David Copperfield (66 page)

Read David Copperfield Online

Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

—¡Buenas noches, querido Steerforth! Mañana me marcharé antes de que te despiertes. ¡Buenas noches!

No me dejaba marchar, y continuaba de pie delante de mí, con las manos apoyadas en mis hombros, como había hecho en mi habitación.

—Florecilla —me dijo con una sonrisa—, aunque ese no sea el nombre que te han dado tu padrino y tu madrina, es con el que más me gusta nombrarte. Yo querría, ¡oh, sí!, yo querría que tú también me pudieras llamar así.

—Pero ¿quién me lo impide si quisiera hacerlo?

—Florecilla, si algún suceso llegara a separarnos, piensa siempre en mí con indulgencia, amigo mío. Vamos, prométeme que pensarás en mí con indulgencia si las circunstancias llegan a separarnos.

—¿Qué estás diciendo de indulgencia, Steerforth? —le dije—. Mi cariño y mi ternura por ti serán siempre los mismos y no tienen nada que perdonarte.

Me sentí tan arrepentido de haber sido injusto con él ni aun con pensamientos pasajeros, que estuve a punto de confesárselo. Sin la repugnancia que me causaba el traicionar la confianza de Agnes, y en el temor que sentía de no poder tocar aquel asunto sin comprometerla, le hubiera confesado todo antes de oírle decir: «¡Dios lo bendiga, Florecilla, y buenas noches!». En mi duda, no le dije nada; le estreché la mano y nos separamos.

Me levanté al despuntar el día, y después de vestirme sin ruido entreabrí su puerta. Dormía profundamente, tranquilamente, con la cabeza apoyada en el brazo, como tantas veces le había visto dormir en el colegio.

Llegó un tiempo, y no tardó mucho en llegar, en que me preguntaba cómo no habría turbado nada su reposo mientras yo le miraba. Pero dormía (me gusta pensar en él así de nuevo) como le había visto dormir tan a menudo en el colegio; y así en aquella hora silenciosa le dejé.

Para nunca más (¡oh, Steerforth, Dios lo perdone!) volver a tocar tu mano con un sentimiento de amor y de amistad. ¡Nunca, nunca más!

Capítulo 10

Una desgracia

Llegué por la noche a Yarmouth y me dirigí a la posada. Sabía que la habitación reservada por Peggotty, «mi habitación», sería ocupada pronto por otro, si es que el terrible «visitante» a quien todos los vivos tienen que dejar el sitio no había llegado ya a la casa. Me dirigí, por lo tanto, a la posada para comer y alquilar un cuarto.

Eran las diez de la noche cuando salí. La mayoría de las tiendas estaban cerradas, y el pueblo estaba triste. Cuando llegué ante la casa de Omer y Joram las ventanas estaban cerradas, pero la puerta de la tienda estaba abierta todavía. Como veía a lo lejos a míster Omer, que fumaba su pipa cerca de la puerta de la trastienda, entré y pregunté cómo estaba.

—Por mi alma, ¿es usted? —dijo míster Omer—. ¿Cómo está usted? Siéntese. ¿Supongo que el humo no le molestará?

—Nada de eso; al contrario, me gusta… en la pipa de otro.

—¿En la suya no? —dijo míster Omer riendo—. Tanto mejor, caballero; es mala costumbre para los jóvenes. Siéntese. Yo si fumo es a causa del asma.

Míster Omer había adelantado una silla para mí, y se volvió a sentar sin aliento, aspirando el humo de su pipa como si esperase encontrar en ella el soplo necesario a su existencia.

—Estoy muy preocupado con las malas noticias que me han dado de Barkis— le dije.

Míster Omer me miró con aire grave, sacudiendo la cabeza.

—¿Sabe usted cómo está ahora? —pregunté.

—Esa es precisamente la pregunta que le hubiera hecho —dijo míster Omer—, si no hubiera sido por un sentimiento de delicadeza. Es una de las cosas molestas de nuestro oficio. Cuando hay algún enfermo, no podemos preguntar cómo sigue.

