—Bastante desolado en la oscuridad, y el mar ruge como si quisiera tragarnos. ¿Es aquel el barco, allá lejos, donde se ve una lucecita?
—Ese es —le dije.
—Pues es el mismo que he visto esta mañana —contestó—. He venido derecho a él por instinto, supongo.
No hablamos más, pues nos acercábamos a la luz. Yo busqué suavemente la puerta, y poniendo la mano en el picaporte y diciéndole a Steerforth que permaneciera a mi lado, entré.
Habíamos oído murmullo de voces desde fuera, y en el momento de nuestra llegada palmoteaban. Quedé muy sorprendido al ver que esto último procedía de la generalmente desconsolada mistress Gudmige. Pero no era mistress Gudmige la única persona que estaba en aquella desacostumbrada excitación. Míster Peggotty, con el rostro iluminado de alegría y riendo con todas sus fuerzas, tenía abiertos los brazos como para que la pequeña Emily se arrojara en ellos; Ham, con una expresión exultante de alegría y con una especie de timidez que le sentaba muy bien, tenía cogida a Emily de la mano, como si se la presentara a míster Peggotty, y Emily, roja y confusa, pero encantada de la alegría de su tío, como lo expresaban sus ojos, iba a escapar de manos de Ham para refugiarse en los brazos de míster Peggotty, cuando nos vio y se detuvo. Éste era el cuadro que sorprendimos al pasar del aire frío y húmedo de la noche a la cálida atmósfera de la habitación, y mi primera mirada recayó sobre mistress Gudmige, que estaba en segundo plano palmoteando como una loca.
El cuadro desapareció como un relámpago a nuestra entrada, tanto que se podía dudar de que hubiera existido nunca.
Ya estaba yo en medio de la familia sorprendida, cara a cara con míster Peggotty y tendiéndole la mano, cuando Ham exclamó:
—¡Es el señorito Davy, es el señorito Davy!
En un instante todos nos estrechamos las manos y nos preguntamos por la salud, expresándonos lo contentos que estábamos de vernos y hablando todos a la vez. Míster Peggotty estaba tan orgulloso y tan contento de vernos, que no sabía lo que decía ni hacía; pero una y otra vez me estrechaba la mano a mí, después a Steerforth, después otra vez a mí, después se enmarañaba los cabellos y reía con tanta alegría, que daba gusto mirarle.
—¡Cómo! Dos caballeros, estos dos caballeros están bajo mi techo esta noche, precisamente esta noche, la más feliz de todas las de mi vida —dijo míster Peggotty—. Una cosa semejante no creo que haya sucedido nunca. Emily querida, ven aquí, ven aquí, brujita. Éste es el amigo del señorito Davy, querida; éste es el caballero de quien has oído hablar, Emily. Viene a verte desde muy lejos con el señorito Davy, en la noche más dichosa de la vida de tu tío. Suceda lo que suceda, ¡viva el día de hoy!
Después de soltar esta arenga sin tomar aliento y con extraordinaria animación, míster Peggotty puso sus enormes manos a cada lado del rostro de su sobrina y la besó una docena de veces; después, con orgullo y cariño, apoyó la cabecita sobre su fuerte pecho y le acarició los cabellos con dulzura de mujer. Por fin la dejó escapar (ella corrió a la habitacioncita donde yo solía dormir), y mirándonos a todos sofocado en su exagerada alegría:
—Sí, ¡dos caballeros como ustedes, caballeros de nacimiento y semejantes caballeros! —dijo míster Peggotty…
—Eso es, eso es —exclamó Ham—; bien dicho. Eso es, señorito Davy, ¡dos caballeros de nacimiento, eso es!
—Sí; dos caballeros como ustedes, dos verdaderos caballeros —repitió míster Peggotty—, si no pueden excusarme por estar en este estado de ánimo, cuando se enteren de los motivos me perdonarán. Emily, mi querida Emily sabe lo que voy a decir, y por eso se ha escapado. ¿Quiere usted ser tan buena, mistress Gudmige, de ir a buscarla un momento?
Mistress Gudmige asintió con la cabeza y desapareció.
—Si ésta no es —dijo míster Peggotty sentándose entre nosotros delante del fuego— la noche más hermosa de mi vida soy un cangrejo, y hasta cocido. Esta pequeña Emily, señorito —dijo a Steerforth bajando la voz—, la que ha visto usted aquí toda confusa hace un momento…
Steerforth solamente hizo un signo con la cabeza, pero con una expresión tan complacida y de interés, participando en los sentimientos de míster Peggotty, que este último le contestó como si hubiera hablado.
