David Copperfield (63 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Míster Micawber me sacó de aquellas reflexiones, a las cuales se unía cierto temor, mezclado con remordimientos, de ver aparecer a Steerforth en persona, haciendo los mayores elogios de Littimer, ausente, como de un respetable muchacho y un excelente criado. Hay que hacer observar que míster Micawber había aceptado su parte del saludo que hizo Littimer, y que lo había recibido con una condescendencia infinita.

—Ahora al ponche, mi querido Copperfield —dijo míster Micawber probándolo—, pues el ponche es como el viento y la marea, que no espera a nadie. ¡Ah! Está precisamente en su punto. Amor mío, ¿quieres darme tu opinión?

Mistress Micawber declaró que estaba excelente.

—Entonces beberé —dijo míster Micawber—, si mi amigo Copperfield quiere permitirme esta libertad, beberé en memoria de los tiempos en que mi amigo Copperfield y yo éramos más jóvenes y en los que luchábamos uno al lado de otro contra el mundo para seguir cada uno nuestro camino. Ahora puedo decir de mí mismo y de mi amigo Copperfield las palabras que hemos cantado tantas veces juntos: Hemos recorrido los campos buscando el oro en sentido figurado «en varias ocasiones». No sé exactamente —dijo míster Micawber con su antigua voz engolada y con su antiguo indescriptible aire de decir algo elegante—, lo que ese «oro» podrá ser; pero no me cabe duda de que Copperfield y yo lo habríamos recogido a menudo si hubiera sido posible.

Míster Micawber, al hablar así, bebió un trago. Y todos hicimos lo mismo. Traddles estaba evidentemente sorprendidísimo y se preguntaba en qué época lejana podía míster Micawber haberme tenido de compañero en aquella gran lucha con el mundo en que habíamos combatido uno al lado del otro.

—¡Ah! —dijo míster Micawber aclarándose la garganta y doblemente calentado por el ponche y por el fuego—. Querida mía, ¿otro vasito?

Mistress Micawber dijo que sólo quería una gota; pero no quisimos oír hablar de ello, y se le llenó el vaso.

—Como estamos aquí entre nosotros, míster Copperfield —dijo mistress Micawber bebiendo su ponche a traguitos—, y puesto que míster Traddles es de la casa, querría saber su opinión sobre el porvenir de míster Micawber. El comercio de granos —continuó con seriedad— puede ser un comercio distinguido, pero no es productivo. Las comisiones que dan dos chelines y nueve peniques en cuatro días no pueden, por modesta que sea nuestra ambición, ser consideradas como un buen negocio.

Todos estuvimos de acuerdo en que era verdad.

—Por lo tanto —continuó mistress Micawber, que presumía de espíritu positivo y de corregir con su buen sentido la imaginación un poco volandera de su esposo—, me hago esta pregunta: Si con los granos no puede contarse, ¿hacia dónde tirar? ¿Al carbón? Tampoco. Ya pusimos la atención en él, siguiendo el consejo de mi familia, y sólo encontramos decepciones.

Míster Micawber, con las dos manos en los bolsillos, se hundía en su sillón y nos miraba de reojo, moviendo la cabeza como para decir que era imposible exponer más claramente la situación.

—Los artículos trigo y carbón —dijo mistress Micawber con una seriedad de discusión cada vez más acentuada— están, por lo tanto, descontados, míster Copperfield; yo, como es natural, miro a mi alrededor y pienso: ¿Cuál será la situación en que un hombre de las aptitudes de Micawber tendrá más probabilidades de éxito? Excluyo en primer lugar todo lo que sean comisiones; las comisiones no son cosa segura, y estoy convencida de que una cosa segura es lo que mejor conviene al carácter de Micawber.

Traddles y yo expresamos con un murmullo que aquella apreciación del carácter de míster Micawber era muy acertada y le hacía el mayor honor.

