David Copperfield (100 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

—No habla de su madre para nada —murmuró mistress Markleham.

—No, mamá; pero a él le pongo en su lugar. Es necesario. A medida que crecía, él continuaba siendo el mismo para mí. Yo estaba orgullosa del interés que me demostraba, y le tenía un afecto profundo y sincero. Le consideraba como un padre, como un guía, cuyos elogios me eran más preciosos que cualquier otro elogio del mundo, como a alguien a quien me hubiera confiado aunque hubiera dudado del mundo entero. Tú sabes, mamá, lo joven e inexperta que era cuando de pronto me lo presentaste como marido.

—Eso ya te he dicho más de cincuenta veces a todos los que están aquí —dijo mistress Markleham.

(—Entonces, ¡por amor de Dios!, cállese y no hable más —murmuró mi tía.)

—Era para mí un cambio tan grande y una pérdida tan grande, según me parecía —dijo Annie, continuando en el mismo tono—, que en el primer momento me sentí inquieta y desgraciada. Era una chiquilla todavía, y creo que me entristeció pensar en el cambio que traería el matrimonio a la naturaleza de los sentimientos que le había profesado hasta entonces. Pero puesto que nada podía ya dejarle a mis ojos tal como le había conocido cuando sólo era su discípula, me sentí orgullosa de qué me creyera digna de él, y nos casamos.

—En la iglesia de San Alphage Canterbury —observó mistress Markleham.

(—Que el diablo se lleve a esa mujer —dijo mi tía—. ¿Es que no quiere callarse?)

—No pensé ni un momento —continuó Annie, enrojeciendo— en los bienes materiales que mi marido poseía. A mi joven corazón no le preocupaban semejantes cosas. Mamá, perdóname si lo digo que tú fuiste la primera que me hiciste comprender que en el mundo podría haber personas bastante injustas hacia él y hacia mí para permitirse esa cruel sospecha.

—¿Yo? —exclamó mistress Markleham.

(—¡Ah! Ya lo creo que ha sido usted —observó mi tía—; y esta vez, por mucho juego que des al abanico, no te puedes negar, marcial amiga.)

—Ésta fue la primera tristeza en mi nueva vida —dijo Annie—. Fue la primera de mis penas; pero últimamente han sido tan numerosas, que no podría contarlas; pero no por la razón que tú supones, amigo mío, pues en mi corazón no hay ni un pensamiento, ni un recuerdo, ni una esperanza que no esté unida a ti.

Levantó los ojos, juntó las manos, y yo pensé que parecía el espíritu de la belleza y de la verdad. El doctor la contempló fijamente en silencio, y Annie sostuvo su mirada.

—No le reprocho a mamá que te haya pedido nunca nada para sí misma; sus intenciones han sido siempre irreprochables, ya lo sé; pero no puedo decir lo que he sufrido al ver las llamadas indirectas que te hacía en mi nombre, el tráfico que se hacía de mi nombre respecto a ti, cuando he sido testigo de tu generosidad y de la pena que sentía míster Wickfield, que se interesaba tanto por tus asuntos. ¡Cómo decirte lo que sentí la primera vez que me vi expuesta a la odiosa sospecha de haberte vendido mi amor, a ti, el hombre que más estimaba en el mundo! Y todo esto me ha ahogado bajo el peso de una vergüenza inmerecida, de la que te infligía tu parte. ¡Oh, no! Nadie puede saber lo que he sufrido; mamá, menos que nadie. Piensa en lo que es tener siempre sobre el corazón ese temor, esa angustia, y saber en conciencia que el día de mi matrimonio no había hecho más que coronar el amor y el honor de mi vida.

—¡Y esto es lo que se gana —exclamó mistress Markleham llorando— sacrificándose por los hijos! ¡Querría ser turca!

(—¡Ah! Y entonces quisiera Dios que te hubieras quedado en tu país natal —dijo mi tía.)

