David Copperfield (115 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

—Pero es con buena intención —dijo tiernamente mistress Micawber.

—Estoy segura, amor mío —contestó míster Micawber—, que lo hace con la mejor intención del mundo; pero hasta ahora no ves demasiado para qué le ha servido.

El aspecto negativo le volvió a míster Micawber, y preguntó, un poco enfadado, qué querían que hiciese. Si creían que podía improvisarse un carpintero, o un herrero, sin aprendizaje. Eso era lo mismo que pedirle que volara sin ser pájaro. Si querían que abriera una botica en la calle de al lado, o si querían que se presentara en la Audiencia y que se proclamase él mismo abogado. ¿O querían que cantase en la ópera y obtuviera éxito a fuerza de violencia? ¿Qué querían que hiciera, si no le habían enseñado nada?

Mi tía reflexionó un momento, y dijo luego:

—Míster Micawber, me sorprende que no haya usted pensado nunca en emigrar.

—Señora —contestó míster Micawber—, ha sido el sueño dorado de mi juventud y la aspiración feliz de mi edad madura. (Estoy plenamente convencido de que jamás había pensado semejante cosa.)

—¡Ay! —dijo mi tía, lanzándome una mirada—, ¡qué cosa más buena sería para ustedes y su familia, míster y mistress Micawber, que emigraran ahora!

—Sí; pero… ¿y el capital, señora? —exclamó míster Micawber tétricamente.

—Ésta es la principal, y puedo decir la única, dificultad, mi querido míster Copperfield —asintió su mujer.

—¿Capital? —exclamó mi tía—. ¡Pero nos están haciendo y nos han hecho ya un gran servicio, y puedo decir que seguramente saldrían todavía muchas cosas de este fuego! ¿Qué mejor cosa podríamos hacer por ustedes que procurarles el capital para ese objetivo?…

—No lo recibiría como donativo —dijo míster Micawber con fuego y animación—; pero si pudieran adelantarme una suma suficiente, al cinco por ciento de interés anual, bajo mi responsabilidad personal, podría reembolsarlo poco a poco; por ejemplo, en una fecha de doce, dieciocho o veinticuatro meses, para darme tiempo.

—¿Si se pudiera? Sí que se puede, y se hará —dijo mi tía—, si a ustedes les conviene. Piénsenlo bien ahora los dos. David tiene amigos que marcharán dentro de poco a Australia. Si ustedes se deciden a irse, ¿por qué no aprovechar el mismo barco? Podían ayudarse mutuamente. Piénsenlo bien, míster y mistress Micawber; piénsenlo con tiempo.

—Una sola pregunta quisiera hacer, mi querida señora —dijo mistress Micawber—: ¿Es sano el clima?

—Es el mejor clima del mundo —contestó mi tía.

—Muy bien —dijo mistress Micawber—. Entonces mi pregunta es la siguiente: ¿Son las circunstancias de ese país tales que un hombre como míster Micawber pudiera elevarse en la escala social? No quiero decir que por ahora aspire a ser gobernador o algo por el estilo; pero ¿encontraría él un campo de acción amplio para el desenvolvimiento de sus facultades?

—¡En ningún sitio lo encontraría más amplio! —dijo mi tía—; para un hombre que sabe comportarse y es trabajador.

—«Para un hombre que sabe comportarse y es trabajador» —repitió lentamente mistress Micawber—. Muy bien. Es evidente que Australia es la esfera de acción adecuada a míster Micawber.

—Estoy convencido, mi querida señora —dijo míster Micawber—, que es, en las circunstancias actuales, el único país propio para mí y para mi familia, y que algo extraordinario nos está reservado en esa costa desconocida. No hay distancia, relativamente; y aunque conviene pensar en su proposición, le aseguro que es sólo cuestión de forma.