—No le ocultaré, mi querido míster Copperfield —continuó mistress Micawber—, que desde hace mucho tiempo pienso que el negocio de elaboración de cervezas sería una cosa muy adecuada para Micawber. ¡No hay más que ver Barclay y Perkins, o Truman, Hambury y Buxton! Es una vasta escala en la que Micawber (lo sé porque lo conozco) puede destacarse, y las ganancias, según he oído decir, son enormes. Pero como no hay medio de que Micawber pueda penetrar en esos establecimientos, pues hasta se niegan a contestar a las cartas en que ofrece sus servicios para ocupar los puestos más inferiores, ¿para qué pensar en ello? Yo puedo tener la convicción de que míster Micawber…

—¡Hem! Realmente, querida mía —interrumpió míster Micawber.

—Amor mío, cállate —dijo mistress Micawber poniendo su guante marrón sobre el brazo de su marido—. Yo, míster Copperfield, puedo tener personalmente la convicción de que las aptitudes de Micawber estarían esencialmente adaptadas en una casa de banca; puedo asegurar que si tuviera dinero colocado en cualquier casa de banca, el aspecto de Micawber como representante de la casa me inspiraría absoluta confianza y, por lo tanto, podría contribuir a extender las relaciones de la banca. Pero si todas las casas de banca se niegan a abrir esa carrera al talento de Micawber y desechan con desprecio el ofrecimiento de sus servicios, ¿para que insistir sobre la idea? En cuanto a fundar una casa de banca, puedo decir que hay miembros de mi familia que si quisieran poner su dinero entre las manos de Micawber habrían podido crearle un establecimiento de ese género. Pero si no les da la gana poner ese dinero entre las manos de Micawber, ¿de qué me sirve pensar en ello? Por lo tanto, no hemos adelantado nada.

Yo sacudí la cabeza y dije:

—Ni un ápice.

Traddles también la sacudió y repitió:

—Ni un ápice.

—¿Qué deduzco de todo esto? —continuó mistress Micawber con el mismo tono de estar exponiendo un caso claramente—. ¿Cuál es la conclusión, míster Copperfield, a que he llegado irremisiblemente? No sé si estaré equivocada; pero mi conclusión es que a pesar de todo tenemos que vivir.

—De ninguna manera —respondí—. No está usted equivocada.

Y Traddles repitió:

—De ninguna manera.

Después añadí yo solo, gravemente:

—Hay que vivir o morir.

—Precisamente —contestó mistress Micawber—; eso es precisamente. Y en nuestro caso, mi querido Copperfield, no podemos vivir, a no ser que las circunstancias actuales cambien por completo. Estoy convencida, y se lo he hecho observar muchas veces a Micawber desde hace tiempo, que las cosas no surgen solas. Hasta cierto punto hay que ayudarlas un poco a surgir. Puedo equivocarme, pero esa es mi opinión.

Traddles y yo aplaudimos.

—Muy bien —dijo mistress Micawber—. Ahora, ¿qué es lo que yo aconsejo? Tenemos a Micawber con múltiples facultades y mucho talento…

—Realmente, amor mío —dijo míster Micawber.

—Te lo ruego, querido, déjame acabar. Aquí está Micawber con gran variedad de facultades y mucho talento; hasta podría añadir que con genio, pero podría decirse que soy parcial por ser su mujer…

Traddles y yo murmuramos:

—No.

—Y aquí está Micawber sin posición ni empleo. ¿De quién es la responsabilidad? Evidentemente de la sociedad. Por eso yo querría divulgar un hecho tan vergonzoso, para obligar a la sociedad a ser justa. Me parece, mi querido Copperfield —dijo mistress Micawber con energía—, que lo mejor que puede hacer Micawber es lanzar su guante a la sociedad y decir positivamente: «Veamos quién lo recoge. ¿Hay alguno que se presente?».

Me aventuré a preguntar a mistress Micawber cómo podría hacer eso.

