Volví a la posada, y después de lavarme y arreglarme traté de dormir; pero era en vano. Eran las cinco de la tarde. No había estado sentado ni cinco minutos junto al fuego, cuando el camarero que vino a atizarlo (una disculpa para charlar) me dijo que dos barcos carboneros se habían ido a pique con toda su gente a unas pocas millas, y que otros barcos estaban luchando contra el temporal en gran peligro de estrellarse contra las rocas. «Que Dios los perdone —dijo—, si tenemos otra noche como la última.»
Estaba muy deprimido, muy solo, y me turbaba la idea de que Ham no estuviera en su casa. Los últimos sucesos me habían afectado seriamente, sin que yo supiera hasta qué punto, y el haber estado expuesto a la tormenta durante tanto tiempo me había atontado la cabeza. Estaban tan embrolladas mis ideas, que había perdido la norma del tiempo y la distancia. De modo que no me hubiera sorprendido nada encontrarme por aquellas calles con personas que yo sabía que tenían que estar en Londres. Había en mi mente un vacío extraño respecto a estas ideas; pero mi memoria estaba muy ocupada con los recuerdos claros y vivos que este lugar despertaba en mí.
Estando en aquel estado, sin ningún esfuerzo de voluntad, combiné lo que me acababa de contar el camarero con mis extraños temores acerca de Ham. Me temía su vuelta de Lowestoft por mar, y su naufragio. Esta idea creció en mí de tal manera que resolví volver al astillero antes de comer y preguntar al botero si creía que había alguna probabilidad de que Ham volviera por mar, y, si me dejaba alguna duda, obligarle a venir por tierra yendo a buscarle.
Ordené aprisa la comida y volví al astillero con toda oportunidad, porque el botero, con una linterna en la mano, estaba cerrando la entrada. Casi se rió cuando le hice mi pregunta, y me contestó que no había miedo de que ningún hombre en sus cabales saliera a la mar con semejante galerna, y menos que nadie Ham Peggotty, que había nacido para marino.
Tranquilizado con esto y casi avergonzado de haberlo preguntado, volví a la posada. Si un vendaval como aquel podía aumentar, creo que entonces estaba aumentando. El rechinar de ventanas y puertas, el aullido del viento dentro de las chimeneas, el aparente temblor de la casa misma que me cobijaba y el prodigioso tumulto del mar eran más tremendos que por la mañana. Además, había que añadir la oscuridad, que invadía todo con nuevos terrores, reales e imaginarios.
No podía comer, no podía estar sentado, no podía prestar una atención continuada a nada. Algo dentro de mí, contestando débilmente a la tormenta exterior, revolvía lo más profundo de mi memoria, confundiéndola. Sin embargo, en el atropello de mis pensamientos, que corrían, como salvajes, al compás del mar, la tormenta y mi preocupación por Ham me angustiaban de un modo latente.
Se llevaron la comida sin que casi la probara. Intenté refrescarme con un vaso o dos de vino; pero fue inútil. Me amodorré junto al fuego, sin perder del todo la consciencia ni de los ruidos de fuera ni de donde me encontraba. Pronto se oscurecieron por un nuevo e indefinible horror, y cuando desperté (o mejor dicho, cuando sacudí la modorra que me sujetaba en mi silla) todo mi ser temblaba de un miedo sin objeto e inexplicable.
Me paseé de arriba abajo; intenté leer un periódico viejo; escuché los ruidos horribles de fuera; me entretuve viendo escenas, casas y cosas en el fuego. Por fin, el tranquilo tictac de un reloj que había en la pared me atormentó de tal modo que resolví irme a la cama.
Me tranquilizó un poco el oír decir que algunos de los criados de la posada habían decidido no acostarse aquella noche.
Me fui a la cama excesivamente cansado y aburrido; pero en el momento que me acosté todas estas sensaciones desaparecieron como por encanto, y estaba perfectamente despierto y con todos los sentidos aguzados.
Horas y horas estuve oyendo al viento y al agua, imaginándome que oía gritos en el mar; tan pronto disparaban cañonazos como oía derrumbarse las casas de la ciudad. Me levanté varias veces y miré fuera; pero nada podía ver, excepto el reflejo de la vela que había dejado encendida, y mi propia cara hosca, que me miraba reflejándose en lo negro del cristal de la ventana.
Por último, mi nerviosidad llegó a tal punto, que me vestí precipitadamente y bajé. En la gran cocina, donde distinguía las ristras de ajos y los jamones colgando de las vigas, los que estaban de guardia se habían reunido en varias actitudes alrededor de una mesa que habían corrido a propósito hacia la puerta. Una muchachita muy bonita, que tenía los ojos tapados con el delantal y los ojos fijos en la puerta, se puso a chillar cuando entré, creyendo que era un espíritu; pero los demás, que tenían más sangre fría, se alegraron de que me uniera a su compañía. Uno de ellos, refiriéndose a lo que habían estado discutiendo, me preguntó que si creía que las almas de la tripulación de los carboneros que se habían ido a pique estarían en la tormenta.
