Y ¡qué noche cuando, sentado al lado del fuego, saboreando lentamente una taza de caldo de cordero cubierta de grasa, pensaba que tomaba el mismo camino que mi predecesor y que le sucedería en su triste suerte igual que en su habitación! ¡Tenía muchas ganas de irme corriendo a Dover con mi tía para hacer confesión general!
¡Qué noche cuando mistress Crupp vino a llevarse la taza de caldo y me trajo, en un plato, un riñón, un solo riñón, como único resto (según decía) del festín de la víspera. Estuve a punto de caer sobre su seno de nanquín y de exclamar en mi arrepentimiento sincero: «¡Oh mistress Crupp, mistress Crupp; no me hable de los restos, que soy muy desgraciado!».
Lo que únicamente me detuvo en aquel impulso del corazón fue que no estaba muy seguro de que mistress Crupp fuera precisamente la mujer en quien poder depositar la confianza.
El ángel bueno y el ángel malo
A la mañana siguiente de aquel deplorable día de dolor de cabeza, de mareos y de arrepentimiento, iba a salir, sin acordarme ya bien de la fecha del festín, como si un escuadrón de titanes hubiera lanzado la antevíspera en un pasado de muchos meses, cuando vi a un muchacho que subía con una carta en la mano. No se daba mucha prisa para ejecutar su misión; pero cuando me vio mirarle desde lo alto de la escalera por encima de la barandilla echó a correr y llegó a mi lado tan sofocado como si llevara muchas horas sin parar.
—¿Míster T. Copperfield? —dijo tocándose el sombrero.
Estaba tan emocionado por la convicción de que aquella carta era de Agnes, que apenas podía contestar que era yo. Terminé, sin embargo, por decirle que yo era míster T. Copperfield, y no puso ninguna dificultad en creerme.
—Aquí está la carta, y espero contestación.
Lo dejé en el descansillo de la escalera y cerré la puerta al volver a entrar en casa; estaba tan conmovido, que me vi obligado a dejar la carta encima de la mesa al lado del desayuno para familiarizarme un poco con la letra antes de decidirme a romper el sobre.
Al leerla vi que era una carta muy cariñosa y que no hacía ninguna alusión al estado en que me había encontrado la antevíspera en el teatro. Decía únicamente:
Mi querido Trotwood:
Estoy en casa del apoderado de papá, míster Waterbrook, en Ely-place, Holborn. ¿Puedes venir a verme hoy? Estaré a la hora que me digas.
Siempre tu afectuosa, AGNES.
Tardé tanto en escribir una respuesta que me satisficiera algo, que no sé lo que el muchacho creería. Estoy seguro de que hice lo menos media docena de borradores: Uno empezaba: «¿Cómo puedo esperar, mi querida Agnes, borrar nunca de tu memoria la impresión de asco…?». Al llegar ahí no estaba satisfecho y la rompí. Otra empezaba: «Ya Shakespeare hizo la observación, mi querida Agnes, de lo extraño que era que un hombre pueda meter a su propio enemigo en su boca…» . Pero ese hombre indefinido me recordó a Markhan, y no continué. Traté de hacer hasta poesía. Empecé una de seis sílabas: «¡Oh, no recordemos!…» ; pero aquello se parecía al «15 de noviembre», y me pareció un absurdo. Después de muchas tentativas escribí:
Mi querida Agnes:
Tu carta es como tú. ¿Qué más puedo decir en su favor? Iré a las cuatro. Con mucho cariño y arrepentimiento, T. C.
Con esta misiva (que tan pronto como estuvo fuera de mis manos deseé recobrarla) partió, por último, el muchacho.
Si el día fuera la mitad de penoso para cualquiera de los profesionales empleados en el Tribunal de Doctores que lo fue para mí, creo sinceramente que expiarían con crueldad la parte que les toca de aquel viejo y rancio queso eclesiástico. Dejé la oficina a las tres y media; algunos minutos después vagaba por los alrededores de la casa de míster Waterbrook. Sin embargo, la hora fijada para mi cita había pasado hacía un cuarto de hora, según el reloj de Saint Andrew Hilborn, antes de que yo hubiera reunido el valor suficiente para llamar a la campanilla particular, a la izquierda de la puerta de míster Waterbrook.
