¡Nunca olvidaré aquella noche! Nunca olvidaré la de vueltas que di en mi cama; la de veces que me desperté pensando en Agnes y en aquella criatura odiosa; la de veces que me preguntaba lo que podría y debería hacer; todo para llegar siempre a la conclusión de que lo mejor para la tranquilidad de Agnes era no hacer nada y guardar para mí lo que había sabido. Si me dormía un momento, la imagen de Agnes, con sus ojos tan dulces, y la de su padre mirándola tiernamente, se presentaban ante mí suplicándome que les ayudase y llenándome de vagos temores. Cada vez que me despertaba la idea de que Uriah durmiera en la habitación de al lado me oprimía como una pesadilla y me hacía sentir sobre el corazón como un peso de plomo, como si tuviera de huésped al demonio.
Las tenazas candentes también me venían a la memoria en mis sueños sin poder desecharlas. Mientras estaba medio dormido y medio despierto me parecía que continuaban todavía rojas y que acababa de cogerlas para atravesarle con ellas el cuerpo. Esta idea me perseguía de tal modo que, aunque sabía que no tenía ninguna solidez, me deslizaba en la habitación de al lado para tener la seguridad de que estaba allí, en efecto, tendido, con las piernas extendidas hasta el otro extremo de la habitación, y roncando. Debía estar constipado, y dormía con la boca abierta como un hurón; en fin, era, en realidad, muchísimo más horrible de lo que mi imaginación enferma se figuraba, y mi asco mismo hacía que me atrajera y me obligaba a volver poco más o menos cada media hora para mirarle. Así, aquella larga noche me pareció más lenta y más sombría que ninguna, y el cielo, cargado de nubes, se obstinaba en no dejar aparecer ninguna señal del día.
Cuando por la mañana temprano le vi bajar las escaleras (pues gracias al cielo no quiso quedarse a desayunar) me pareció como si la noche se marchara con él. Y al salir para el Tribunal de Doctores encargué a mistress Crupp muy particularmente que dejara las ventanas de par en par abiertas para que mi gabinete se airease bien y se purificara de su presencia.
Caigo cautivo
No volví a ver a Uriah Heep hasta el día de la partida de Agnes. Había ido a las oficinas de la diligencia para decirle adiós, y me encontré con que también él se volvía a Canterbury en la misma diligencia que ella. Sentía como una pequeña satisfacción al ver su chaqueta raída, demasiado corta de talle, estrecha y mal hecha, en unión de su paraguas, que parecía una tienda de campaña, plantados en el borde del asiento, en la parte trasera de la imperial, mientras que Agnes, como es natural, tenía su asiento en el interior; pero bien me merecía aquella pequeña revancha, aunque sólo fuera por el trabajo que me costaba estar amable con él mientras Agnes podía vernos. En la portezuela de la diligencia, lo mismo que en la comida de mistress Waterbrook, rondaba a nuestro alrededor sin cansarse, como un gran vampiro, devorando cada palabra que yo decía a Agnes o que ella me decía a mí.
En el estado de confusión en que me había dejado su confidencia de aquella noche había reflexionado mucho sobre las palabras que Agnes había empleado al hablar de la asociación: «Espero haber hecho lo que debía. Sabía que era necesario para la tranquilidad de papá que se llevara a cabo el sacrificio, y le he animado a consumarlo». Desde entonces me perseguía el presentimiento de que cedería a todo lo que quisieran y sacaría fuerzas para ejecutar cualquier sacrificio por cariño a su padre. Conocía su afecto por él, conocía su abnegación espontánea. Le había oído decir a ella misma que se creía la causa inocente de los errores de míster Wickfield, y que tenía contraído por ello una deuda que deseaba ardientemente pagar. Y no me consolaba el darme cuenta de la diferencia existente entre ella y el miserable personaje, con su chaqueta marrón, pues sentía que el mayor peligro estribaba precisamente en aquella diferencia, en la pureza y la abnegación del alma de Agnes y la bajeza sórdida de la de Uriah. Él también lo sabía, y sin duda lo tenía en cuenta en sus cálculos hipócritas.
Sin embargo, estaba tan convencido de que ni aun la perspectiva lejana de semejante sacrificio sería lo bastante para destruir la felicidad de Agnes, y estaba tan seguro, al verla, de que no sospechaba todavía que aquella sombra no había caído sobre ella aún, que lo mismo pensaba en enfadarme con ella como en advertirle del peligro que la amenazaba. Nos separamos, por lo tanto, sin la menor explicación; ella me hacía gestos y me sonreía desde la ventanilla de la diligencia para decirme adiós, mientras yo veía sobre la imperial a su genio del mal que se retorcía de gusto, como si ya la tuviera entre sus garras triunfantes.
