David Copperfield (62 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Míster Micawber me estrechó de nuevo la mano y me dejó.

Capítulo 8

Mr. Micawber lanza su guante

Hasta que llegó el día de recibir a mis antiguos amigos viví principalmente de Dora y de café. En el estado de enamoramiento en que me hallaba, mi apetito languidecía; pero yo me alegraba de ello, pues me parecía que habría sido un acto de perfidia hacia Dora el haber podido comer de un modo natural. La cantidad de ejercicio que hacía no daba en este caso los resultados de costumbre, pues las decepciones contrarrestaban los efectos del aire libre. Tengo también mis dudas (fundadas en la aguda experiencia adquirida en aquel período de mi vida) de si el goce del alimento animal podrá experimentarlo una criatura humana que esté siempre atormentada por las botas estrechas. Y pienso que quizá las extremidades requieren estar libres antes de que el estómago pueda actuar con vigor.

Con ocasión del pequeño convite, no repetí los extraordinarios preparativos de la otra vez. Únicamente preparé un par de lenguados, una pierna de cordero y una empanada de ave. Mistress Crupp se rebeló a mi primera protesta, respecto a que guisara el pescado y el cordero, y dijo con acento de dignidad ofendida:

—No, no señor; usted no me pedirá semejante cosa, pues creo que me conoce usted lo bastante para saber que no soy capaz de hacer lo que va en contra de mis sentimientos.

Pero por fin hicimos un pacto; y mistress Crupp consintió en condimentar aquello con la condición de que después comería yo fuera de casa durante quince días.

Haré observar aquí que la tiranía de mistress Crupp me causaba sufrimientos indecibles. Nunca he tenido tanto miedo a nadie. Nos pasábamos la vida haciendo pactos, y si yo titubeaba en algún caso, al instante se apoderaba de ella aquella enfermedad extraordinaria que estaba emboscada en un rincón de su temperamento, dispuesta a agarrarse al menor pretexto para poner su vida en peligro. Si llamaba con impaciencia después de media docena de campanillazos modestos y sin efecto, cuando aparecía (que no era siempre) era con cara de reproche; caía ahogándose en una silla al lado de la puerta, apoyaba la mano sobre su seno de nanquín y se sentía tan indispuesta, que yo me consideraba muy dichoso desembarazándome de ella a costa de mi aguardiente o de cualquier otro sacrificio. Si me parecía mal que no me hubiera hecho la cama a las cinco de la tarde (lo que persisto en considerar como una mala costumbre), un gesto de su mano hacia la región del nanquín, expresión de sensibilidad herida, me ponía al instante en la necesidad de balbucir excusas. En una palabra: estaba dispuesto a todas las concesiones que el honor no reprobase antes que ofender a mistress Crupp. Era el terror de mi vida.

Tomé una asistenta para el día de la comida, en lugar de aquel joven «hábil» , contra el que había concebido algunos prejuicios desde que le encontré un domingo por la mañana en el Strand engalanado con un chaleco que se parecía extraordinariamente a uno de los míos que me había desaparecido aquel día. En cuanto a la «muchacha», se le dijo que se limitara a llevar los platos y marcharse al momento de la antesala a la escalera, donde no se le oiría resoplar como tenía costumbre. Además era el medio de evitar que pudiera pisotear los platos en su retirada precipitada.

Preparé los ingredientes necesarios para hacer ponche, del que contaba con confiar la composición a míster Micawber; me procuré una botella de agua de lavanda, dos velas, un papel de alfileres mezclados y un acerico, que puse en mi tocador para la toilette de mistress Micawber. Y después de poner yo mismo la mesa, esperé con calma el efecto de mis preparativos.

A la hora fijada llegaron mis tres invitados juntos. El cuello de la camisa de míster Micawber era más grande que de costumbre, y había puesto una cinta nueva a su monóculo. Mistress Micawber había envuelto su cofia en un papel gris, formando un paquete que llevaba Traddles, el cual daba el brazo a mistress Micawber. Todos quedaron encantados de mi casa. Cuando conduje a mistress Micawber delante de mi tocador y vio los preparativos que había hecho en honor suyo, quedó tan entusiasmada que llamó a míster Micawber.

—Mi querido Copperfield —dijo míster Micawber—, esto es un verdadero lujo. Es una prodigalidad que me recuerda los tiempos en que vivía en el celibato y cuando mistress Micawber no había sido solicitada todavía para depositar su fe en el altar de Himeneo.

—Quiere decir solicitada por él, míster Copperfield —dijo mistress Micawber en tono picaresco—; no puede hablar de otros.

—Querida mía —repuso Micawber con brusca seriedad—, no tengo ningún deseo de hablar de otras personas. Sé demasiado bien que en los designios impenetrables del Fatum me estabas destinada; que estabas reservada a un hombre destinado a llegar a ser, después de largos combates, la víctima de dificultades pecuniarias complicadas. Comprendo tu alusión, amiga mía. La siento, pero te la perdono.