Los negocios profesionales de míster Waterbrook se hacían en el piso bajo, y los de un orden más elevado (que eran muchos), en el primer piso. Me hicieron entrar en un bonito salón, un poco ahogado, donde encontré a Agnes haciendo punto.
Tenía una expresión tan serena y tan buena y me recordó tan vivamente los días de fresca y dulce inocencia que había pasado en Canterbury, en contraste con el miserable espectáculo de borrachera y vicio que le había presentado yo la antevíspera que, dejándome llevar de mi arrepentimiento y de mi vergüenza, me porté como un niño. Sí; tengo que confesarlo: me deshice en lágrimas, y todavía ahora no sé si al fin y al cabo fue lo mejor que podía haber hecho, o si me puse en ridículo.
—Si hubiera sido cualquier otra persona la que me hubiese visto en aquel estado, Agnes —le dije, evitando mirarla—, no estaría ni la mitad de afligido; pero que fueras tú, ¡precisamente tú! ¡Ah! ¡Habría preferido morirme!
Ella puso un instante su mano sobre mi brazo, y a aquel contacto me sentí consolado y animado y no pude por menos de llevar aquella mano a mis labios y besarla con agradecimiento.
—Siéntate y no te desesperes —dijo Agnes en tono cariñoso—. No te desesperes, Trotwood; si no puedes tener en mí completa confianza, ¿en quién vas a tenerla?
—¡Ah, Agnes! —contesté—. ¡Eres mi ángel bueno!
Ella sonrió casi con tristeza, y movió la cabeza.
—Sí, Agnes, mi ángel bueno, siempre mi ángel bueno.
—Si fuera eso verdad, Trotwood —repuso—,hay una cosa que le gustaría mucho a mi corazón.
La miré interrogando; pero figurándome lo que iba a decir.
—Me gustaría prevenirte contra tu ángel malo —me dijo mirándome con fijeza.
—Mi querida Agnes —empecé—, si te refieres a Steerforth…
—Precisamente, Trotwood —me contestó.
—Entonces, Agnes, te equivocas mucho. ¿Él ser mi ángel malo, ni el de nadie? Steerforth es para mí un guía, un apoyo, un amigo. Mi querida Agnes, sería una injusticia indigna de tu carácter benévolo juzgarle por el estado en que me has visto la otra noche.
—No le juzgo por el estado en que te vi la otra noche —replicó tranquilamente.
—Entonces ¿por qué?
—Por muchas cosas que son bagatelas en sí mismas, pero que en conjunto tienen gran importancia. Le juzgo en parte, Trotwood, por lo que tú mismo me has contado de él, y por tu carácter, y por la influencia que ejerce sobre ti.
Había siempre algo en la dulzura de su voz que parecía hacer vibrar en mí una cuerda que sólo respondía a aquel sonido. Era una voz de un tono grave siempre; pero cuando estaba emocionada, como ahora, tenía algo que me conmovía. Sentado y mirándola mientras bajaba los ojos hacia su labor, me parecía estarle todavía oyendo; y Steerforth, a pesar de toda mi admiración, se oscurecía ante aquel sonido.
—Es mucho atrevimiento en mí —dijo Agnes mirándome de nuevo—, que vivo tan retirada y sé tan poco del mundo, darte un consejo tan decidido, y hasta tener una opinión tan definida; pero sé de lo que conviene, Trotwood; sé que es consecuencia del recuerdo de nuestra infancia común y del sincero interés que me inspira todo lo que te concierne. Eso me hace atrevida. Estoy segura de no equivocarme en lo que lo digo; estoy segura. Me parece que es otra persona, y no yo, quien te habla cuando te aseguro que es un amigo peligroso para ti.