—Eso es, así es ella; gracias, señorito.
—Ham hizo gestos en varias ocasiones como si él también quisiera decir lo mismo.
—Esta pequeña Emily nuestra —repitió míster Peggotty— ha sido en esta casa lo que yo supongo (soy un hombre ignorante, pero este es mi parecer), lo que nadie más que una criatura así, de ojos claros, puede ser en una casa. No es mi hija, nunca he tenido hijos; pero no la podría querer más si lo fuera. ¿Me comprende usted? No sería posible.
—Lo comprendo perfectamente —dijo Steerforth.
—Lo sé, señorito —repuso míster Peggotty—, y le doy las gracias de nuevo. El señorito Davy que puede recordar lo que era Emily, y usted puede juzgar por sí mismo lo que es ahora—, pero ninguno de los dos pueden saber por completo lo que ha sido, es y será para un cariño como el mío. Soy rudo, señor —dijo míster Peggotty—, soy rudo como un puercoespín; pero nadie (de no ser una mujer) puede comprender lo que nuestra pequeña Emily es para mí. Y, entre nosotros —dijo bajando todavía más la voz—, el nombre de esa mujer no sería el de mistress Gudmige, aunque tiene un montón de cualidades.
Míster Peggotty se enmarañó de nuevo sus cabellos con las dos manos, como preparándose a lo que todavía tenía que decir, y luego, apoyando cada una en una de sus rodillas, prosiguió:
—Había cierta persona que conocía a nuestra Emily desde el tiempo en que su padre murió ahogado y que la estaba viendo constantemente, de niña, de muchacha, de mujer. No de muy buen ver, algo en mi estilo, rudo, muy marinero, pero un completo y honrado muchacho, que tiene el corazón en su sitio.
Pensé que nunca había visto a Ham enseñar los dientes como lo hacía en aquel momento, sonriendo en silencio frente a nosotros.
—Y he aquí que ese bendito marinero va y pierde su corazón por nuestra pequeña Emily —dijo míster Peggotty con el rostro cada vez más resplandeciente—. La sigue por todas partes, se hace una especie de criado suyo, pierde exageradamente el apetito y, por último, me explica lo que le pasa. Ahora bien; yo ¡qué más podía desear que ver a nuestra Emily en buen camino de casarse! ¡Qué más podía desear que verla prometida a un hombre honrado que pudiera tener el derecho de defenderla! Yo no sé el tiempo que me queda por vivir, ni si tendré que morir pronto; pero sé que si una de estas noches me cogiera un golpe de viento en los bancos de arena de Yarmouth y viera por última vez las luces del pueblo por encima de las olas, me dejaría ir más tranquilo si podía decirme: «Allí en tierra firme hay un hombre que será fiel a mi pequeña Emily, que Dios bendiga, y con él nada tiene que temer de nadie mientras viva».
Míster Peggotty, con sencilla gravedad, movía su brazo derecho como si dijera adiós a las luces de la ciudad por última vez, y después, cambiando una seña con Ham, cuya mirada había encontrado, prosiguió:
—Bien. Yo le aconsejé que hablara con Emily. Es lo bastante grande, pero tan tímido como un niño, y no se atrevía. Así es que hablé yo. «¡Cómo! ¿Él? —exclamó Emily—. ¿Él, a quien conozco desde hace tantos años y a quien quiero como a un hermano? ¡Oh, tío, nunca podré casarme con él; es tan buen muchacho!» Yo le di un beso, y nada más le dije: «Querida mía, haces muy bien hablando claro, y puedes elegir por ti misma; eres libre como un pajarillo». Y busqué al chico y le dije: «Yo deseaba haberlo conseguido, pero no ha sido así; sin embargo, podéis seguir viviendo como hasta ahora, y nada más te digo que sigas con ella como siempre y te portes como un hombre». Él me contestó estrechándome la mano: «Lo haré», y ha sido honrado y fuerte desde hace ya dos años, y ha seguido siendo el mismo de siempre para todos.
