David Copperfield (98 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Tenía mucho trabajo y muchas preocupaciones; pero todo lo guardaba para mí solo. Estoy ahora muy lejos de creer que obrara bien así; pero lo hacía por ternura para mi «mujer-niña». Examino mi corazón y veo que, sin la menor reserva, confío a estas páginas mis más secretos pensamientos. Sentía que me faltaba algo; pero aquello no llegaba a alterar la felicidad de mi vida. Cuando me paseaba solo, con un sol hermoso, y pensaba en los días de verano en que la tierra entera parecía llena de mi joven pasión, sentía que mis sueños no se habían realizado del todo; pero creía que aquello era una sombra disminuida por la dulce gloria del pasado. A veces pensaba que me hubiera gustado encontrar en mi mujer un consejero más seguro, más razonable y con más firmeza de carácter; hubiera deseado que pudiera sostenerme y ayudarme, que poseyera el poder de llenar los vacíos que sentía en mí; pero también pensaba que semejante felicidad no es de este mundo y que no debía ni podía existir.

Por la edad era todavía un muchacho más que un marido, y no había conocido, para formarme con su saludable influencia, más penas que las que se han podido leer en este relato. Si me equivocaba, lo que podía ocurrirme muy a menudo, eran mi amor y mi poca experiencia lo que me extraviaban. Digo la pura verdad. ¿De qué me serviría ahora el disimulo?

Por lo tanto, sobre mí recaían todas las dificultades y preocupaciones de nuestra vida; ella no tomaba su parte. Nuestra casa seguía en el mismo desbarajuste que al principio; únicamente yo me había acostumbrado, y al menos tenía la alegría de ver que Dora no estaba casi nunca triste. Había recobrado toda su alegría infantil; me quería con todo su corazón y se divertía como antes, es decir, como una niña.

Cuando los debates del Parlamento habían sido muy cansados (sólo hablo de su duración, pues en cuanto a su calidad siempre lo eran) y volvía muy tarde, Dora nunca se acostaba antes de que yo volviera, y bajaba a recibirme. Cuando no tenía que ocuparme del trabajo que me había costado tanta labor de taquigrafía y podía escribir por mi cuenta, venía a sentarse tranquilamente a mi lado, por tarde que fuera, y permanecía tan silenciosa que yo a veces la creía dormida. Pero, en general, cuando levantaba la cabeza veía sus ojos azules fijos en mí con la atención tranquila de que ya he hablado.

—Este pobre chico, ¡lo cansado que debe de estar! —dijo una noche, en el momento en que cerraba mi pupitre.

—Esta pobre chiquilla, ¡lo cansada que debe de estar! —respondí yo—.Yo soy el que debo decírtelo, Dora. Otro día te acuestas, querida mía. Es demasiado tarde para ti.

—¡Oh, no! No me mandes acostar —dijo Dora en tono suplicante—. Te lo ruego, no hagas eso.

—¡Dora!

Con gran sorpresa mía estaba llorando en mi hombro.

—¿No te encuentras bien, pequeña mía? ¿No eres dichosa?

—Sí; muy bien y muy dichosa —dijo Dora—. Pero prométeme que me dejarás quedarme a tu lado viéndote escribir.

—Bonita cosa para verla esos preciosos ojos, ¡y a media noche! —respondí.

—¿De verdad? ¿De verdad te parecen preciosos? —repuso Dora riendo—. ¡Qué contenta estoy de que sean preciosos!

—¡Vanidosilla! —le dije.

Pero no, no era vanidad; era una alegría ingenua al sentirse admirada por mí. Ya lo sabía antes de que me lo dijera.

—Pues si te parece que son bonitos tienes que decirme que me dejarás siempre verte escribir —dijo Dora—. ¿Te parecen bonitos?

—¡Muy bonitos!

—Entonces me dejas que te mire escribir.

—Temo que eso no los embellezca mucho, Dora.