Era una dificultad que no había previsto; había temido, al entrar, oír el antiguo martillo. Sin embargo, puesto que míster Omer había tocado aquella cuerda, yo no podía por menos de aprobar su delicadeza.

—Sí, sí; ¿comprende usted? —dijo míster Omer con un movimiento de cabeza—. No nos atrevemos. Sería un golpe del que muchos no se repondrían si oían decir: «Omer y Joram le saludan y desean saber cómo se encuentra usted», hoy por la mañana, hoy por la tarde, según la ocasión.

Asentí con la cabeza, y Omer tomando aliento con ayuda de su pipa, continuó:

—Es una de las cosas del oficio que nos impiden tener muchas atenciones que de buena gana tendríamos a veces —dijo míster Omer—. Vea usted, por ejemplo: hace cuarenta años que conozco a Barkis. Si no he salido a hablarle toda las veces que pasaba por aquí, no he salido ninguna; pues bien, ahora no puedo ir a preguntar cómo sigue.

Convine con míster Omer que era muy desagradable.

—Y que no estoy yo menos cerca de ello que otro, míreme. La respiración me faltará uno de estos días y no es probable que esté muy interesado en la situación en que estoy. Digo que no es probable, tratándose de un hombre que sabe que cualquier día puede faltarle la respiración, y más todavía si ese hombre es abuelo —dijo míster Omer.

—No es nada probable —dije.

—Tampoco es que me queje de mi oficio —dijo míster Omer—. Todo tiene sus pros y sus contras; eso ya se sabe: todo lo que yo pediría es que se educara a la gente de manera que tuviera el espíritu un poco más fuerte.

Míster Omer fumó un instante en silencio con aire de bondad y complacencia; después dijo volviendo a su primer asunto:

—Estamos obligados a contentarnos con saber las noticias de Barkis por Emily. Ella sabe nuestra verdadera intención y no tiene más escrúpulos ni sospechas que si fuéramos corderitos. Minnie y Joram acaban de ir a casa de Barkis, donde ella va también en cuanto termina su trabajo, para ayudar un poco a su tía. Han ido a saber del pobre hombre; si quiere usted esperar su vuelta, traerán noticias. ¿Quiere usted tomar algo? ¿Un ponche con ron? ¿Quiere usted tomarlo conmigo, pues es lo que bebo siempre mientras fumo? —dijo míster Omer cogiendo su vaso—. Dicen que es bueno para la garganta y que facilita esta desgraciada respiración. Pero, ¿sabe usted? —continuó con voz ronca—, no es el conducto lo que está en mal estado. Es lo que yo le digo siempre a Minnie: «Dame el soplo, hija mía, y yo me encargaré de encontrarle paso, querida».

Verdaderamente tenía el aliento tan corto que asustaba el verle reír. Cuando recobró la palabra le di las gracias por el ponche que me había ofrecido, y que rechacé diciendo que acababa de comer; pero añadí que, puesto que tenía la amabilidad de invitarme, esperaría la vuelta de su yerno y de su hija; después le pedí noticias de la pequeña Emily.

—A decir verdad —dijo míster Omer dejando su pipa para poder frotarse la barbilla—, yo estaré más tranquilo cuando se haya casado.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque está inquieta —dijo míster Omer—. No es que no esté tan bonita como antes; al contrario, más bonita que nunca; ni es que trabaje menos; al contrario, valía por seis obreras y sigue valiéndolo; pero ella quiere alegría. ¿Comprende usted lo que quiero decir? —continuó míster Omer fumando un poco y restregándose después la barbilla—. Lo que se entiende en general por la expresión: «Vamos, ¡fuerte, valiente!, ¡un buen golpe de remo!, ¡otro buen golpe!, ¡hurra!» . A esto es a lo que me refiero que, en general, le falta a Emily.

