizarse y que faltaba a mi felicidad. Pero era un pensamiento que no había querido acoger, cuando se había presentado, más que como un sentimiento mezclado de reproches para mí mismo, cuando la muerte de Dora me dejo triste y solo en el mundo.

Si en aquella época hubiera estado yo cerca de Agnes, quizá, en mi debilidad, hubiese traicionado aquel sentimiento íntimo. Y ese fue al principio el temor vago que me empujaba lejos de mi país. No me hubiera resignado a perder la menor parte de su afecto de hermana, y mi secreto, una vez escapado, hubiera puesto entre nosotros una barrera hasta entonces desconocida.

Yo no podía olvidar la clase de afecto que ella tenía ahora por mí y que era obra mía; pues si ella me había querido de otro modo, y a veces pensaba que quizá fuera así, yo la había rechazado. Cuando éramos niños me había acostumbrado a considerarla como una quimera, y había dado todo mi amor a otra mujer. No había hecho lo que hubiese podido hacer; y si Agnes hoy era para mí lo que era, una hermana y no una amante, yo lo había querido, y su noble corazón había hecho lo demás.

Al principio del cambio que gradualmente se operaba en mí, cuando ya empezaba a reconocerme y observarme, pensaba que quizá algún día, después de una larga espera, podría reparar las fuerzas del pasado; que podría tener la felicidad indecible de casarme con ella. Pero, al transcurrir, el tiempo se llevaba aquella lejana esperanza. Si me había amado, ¿no debía ser todavía más sagrada para mí recordando que había recibido todas mis confidencias? ¿No se había sacrificado para llegar a ser mi hermana y mi amiga? Y si, por el contrario, nunca me había amado, ¿podría esperar que me quisiera ahora? ¡Me había sentido siempre tan débil en comparación con su constancia y su valor! Y ahora lo sentía todavía más. Y aunque antes hubiera sido digno de ella, ya había pasado aquel tiempo. La había dejado huir lejos de mí, y me merecía el castigo de perderla.

Sufrí mucho en aquella lucha; mi corazón estaba lleno de tristeza y de remordimientos, y, sin embargo, sentía que el honor y el deber me obligaban a no ir a ofrecer a una persona tan querida mis esperanzas desvanecidas, después de que por un capricho frívolo las había llevado a otro lado cuando estaban en toda su frescura y juventud. No trataba de ocultarme que la quería, que la quería para siempre; pero me repetía que era demasiado tarde para poder cambiar en nada nuestras relaciones mutuas.

Había reflexionado mucho en lo que me decía mi Dora, cuando me hablaba en sus últimos momentos, de lo que nos hubiese ocurrido si hubiéramos tenido que pasar más tiempo juntos; había comprendido que a veces las cosas que no suceden producen sobre nosotros tanto efecto como las que suceden en realidad. Aquel porvenir de que ella se asustaba por mí era ahora una realidad que el cielo me enviaba para castigarme, como lo hubiese hecho antes o después, aun al lado suyo, si la muerte no nos hubiera separado antes. Traté de pensar en todos los resultados felices que hubiera producido en mí la influencia de Agnes para ser más animoso y menos egoísta, más atento a velar sobre mis defectos y a corregir mis errores. Y así, a fuerza que pensar en lo que hubiera podido ser, llegué a la convicción sincera de que aquello no sería nunca.

Ésta era la arena movediza de mis pensamientos, las perplejidades y dudas en que pasé los tres años transcurridos desde mi partida hasta el día en que emprendí mi regreso a la patria. Sí; hacía tres años que el barco cargado de emigrantes se había echado a la mar, y tres años después, a la misma hora, en el mismo sitio, a la puesta de sol, estaba yo de pie en el puente del barco que me traía a Inglaterra, con los ojos fijos en el agua matizada de rosa, donde había visto reflejarse la imagen de aquel barco.

Tres años. Es mucho tiempo en un sentido, aunque sea corto en otro. Y mi país me resultaba muy querido, y Agnes también… pero no era mía… nunca sería mía… Eso hubiese podido ser; pero ya había pasado el tiempo…

Capítulo 19

Regreso

Desembarqué en Londres, en una tarde fría de otoño. Estaba oscuro y lluvioso, y en un momento vi más niebla y barro que los que había visto en un año. Por no encontrar coche, fui a pie desde Custom House hasta el Monument; y mirando las fachadas de las casas y las hinchadas goteras, que eran como viejas amigas mías, no podía por menos que pensar que eran unas amigas algo sucias.

He notado a menudo (y supongo que a mucha gente le habrá ocurrido otro tanto) que el marcharse uno de un sitio que le es familiar parece ser la señal para que ocurran en él muchos cambios. Mirando por la ventanilla del coche observé que una vieja casa de Fish-Street Hill, que seguramente no había visto, desde hacía un siglo, pintores, carpinteros ni albañiles, la habían derribado durante mi ausencia, y que una calle cercana, célebre por su insalubridad y mal estado, había sido dragada y ensanchada. ¡Casi esperaba encontrarme la catedral de Saint Paul envejecida!