—Sí, ya lo creo. Porque has de saber, señor sabio, que eso te impedirá olvidarme mientras estás sumergido en tus meditaciones silenciosas. ¿Te enfadarías si te dijera una cosa muy necia, todavía más necia que de costumbre?

—Veamos esa maravilla.

—Déjame que vaya dándote las plumas a medida que las necesites —me dijo Dora—. Tengo ganas de poder ayudarte en algo durante esas horas en que tanto trabajas. ¿Me dejas que las coja para dártelas?

El recuerdo de su alegría cuando le dije que sí, hace que se me salten las lágrimas. Cuando al día siguiente me puse a escribir, ella se había instalado al lado mío con un gran paquete de plumas, y así fue siempre. El gusto con que se asociaba de aquel modo a mi trabajo y su alegría cada vez que necesitaba una pluma, lo que me sucedía sin cesar, me dio la idea de proporcionarle una satisfacción mayor todavía, y de vez en cuando hacía como que la necesitaba para copiarme una o dos páginas de mi manuscrito. Entonces se ponía radiante. Había que verla prepararse para aquella gran empresa, ponerse el delantal, coger trapos de la cocina para limpiar la pluma, y lo que tardaba, y las veces que leía las páginas a Jip, como si pudiera comprenderlo; y después firmaba su página, como si la obra hubiera quedado incompleta sin el nombre del copista, y me la traía, muy alegre de haber acabado su deber, echándome los brazos al cuello. ¡Recuerdo encantador para mí, aunque los demás no vean en ello más que niñerías!

Poco tiempo después tomó posesión de las llaves, que paseaba por toda la casa en un cestito atado a su cintura. En general, los armarios a que pertenecían no estaban cerrados, y las llaves terminaron por no servir más que para divertir a Jip; pero Dora estaba contenta, y eso era suficiente para mí. Estaba convencida de que aquella determinación debía de producir el mejor efecto, y estábamos contentos como dos niños que juegan a las casas de muñecas para divertirse.

Y así pasaba nuestra vida; Dora demostraba casi tanta ternura a mi tía como a mí, y le hablaba a menudo de los tiempos en que pensaba en ella como en «una vieja gruñona». Nunca se había preocupado tanto mi tía por nadie. Hacía la come a Jip, que no le correspondía; oía tocar todos los días la guitarra a Dora, a ella que no le gustaba la música; no nombraba nunca a nuestra serie de «incapaces», y, sin embargo, la tentación debía ser muy grande para ella; hacía a pie caminatas enormes para traer a Dora toda clase de cosillas de que tenía gana, y cada vez que llegaba por el jardín y Dora no estaba abajo se la oía decir en la escalera, con una voz que resonaba alegremente en toda la casa:

—Pero ¿dónde está Capullito?

Capítulo 5

Mr. Dick cumple la profecía de mi tía

Hacía ya algún tiempo que había dejado de trabajar con el doctor. Vivíamos muy cerca de él, y le veía a menudo, y hasta dos o tres veces habíamos ido a comer y a tomar el té a su casa. El Veterano vivía ya de hecho con él; era siempre la misma, con sus mariposas inmortales revoloteando alrededor de su cofia.

Como a tantas otras madres que he conocido en mi vida, a mistress Markleham le gustaba mucho más divertirse que a su hija. Necesitaba divertirse, y como un hábil «veterano» que era, quería hacer creer, al consultar sus propias inclinaciones, que se sacrificaba por su hija. Esta excelente madre estaba, por lo tanto, muy dispuesta a favorecer los deseos del doctor, que quería que Annie se divirtiese, y no dejaba de alabar la discreción de su yerno.

No dudo de que hacía sangrar la llaga del doctor sin saberlo; y sin poner en ello más que cierta cantidad de egoísmo y de frivolidad, que se encuentra a veces hasta en personas de edad madura, le confirmaba, yo creo, en la idea de que era imponente para la juventud de su mujer y de que no podía haber entre ellos simpatía natural, a fuerza de felicitarle porque trataba de endulzar a Annie el peso de la vida.