No olvidaré nunca cómo en un momento se transformó en un hombre temerario, ardiente y lleno de locas esperanzas; y cómo al instante mistress Micawber empezó a hablar de las costumbres del canguro. Jamás pensaré en era carne de Canterbury, en día de feria, sin recordar el aire resuelto con que andaba a nuestro lado, adoptando ya los modales bruscos y despreocupados de un colono de aquellas tierras y mirando a las reses que pastaban como si ya fuera un labrador australiano.

Capítulo 13

Otra mirada retrospectiva

Aún me detendré otra vez a mirarte, ¡oh, mi «mujer-niña»! Veo delante de mí, entre el tropel de gentes que se agitan en mi memoria, una figura tranquila y quieta que me dice, con su amor inocente y con su infantil belleza: «Detente a pensar en mí; vuélvete a mirar al "Capullito" que va a marchitarse».

Me vuelvo, y todo lo demás se borra y desaparece. Estoy otra vez con Dora, en nuestra casa. No sé cuánto tiempo lleva enferma. Me he acostumbrado de tal modo a compadecerla, que no puedo calcular el tiempo. No es que hayan pasado muchos meses ni muchas semanas; pero para mí ha sido una época muy triste y muy larga.

Ya no me dicen: «Espera todavía unos cuantos días más». He empezado a temer que puede no llegar a brillar el día en que vuelva a ver a mi mujercita corriendo al sol, con su viejo amigo Jip.

Se ha vuelto muy viejo de repente el pobre Jip. Puede que la eche de menos; tenía algo de su ama, que le animaba, rejuveneciéndole; ya no ve apenas, y se arrastra débilmente.

A mi tía le entristece que no le gruña ya cuando se acerca a la cama de Dora, donde él está tumbado; ahora se acerca, y suavemente le lame las manos.

Dora, acostada, nos sonríe con su encantadora carita, y no deja escapar ni una palabra de queja ni de desagrado. Dice que somos muy buenos con ella; que su querido niño y enfermero se agota por mimarla; que lo sabe muy bien; que mi tía no duerme, y que, sin embargo, siempre está dispuesta, activa y servicial. Algunas veces sus dos tías vienen a verla, y entonces charlamos del día de nuestra boda y de todo aquel tiempo feliz.

¡Qué extraño reposo en mi existencia de entonces, tanto interior como exteriormente, mientras estoy sentado en la habitación, ordenada y tranquila, con los ojos azules de mi «mujer-niña» vueltos hacia mí, y sus deditos jugando alrededor de mi mano! Muchas y muchas horas he pasado así; pero de todo aquel tiempo hay tres episodios que todavía tengo presentes en la imaginación.

Es por la mañana, y Dora, a quien las manos de mi tía acaban de arreglar, me enseña cómo sus preciosos cabellos se rizan todavía sobre la almohada, y lo largos y brillantes que son, y cómo le gusta tenerlos flojos en su redecilla.

—No es que esté orgullosa de ellos ahora, burlón —me dice al verme sonreír—, sino que me acuerdo de que a ti te parecían preciosos, y cuando empecé a pensar en ti me miraba al espejo y me figuraba que te gustaría mucho que te diera un rizo. ¡Oh cuántas tonterías hiciste, Doady, cuando te lo di!

—Fue el día que estabas pintando las flores que te había dado yo, Dora, y cuando te dije todo lo enamorado que estaba.

—¡Ah! Pero yo no quise decírtelo entonces, Doady. ¡Cómo llore, creyendo que de veras me querías! Cuando pueda correr como antes, Doady, iremos a ver los sitios donde hacíamos una pareja tan tonta, ¿verdad? Y pasearemos por los paseos viejos. Y no nos olvidaremos del pobre papá.

—Sí; pasaremos unos días muy felices. Pero date prisa para ponerte buena, querida.

—Sí; muy pronto me curaré, ¿lo sabes? Estoy ya mucho mejor.

Es por la tarde; estoy sentado en la misma silla, junto a la misma cama, con la misma carita vuelta hacia mí. Hemos estado callados, y una sonrisa vaga por sus labios. Ya he dejado de subir y bajar de un piso a otro mi ligera carga. Está acostada arriba todo el día.