También estaba preparado para encontrar cambios de fortuna en mis amigos. Hacía tiempo que mi tía había vuelto a establecerse en Dover, y Traddles había empezado a tener, poco tiempo después de mi marcha, cierto nombre como abogado. Ahora ocupaba unas habitaciones en Gray's Inn, y me había dicho en sus últimas cartas que tenía ciertas esperanzas de unirse en breve a la chica más encantadora del mundo.

Me esperaban en casa antes de Navidad; pero no creían que volviera tan pronto. Los había engañado a propósito, para tener el gusto de sorprenderlos. Y, sin embargo, era tan injusto, que sentía un escalofrío de disgusto al no verme esperado por nadie, y rodaba solo y silencioso entre las sombrías calles.

Las tiendas tan conocidas, con sus alegres luces, me animaron algo, y cuando me apeé en la puerta del café de Gray's Inn recobré mi buen humor. Al principio recordé aquellos tiempos tan diferentes, cuando dejé Golden Cross, y los cambios que habían acaecido desde entonces; pero aquello era natural.

—¿Sabe usted dónde vive míster Traddles? —le pregunté al camarero, mientras me calentaba en la chimenea del café.

—Holtom Court, señor, número dos.

—¿Creo que míster Traddles empieza a tener una fama cada vez mayor entre los abogados? —dije.

—Es posible —contestó el camarero—; pero yo no estoy enterado.

Este camarero, de edad madura y flaco, pidió ayuda a otro de más autoridad (hombre fuerte, con gran papada, vestido de calzón corto negro), que se levantaba de un sitio que parecía un banco de sacristía, en el fondo del café, donde estaba en compañía de la caja, del libro de direcciones y de otros libros y papeles.

—Míster Traddles —dijo el camarero flaco—, número dos en la Court.

El majestuoso camarero le hizo seña con la mano de que podía retirarse, y se volvió gravemente hacia mí.

—Preguntaba —dije yo— si míster Traddles, que vive en el número dos, en Court, no tiene una fama cada vez mayor entre los abogados.

—Nunca he oído su nombre —dijo el camarero, con una hermosa voz de bajo.

Me sentí humillado, por Traddles.

—Será muy joven seguramente —dijo el portentoso camarero fijando sus ojos severamente en mí—. ¿Cuánto tiempo hace que ejerce?

—No más de tres años —dije yo.

El camarero, que yo suponía que hacía cuarenta años que vivía en su banco de sacristía, no podía interesarse por un asunto tan insignificante, y me preguntó qué quería para comer.

Me sentía en Inglaterra otra vez, y estaba realmente triste por lo que había oído de Traddles. No tenía suerte. Pedí con timidez un poco de pescado y un bistec, y me quedé de pie delante del fuego, meditando sobre la oscuridad de mi pobre amigo.

Seguía al camarero con mis ojos, y no podía dejar de pensar que el jardín en que había florecido aquella planta era un sitio difícil para crecer. Tenía un aire tan tieso, tan antiguo, tan ceremonioso, tan solemne. Miré alrededor de la habitación, cuyo suelo habían cubierto de arena, sin duda del mismo modo que se hacía cuando el camarero mayor era un niño, si alguna vez lo fue, lo cual me parecía dudoso. Y miré a las mesas relucientes, en las que me veía reflejado en el mismo fondo de la antigua caoba; y a las lámparas, sin una sola raja en sus colgajos tan limpios; y a los confortables cortinajes verdes, con sus pulimentadas anillas de cobre, cerrando cuidadosamente cada departamento; y a las dos grandes chimeneas de carbón que ardían resplandecientes; y a las filas de jarras jactanciosas, como demostrando que en la cueva no costaba trabajo encontrar viejas barricas poseedoras de buen vino de Oporto; y me decía que, en Inglaterra, tanto la fama como el foro eran muy difíciles de ser tomados por asalto. Subí a mi dormitorio para mudar mis ropas húmedas, y la espaciosa habitación de viejo entarimado (que recuerdo que estaba encima del paseo de arcos que daba a Inn), y la apacible inmensidad del lecho de cuatro columnas, y la indomable gravedad de los ventrudos cajones, todo, parecía cernirse austeramente sobre la fortuna de Traddles o de cualquier aventurada juventud. Bajé otra vez a comer, y la misma solemnidad de la comida y el ordenado silencio del establecimiento, vacío de clientes, pues no habían terminado aún las vacaciones, parecía condenar con elocuencia la audacia de Traddles y de sus pequeñas esperanzas, que todavía tendrían que esperar lo menos veinte años.

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