—¡Micawber! —exclamó mistress Micawber llorando—. ¿He merecido que me trates así? ¡Yo que nunca te he abandonado, que no te abandonaré jamás!

—Amor mío —dijo su esposo muy conmovido—, perdóname, y nuestro antiguo amigo Copperfield también me perdonará, estoy seguro, una susceptibilidad momentánea, causada por las heridas que acaba de abrir una colisión reciente con un esbirro del Poder (en otras palabras, con un miserable perteneciente al servicio de las aguas), y espero que perdonarán, sin condenarlos, estos excesos.

Después de esto, míster Micawber abrazó a mistress Micawber, me estrechó la mano, y yo deduje, de la alusión que acababa de hacer, que le habían cortado el agua aquella mañana por no haber pagado la cuenta a la compañía.

Para alejar sus pensamientos de aquel asunto melancólico, le dije que contaba con él para hacer el ponche, y le enseñé los limones. Su abatimiento, por no decir su desesperación, desapareció al momento. Yo no he visto jamás a un hombre gozar del perfume de la corteza del limón, del azúcar, del olor del ron y del vapor del agua caliente como míster Micawber aquel día. Daba gusto ver su rostro resplandeciente en medio de la nube formada por aquellas evaporaciones delicadas mientras que mezclaba, que movía y que probaba; parecía que, en lugar de preparar el ponche, estaba ocupándose en hacer una fortuna considerable, que debía enriquecer a su familia de generación en generación. En cuanto a mistress Micawber, yo no sé si fue el efecto de la cofia, o del agua de lavanda, o de los alfileres, o del fuego, o de las luces; pero salió de mi habitación encantadora (comparándola, claro está, a como había llegado), y sobre todo alegre como un pájaro.

Supongo, nunca me he atrevido a preguntarlo, pero supongo que después de haber frito los lenguados mistress Crupp se sintió mala, pues la comida se interrumpió ahí. El cordero llegó encarnado por el interior y muy pálido por fuera, sin contar con que estaba cubierto de una sustancia extraña y polvorienta, que parecía demostrar que había caído en las cenizas de la cocina. Quizá la salsa hubiera podido darnos algún dato, pero no la tenía; «la muchacha» la había derramado por la escalera, donde formaba una larga huella, que, sea dicho de pasada, siguió allí mientras quiso sin que nadie la molestara. La empanada de ave no tenía mala cara; pero era una empanada falaz; el interior se parecía a esas cabezas, desesperantes para el frenólogo, llenas de jorobas y eminencias bajo las cuales no hay nada de particular. En una palabra, el banquete fue un fiasco, y yo me habría sentido muy desgraciado (de mi poco éxito quiero decir, pues lo era siempre pensando en Dora) si no hubiera estado animado por el buen humor de mis huéspedes y por una idea luminosa de míster Micawber.

—Mi querido Copperfield —dijo míster Micawber—, ocurren accidentes en las casas mejor cuidadas; pero en las que no son gobernadas por esa influencia soberana que santifica y realza el… la… ; en una palabra, por la influencia de la mujer, revestida del santo carácter de esposa, pueden esperarse de seguro, y hay que soportarlos con filosofía. Si usted me lo permite, le haré observar que hay pocos alimentos mejores en su género que un asado picante con especias, y yo creo que repartiéndonos el trabajo podemos hacerlo en un momento si la muchacha nos proporciona unas parrillas. Así podremos reparar fácilmente la desgracia.

En la despensa había unas parrillas sobre las cuales asaba todas las mañanas mi ración de tocino; las trajeron al momento y pusimos en ejecución la idea de míster Micawber. La división del trabajo que se le había ocurrido se hizo así: Traddles cortaba el cordero en lonchas; míster Micawber, que tenía mucho talento para todas las cosas de aquel género, las cubría de mostaza, de sal y de pimienta; yo las ponía sobre la parrilla y les daba vueltas con un tenedor; después las quitaba, bajo la dirección de míster Micawber, mientras que mistress Micawber hacía hervir y movía constantemente la salsa con setas en una escudilla. Cuando tuvimos bastantes lonchas para empezar caímos sobre ellas con las mangas todavía remangadas y una nueva serie de lonchas ante el fuego, dividiendo nuestra atención entre el cordero en servicio activo en nuestros platos y el que se asaba todavía. La novedad de aquellas operaciones culinarias, su excelencia, la actividad que exigían, la necesidad de levantarse a cada momento para mirar lo que estaba en el fuego y volverse a sentar para devorarlo a medida que salía de la parrilla, caliente e hirviendo; nuestros rostros animados por el ardor interior y el del fuego, todo aquello nos divertía tanto, que en medio de nuestras risas locas y de nuestros éxtasis gastronómicos, pronto no quedó del cordero más que los huesos; mi apetito había reaparecido de una manera maravillosa. Me avergüenza decirlo; pero de verdad creo que olvidé a Dora por un momento, un momentito nada más, y estoy convencido de que míster y mistress Micawber no habrían encontrado la fiesta más alegre aunque hubieran vendido una cama para pagarla. Traddles reía, comía y trabajaba con el mismo afán, y todos hacíamos lo mismo. Nunca he visto un éxito más completo.