—Entonces fue cuando mamá se preocupó tanto de mi primo Maldon. Yo había tenido —dijo en voz baja, pero sin el menor titubeo— mucha amistad con él. En nuestra infancia éramos pequeños enamorados. Si las circunstancias no lo hubieran arreglado de otro modo, quizá hubiera terminado por persuadirme de que realmente le quería, y quizá me hubiera casado con él, para desgracia mía. No hay matrimonio peor proporcionado que aquel en que hay tan poca semejanza de ideas y de carácter.

Yo reflexioné sobre aquellas palabras mientras continuaba escuchando atentamente, como si les encontrara un interés particular, o alguna aplicación secreta que no pudiera adivinar todavía: «No hay matrimonio peor proporcionado que aquel en que hay tan poca semejanza de ideas y de carácter».

—No tenemos nada común —dijo Annie—; hace mucho tiempo que lo he visto. Y aunque no tuviera más razones para amar a mi marido que el reconocimiento, le daría las gracias con toda mi alma por haberme salvado del primer impulso de un corazón indisciplinado que iba a extraviarse.

Permanecía inmóvil ante el doctor; su voz vibraba con una emoción que me hizo estremecer, al mismo tiempo que continuaba completamente firme y tranquila, como antes.

—Cuando él solicitaba cosas de tu generosidad, que tú le concedías tan generosamente a causa mía, yo sufría por el aspecto interesado que daban a mi ternura; encontraba que hubiera sido más honroso para él hacer sólo su camera, y pensaba que si yo hubiera estado en su lugar, nada me hubiera parecido duro con tal de tener éxito. Pero, en fin, le perdonaba todavía antes de la noche en que nos dijo adiós, al partir para la India. Aquella noche tuve la prueba de que era un ingrato y un pérfido; también me di cuenta de que míster Wickfield me observaba con desconfianza, y por primera vez me percaté de la cruel sospecha que había venido a ensombrecer mi vida.

—¿Una sospecha, Annie? —dijo el doctor—. ¡No, no, no!

—En tu corazón no existía, amigo mío, ya lo sé. Y aquella noche fui a buscarte para verter a tus pies aquella copa de tristeza y de vergüenza, para decirte que habías tenido bajo tu techo un hombre de mi sangre, a quien habías colmado de beneficios por amor mío, y que ese hombre se había atrevido a decirme cosas que nunca debía haber dejado oír, aunque yo hubiera sido, como él creía, un ser débil e interesado; pero mi corazón se negó a manchar tus oídos con tal infamia; mis labios se negaron a contártela, entonces y después.

Mistress Markleham se desplomó en su sillón, con un sordo gemido, y se ocultó detrás de su abanico.

—No he vuelto a cambiar una palabra con él desde aquel día, más que en tu presencia y cuando era necesario para evitar una explicación. Han pasado años desde que él ha sabido por mí cuál era aquí su situación. El cuidado que tú ponías en hacerle ascender, la alegría con que me lo anunciabas cuando lo habías conseguido, toda tu bondad con él, eran para mí mayor causa de dolor, y cada vez se me hacía mi secreto más pesado.

Se dejó caer dulcemente a los pies del doctor, aunque él se esforzaba en impedírselo; y con los ojos llenos de lágrimas continuó:

—No hables; déjame todavía decirte otra cosa. Que haya tenido razón o no, creo que si volviera a empezar volvería a hacerlo. No puedes comprender lo que era quererte y saber que antiguos recuerdos podían hacerte creer lo contrario; saber que me habían podido suponer infiel y estar rodeada de apariencias que confirmaban semejante sospecha. Yo era muy joven y no tenía a nadie que me aconsejara; entre mamá y yo siempre ha habido un abismo respecto a ti. Si me he encerrado en mí misma, si he ocultado el insulto que me habían hecho, es porque lo respetaba con toda mi alma, porque deseaba ardientemente que tú también pudieses respetarme.