Durante mucho tiempo aquella última mirada con que los despedí no cesó de perseguirme. Cuando Agnes me escribió anunciándome su feliz llegada, su carta me encontró tan desesperado con aquel recuerdo como en el momento de su partida. Todas las veces que pensaba en ello estaba seguro de que aquella visión reaparecería redoblando mis tormentos. No dejaba de soñar una sola noche. Aquel pensamiento era como una parte de mi vida, tan inseparable de mi ser como mi cabeza de mi cuerpo.
Y tenía tiempo para torturarme a mi gusto, pues Steerforth estaba en Oxford, según me escribió, y yo, cuando no estaba en el Tribunal de Doctores, estaba casi siempre solo. Creo que empezaba ya a sentir cierta desconfianza de Steerforth. Contestaba a sus cartas de la manera más afectuosa; pero me parecía que al fin y al cabo no estaba descontento de que no pudiera venir a Londres por el momento. A decir verdad, supongo que, al no ser combatida la influencia de Agnes con la presencia de Steerforth, aquella influencia obraba sobre mí con tanta más potencia porque Agnes era la causa de mis preocupaciones.
Sin embargo, los días y las semanas transcurrieron. Ya había entrado de hecho en casa de míster Spenlow y Jorkins. Mi tía me daba noventa libras esterlinas al año, pagaba mi alojamiento y otros muchos gastos. Había alquilado mis habitaciones por un año, y aunque todavía las encontraba tristes por la tarde y se me hacían largas las veladas, había terminado por acostumbrarme a una especie de melancolía continua y por resignarme al café de mistress Crupp, y hasta a tragarlo no a tazas, sino a cubos, según recuerdo en aquel período de mi existencia. En aquella época fue cuando hice poco más o menos tres descubrimientos: primero, que mistress Crupp era muy propensa a una indisposición extraordinaria, que ella llamaba «espasmos», generalmente acompañados de inflamación en las fosas nasales, y que exigía como tratamiento un consumo perpetuo de menta; segundo, que debía de haber algo extraño en la temperatura de mi despensa, pues se rompían todas las botellas de aguardiente; y, por último, descubrí que estaba muy solo en el mundo, y me sentía profundamente inclinado a recordarlo en fragmentos de versificación inglesa.
El día de mi incorporación definitiva con míster Spenlow y Jorkins lo celebré invitando a los empleados de las oficinas a sándwiches y jerez y yendo por la noche yo solo al teatro. Fui a ver El extranjero, pensando que no desmerecía mi dignidad de pertenecer al Tribunal de Doctores el verla, y volví en tal estado, que no me reconocí en el espejo. Míster Spenlow me dijo que habría tenido mucho gusto en invitarme a pasar la velada en su casa de Norwood, en celebración de las relaciones que se establecían entre nosotros; pero que su casa estaba algo en desorden porque esperaba de un momento a otro la llegada de su hija, que había terminado su educación en París. Añadió, sin embargo, que cuando llegara su hija esperaba tener el gusto de recibirme. Yo sabía, en efecto, que era viudo, con una hija única, y le, expresé mi agradecimiento.
Míster Spenlow cumplió fielmente su palabra, y quince días después me recordó su promesa, diciéndome que si quería hacerle el honor de ir a Norwood el sábado siguiente y quedarme hasta el lunes me lo agradecería mucho. Yo respondí, naturalmente, que estaba dispuesto a complacerle, y quedó convenido que me llevaría y me traería en su coche.
Cuando llegó aquel día, hasta mi equipaje era un objeto de veneración para los empleados subalternos, los cuales pensaban en la casa de Norwood como en un misterio sagrado. Uno de ellos me dijo que había oído contar que el servicio de mesa de míster Spenlow era exclusivamente de plata y porcelana de China y, además, que se bebía champán durante toda la comida como se bebe cerveza en otras partes. El viejo abogado de la peluca, que se llamaba míster Tiffey, había estado muchas veces en Norwood en el transcurso de su carrera y había podido entrar hasta el comedor, que describía como una habitación de lo más suntuosa, tanto más porque había bebido en ella jerez de la Compañía de las Indias, de una calidad tan especial que causaba sorpresa.
El Tribunal de Doctores se ocupaba aquel día de un asunto atrasado: condenar a un panadero que se había negado a pagar el impuesto de adoquinado, y como la causa era dos veces más larga que Robinson Crusoe (según un cálculo que hice), aquello terminó algo tarde. Condenamos al panadero a mes y medio de prisión y a pagar daños y perjuicios; después de esto, el procurador del panadero, el juez y los abogados de ambas partes, que eran todos parientes, se fueron juntos hacia la ciudad, y míster Spenlow y yo nos fuimos en su faetón.
Era un coche muy elegante; los caballos levantaban la cabeza y movían las patas como si supieran que pertenecían al Tribunal de Doctores.
Había mucha competencia entre los doctores sobre cualquier cosa, y teníamos algunos coches muy cuidados, aunque yo siempre había considerado y consideraré que en mi época el gran artículo de competencia era el almidón de los cuellos, pues los procuradores hacían tal consumo de él que no creo que la naturaleza humana pudiera soportar más.