—¡Doady!

—¡Dora querida!

—¿Te parecerá muy disparatado que después de haberme contado hace tan poco que míster Wickfield no está bueno, quiera yo que venga Agnes? Porque, si supieras, ¡tengo tantas, tantas, ganas de verla!

—Le escribiré, querida mía.

—¿De verdad?

—Enseguida.

—¡Qué bueno eres, Doady; abrázame! No es un capricho. No es un deseo tonto. Es que necesito verla.

—Estoy seguro de ello, y con sólo decírselo vendrá seguramente.

—¿Estás muy solo ahora cuando bajas al despacho? —murmura Dora, echándome los brazos al cuello.

—¿Cómo podría ser de otro modo, cariño mío, cuando veo tu silla vacía?

—¡Mi silla vacía! —dice, estrechándose contra mí todavía más—. ¿De verdad me echas de menos, Doady? —repite, mirándome y sonriéndome con alegría, ¡A mí, a una personita tonta y estúpida!

—¿Quién hay en el mundo a quien pudiera echar de menos como a ti?

—¡Oh, Doady! ¡Estoy tan contenta y tan… tan triste! —dice, abrazándome más fuerte y envolviéndome con sus dos brazos.

Se ríe, llora, se tranquiliza y por fin se pone del todo contenta.

—Del todo —dice—; sólo que tienes que mandarle mi cariño a Agnes y decirle que quiero verla; y que ya no desearé nada más.

—Excepto curarte, Dora.

—¡Ah Doady! Algunas veces pienso (ya sabes que siempre he sido una cosa tan tonta) que eso no sucederá jamás.

—¡No digas eso, Dora! ¡No lo pienses, querida mía!

—Si puedo, no lo pensaré, Doady. Pero soy muy feliz, a pesar de que mi querido Doady está tan solo frente a la silla vacía de su «mujer-niña».

Es de noche y sigo con ella; Agnes ha llegado, y ha estado con nosotros toda la mañana y la tarde. Ella, mi tía y yo hemos estado con Dora desde por la mañana. No hemos charlado mucho; pero Dora ha estado muy contenta y alegre. Ahora estamos solos.

Sé que mi mujercita-niña me abandonará muy pronto. Me lo han dicho; no me han contado nada nuevo; lo sabía; pero estoy muy lejos de haber convencido a mi corazón de esta triste verdad. No lo puedo dominar. Me he escondido hoy varias veces para llorar a solas. Me he acordado del que lloraba antes de la separación entre la vida y la muerte. He pensado en toda esta historia de compasión y de gracia. He intentado resignarme y consolarme; pero lo que no puedo creer es que el fin tiene que llegar pronto. Tengo su mano en la mía; tengo su corazón en el mío; veo su cariño hacia mí, vivo, con toda su fuerza. No puedo borrar una débil, pálida, desvanecida esperanza de que viva.

—Voy a hablarte, Doady. Te voy a decir una cosa que estaba pensando decirte desde hace mucho tiempo. No te importa, ¿verdad? —me dice con mirada cariñosa.

—¿Importarme, querida mía?

—Porque yo no sé lo que puedes pensar o lo que habrás pensado algunas veces. Quizá hayas pensado muchas veces lo mismo. Doady querido, temo haber sido demasiado chiquilla.

Apoyo mi cabeza junto a la suya, en su almohada. Ella me mira dentro de los ojos y me habla muy suavemente. Poco a poco, mientras sigue hablando, me voy dando cuenta, con el corazón dolorido, de que habla en pasado.

—Temo, querido, haber sido demasiado chiquilla; no quiero decir sólo por los años, sino en experiencia, ideas, en todo. Era una criaturita tan tonta, que quizá habría sido mejor que sólo nos hubiéramos querido como niño y niña que se quieren y se olvidan. He empezado a pensar que no era digna de ser una mujer casada.

Intenté aguantar mis lágrimas para contestarle.

—¡Oh Dora querida mía! ¡Tan digna como yo de ser marido!