—¡Annie, corazón mío! —dijo el doctor—. ¡Hija mía querida!

—¡Una palabra, todavía una palabra! Yo me decía a menudo que tú hubieras podido casarte con una mujer que no lo hubiera causado tantos disgustos y preocupaciones, una mujer que hubiera sabido estar más en su sitio, en tu hogar; pensaba que hubiese hecho mucho mejor continuando siendo tu discípula, casi tu hija; pensaba que no estaba a la altura de tu bondad ni de tu ciencia. Todo esto me hacía guardar silencio; pero era porque te respetaba, porque esperaba que un día también tú podrías respetarme.

—Ese día llegó hace mucho tiempo, Annie, y no terminará nunca.

—Todavía una palabra. Había resuelto llevar yo sola mi carga, no revelar nunca a nadie la indignidad de aquel para quien tan bueno eras. Sólo una palabra más, ¡oh, el mejor de los amigos! Hoy he sabido la causa del cambio que había observado en ti y por el que tanto he sufrido; tan pronto lo atribuía a mis antiguos temores como estaba a punto de comprender la verdad; en fin, una casualidad me ha revelado esta noche toda la grandeza de tu confianza en mí, aun cuando estabas tan equivocado. No creo que todo mi amor ni todo mi respeto puedan jamás hacerme digna de esa confianza inestimable; pero al menos puedo levantar los ojos sobre el noble rostro del que he venerado como un padre, amado como un marido, respetado desde mi infancia como un amigo, y declarar solemnemente que nunca, ni en los pensamientos más ligeros, te he faltado; que nunca he variado en el amor y la fidelidad que te debo.

Había echado los brazos alrededor del cuello del doctor; la cabeza del anciano reposaba en la de su mujer; sus cabellos grises se mezclaban con las trenzas oscuras de Annie.

—Estréchame bien contra tu corazón, esposo mío; no me alejes nunca de ti; no pienses, no digas que hay demasiada distancia entre nosotros; lo único que nos separa son mis imperfecciones; cada día estoy más convencida y cada día también te quiero más. ¡Oh, recógeme en tu corazón, esposo mío, pues mi amor está tallado en la roca y durará eternamente!

Hubo un largo silencio. Mi tía se levantó con gravedad, se acercó lentamente a míster Dick y le besó en las dos mejillas. Esto fue muy oportuno para él, pues iba a comprometerse; estaba viendo el momento en que, en el exceso de su alegría ante aquella escena, iba a saltar a la pata coja o a pie juntillas.

—Eres un hombre muy notable, Dick —le dijo mi tía, en tono muy decidido de aprobación—, y no finjas nunca lo contrario, pues te conozco bien.

Después mi tía le agarró de una manga, me hizo una seña y nos deslizamos suavemente fuera de la habitación.

—He aquí lo que tranquilizará a nuestra marcial amiga —dijo mi tía—, y esto me va a proporcionar una buena noche, aunque no tuviera además otros motivos de satisfacción.

—Estaba completamente trastornada, mucho me temo —dijo míster Dick en tono de gran conmiseración.

—¡Cómo! ¿Has visto alguna vez a un cocodrilo trastornado`? —exclamó mi tía.

—No creo haber visto nunca un cocodrilo —contestó con dulzura míster Dick.

—No hubiera sucedido nada sin ese viejo animal —dijo mi tía en tono conmovido—. ¡Si las madres pudieran al menos dejar en paz a sus hijas cuando ya están casadas, en lugar de hacer tanto ruido con su pretendida ternura! Parece que el único auxilio que pueden prestar a las desgraciadas muchachas que han traído al mundo (y Dios sabe si las desgraciadas han demostrado nunca ganas de venir) es el hacerlas volver a marcharse cuanto antes a fuerza de atormentarlas; pero ¿en qué piensas, Trot?