Estuve allí unas dos horas.
Una vez abrí la puerta del patio y miré a la calle, vacía. Las algas, la arena y los copos de espuma seguían arrastrándose, y tuve que pedir ayuda para conseguir cerrar la puerta contra el viento.
Cuando por fin volví a mi cuarto oscuro y solitario estaba tan cansado que me metí en la cama y me quedé profundamente dormido. Sentí como si me cayera de una alta torre a un precipicio, y aunque soñé que estaba en sitios muy distintos y veía otras escenas, en mi sueño oía soplar al vendaval. Por fin perdí este pequeño lazo que me unía con la realidad y soñé que estaba con dos amigos míos muy queridos, pero que no sé quienes eran, en el sitio de una ciudad rodeada de cañonazos.
El ruido del cañón era tan fuerte e incesante, que no podía oír una cosa que estaba deseando oír, hasta que, haciendo un gran esfuerzo, me desperté. Estábamos en pleno día, entre ocho y nueve de la mañana; la tormenta atronaba en lugar de las baterías, y alguien me llamaba dando golpes en la puerta.
—¿Qué pasa? —grité.
—¡Un naufragio muy cerca!
Salté de la cama y pregunté:
—¿Qué naufragio?
—Una goleta española o portuguesa, cargada con fruta y vinos. Dése prisa si quiere verlo. Creo que está cerca de la playa y que se hará pedazos muy pronto.
La voz excitada se alejaba alborotando por la escalera; me vestí lo más aprisa que pude y corrí a la calle.
Un público numeroso estaba allí antes de que yo llegara, todos corriendo en la misma dirección a la playa. Corrí yo también, adelantando a muchos, y pronto llegué frente al mar enfurecido.
Puede que el viento hubiera amainado un poco, pero tan poco como si en el cañoneo con que yo soñaba, que era de cientos de cañones, hubieran callado una media docena de ellos. Pero el mar, que tenía sumada toda la agitación de la noche, estaba infinitamente más terrible que cuando yo lo había dejado de ver. Parecía como si se hubiera hinchado, y la altura donde llegaban las olas, y cómo se rompían sin cesar, aumentando de un modo espantoso.
Entre la dificultad de oír nada que no fuera viento y olas, y la inenarrable confusión de las gentes, y mis primeros esfuerzos para mantenerme contra el huracán, estaba tan aturdido que miré al mar para ver el naufragio, y no vi más que las crestas de espuma de las enormes olas.
Un marinero a medio vestir, que estaba a mi lado, me apuntaba hacia la izquierda con su brazo desnudo (que tenía el tatuaje de una flecha en esa misma dirección). Entonces; ¡cielo santo!, lo vi muy cerca, casi encima de nosotros.
Tenía la goleta uno de los palos rotos a unos seis a ocho pies del puente, tumbado por encima de uno de los lados, enredado en un laberinto de cuerdas y velas; y toda esta ruina, con el balanceo y el cabeceo del barco, que eran de una violencia inconcebible, golpeaba el flanco del barco como si quisiera destrozarlo. Como que estaban haciendo esfuerzos aún entonces para cortarlos, y al volverse la goleta, con el balance, hacía nosotros vi claramente a su tripulación, que trabajaba a hachazos, especialmente un muchacho muy activo, con el pelo muy largo y rizado, que sobresalía entre todos los demás.
Pero en aquel momento un grito enorme, que se oyó por encima del ruido de la tormenta, salió de la playa; el mar había barrido el puente, llevándose hombres, maderas, toneles, tablones, armaduras y montones de esas bagatelas dentro de sus olas bullientes.
El otro palo seguía en pie, con los trapos de su rasgada vela y un tremendo enredo de cordajes que le golpeaban en todos los sentidos. «La ha cabeceado por primera vez», me dijo roncamente al oído el marinero que estaba a mi lado; pero se alzó y volvió a cabecear. Me pareció que añadía que se estaba hundiendo, como era de suponer, porque los golpes de mar y el balanceo eran tan tremendos que ninguna obra humana podría soportarlos durante mucho tiempo. Mientras hablaba se oyó otro grito de compasión, que salía de la playa; cuatro hombres salieron a flote con los restos del barco, trepando por los aparejos del último mástil que quedaba; iba el primero el activo muchacho de cabellos rizados.
Había una campana a bordo; y mientras la goleta, como una criatura que se hubiera vuelto loca, furiosa cabeceaba y se bamboleaba, enseñándonos tan pronto la quilla como el puente desierto, la campana parecía tocar a muerte. Volvió a desaparecer y volvió a alzarse. Faltaban otros dos hombres. La angustia de las gentes de la playa aumentó. Los hombres gemían y se apretaban las manos; las mujeres gritaban volviendo la cabeza. Algunos corrían de arriba abajo en la playa, pidiendo socorro, cuando no se podía socorrer. Yo me encontraba entre ellos, implorando como loco, a un grupo de marineros que conocía, que no dejasen perecer a aquellas dos criaturas delante de nuestros ojos.