Por el camino íbamos muy contentos y míster Spenlow me dio algunos consejos relativos a mi profesión. Decía que era la profesión más distinguida del mundo y que no debía confundirse con el oficio de abogado, pues eran cosas completamente distintas, infinitamente más exclusiva, menos mecánica y de más provecho la de procurador. Tratábamos las cosas mucho más cómodamente allí que en ninguna parte, y esto hacía de nosotros una clase aparte, privilegiada. Me dijo que no podía por menos de reconocer el hecho desagradable de que casi siempre nos utilizaban los abogados; pero me dio a entender que eran una raza inferior de hombres, universalmente mirados de arriba abajo por todos los procuradores que se respetaban.
Pregunté a míster Spenlow qué negocios profesionales le parecían los mejores, y me dijo que una buena causa de testamento, donde se trate de un pequeño estado de treinta o cuarenta mil libras, era quizá lo mejor de todo. En un caso así, decía, no solamente hay a cada momento una buena cosecha de ganancias, por vía de argumentación, sino que además los papeles se van amontonando con los testimonios, los interrogatorios, los contrainterrogatorios (y no hay que decir nada si apelan primero a los delegados y después a los lores, pues como tienen asegurado el pago con el valor de la propiedad, ambas partes siguen con valor hacia adelante sin preocuparse del gasto). Después se lanzó a elogiar al Tribunal. Decía que lo más digno de admirar en él era su concentración. Era el mejor organizado del mundo; se tenía todo a mano. Por ejemplo: llevaban una causa de divorcio, o una causa de restitución al Consistorio. Muy bien. Se intentaba en el Consistorio, y se hacía como un juego en familia y con toda tranquilidad. Supongamos que no quedasen satisfechos con el Consistorio. ¿Qué se hace? Pues se lleva a los Arcos. ¿Y qué es el Tribunal de los Arcos? Pues el mismo Tribunal, en la misma habitación, con el mismo foro y los mismos consejeros, pero con otro juez; pero el del Consistorio puede ir allí cuando le conviene como abogado. Bien; allí vuelve a empezar el juego. ¿Todavía no se está satisfecho? Muy bien. ¿Qué se hace entonces? Pues lo pueden llevar a los delegados. ¿Y quiénes son los delegados? Pues verá usted. Los delegados eclesiásticos son los abogados sin causas, que han visto el juego de los dos Tribunales, que han visto dar las cartas, echarlas y cortarlas; que han hablado con todos los jugadores, y que después de esto se presentan como jueces completamente extraños al asunto para arreglarlo todo a la mayor satisfacción general. Los descontentos podrán hablar de la corrupción del Tribunal, de la insuficiencia del Tribunal, de la necesidad de reformas en el Tribunal; pero así y todo —terminó solemnemente míster Spenlow—, cuando el precio del trigo por áridos está alto, el Tribunal tiene más trabajo, y si un hombre sincero se pone la mano en el corazón, no podrá por menos de decir al mundo entero: «Si llega a tocarse al Tribunal de Doctores, se acabó el país».
Yo le escuchaba con atención, aunque debo confesar que tenía mis dudas respecto a que la nación tuviera tanto que agradecerles como míster Spenlow decía. Sin embargo, acepté respetuosamente sus opiniones. En cuanto a la gestión del precio del trigo, sentía modestamente que aquello estaba por encima de mi inteligencia. Todavía ahora no he podido comprenderlo, y muchas veces después, a través de mi vida, ha surgido para aniquilarme.
Todavía no sé lo que aquello tendría que ver conmigo ni con qué derecho se mezclaba en mis cosas; pero en cuanto mi antiguo conocido el «árido» aparecía en escena, podía dar el asunto por perdido.
Pero esto es una digresión; yo no era hombre para tocar el Tribunal de Doctores ni para revolucionar el país; humildemente expresé, con mi silencio, que asentía a todo cuanto había dicho mi superior en edad y conocimientos y nos pusimos a hablar de El extranjero, del drama en general y del tronco de caballos que nos arrastraba, hasta que llegamos ante la puerta de míster Spenlow.
La casa de míster Spenlow tenía un bonito jardín, y aunque no era buena época para verlo, estaba tan cuidado, que me entusiasmó totalmente. Era un sitio delicioso, con el césped, los árboles y aquella perspectiva de senderos que se perdían en la oscuridad de los arcos, cubiertos sin duda de flores y plantas trepadoras en la primavera. «Por aquí paseará miss Spenlow», pensé.
Entramos en la casa, que estaba alegremente iluminada, y me encontré en un vestíbulo lleno de sombreros, gabanes, guantes, fustas y bastones.
—¿Dónde está miss Dora? —dijo míster Spenlow al criado.
«Dora, pensé, ¡qué nombre tan bonito!»
Entramos en una habitación (contigua al comedor en que el antiguo empleado había bebido jerez de la Compañía de las Indias) y oí que decían:
—Míster Copperfield: mi hija Dora y la amiga de confianza de mi hija.