—No me molesta nada —contesté—. ¿Quiere usted venir?
—Tendré muchísimo gusto —contestó Uriah retorciéndose.
—Bien, entonces vamos —dije yo.
No podía por menos de estar con él algo brusco; pero no parecía darse cuenta. Tomamos el camino más corto, sin hablar gran cosa en el trayecto, pues él llevó su humildad hasta el extremo de tardar en ponerse los guantes todo el camino.
La escalera estaba oscura, y le agarré de la mano para evitar que se diera un golpe; me parecía que había agarrado a un sapo, tan fría y húmeda la tenía; tanto, que estuve a punto de soltarla y huir. Agnes y la hospitalidad prevalecieron, sin embargo, y le conduje ante mi chimenea. Cuando encendí la luz cayó en arrebatos de admiración ante mis habitaciones; y cuando hice el café en un sencillo cacharro de estaño, que a mistress Crupp le gustaba muy particularmente para aquel use (quizá porque no estaba hecho para eso, sino para calentar el agua de afeitarse, y quizá porque había una cafetera de gran precio oxidándose en la despensa), manifestó tal emoción, que tuve ganas de vertérsela en la cabeza para escaldarle.
—¡Oh!, de verdad, señorito Copperfield… , quiero decir míster Copperfield —dijo Uriah—, verle sirviéndome es lo que menos me habría podido figurar nunca. Pero de un lado y de otro me suceden tantas cosas que nunca habría podido esperarme, dado lo humilde de mi situación, que me parece que las bendiciones llueven sobre mi cabeza. Quizá ha oído usted hablar de un cambio en mi porvenir, señorito Copperfield, ¡perdón!, quería decir míster Copperfield.
Al verle sentado en mi sofá, con sus largas piernas juntas sosteniendo la taza, con el sombrero y los guantes en el suelo, a su lado, y moviendo suavemente el azúcar; al verle con sus ojos de un rojo vivo, que parecían tener quemadas las pestañas, y las aletas de su nariz dilatándose y cerrándose como siempre cada vez que respiraba, y las ondulaciones de serpiente que corrían a lo largo de su cuerpo desde la barbilla hasta las botas, pensé que me era soberanamente antipático. Sentía verdadero malestar al verle en mi casa, y como era joven todavía, no tenía la costumbre de ocultar lo que sentía vivamente.
—Digo que habrá oído usted hablar con seguridad de un cambio en mi porvenir, señorito Copperfield, quería decir míster Copperfield —repitió Uriah.
—Sí, he oído hablar.
—¡Ah! —respondió con tranquilidad—. Ya me figuraba yo que miss Agnes lo sabía; me alegro mucho de saber que miss Agnes esté enterada. Gracias, señorito… míster Copperfield.
Tuve que contenerme para no tirarle a la cabeza mi calzador, que estaba allí al lado delante de la chimenea, para castigarle por haberme sonsacado un dato concerniente a Agnes, por insignificante que fuera; pero me contenté con beberme el café.
—¡Qué buen profeta fue usted, míster Copperfield! —prosiguió Uriah—. Sí, amigo mío, ¡qué buen profeta ha sido usted! ¿No se acuerda cuando me dijo por primera vez que quizá llegara a ser asociado en los negocios de míster Wickfield y que entonces se llamaría Wickfield y Heep? Usted quizá no lo recuerde; pero cuando una persona es humilde, señorito Copperfield, conserva esos recuerdos como tesoros.
—Recuerdo haber hablado de ello —dije—, aunque, en realidad, no me parecía nada probable entonces.
—¿Y quién habría podido creerlo probable, míster Copperfield? —dijo Uriah con entusiasmo—. No sería yo. Recuerdo haberle dicho yo mismo en aquella ocasión que mi situación era demasiado humilde; y le decía verdaderamente lo que sentía.
Miraba al fuego con una mueca de poseído, y yo le miraba a él.