—Amigo mío —le decía un día en mi presencia—, usted sabe muy bien, sin duda, que es un poco triste para Annie el estar encerrada siempre aquí.

El doctor movió la cabeza con benevolencia.

—Cuando tenga la edad de su madre —prosiguió mistress Markleham, moviendo su abanico— será otra cosa. A mí ya podrían meterme en una celda; con tal de estar bien acompañada, no desearía nunca salir; pero ¿sabe usted?, yo no soy Annie, y Annie no es su madre.

—Ya, ya —dijo el doctor.

—Usted es el hombre mejor del mundo. No; dispénseme usted —continuo, viendo que el doctor le hacía un signo negativo—; debo decirlo delante de usted como lo digo siempre por detrás: es usted el hombre mejor del mundo; pero, naturalmente, usted no puede, ¿no es verdad?, tener los mismos gustos y preocupaciones que Annie.

—¡No! —dijo el doctor con voz triste.

—Es completamente natural —repuso El Veterano—. Vea usted, por ejemplo, su diccionario. ¿Hay algo más útil que un diccionario, más indispensable? ¡El sentido de las palabras! Sin el doctor Johnson y hombres así, ¡quién sabe si en estos momentos no daríamos a una aguja de zurcir el nombre de un palo de escoba! Pero no podemos pedirle a Annie que se interese por un diccionario cuando ni siquiera está terminado, ¿no es cierto?

El doctor sacudió la cabeza.

—Y por eso apruebo tanto sus atenciones delicadas —dijo mistress Markleham, dándole en el hombro un golpecito con el abanico—. Eso prueba que usted no es como tantos ancianos que querrían encontrar cabezas viejas sobre hombros jóvenes. Usted ha estudiado el carácter de Annie y lo ha comprendido. Y eso es lo que me parece encantador.

El doctor Strong parecía, a pesar de su calma y paciencia habitual, soportar con trabajo todos aquellos cumplidos.

—Y ya sabe, mi querido doctor —continuo El Veterano, dándole muchos golpecitos amistosos—, que puede usted disponer de mí en todo momento. Sepa que estoy enteramente a su disposición. Estoy dispuesta a ir con Annie a los teatros, a los conciertos, a las exposiciones, a todas partes; y ya verá usted cómo ni siquiera me quejo de cansancio. ¡El deber, mi querido doctor, el deber ante todo!

Cumplía su palabra. Era de esas personas que pueden soportar una cantidad enorme de diversiones sin cansarse. Cada vez que leía el periódico (y lo leía todos los días durante dos horas, sentada en un cómodo sillón) descubría que había que ver algo que divertiría mucho a Annie. En vano protestaba Annie, que estaba cansada de todo aquello; su madre le contestaba invariablemente:

—Mi querida Annie, lo creía más razonable, y debo decirte, amor mío, que es agradecer muy mal la bondad del doctor Strong.

Este reproche se lo dirigía por lo general en presencia del doctor, y me parecía que aquello era lo que principalmente decidía a Annie a acceder, y se resignaba casi siempre a ir a donde la quería llevar El Veterano.

Muy rara vez las acompañaba míster Maldon. Algunas veces animaban a mi tía para que se uniera a ellas; otras veces era únicamente a Dora. Antes hubiera dudado en dejarla; pero recordando lo que había sucedido aquella noche en el gabinete del doctor, ya no tenía la misma desconfianza. Creía que el doctor tenía razón, y no sospechaba más que él.

Algunas veces mi tía se rascaba la nariz cuando estábamos solos, y me decía que no lo comprendía, pero que querría verlos más dichosos, y que no creía que su marcial amiga (así llamaba siempre al Veterano) contribuyera a arreglar las cosas. Decía también que el primer acto de sensatez de nuestra marcial amiga debía ser el arrancar todas las mariposas de su cofia y regalárselas a algún deshollinador para que se disfrazara en Carnaval.