Estábamos en el colmo de la felicidad y trabajábamos cada uno en nuestro departamento respectivo para poner la última tanda en un estado de perfección que coronase la fiesta, cuando me percaté de que había entrado un extraño en la habitación; y mis ojos encontraron los del grave Littimer, que permanecía ante mí con el sombrero en la mano.

—¿Qué ocurre? —pregunté involuntariamente.

—Usted me dispense, señorito; me habían dicho que pasara. ¿No está aquí mi señor?

—No.

—¿Usted no le ha visto?

—No. ¿Es que no estaba usted con él?

—Por el momento no, señor.

—¿Le ha dicho a usted que le encontraría aquí?

—No precisamente; pero vendrá mañana si no ha venido hoy.

—¿Viene de Oxford?

—Si el señor quisiera hacer el favor de sentarse, yo le pediría permiso para reemplazarle por el momento.

Diciendo esto, cogió el tenedor sin que yo hiciera ninguna resistencia y se inclinó sobre la parrilla como si concentrara toda su atención en aquella operación delicada.

La llegada de Steerforth no nos habría molestado mucho; pero al momento nos sentimos completamente humillados y desanimados con la presencia de su respetable servidor. Míster Micawber se dejó caer en una silla y se puso a canturrear para demostrar que estaba completamente a sus anchas. El mango del tenedor, que había ocultado precipitadamente en su chaleco, asomaba como si acabara de darse una puñalada. Mistress Micawber se calzó sus guantes oscuros y tomó un aire de languidez elegante. Traddles se restregó con sus manos grasientas los cabellos, que se erizaron completamente, y miró al mantel, confuso. En cuanto a mí, ya no era más que un bebé en mi propia mesa y apenas me atrevía a lanzar una mirada sobre aquel respetable fenómeno, que llegaba no sabía de dónde para poner mi casa en orden.

Entre tanto, él retiró el cordero de la parrilla y ofreció gravemente a todo el mundo. Se aceptó, pero todos habíamos perdido el apetito, y no hicimos más que fingir que comíamos. Al vernos rechazar nuestros platos, los quitó sin ruido y puso el queso en la mesa. Cuando terminamos, lo quitó al momento, amontonó los platos, dándoselos a la criada, nos puso vasos pequeños, sirvió el vino y por sí mismo echó de la habitación a la criada. Todo esto fue ejecutado a la perfección y sin que levantara siquiera los ojos, únicamente ocupado, al parecer, en lo que hacía. Pero cuando se volvía de espaldas a mí me parecía que sus codos expresaban altamente su firme convicción de que yo era extraordinariamente joven.

—¿Quiere usted que haga algo más, señor?

—Le doy las gracias. Pero usted va a comer también.

—No, señor, muchas gracias.

—¿Míster Steerforth viene de Oxford?

—¡Perdón, señor!

—Pregunto si míster Steerforth viene de Oxford.

—Creo que estará aquí mañana, señorito; creía que iba a encontrarle hoy aquí. Pero sin duda soy yo quien se ha equivocado.

—Si le ve usted antes que yo…

—Perdón, señorito; pero no pienso verle antes que usted.

—En el caso de que le viera usted, le dice que siento mucho que no haya venido hoy, porque hubiera encontrado a uno de sus antiguos compañeros.

—¿De verdad? —y repartió su saludo entre Traddles y yo, a quien miró.

Tomaba sin ruido el camino de la puerta cuando, haciendo un esfuerzo desesperado para decirle algo en un tono sencillo y natural, lo que todavía no había conseguido, le dije:

—¡Eh, Littimer!

—¡Señorito!

—¿Permaneció usted mucho tiempo en Yarmouth aquella vez?

—No mucho, señor.

—¿Ha visto usted acabar el barco?

—Sí señor; me quedé para ver acabar el barco.

—Ya lo sé (levantó los ojos hacia mí respetuosamente). ¿Míster Steerforth no lo habrá visto todavía?

—No puedo decirle, señor. Creo… . pero realmente no puedo decirle… ; deseo buenas noches al señor.

Incluyó a todos los asistentes en el saludo que siguió a estas palabras, y desapareció. Mis huéspedes parecieron respirar más libremente después de su partida, y en cuanto a mí, me sentí de lo más descansado, pues, además de la reserva que me inspiraba siempre y de la extraña convicción en que estaba de que mis aptitudes se paralizaban delante de aquel hombre, mi conciencia estaba turbada ante la idea de que ahora yo desconfiaba de su señor y no podía reprimir cierto temor de que se hubiera dado cuenta. ¿Cómo era que, teniendo tan pocas cosas que ocultar, temblaba de que aquel hombre llegara a descubrir mi secreto?

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