David Copperfield (56 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Agnes no tuvo tiempo de decirme más, pues la puerta se abrió y mistress Waterbrook, una señora muy grande, o que llevaba un traje muy grande, no lo sé, pues no podía darme cuenta de dónde terminaba el traje y empezaba la señora, entró. Tenía el vago recuerdo de haberla visto en el teatro como si hubiera pasado ante mí en una linterna mágica mal alumbrada; pero ella parecía acordarse perfectamente de mí, y todavía sospechaba que seguía embriagado.

Descubriendo, sin embargo, poco a poco que estaba sereno, y creo también que dándose cuenta de que era un joven bien educado, mistress Waterbrook se comportó conmigo de buenas maneras y empezó a preguntarme si paseaba mucho por los parques; después, si frecuentaba la sociedad. Ante mi respuesta negativa a las dos preguntas, noté que empezaba a perder interés para ella; sin embargo, puso muy buena voluntad en disimularlo, y me invitó a comer al día siguiente. Yo acepté la invitación y me despedí de ella. Al salir pregunté por Uriah en las oficinas; no estaba, y dejé mi tarjeta.

Cuando al día siguiente llegué a la hora de comer y la puerta de la calle se abrió, me encontré sumergido en un baño de vapor, perfumado de olor de cordero, que me hizo adivinar que no iba a ser yo el único invitado. Además, reconocí al muchacho que me había llevado la carta, ahora revestido de librea y puesto a la entrada de la escalera para ayudar al criado a anunciarnos. Observé que hacía lo posible para fingir que no me conocía, cuando me preguntó mi nombre confidencialmente; pero me había reconocido muy bien, y los dos estábamos violentos: ¡cosas de la conciencia!

Conocí a míster Waterbrook, un caballero de mediana edad, con el cuello muy corto y el de la camisa muy ancho; no le faltaba más que tener la nariz negra para ser todo el retrato de un perro de presa. Me dijo que tenía una gran satisfacción en conocerme, y en cuanto me hube puesto a los pies de mistress Waterbrook, me presentó con mucha ceremonia a una señora imponente, vestida con un traje de terciopelo negro, con una gran toca también de terciopelo negro en la cabeza: en una palabra, la tomé por una parienta próxima de Hamlet, su tía por ejemplo.

Se llamaba mistress Spiker; su marido también estaba allí, y tenía un aspecto tan glacial, que sus cabellos me parecían que no eran grises, sino que estaban cubiertos de escarcha. Todos demostraban la mayor deferencia a la pareja Spiker. Agnes me dijo que la causa provenía de que míster Henry Spiker era el abogado de alguien o de algo, no sé qué, que tenía alguna relación con «la Tesorería».

Encontré a Uriah Heep vestido de negro en medio de la gente. Me dijo lleno de humildad, cuando le estreché la mano, que estaba orgulloso de que me ocupara de él y que realmente se sentía muy agradecido por mi amabilidad. Yo habría preferido menos emoción, pues, en el exceso de su agradecimiento, no hizo más que rondar toda la noche a mi alrededor, y cada vez que me dirigía a Agnes estaba seguro de ver en un rincón sus ojos vidriosos y su rostro cadavérico que nos espiaba como un espectro.

Los otros invitados me parecieron estar helados como el vino. Uno de ellos, sin embargo, atrajo mi atención aún antes de que fuéramos presentados. Había oído anunciar a míster Traddles; mis pensamientos se volvieron inmediatamente hacia Salem-House. ¿Será Tomy, pensaba, aquel que dibujaba tantos esqueletos?

Esperé la entrada de míster Traddles con renovado interés. Y vi a un joven tranquilo, de aspecto grave y modales modestos, con los cabellos tiesos de un modo grotesco y los ojos grises demasiado abiertos; desapareció tan pronto en un rincón oscuro que me costó trabajo examinarlo. Por último, pude verle mejor, y, o mis ojos se engañaban mucho, o era mi antiguo y desgraciado Tomy.