—Pero los individuos más humildes, señorito Copperfield, pueden servir de instrumento para hacer el bien. Yo, por ejemplo, me considero muy dichoso por haber podido servir de instrumento a la felicidad de míster Wickfield y espero poderle ser más útil todavía. ¡Qué hombre tan excelente, míster Copperfield; pero cuántas imprudencias ha cometido!
—Me apena mucho lo que me dice —le contesté, y no pude por menos de añadir significativamente—: me apena en todos los sentidos.
—Ciertamente, míster Copperfield —replicó Uriah—, en todos los sentidos. Y sobre todo a causa de miss Agnes. Usted no se acordará de su elocuente expresión, míster Copperfield; pero yo la recuerdo muy bien, cuando me dijo usted un día que todo el mundo debía de admirarla, y cómo le di yo las gracias por ello. Pero usted lo ha olvidado, no me cabe duda, míster Copperfield.
—No —dije secamente.
—¡Oh, cómo me alegro —exclamó Uriah— cuando pienso que es usted el primero que encendió una chispa de ambición en mi humilde persona, y que no lo ha olvidado! ¡Oh! ¿Me permite usted pedirle otra taza de café?
Había algo en el énfasis que había puesto al recordar «las chispas» que yo había encendido, algo en la mirada que me había lanzado al hablar de ello, que me hizo estremecer como si le hubiera visto de pronto el pensamiento al descubierto. Vuelto a la realidad por la pregunta que me hacía en un tono tan diferente, hice los honores del puchero de estaño, pero con una mano tan temblorosa, con un sentimiento tan repentino de mi impotencia para luchar contra él, y con tanta inquietud por lo que podría llegar a suceder, que estaba seguro de que se daba cuenta.
No decía nada; movía su café y bebía un traguito; después se acariciaba la barbilla con su mano descarnada, miraba al fuego, lanzaba una ojeada a la habitación, me hacía una mueca que quería ser una sonrisa, se retorcía de nuevo en su deferencia servil, movía y bebía el café de nuevo, y me dejaba que fuera yo quien reanudase la conversación.
—Así —le dije por último—, míster Wickfield, que vale más que quinientos como usted… o como yo (ni por mi vida creo que habría podido dejar de interrumpir aquella parte de la frase con un gesto de impaciencia), ¿ha cometido imprudencias, míster Heep?
—¡Oh! Muchísimas imprudencias, señorito Copperfield —repuso Uriah suspirando con modestia—, muchísimas, muchísimas. Pero haga el favor de llamarme Uriah; ¡que sea como en otros tiempos!
—Bien, Uriah —dije pronunciando el nombre con alguna dificultad.
—Gracias —contestó él con calor—, muchas gracias, señorito Copperfield. Me parece sentir la brisa y oír las campanas como en los días de mi juventud cuando le oigo llamarme Uriah. Pero ¡perdón! ¿Qué estaba yo diciendo?
—Hablaba usted de míster Wickfield.
—¡Ah, sí, es verdad! —contestó—. ¡Grandes imprudencias, míster Copperfield! Es un asunto al que no haría alusión delante de otra persona que no fuera usted. Y hasta con usted sólo puedo hacer una ligera alusión. Si cualquiera que no fuera yo hubiera estado en mi lugar desde hace unos años, en este momento tendría a míster Wickfield (¡oh, y es un hombre de valor, sin embargo, míster Copperfield!) le tendría en sus manos. «En sus manos» —dijo Uriah muy despacio y apretando sus manos de tal modo que la mesa y la habitación temblaron.
Si hubiera sido condenado a verle apretar con su horrible pie la cabeza de míster Wickfield creo que no habría podido odiarle más.
—Sí, sí, querido míster Copperfield —dijo en un tono que formaba el contraste más chocante con la presión de su mano—, no hay duda. Habría sido su ruina, su deshonor; no sé qué habría sido, y míster Wickfield no lo ignora. Yo soy el humilde instrumento destinado a servirle humildemente y él me ha elevado a una situación que yo no me habría atrevido a esperar nunca. ¡Cuánto tengo que agradecerle!