—No sé —dice, sacudiendo sus tirabuzones como antiguamente—. Puede ser. Pero si yo hubiera sido mejor, puede que lo hubiese hecho serio a ti también. Además, tú eres muy inteligente, y yo nunca lo he sido.

—Hemos sido muy felices, mi dulce Dora.

—He sido muy feliz; pero cuando hubieran pasado unos años, mi pobre Doady se hubiese aburrido de su «mujer-niña». Cada vez habría sido ella menos su compañera, y él se hubiese dado más cuenta de lo que faltaba en su hogar. Ella no habría adelantado nada. Es mejor que sea lo que es.

—¡Oh Dora querida, querida Dora; no me hables así! ¡Cada palabra tuya me parece un reproche!

—No, ni una sílaba —me contesta besándome—. ¡Oh, querido mío!, nunca los has merecido, y te quiero demasiado para dirigirte una sola palabra de reproche, de veras. Era el único mérito que tenía, excepto el ser bonita, o que tú me creyeras bonita. ¿Estás muy solo abajo, Doady?

—¡Mucho, mucho!

—No llores. ¿Está mi silla allí?

—En su sitio de siempre.

—¡Oh cómo llora mi pobre Doady! ¡Huch! ¡Huch! Ahora prométeme una cosa. Quiero hablar con Agnes. Cuando bajes, díselo y mándamela; y mientras le hablo no dejes entrar a nadie, ni tan siquiera a la tía; quiero hablar con Agnes a solas.

Le prometo que enseguida subirá Agnes; pero no puedo dejarla, de pena que tengo.

—He dicho que es mejor que sea lo que ha de ser —murmura mientras me estrecha en sus brazos—. ¡Oh Doady!, después de unos años no hubieses podido creer más que ahora a tu pobre «mujer-niña», y después de unos años te habría impacientado tanto y desilusionado tanto, que no hubieses podido quererla ni la mitad. Sé que era demasiado chiquilla y tonta. ¡Es mejor que sea lo que ha de ser!

Agnes está abajo cuando entro en la sala y le doy el recado. Desaparece, dejándome solo con Jip.

Su caseta está junto al fuego, y él está tumbado dentro, en su cama de franela, intentando dormir. La luna, brillante, está muy clara y muy alta. Mientras miro la noche, mis lágrimas corren y mi indisciplinado corazón sufre.

Estoy junto al fuego, pensando con remordimiento en todos los secretos sentimientos que he alimentado desde mi boda. Pienso en todas las cosas pequeñas que ha habido entre Dora y yo, y veo que tienen razón los que dicen que las cosas pequeñas hacen la suma de la vida. Para siempre, levantándose del mar de mis recuerdos, está la imagen de mi querida niña como la conocí al principio, agraciada por mi amor joven y por el suyo y rica de todos los encantos que llenaban aquel amor. «¿Habría sido mejor que nos hubiéramos querido como un niño y una niña que se quieren y se olvidan?»

¡Corazón indisciplinado, contesta!

No sé cómo pasa el tiempo, hasta que me hace volver a la realidad el viejo compañero de mi «mujercita—niña». Está muy intranquilo, se arrastra fuera de su caseta, me mira y va hacia la puerta, y llora para que le deje subir.

—No, Jip. ¡Esta noche no!

Vuelve hacia mí muy despacito, me lame las manos, levanta sus húmedos ojos hacia mi cara.

—¡Oh Jip; puede que ya nunca más!

Se echa a mis pies, se estira como para dormirse y con un gemido se queda muerto.

—¡Oh Agnes! ¡Mira! ¡Mira! ¡Ven!

¡Pero esa cara tan llena de compasión, de dolor; esa lluvia de lágrimas, ese horrible llamamiento, esa mano solemnemente levantada hacia el cielo!

—¿Agnes?

Se acabó. La oscuridad llega a mis ojos, y durante algún tiempo todo se borra de mi memoria.

Capítulo 14

Las operaciones de Mr. Micawber

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