—Poniendo un anuncio en todos los periódicos —dijo mistress Micawber—. Me parece que Micawber se debe a sí mismo, a su familia y hasta a la sociedad, que le ha descuidado durante tanto tiempo, el poner un anuncio en todos los periódicos y describir claramente su persona y sus conocimientos diciendo: «Y ahora a ustedes toca el emplearme de una manera lucrativa: dirigidse a W. M., lista de correos Camden Town».

—Esta idea de mistress Micawber, mi querido Copperfield —dijo míster Micawber acercando a los dos lados de la barbilla las puntas del cuello de su camisa y mirándome de reojo—, en realidad es el salto maravilloso a que yo aludía la última vez que tuve el gusto de verle.

—La inserción de los anuncios resulta cara —me aventuré a decir, titubeando.

—Precisamente —dijo mistress Micawber, siempre en su tono lógico—. Tiene usted mucha razón, mi querido Copperfield. La misma observación le hice yo a Micawber. Pero esa es precisamente la razón por la que creo que Micawber se debe a sí mismo, como ya he dicho, a su familia y a la sociedad, el pedir un préstamo sobre un pagaré.

Míster Micawber se apoyó en el respaldo de su silla, jugueteó un poco con su monóculo y miró al techo; pero me pareció que al mismo tiempo observaba a Traddles, que miraba el fuego.

—Si ningún miembro de mi familia tiene sentimientos bastante humanos para negociar ese pagaré… . creo que se puede expresar mejor lo que quiero decir…

Míster Micawber, con los ojos fijos en el techo, sugirió: «Deducir».

—… Para deducir ese pagaré —continuó mistress Micawber—, entonces mi opinión es que Micawber haría bien yendo a la City y llevándolo a Money Market para sacar lo que pueda. Si los individuos de Money Market obligan a Micawber a un sacrificio grande, eso ya es cosa suya y de sus conciencias. Pero no quita para que me parezca una imposición segura. Por lo tanto, animo a Micawber, mi querido Copperfield, para que lo mire, como yo, como una imposición segura y para que esté dispuesto a cualquier sacrificio.

No sé por qué me figuré que mistress Micawber daba con aquello una prueba de desinterés y que sólo le guiaba su abnegación por su marido, y murmuré algo sobre ello, que Traddles repitió mirando el fuego.

—No quiero —prosiguió mistress Micawber terminando su ponche y echándose sobre los hombros el chal, antes de retirarse a mi alcoba para hacer sus preparativos de marcha—, no quiero prolongar estas observaciones sobre los asuntos pecuniarios de Micawber, al lado de su fuego, mi querido Copperfield, y en presencia de míster Traddles, que no es, en verdad, amigo nuestro desde hace tanto tiempo como usted, pero al que ya consideramos como uno de los nuestros; sin embargo, no he podido por menos de ponerles al corriente de la conducta que aconsejo a Micawber. Siento que ha llegado para él el momento de obrar por sí mismo y de reivindicar sus derechos, y me parece que es el mejor medio. Sé que no soy más que una mujer, y el juicio de los hombres es considerado, en general, como más competente en semejantes materias; pero no puedo olvidar que cuando vivía con papá y mamá, papá solía decir: «Emma es delicada, pero su opinión sobre cualquier asunto no es inferior a la de nadie». Papá era demasiado parcial, ya lo sé; pero era un gran observador de los caracteres, y mi deber y mi razón me prohíben dudar de ello.

A estas palabras, mistress Micawber, resistiendo a todos los ruegos, se negó a asistir a la terminación del ponche y se retiró a mi alcoba, y, en realidad, yo pensaba que era una mujer noble, y que debía haber nacido matrona romana, para ejecutar toda clase de actos heroicos en tiempos de revoluciones políticas.

En la impresión del momento felicité a míster Micawber por la posesión de aquel tesoro. Traddles también. Míster Micawber nos tendió la mano a los dos, después se cubrió el rostro con el pañuelo, que al parecer no sabía estuviera tan sucio de tabaco, y volvió a su ponche en el mayor estado de hilaridad.