Me acerqué a míster Waterbrook para decirle que me parecía tener el gusto de encontrar en su casa a un antiguo compañero.

—¿De verdad? —dijo míster Waterbrook, sorprendido—. Es usted demasiado joven para haber ido al colegio con míster Henry Spiker.

—¡Oh! No me refiero a él —respondí, Hablo de un caballero que se llama Traddles.

—¡Ah, sí, sí! —dijo mi anfitrión con mucho menos interés—. Es posible.

—Si es realmente la misma persona —dije mirando hacia Traddles—, hemos estado juntos en un colegio que se llamaba Salem-House; era un excelente muchacho.

—¡Oh, sí! Traddles es un buen muchacho —aprobó mi anfitrión, moviendo la cabeza con condescendencia—, Traddles es muy buen muchacho.

—En realidad, es una coincidencia muy curiosa.

—Tanto más porque está aquí por casualidad; ha sido invitado hoy por la mañana porque había un sitio de más en la mesa a consecuencia de la indisposición del padre de míster Spiker. Es un hombre muy bien educado el padre de míster Spiker, míster Copperfield.

Murmuré algunas palabras de asentimiento muy caluroso y verdaderamente meritorias por parte de un hombre que, como yo, nunca había oído hablar de él; y después pregunté cuál era la profesión de míster Traddles.

—Traddles —dijo míster Waterbrook— estudia para el foro; es muy buen muchacho, incapaz de hacer daño a nadie, de no ser a sí mismo.

—¿Y qué daño puede hacerse a sí mismo? —pregunté, contrariado por aquella noticia.

—Ya sabe usted —repuso míster Waterbrook haciendo un gesto y jugando con la cadena de su reloj con un aire de superioridad casi impertinente—. No creo que llegue nunca a nada. Estoy seguro, por ejemplo, de que nunca reunirá quinientas libras. Traddles me ha sido recomendado por uno de mis amigos de la profesión. ¡Ah, sí, sí! Ya lo creo que tiene talento para estudiar una causa y exponer claramente una cuestión por escrito; pero eso es todo. Yo tengo el gusto de cederle de vez en cuando algún asunto que para él no deja de tener importancia… ¡Ah, sí, sí!

Me chocaba mucho el aplomo con que míster Waterbrook pronunciaba de vez en cuando la expresión «sí, sí». El énfasis que ponía en ella era extraño: daba la impresión de un hombre que había nacido, no, como se dice vulgarmente, con una cucharilla de plata, sino con una escala, y que había subido uno tras otro todos los escalones de la vida, hasta que había podido lanzar desde lo alto de la fortaleza una mirada de filósofo y de superioridad sobre el pueblo que estaba en las trincheras.

Continuaba reflexionando sobre este asunto cuando anunciaron la comida. Míster Waterbrook ofreció su brazo a la tía de Hamlet; míster Henry Spiker, el suyo a mistress Waterbrook; Agnes, a quien yo tenía deseos de reclamar, fue confiada a un señor sonriente que tenía las piernas muy delgadas. Uriah, Traddles y yo, en nuestra categoría de juventud, bajamos los últimos sin ninguna ceremonia. De la contrariedad de no haber dado el brazo a Agnes me compensó el encontrar ocasión en la escalera de reanudar la amistad con Traddles, que se alegró mucho de verme, mientras Uriah se retorcía a nuestro lado con una humildad y una satisfacción tan indiscretas, que yo tenía ganas de tirarle por el hueco de la escalera.

Traddles y yo, en la mesa, acabamos cada uno en un rincón opuesto; él estaba perdido en el brillo deslumbrante de un traje de terciopelo rojo, y yo en el luto de la tía de Hamlet. La comida fue muy larga y la conversación giró por completo sobre la aristocracia de nacimiento, sobre lo que se llama «la sangre». Mistress Waterbrook nos repitió varias veces que ella, si tenía alguna debilidad, era por «la sangre».