Pero sobre todo mi tía contaba con míster Dick. «Era evidente que aquel hombre tenía una idea —decía—; y si pudiera, aunque solo fuera por algunos días, encerrarla en un rincón de su cerebro, lo que era para él la mayor dificultad, llegaría a distinguirse de una manera extraordinaria.»

Ignorante de aquella predicción, míster Dick continuaba siempre en la misma posición, bis a bis del doctor y de mistress Strong. Parecía no avanzar ni retroceder una pulgada, inmóvil en su base, como un edificio sólido; y confieso que, en efecto, me hubiera sorprendido tanto verla avanzar un peso como ver andar una casa.

Pero una noche, algunos meses después de mi matrimonio, míster Dick entreabrió la puerta de nuestro salón; yo estaba solo, trabajando (Dora y mi tía habían ido a tomar el té a casa de los dos pajaritos), y me dijo, con una tos significativa:

—Temo que te moleste charlar un rato conmigo, Trotwood.

—De ninguna manera, míster Dick, hágame el favor de entrar.

—Trotwood —me dijo, apoyándose el dedo en la nariz, después de estrecharme la mano—, antes de sentarme querría hacerte una observación. ¿Conoces a tu tía?

—Un poco —contesté.

—¡Es la mujer más extraordinaria del mundo, caballero!

Y después de decir esta frase, que lanzó como una bala de cañón, míster Dick se sentó, con una expresión más grave que de costumbre, y me miró.

—Ahora, hijo mío —añadió—, voy a hacerte una pregunta.

—Puede usted hacerme todas las que quiera.

—¿Qué piensas de mí, caballero? —me preguntó cruzando los brazos.

—Que es usted mi antiguo y buen amigo.

—Gracias, Trotwood —respondió míster Dick riendo y estrechándome la mano con una alegría expansiva—. Pero no es eso lo que quiero decir, hijo mío —continuó en tono más serio—. ¿Qué piensas de mí desde este punto de vista? (y se tocaba la frente).

Yo no sabía cómo contestar; pero vino en mi ayuda.

—Que tengo la inteligencia débil, ¿no es eso? Y —Pero… —le dije en tono indeciso— quizá un poco.

—¡Precisamente! —exclamó míster Dick, que parecía encantado de mi respuesta—. Y es que, ¿sabes, Trotwood?, cuando quitaron un poco del desorden que había en la cabeza de… ya sabes de quién… para meterlo ya sabes dónde… sucedió…

Y míster Dick hizo muchas veces con las manos el molinete, y después golpeó una con otra, y volvió al ejercicio del molinete pare expresar una gran confusión. Esto es lo que me han hecho; esto es.

Yo le hice un gesto de aprobación, que él me devolvió.

—En una palabra, hijo mío —dijo míster Dick bajando la voz de pronto—, que soy un poco simple.

Iba a negarlo, pero me detuvo.

—Sí, sí. Ella pretende que no. No quiere que se lo digan; pero es así. Lo sé. Si no la hubiera tenido de amiga desde hace tantos años, me hubieran encerrado y llevaría la vida más triste. Pero sabré corresponderla, no temas. Nunca gasto lo que gano haciendo las copias. Lo meto en una hucha. He hecho mi testamento; ¡y se lo dejo todo! Será rica… noble.

Míster Dick sacó el pañuelo del bolsillo y se enjugó los ojos. Pero lo volvió a doblar cuidadosamente y volvió a guardárselo, y pareció que al mismo tiempo hacía desaparecer a mi tía.

—Tú eres muy instruido, Trotwood —dijo míster Dick—, tú eres muy instruido. Tú sabes lo sabio que es el doctor; tú sabes el honor que me ha hecho siempre. La ciencia no le ha vuelto orgulloso. Es humilde, humilde y lleno de transigencia hasta para el pobre Dick, que tiene una inteligencia tan limitada y que es tan ignorante. He hecho subir su nombre en un pedacito de papel, a lo largo de la cuerda de la cometa, y ha llegado hasta el cielo, entre las golondrinas. La cometa ha estado encantada de recibirle, y el cielo se ha iluminado más.

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