El rostro y los ademanes de míster Omer eran tan expresivos, que pude, en conciencia, hacerle un gesto expresando que le comprendía. Mi vivacidad de comprensión pareció gustarle, y siguió:

—Ahora bien; yo considero que la principal causa de esto es el estado transitorio en que está. He hablado a menudo de esto con su tío y con su novio por las noches, después del trabajo, y considero que es la principal causa de su inquietud. Usted recordará siempre —prosiguió míster Omer— que Emily es una criaturita extraordinariamente afectuosa. El proverbio dice que no se puede hacer una bolsa de seda con la oreja de una trucha. Yo no sé nada; pero creo que, en efecto, sí se puede; la cosa es tener tiempo. Y usted sabe que ha hecho de ese viejo barco una morada que vale más que un palacio de piedra y mármol.

—Estoy seguro —dije.

—El ver a esa linda chiquilla acercarse a su tío, ver cómo cada día está más unida a él, es conmovedor. Y cuando sucede así es porque hay lucha, y ¿para qué prolongarla inútilmente?

Yo escuchaba atento al buen anciano, aprobando de todo corazón cuanto decía.

—Y por eso les he dicho —continuó míster Omer en tono de bondad y condescendencia—: «No consideréis el aprendizaje de Emily como un compromiso; podéis hacer lo que queráis. Sus servicios me han producido más de lo que me esperaba; Omer y Joram pueden borrar el resto del tiempo convenido, y estará la niña libre el día que les convenga a ustedes. Si después ella quiere arreglarse con nosotros para hacernos algún trabajo en su casa, muy bien; si no le conviene, también muy bien». De todas maneras, no nos perjudica, pues sabe usted —dijo míster Omer tocándome con su pipa— no hay cuidado de que un hombre tan corto de resuello como yo, y que además tiene nietos, vaya a oprimir a un hermoso pajarito de ojos azules como ella.

—No, no; no hay cuidado; ya lo sabemos —dije.

—No, no; tiene usted razón —dijo míster Omer—. Pues bien; su primo… ¿ya sabe usted que es su primo con quien se va a casar?

—¡Oh, sí! —repliqué—. Le conozco muy bien.

—Naturalmente —repuso míster Omer—; su primo, que está en buena posición y que tiene mucho trabajo, y después de haberme dado las gracias cordialmente (y debo decir que su conducta en este asunto me ha dado la mejor opinión de él), su primo ha alquilado una casita, la más confortable que pueda imaginarse. Esa casita está amueblada de arriba abajo y arreglada como si fuera de muñecas; y creo que si el pobre Barkis no se hubiera puesto tan malo, a estas horas estarían casados; pero eso lo ha retrasado.

—Y Emily, míster Omer —pregunté—, ¿está ahora más tranquila?

—Pues ¿sabe usted? —repuso acariciándose la papada—. Como es natural, no puede esperarse que se tranquilice estando a punto de cambiar y de separarse, y todo eso. La muerte de Barkis no lo retrasaría demasiado, pero sí su estado crónico de enfermedad. En todo caso, es una situación equívoca, como puede usted ver.

—Sí, lo veo.

—En consecuencia, Emily está un poco preocupada, y hasta inquieta, quizá más que nunca. Parece amar cada vez más a su tío y sentir más vivamente el separarse de todos nosotros. Si le digo una palabra bondadosa se le saltan las lágrimas, y si usted la viera con la niña de Minnie, no podría olvidarlo jamás. Es extraordinario —dijo míster Omer reflexionando— lo que quiero a esa niña.

La ocasión me pareció propicia para preguntarle a míster Omer, antes de que volvieran Minnie y su yerno a interrumpimos, si sabía algo de Martha.

—¡Ah! —dijo sacudiendo la cabeza con abatimiento—. Nada bueno. Es una historia triste por cualquier lado que se mire. Nunca he creído que esa muchacha esté corrompida; no lo diría delante de mi hija Minnie; se enfadaría; pero yo no lo he creído nunca.

Míster Omer percibió los pasos de su hija, que yo no había sentido todavía, y me tocó con la pipa, guiñándome un ojo como advertencia. Casi enseguida entró Minnie con su marido.