En varias ocasiones pensé que habríamos estado mucho mejor siendo menos amables. Éramos tan exageradamente amables, que el círculo de la conversación resultaba muy limitado. Entre los invitados había un míster y mistress Gulpidge que tenían algo que ver (míster Gulpidge por lo menos), aunque no directamente, con los asuntos legales de la Banca; y entre la Banca y la Tesorería estábamos tan exclusivistas como la circular de la Cámara que no sabe salir de ahí. Para añadir atractivo a la cosa, la tía de Hamlet tenía el defecto de su familia, y se dedicaba constantemente a soliloquios sin ilación sobre todos los asuntos a que se aludía. A decir verdad, eran muy poco numerosos; pero como siempre recaían sobre «la sangre», tenía un campo casi tan vasto para sus especulaciones abstractas como su sobrino.

Parecíamos una partida de ogros; tan sangriento era el tono de la conversación.

—Confieso que soy de la opinión de mistress Waterbrook —dijo míster Waterbrook levantando el vaso de vino hasta los ojos—. Hay muchas cosas que están bien en su estilo, pero a mí denme «la sangre».

—¡Ohl No hay nada —observó la tía de Hamlet— tan satisfactorio, nada que se acerque más al bello ideal… de toda esta clase de cosas, hablando en general. Hay algunos espíritus vulgares (no muchos, me gusta creer, pero algunos) que prefieren postrarse ante lo que podríamos llamar ídolos, positivamente ídolos. Ante grandes servicios recibidos o grandes inteligencias. Pero eso son puntos intangibles; «la sangre» no lo es. Si vemos sangre en una nariz, la reconocemos; la vemos en una barbilla, y decimos: «Ahí está, eso es sangre»; es una cosa positiva, se puede tocar, y no admite dudas.

El caballero sonriente de las piernas delgadas que había dado el brazo a Agnes planteó la cuestión de una manera todavía más rotunda, según me pareció.

—¿Saben ustedes? —dijo aquel señor mirando a su alrededor con una sonrisa imbécil— «La sangre» es una cosa que no podemos deshacer; existe quieran o no. Hay jóvenes, ¿saben ustedes?, que pueden estar algo por debajo de su rango por su educación y sus modales, y que hacen tonterías, ¿saben ustedes?, y que se comprometen a sí mismos y a los demás, y todo esto… ; pero es delicioso reflexionar que hay «sangre» en ellos, ¿saben ustedes? Por mi parte, preferiría que me tirase al suelo un hombre de «sangre» a que me levantara uno que no lo fuese.

Esta declaración, que resumía admirablemente la esencia de la cuestión, tuvo mucho éxito y atrajo la atención de todos sobre el orador, hasta el momento de retirarse las señoras. Observé entonces que míster Gulpidge y míster Henry Spiker, que hasta entonces se habían mantenido recíprocamente a distancia, formaron una línea defensiva contra nosotros y cambiaron a través de la mesa un diálogo misterioso.

—Ese asunto de la primera fianza de cuatro mil quinientas libras no ha seguido el curso que se esperaba, Gulpidge —dijo míster Henry Spiker.

—¿Se refiere usted al D. de A.? —dijo míster Spiker.

—Al C. de B. —dijo míster Gulpidge.

Míster Spiker frunció las cejas y pareció muy impresionado.

—Cuando le fue presentada la cuestión a lord… no necesito nombrarle… —dijo míster Gulpidge, interrumpiéndose.

—Comprendo —dijo míster Spiker—, N.

Míster Gulpidge hizo un signo misterioso.

—Cuando se la presentaron, su contestación fue: «O dinero o no hay libertad».

—¡Dios mío! —exclamó míster Spiker.

—«O dinero o no hay libertad» —repitió míster Gulpidge con fuerza—. El presunto heredero… ¿me entiende usted?