Pensaba en todo lo que acababa de oír. Algunas de las frases que había empleado mistress Strong me volvían sin cesar a la imaginación. «No hay matrimonio más desacertado que aquel en que hay tan pocas semejanzas de ideas y de carácter…» . «El primer movimiento de un corazón indisciplinado…» «Mi amor está tallado en la roca…» Pero llegaba a casa, y las hojas secas sonaban bajo mis pies, y el viento de otoño silbaba.

Capítulo 6

Inteligencia

Si creo a mi memoria, bastante insegura en cuestión de fechas, hacía un año que me había casado, cuando una tarde, que volvía solo a casa, pensando en el libro que escribía (pues mi éxito había seguido el progreso de mi aplicación, y ya estaba embarcado en mi primer trabajo de ficción), detuve el paso al pasar por delante de la casa de mistress Steerforth. Esto me había ya ocurrido muchas veces desde que vivía en la vecindad, aunque cuando podía elegía siempre otro camino. Aquello me obligaba a dar un gran rodeo, y terminé por pasar por allí muy a menudo.

Nunca había hecho más que mirar rápidamente a la casa. Ninguna de las habitaciones principales daba a la calle, y las ventanas estrechas, anticuadas, no resultaban muy alegres de mirar, tan cerradas. Había un caminito cubierto que cruzaba un patio embaldosado que llegaba a la puerta de entrada y a una ventana en arco de la escalera, muy en armonía con lo demás, que, aunque era la única que no estaba cerrada con persianas, no dejaba de resultar tan triste y abandonada como las otras. No recuerdo haber visto nunca una luz en la casa. Si hubiera pasado por allí como cualquier otro indiferente, hubiera creído que el dueño había muerto sin dejar hijos; y si hubiera tenido la felicidad de que me interesase aquel lugar y lo hubiera visto siempre en su inmovilidad, mi imaginación es probable que hubiera forjado sobre ella las más ingeniosas suposiciones.

A pesar de todo, trataba de pensar en ello lo menos posible; pero mi espíritu no podía pasar por allí, como mi cuerpo, sin detenerse, y no podía sustraerme a los pensamientos que me asaltaban. Aquella tarde en particular, mientras proseguía mi camino, evocaba sin querer las sombras de mis recuerdos de infancia, sueños más recientes, esperanzas vagas, penas demasiado reales y demasiado profundas; había en mi alma una mezcla de realidad y de imaginación que se confundía con el plan del asunto en que acababa de estar pensando, dando a mis ideas un aspecto singularmente novelesco. Meditaba tristemente mientras andaba, cuando una voz cercana me hizo estremecer de pronto.

Era voz de mujer, y reconocí la de la doncella de mistress Steerforth, aquella que llevaba una cofia con cintas azules. Las cintas habían desaparecido, probablemente para estar más en armonía con el aspecto lamentable de la casa, y no tenía más que un lazo o dos, de un marrón modesto.

—¿Quiere usted tener la bondad, caballero, de venir a hablar con miss Dartle?

—¿Miss Dartle me llama?

—Esta tarde no, caballero; pero es lo mismo. Miss Dartle le ha visto a usted pasar hace uno o dos días, y me ha dicho que me sentara en la escalera a trabajar y le rogara que entrase a hablarle la primera vez que le viera.

La seguí, y en el camino le pregunté cómo se encontraba mistress Steerforth. Me contestó que estaba siempre indispuesta y que salía muy poco de su habitación.

Cuando llegamos a la casa me condujeron al jardín, donde encontré a miss Dartle. Me adelanté solo hacia ella. Estaba sentada en un banco, al final de una especie de terraza, desde donde se veía Londres. La tarde era oscura, y sólo una claridad rojiza iluminaba el horizonte; y la gran ciudad, que se percibía a lo lejos gracias a aquella claridad siniestra, me pareció muy apropiada con el recuerdo de aquella mujer ardiente y altanera.

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