Traían la noticia de que Barkis estaba cada vez peor; que había perdido el conocimiento, y que míster Chillip había dicho tristemente en la cocina, al marcharse no hacía cinco minutos, que toda la escuela de Medicina, la de Cirugía y la de Farmacia reunidas no podrían salvarle. En primer lugar, los médicos y cirujanos no podían ya nada, había dicho míster Chillip, y todo lo que los farmacéuticos pudieran hacer sería envenenarle.

Al oír esta noticia y saber que míster Peggotty estaba en casa de su hermana decidí irme enseguida. Di las buenas noches a míster Omer y a míster y mistress Joram y tomé el camino de casa de Peggotty con una seria simpatía por Barkis, que lo transformaba completamente a mis ojos.

Llamé dulcemente a la puerta y míster Peggotty vino a abrirme. El verme no los sorprendió tanto como yo esperaba. Lo mismo observé en Peggotty cuando apareció, y es una cosa que he recordado después muy a menudo, pensando que en la espera de aquel terrible desenlace cualquier otro cambio o sorpresa no significaban nada.

Estreché la mano a míster Peggotty y entré en la cocina mientras él cerraba suavemente la puerta. La pequeña Emily, con la cabeza entre las manos, estaba sentada delante del fuego. Ham estaba de pie a su lado.

Hablábamos bajo y escuchábamos de vez en cuando los ruidos de la habitación de encima. Durante mi última visita no había pensado en ello; pero ahora ¡qué extraño se me hacía no ver a Barkis en la cocina!

—Ha sido usted muy bueno viniendo, señorito Davy —me dijo míster Peggotty.

—¡Oh, sí, muy bueno! —dijo Ham.

—Emily —dijo míster Peggotty—, mira, querida, aquí está el señorito Davy. Vamos, ¡valor, hija mía! ¿No dices nada al señorito Davy?

Emily temblaba con todos sus miembros. Todavía la veo. Su mano estaba helada cuando la toqué; todavía la siento. No hizo más movimiento que retirarla; después se deslizó de su silla y, acercándose dulcemente a su tío, se inclinó sobre su pecho sin decir nada, temblando siempre.

—Tiene un corazoncito tan bueno —dijo míster Peggotty acariciando sus lindos cabellos con su mano callosa—, que no puede soportar esta pena. Es muy natural: los jóvenes, señorito Davy, no están acostumbrados a esta clase de pruebas y tienen la timidez de este pajarillo; ¡es natural!

Emily se estrechó contra su pecho sin decir una palabra ni levantar la cabeza.

—Es tarde, hija mía, y Ham te espera para llevarte a casa. Anda, vete con él; ¡también él tiene un corazón de oro! ¿Qué, Emily? ¿Qué dices, cariño mío?

El sonido de su voz no llegó a mis oídos; pero él bajó la cabeza como escuchando, y después dijo:

—¿Quieres quedarte con tu tío? ¡Vamos, de ninguna manera! ¿Quedarte con tu tío, chiquilla, cuando el que va a ser tu marido dentro de unos días está aquí para llevarte a casa? Vamos; nadie lo creería al ver a esta chiquilla al lado de un viejo gruñón como yo —dijo míster Peggotty mirándonos a los dos con un orgullo infinito—; pero el mar no contiene más sal que el corazón de la pequeña Emily contiene de ternura para su tío; ¡locuela!

—Emily tiene razón, señorito Davy —dijo Ham—; y puesto que Emily lo desea y está un poco inquieta y asustada, la dejaré aquí hasta mañana por la mañana. Pero permítanme que me quede también.

—No, no —dijo míster Peggotty—; no puede ser; ya es casi como si estuvieras casado, y no puedo perder un día de trabajo, ni tampoco velar esta noche y trabajar mañana. Vuélvete a casa. ¿Es que temes que no te cuidemos bien a Emily?

Other books

El Balneario by Manuel Vázquez Montalbán
Corroboree by Graham Masterton
Kidnapped by the Sheikh by Katheryn Lane
American Blue by Penny Birch
Gypsy Heiress by Laura London
Hell by Elena M. Reyes
Metropolis by Thea von Harbou
La muerte lenta de Luciana B. by Guillermo Martínez