—«K» —dijo míster Spiker con una mirada de complicidad.

—K… entonces se negó positivamente a firmar. Le esperaron en Newmarker con ese objeto; pero él se negó a ello.

Míster Spiker estaba tan interesado, que parecía de piedra.

—Por el momento así han quedado las cosas —dijo míster Gulpidge echándose hacia atrás en la silla—. Nuestro amigo Waterbrook me perdonará que me explique en términos generales; pero es a causa de la magnitud de los intereses que intervienen.

Míster Waterbrook se sentía demasiado orgulloso (según me pareció) de que se trataran en su mesa, aunque sólo fuera por alusión, semejantes intereses y semejantes nombres, y tomó una expresión de gran inteligencia, aunque estoy seguro de que no había comprendido más que yo sobre el asunto que se estaba tratando. Además, aprobó en grado sumo la discreción que se observaba. Míster Spiker, después de haber recibido de su amigo míster Gulpidge una confidencia tan importante, deseaba, como es natural, corresponderle. Así, el diálogo precedente fue seguido de otro muy semejante, sólo que esta vez le tocaba a míster Gulpidge demostrar sorpresa. Después empezó él de nuevo, y míster Spiker se sorprendió a su vez, y así se siguieron turnando. Durante todo este tiempo los demás estábamos oprimidos por el interés tremendo que envolvía la conversación, y nuestro anfitrión nos miraba con orgullo, como a víctimas de un saludable respeto y admiración.

Por lo tanto, me puse muy contento cuando pude subir con Agnes y, después de charlar con ella en un rincón, la presenté a Traddles, que era tímido, pero simpático, y tan buena persona como siempre. Traddles se vio obligado a dejarnos temprano, pues partía a la mañana siguiente (para estar ausente un mes), de manera que no pude hablar con él todo lo que habría querido; pero nos prometimos, cambiando nuestras direcciones, proporcionarnos el gusto de vernos en cuanto él estuviera de vuelta en Londres. Se interesó mucho cuando supo que yo había encontrado a Steerforth y habló de él con tal entusiasmo, que le hice repetir delante de Agnes lo que pensaba; pero Agnes se contentó con mirarme y mover un poco la cabeza cuando estuvo segura de que sólo la veía yo.

Como estaba rodeada de gentes con las que no me parecía que podía estar muy a sus anchas casi me alegré cuando le oí decir que sólo podía continuar en Londres pocos días, a pesar de mi pena por perderla. La idea de aquella separación próxima me animó a quedarme hasta el fin de la velada. Charlando con ella y oyendo su voz, que me recordaba toda la felicidad de mi vida en la vieja y grave casa que ella embellecía, habría podido continuar toda la noche; pero no habiendo excusa para permanecer allí cuando empezaron a apagar las luces, me vi obligado a marcharme, aunque muy en contra de mi voluntad. Entonces me di cuenta más que nunca de que era mi ángel bueno, y si al pensar en su dulce rostro y plácida sonrisa me parecían que eran los de un ángel que brillaba sobre mí, espero que me lo perdonará.

He dicho que todo el mundo se había retirado; pero debía haber exceptuado a Uriah, a quien no he incluido en esa denominación y que no se había alejado de nosotros en toda la noche. Bajó tras de mí las escaleras y salió poniéndose muy despacio en sus dedos de esqueleto los dedos todavía más largos de sus guantes, que parecían de un gran Guy Fawkes.

No me apetecía nada la compañía de Uriah; pero, recordando la súplica de Agnes, le pregunté si quería acompañarme a casa y tomar conmigo una taza de café.

—¡Oh!, ¿de verdad?, señorito Copperfield; dispénseme, míster Copperfield —me contestó—; pero el llamarle del otro modo me viene tan naturalmente… ; no querría de ningún modo molestarle haciéndole llevar a su casa a una persona tan humilde como yo.

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