Yo seguía mirándola y seguía escuchándola después de que hubiera terminado de hablar, y la imagen de Steerforth, aunque grabada todavía en mi corazón, se cubrió de nuevo con una nube sombría.
—No soy tan insensata que pretenda —dijo Agnes volviendo a su tono de costumbre— que puedas cambiar de pronto de sentimientos ni de convicción, sobre todo tratándose de un sentimiento que nace de tu naturaleza confiada. Además, no es cosa que debas hacer a la ligera. Únicamente te pido, Trotwood, que, si te acuerdas alguna vez de mí… quiero decir —continuó con una dulce sonrisa, pues le iba a interrumpir y sabía muy bien por qué—, quiero decir que todas las veces que te acuerdes de mí te acuerdes también del consejo que te he dado. ¿Me perdonarás por todo esto?
—Te perdonaré, Agnes, cuando hagas justicia a Steerforth y te parezca tan bien como a mí.
—¿Y antes no? —dijo Agnes.
Vi pasar una sombra por su cara cuando nombré a Steerforth; pero pronto me devolvió su sonrisa, y recobramos la confianza de siempre.
—Y tú, Agnes, ¿cuándo me perdonarás aquella noche?
—Cuando no la recuerdes —dijo Agnes.
Quería así apartar el recuerdo; pero yo estaba demasiado preocupado para consentirlo, e insistí en contarle cómo había llegado a rebajarme de aquel modo, y desarrollé ante ella la cadena de circunstancias, de las que el teatro sólo había sido, por decirlo así, el último eslabón. Fue un gran descanso para mí, y al mismo tiempo me daba ocasión para extenderme elogiando todo lo que debía a Steerforth y los cuidados que se había tomado por mí cuando yo no era capaz de cuidarme de mí mismo.
—No olvides —dijo Agnes, cambiando tranquilamente de conversación cuando terminé— que te has comprometido a contarme, no solamente tus penas, sino también tus pasiones. ¿Quién ha sucedido a miss Larkins, Trotwood?
—Nadie, Agnes.
—Alguien, Trotwood —dijo Agnes riendo y amenazándome con un dedo.
—No, Agnes; palabra de honor. En realidad, en casa de mistress Steerforth hay una señora que tiene mucho espíritu y con la cual me gusta charlar: miss Dartle… ; pero no la quiero.
Agnes se echó a reír de su ocurrencia y me dijo que si continuaba siendo mi confidente iba a escribir un pequeño diario de mis enamoramientos violentos, con la fecha de su nacimiento y de su fin, como las tablas de reinos en la historia de Inglaterra. Después de esto me preguntó si había visto a Uriah.
—¿Uriah Heep? No. ¿Está en Londres?
—Viene todos los días aquí a las Oficinas del piso bajo —replicó Agnes—. Estaba ya en Londres ocho días antes que yo. Temo que sea para algún asunto desagradable, Trotwood.
—¿Algún asunto que te preocupa? Agnes, ¿de qué se trata?
Agnes dejó su labor y me contestó, cruzando las manos y mirándome de un modo pensativo con sus hermosos ojos dulces:
—Creo que va a entrar como asociado de mi padre.
—¿Quién? ¿Uriah? ¿Habrá conseguido el miserable, con sus bajezas, deslizarse hasta un puesto semejante? —exclamé con indignación—. ¿Y no has tratado de impedirlo, Agnes? Piensa en las relaciones que tendrán que seguir. Hay que hablar; no se le puede dejar a tu padre dar un paso tan imprudente; hay que impedirlo, Agnes, mientras sea posible.
Agnes me miraba, y volvió la cabeza, sonriendo débilmente, al ver mi excitación. Después respondió:
—¿Recuerdas nuestra última conversación a propósito de papá? Fue poco tiempo después, dos o tres días quizá, cuando me dejó vislumbrar por primera vez lo que te digo ahora. Era muy triste verle luchar contra su deseo de hacerme creer que era un asunto de su libre elección y el trabajo que le costaba ocultarme que se veía obligado a ello. Estuve muy triste.