Su rostro estaba vuelto hacia mí, pero no me miraba; quitó su mano de la mesa y frotó lentamente, con aire pensativo, su mandíbula descarnada, como si se afeitase.
Recuerdo la indignación que sentía al ver la expresión de aquel rostro astuto, que a la luz roja de la llama se preparaba a decir alguna cosa más.
—Míster Copperfield —me dijo—, ¿no le estaré entreteniendo?
—No es usted quien me entretiene; me acuesto siempre tarde.
—Gracias, míster Copperfield. He subido algunos grados en mi humilde situación desde los tiempos en que usted me conoció, es verdad; pero sigo lo mismo de humilde. Y espero serlo siempre. ¿No dudará usted de mi humildad si le hago una pequeña confidencia, míster Copperfield?
—¡Oh, no! —dije con esfuerzo.
—Gracias.
Sacó su pañuelo del bolsillo y empezó a restregarse las palmas de las manos.
—Miss Agnes, míster Copperfield…
—¿Sí, Uriah?
—¡Oh, qué alegría oírle llamarme Uriah espontáneamente! —exclamó dando un salto casi convulsivo—. ¿La ha encontrado usted muy bella esta noche, míster Copperfield?
—La he encontrado, como siempre, superior en todos los conceptos a cuantos la rodeaban.
—¡Oh, gracias! Es la verdad; muchas gracias por ello.
—Nada de eso —respondí con altanería—; no hay motivo para que me dé usted las gracias.
—Es que, míster Copperfield, la confidencia que voy a tomarme la libertad de hacerle se refiere a ella. Por humilde que yo sea (y frotaba sus manos más enérgicamente, mirándolas de cerca, y después mirando el fuego); por humilde que sea mi madre; por modesto que sea nuestro pobre hogar, no tengo inconveniente en confiarle mi secreto. Míster Copperfield, siempre he sentido ternura por usted desde el momento en que tuve la alegría de verle por primera vez en el coche. La imagen de miss Agnes habita en mi corazón desde hace muchos años. ¡Oh, míster Copperfield, si supiera usted el afecto tan puro que me inspira! ¡Besaría las huellas de sus pasos!
Creo que tuve por un momento la loca idea de coger de la chimenea las tenazas candentes y de correr tras de él; pero volvió a salir de mi cabeza como la bala del rifle; sin embargo, la imagen de Agnes ultrajada por la innoble audacia de los pensamientos de aquel animal rojo permanecía en mi pensamiento todo el tiempo mientras le miraba, sentado retorciéndose como si su alma hiciera daño a su cuerpo, y me daba vértigo. Me parecía que se agrandaba y se hinchaba ante mis ojos y que la habitación resonaba con los ecos de su voz; y el extraño sentimiento (que quizá no es extraño a todos) de que aquello había sucedido ya antes en un tiempo indefinido y que sabía de antemano lo que iba a decirme, se apoderó de mí.
Me di cuenta a tiempo de que su rostro respiraba la confianza en el poder que tenía entre las manos, y aquella observación contribuyó más que todo lo demás, más que todos los esfuerzos que hubiera podido hacer, a recordarme la súplica de Agnes en toda su fuerza, y le pregunté, con una apariencia de tranquilidad que no me habría creído capaz un momento antes, si había comunicado sus sentimientos a Agnes.
—¡Oh no, míster Copperfield! —me contestó—. ¡Dios mío, no; no he hablado de esto a nadie más que a usted! Usted comprenderá que empiezo a salir apenas de la humildad de mi situación, y fundo en parte mi esperanza en los servicios que me verá hacer a su padre, pues espero serle muy útil, míster Copperfield. Ella verá cómo le facilito las cosas a ese buen hombre para mantenerle en el buen camino. Ama tanto a su padre, míster Copperfield (¡y qué bella cualidad en una muchacha!), que espero que quizá llegue; por afecto a él, a tener alguna bondad conmigo.