Ellos me explicaban con mucha agitación (no sé cómo, pues lo poco que oía no estaba casi en disposición de entenderlo) que el bote salvavidas había intentado con valentía socorrerlos hacía una hora, pero que no pudo hacer nada; y como ningún hombre estaba tan desesperado como para arriesgarse a llegar nadando con una cuerda y establecer una comunicación con la playa, nada quedaba por intentar. Entonces noté que se armaba un revuelo entre la gente, y vi adelantarse a Ham, abriéndose paso por entre los grupos.
Corrí hacia él (puede que a repetir mi demanda de socorro); pero aunque estaba muy aturdido por un espectáculo tan terrible y tan nuevo para mí, la determinación pintada en su rostro y en su mirada fija en el mar (exactamente la misma mirada que tenía la mañana después de la fuga de Emily) me hicieron comprender el peligro que corría. Le sujeté con los dos brazos, implorando a los hombres con quienes había estado hablando que no le escucharan, que no cometieran un asesinato, que no le dejaran moverse de la playa.
Otro grito se elevó de entre la multitud, y al mirar a los restos de la goleta vimos que la vela cruel, a fuerza de golpes, había arrancado al hombre que estaba más bajo, de los dos que quedaban, y envolvía de nuevo la figura activa que quedaba ya sola en el mástil.
Contra aquel espectáculo y contra la determinación de un hombre tranquilo, acostumbrado a imponerse a la mitad de la gente allí reunida, todo era inútil; lo mismo podía amenazar al viento.
—Señorito Davy —me dijo apretándome las dos manos—, si mi día ha llegado, es que ha llegado, y si no, pronto nos veremos. ¡Que Dios le bendiga y nos bendiga a todos! ¡Compañeros, preparadme, porque voy a salir!
Me arrastraron suavemente a alguna distancia, donde la gente me rodeó para no dejarme marchar, argumentándome que, puesto que se había propuesto socorrerle, lo haría con o sin ayuda de nadie, y que ya no hacía más que dificultar las precauciones que estaban tomando para su seguridad. No sé lo que les dije ni lo que me contestaron; pero vi hombres que trajinaban en la playa, y otros que corrían con las cuerdas de un cabestrante cercano, y se metían en un círculo de gentes que me lo escondían. Luego lo vi, en pie, solo, vestido con su traje de mar: con una cuerda en la mano o arrollada a la muñeca, otra alrededor de la cintura, que él mismo iba soltando al andar y en el extremo varios de los hombres más fuertes la sujetaban.
La goleta se hundía delante de nuestros ojos. Vi que se abría por el centro y que la vida del hombre sujeto al mástil pendía de un hilo nada más; pero él se agarraba fuertemente. Tenía puesto un extraño gorro rojo (no de mejor color que el de los marineros), y mientras las pocas tablas que le separaban del abismo se balanceaban y se doblaban, y la campana se anticipaba a tocar a muerto, todos le vimos hacemos señas con su gorro, y yo creí que me volvía loco, porque aquel gesto me trajo a la memoria el recuerdo de un amigo que me fue muy querido.
Ham, en pie, miraba al mar, solo, con el silencio de la respiración contenida; detrás de él, y ante él, la tormenta. Por fin, aprovechando una gran ola que se retiraba, miró a los que sujetaban la cuerda, para que la largasen, y se precipitó en el agua; en un momento se puso a luchar fieramente, subiendo con las colinas, bajando con los valles, perdido en la espuma y arrastrado a tierra por la resaca. Pronto le arriaron con la cuerda.
Se había herido. Desde donde estaba le vi la cara ensangrentada; pero él no se fijaba en semejante cosa. Me pareció que daba algunas órdenes para que le dejaran los movimientos más libres (o por lo menos así lo juzgué yo al ver cómo accionaba) y otra vez volvió a lanzarse al agua.
Ahora se acercaba a la goleta, subiendo con las colinas, cayendo a los valles, perdido bajo la ruda espuma, traído hacia la playa, llevado hacia el barco, en una lucha muy dura y muy valiente. La distancia no era nada, pero la fuerza del mar y del viento hacían la contienda mortal. Por fin se acercó a la goleta. Estaba tan cerca ya, que con una de sus brazadas vigorosas hubiera podido llegar y agarrarse; pero una montaña de agua verde altísima se abalanzó sobre él y el barco desapareció.
Vi algunos fragmentos arremolinados, como si sólo un tonel se hubiera roto al ser rodado para cargarlo en algún barco. La consternación se pintaba en todos los semblantes. Lo sacaron del agua y lo trajeron hasta mis mismos pies insensible, muerto.
Se lo llevaron a la casa más cercana, y como ya nadie me prohibía que me acercase a él, me quedé probando todos los medios posibles para hacerle volver en sí; pero aquella ola terrible le había dado un golpe mortal, y su generoso corazón se había parado para siempre.
Cuando, después de haberlo intentado todo y perdida la última esperanza, estaba sentado junto a la cama, un pescador que me conocía desde que Emily y yo éramos niños, murmuró mi nombre desde la puerta.