—¡Obligado, Agnes! ¿Qué es lo que le obliga?
—Uriah —respondió después de titubear un momento— se las ha arreglado para hacerse el indispensable. Es listo y está alerta. Ha adivinado las debilidades de mi padre, las ha animado y se ha aprovechado de ellas; en fin, si quieres que te diga todo lo que pienso, Trotwood, papá le tiene miedo.
Vi claramente que habría podido decirme más; que sabía o adivinaba más; pero no quise causarle la tristeza de interrogarla; pues sabía que si callaba era por cariño a su padre; sabía que desde hacía mucho tiempo las cosas tomaban aquel camino; sí, reflexionando, no podía disimular que hacía mucho tiempo que aquello se preparaba, y guardé silencio.
—Su influencia sobre papá es muy grande —dijo Agnes—; le demuestra mucha humildad y agradecimiento; quizá sea verdad… ; así lo espero; pero, en realidad, se ha colocado en una situación que le da mucha fuerza, y temo que se aprovechará de ella sin compasión.
Dije, indignado, que era un canalla, y por el momento aquello me calmó.
—En el momento de que hablo, cuando mi padre me hizo esa confidencia —prosiguió Agnes—, Uriah le había dicho que tenía que dejarle; que lo sentía; que era una cosa que le causaba mucha pena, pero que le hacían muy buenas ofertas. Papá estaba más abatido y agobiado por las preocupaciones que nunca, y parece ser que le tranquiliza mucho ese expediente de asociación, aunque al mismo tiempo está como herido y humillado.
—¿Y cómo recibiste tú la noticia, Agnes?
—Espero haber hecho lo que debía, Trotwood. Estaba segura de que era necesario para la tranquilidad de papá que se llevara a cabo ese sacrificio; por lo tanto, le he rogado que lo haga: le he dicho que sería un peso mucho menor para él… ¡ojalá haya dicho la verdad!… y que eso nos proporcionaría más ocasiones que nunca de estar juntos. ¡Oh, Trotwood! —exclamó Agnes cubriéndose el rostro con las manos para ocultar sus lágrimas—. Casi me parecía que obraba como enemiga de mi padre más que como una hija cariñosa, pues estoy convencida de que los cambios que hemos observado en él sólo provienen de su abnegación por mí. Sé que se ha estrechado el círculo de sus deberes y de sus afectos, sólo para concentrarlos en mí. Sé todas las privaciones que se ha impuesto por mí, y que todas las preocupaciones que han ensombrecido su vida y enervado sus fuerzas y su energía han sido por concentrar todos sus pensamientos en mí sola. ¡Ah, si pudiera repararlo todo! ¡Si pudiera llegar a levantarle, lo mismo que he sido la causa inocente de su declive!
Nunca había visto llorar a Agnes. Había visto lágrimas en sus ojos cada vez que yo llevaba un premio nuevo del colegio; también las había visto la última vez que hablamos de su padre; y la había visto ocultar su dulce rostro cuando nos habíamos separado, pero nunca había sido testigo de una pena semejante. Estaba tan triste que no sabía decirle más que niñerías como esta: «Te lo ruego, Agnes, te lo ruego; no llores, hermana mía».
Pero Agnes era demasiado superior a mí por su carácter y constancia (lo sé ahora, aunque entonces no sé si me daba cuenta) para necesitar mucho tiempo mis ruegos. La serenidad angelical de sus modales, que la ha marcado en mis recuerdos con sello tan distinto al de todas las demás criaturas, reapareció pronto, como cuando una nube se borra en un cielo sereno.
—Probablemente no continuaremos solos mucho tiempo —dijo Agnes—, y puesto que ahora tengo ocasión, permíteme que te pida, Trotwood, que estés amable con Uriah. No lo rechaces. No le quieras mal, como sé que estás dispuesto a hacerlo habitualmente, porque vuestros caracteres no simpatizan. Quizá no le hacemos justicia, pues no sabemos nada positivo de él; en todo caso, piensa siempre en papá y en mí.