Sondeaba la profundidad de su proyecto y comprendía por qué me lo confiaba.
—Si usted tuviera la bondad de guardarme el secreto, míster Copperfield —prosiguió— y sobre todo de no ir en contra mía, se lo agradecería como un favor enorme. Usted no querría causarme molestias. Estoy convencido de la bondad de su corazón; pero como me ha conocido usted en una situación tan humilde (en la más humilde de las situaciones debiera decir, pues todavía es muy humilde), podría, sin querer, perjudicarme un poco respecto de mi Agnes. La llamo mía ¿sabe usted, míster Copperfield? porque hay una canción que dice: La llamaré mía… Y espero hacerlo pronto.
¡Querida Agnes! Ella, para quien no conocía yo a nadie digno de su corazón, tan amante y tan bueno, ¿era posible que estuviera destinada a ser la mujer de semejante ser?
—Por el momento no hay que apresurarse, ¿sabe usted, míster Copperfield? —continuo Uriah, mientras yo le veía retorcerse ante mí con aquellos pensamientos—. Mi Agnes es muy joven todavía, y mi madre y yo tenemos mucho camino que recorrer y muchas determinaciones que tomar antes de que eso sea por completo conveniente. Por lo tanto, habrá tiempo para familiarizarla con mis esperanzas a medida que se presenten las ocasiones. ¡Oh y cómo le agradezco su confianza! ¡Oh!, no sabe usted, no puede saber toda la tranquilidad que siento al pensar que comprende usted nuestra situación y que no quería perjudicarme con la familia llevándome la contraria.
Me cogió la mano, sin que yo me atreviera a negársela, y después de estrecharla en su «pata húmeda» miró el pálido cuadrante de un reloj.
—¡Dios mío! —dijo—, más de la una. El tiempo pasa tan deprisa en las confidencias entre antiguos amigos, míster Copperfield, que es casi la una y media.
Le respondí que creía que era más tarde, no porque lo creyera realmente, sino porque estaba harto y ya no sabía lo que decía.
—Dios mío —dijo reflexionando—; en la casa en que paro, una especie de hotel particular, cerca de New River, estará todo el mundo en la cama hace dos horas, míster Copperfield.
—Siento mucho no tener aquí más que una sola cama, y que…
—¡Oh!; no hable siquiera de la cama, míster Copperfield —respondió en tono suplicante levantando una de sus piernas—. Pero ¿,tendría usted inconveniente en dejarme acostar en el suelo delante de la chimenea?
—Si es así —contesté—, tome mi cama y yo me acostaré delante del fuego.
Su negativa a aceptar mi ofrecimiento fue casi tan escandalosa, en el exceso de su sorpresa y de su humildad, como para penetrar en los oídos de mistress Crupp, que dormía en una habitación lejana, situada al nivel de la calle, y arrullada en su sueño probablemente por el tictac de un reloj implacable, al cual apelaba siempre cuando teníamos alguna discusión sobre cuestiones de puntualidad y que atrasaba tres cuartos de hora, aunque siempre lo ponía bien por la mañana y guiándose de las autoridades más competentes.
Ninguno de los argumentos que se me ocurrían en mi turbación causaba efecto sobre su modestia; por lo tanto, renuncié a persuadirle de que aceptase mi lecho; pero me vi obligado a improvisarle, lo mejor que pude, una cama cerca del fuego. El colchón del diván (exageradamente corto para aquel cadáver), los almohadones del diván, una colcha, el tapete de la mesa, un mantel limpio y un grueso gabán, todo esto componía un lecho, del que me estaba plenamente agradecido. Yo le presté un gorro de dormir, que se encasquetó al momento y con el que estaba tan horrible que nunca he podido ponérmelo yo después. Por último, le dejé descansar en paz.