Estuvo elocuentísimo. Nos dio a entender que en nuestros hijos volvemos a vivir y que bajo el peso de las dificultades pecuniarias todo aumento de familia era doblemente bien venido. Insinuó que mistress Micawber había tenido últimamente algunas dudas sobre aquel punto; pero que él las había disipado tranquilizándola. En cuanto a su familia, todos eran indignos de ella, y lo que pensaran le era completamente indiferente; se podían ir al (cito su propia expresión… ) al diablo.

Míster Micawber se lanzó después en un elogio pomposo de Traddles. Dijo que el carácter de Traddles era una reunión de virtudes sólidas a las cuales él (míster Micawber) no podía pretender sin duda, pero que no podía por menos de admirar, gracias a Dios. Hizo una alusión conmovedora a la joven desconocida a quien Traddles había honrado con su afecto y que también honraba y enriquecía a Traddles con el suyo. Después míster Micawber brindó a su salud, y yo también. Traddles nos dio las gracias a los dos con una sencillez y una franqueza que a mí me parecieron encantadoras, diciendo:

—Se lo agradezco mucho, de verdad. ¡Si supieran ustedes lo buena chica que es!

Un momento después, míster Micawber aludió con mucha delicadeza y precauciones al estado de mi corazón. Sólo una afirmación rotunda de lo contrario le forzaría a renunciar a la convicción de que su amigo Copperfield amaba y era amado.

Después de un momento de malestar y de emoción, después de negarlo y de ruborizarme, balbucí, con mi vaso en la mano: «Pues bien, a la salud de D…», lo que encantó y excitó tanto a míster Micawber, que corrió con un vaso de ponche a mi alcoba para que su esposa pudiera beber a la salud de D… , lo que hizo con entusiasmo y gritando con voz aguda: «¡Bravo, bravo, mi querido Copperfield; estoy encantada, bravo!», y daba golpes en la pared a manera de aplausos.

La conversación tomó después un sesgo más mundano. Míster Micawber nos dijo que Camden Town le parecía muy incómodo y que lo primero que pensaba hacer cuando hubiera conseguido algo con los anuncios era cambiar de casa.

Hablaba de una casa en el extremo occidental de Oxford Street, que daba sobre Hyde Park y en la que tenía puestos los ojos hacía tiempo, pero a la que de momento no podrían ir porque se necesitaba mucho dinero. Era probable que durante cierto tiempo tuvieran que contentarse con el piso alto de una casa encima de alguna tienda respetable, en Picaddilly por ejemplo; la situación sería cómoda para mistress Micawber, y haciendo un balcón o levantando un piso o, en fin, con cualquier arreglo de ese estilo sería posible alojarse allí de una manera cómoda y conveniente durante algunos años, y ocurriera lo que ocurriera y fuera lo que fuera su casa, podíamos contar —añadió— con que siempre habría una habitación para Traddles y un cubierto para mí. Le expresamos nuestro agradecimiento por sus bondades, y él nos pidió que le dispensáramos por haberse lanzado en aquellos detalles económicos. Era un estado de ánimo muy natural y que había que excusar a un hombre en vísperas de entrar en una vida nueva.

Mistress Micawber en aquel momento golpeó de nuevo en la pared para saber si el té estaba preparado, interrumpiendo así nuestra conversación amistosa. Nos sirvió el té de la manera más amable, y siempre que me acercaba a ella para llevarle las tazas o para hacer circular las pastas me preguntaba bajo si D… era rubia o morena, si era alta o baja, o algún detalle de ese género, y me parece que aquello no me disgustaba. Después del té discutimos una enormidad de cuestiones, y mistress Micawber tuvo la bondad de cantarnos, con su fina vocecita (que, recuerdo, antes me parecía de lo más agradable), sus baladas favoritas de El sargento blanco y El pequeño Tafflin. Míster Micawber nos dijo que cuando le había oído cantar El sargento blanco la primera vez que la había visto en casa de su padre, le había atraído ya en el más alto grado; pero que cuando llegó a El pequeño Tafflin se había jurado a sí mismo conquistar a aquella mujer o morir.

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