El rostro de míster Peggotty había variado de expresión según los períodos de su narración; ahora los resumía todos, radiante, dejando caer una mano sobre mi rodilla y otra sobre la de Steerforth (después de haberlas humedecido y restregado para mayor énfasis de la acción); y repartiendo después la siguiente arenga entre los dos, continuó:
—Y de pronto una noche (que muy bien puede ser ésta) llega la pequeña Emily de su trabajo y él con ella. No tiene nada de particular me dirán, ¡claro que no!, porque él cuida de ella como un hermano, de noche y también de día, a todas horas. Pero el marinero la coge de la mano al llegar y me grita alegremente: «¡Mira, aquí tienes a la que va a ser mi mujercita!», y ella dice medio atrevida, medio avergonzada y medio riendo y medio llorando: «Sí, tío, si te parece bien». ¿Si me parece bien? —dice míster Peggotty alzando la cabeza en éxtasis ante la idea—. ¡Dios mío, si no deseaba otra cosa! «Si le parece bien, ahora soy ya más razonable y lo he pensado, y seré todo lo mejor que pueda para él, porque es un muchacho bueno y generoso.» Entonces mistress Gudmige se ha puesto a palmotear igual que en el teatro, y ustedes han entrado; y eso es todo, ya lo saben ustedes —dijo míster Peggotty—. Ustedes han entrado, y esto acaba de suceder ahora mismo, y aquí está el hombre con quien se ha de casar en cuanto termine su aprendizaje.
Ham se bamboleó bajo el puñetazo que míster Peggotty le asestó, en su alegría, como signo de confianza y de amistad; pero sintiéndose obligado a decirnos también algo, he aquí lo que se puso a balbucir con mucho trabajo:
—No era ella mucho más grande que usted cuando vino aquí por primera vez, señorito Davy… , cuando ya adivinaba yo lo que llegaría a ser… La he visto crecer… como una flor, señores. Daría mi vida por ella… ¡Oh, estoy tan contento, tan contento, señorito Davy! Ella es para mí, caballeros, más que… ; es para mí todo lo que deseo y más que… más que podría decir nunca. Yo… , yo la quiero de verdad. No hay caballero sobre la tierra, ni tampoco en el mar… que pueda querer a su mujer más de lo que yo la quiero. Aunque habrá muchos hombres como yo… que dirían mejor… lo que desearan decir.
Yo estaba conmovido al ver a un hombretón como Ham temblando de la fuerza de lo que sentía por la preciosa criaturilla que le había ganado el corazón. Me conmovía la sencillez y la confianza depositada en nosotros por míster Peggotty y por el mismo Ham. Me conmovía todo el relato. Si en mi emoción influían los recuerdos de mi infancia, no lo sé. Si había ido allí con alguna vaga idea de seguir amando a la pequeña Emily, no lo sé. Pero sé que estaba contento por todo aquello. Al principio era como una indescriptible sensación de alegría, que la menor cosa habría podido cambiar en sufrimiento.
Por lo tanto, si hubiera dependido de mí el tocar con acierto la cuerda que vibraba en todos los corazones, lo habría hecho de una manera bien pobre. Pero dependió de Steerforth, y él lo hizo con tal acierto, que en pocos minutos todos estábamos tan tranquilos y todo lo felices que era posible.
—Míster Peggotty —dijo—, es usted un hombre excelente y merece toda la felicidad de esta noche. ¡Venga su mano! Ham, muchacho, te felicito; ¡venga también tu mano! Florecilla, anima el fuego y hazlo brillar como merece el día. Míster Peggotty, si no decide usted a su linda sobrina a que vuelva a su sitio, me voy. No querría causar ni por todo el oro de las Indias un vacío en su reunión de esta noche, y ese vacío menos que ningún otro.
Míster Peggotty fue a mi antigua habitación a buscar a la pequeña Emily. Al principio no quería venir, y Ham desapareció para ayudarle. Por fin la trajeron. Estaba muy confusa y muy retraída; pero se repuso un poco al darse cuenta de los modales dulces y respetuosos de Steerforth hacia ella, del acierto con que evitó todo aquello que podía azorarle, la animación con que hablaba míster Peggotty de barcos, de marejadas, de buques y de pesca. Su manera de referirse a mí en la época en que había visto a míster Peggotty en Salem House; el placer que sentía al ver el barco y su carga; en fin, la gracia y la naturalidad con las cuales nos atrajo a todos por grados en un círculo encantado, donde hablábamos sin confusión y sin reserva.
Verdaderamente Emily dijo poco en toda la noche; pero miraba y escuchaba, y su rostro se había animado, y estaba encantadora. Steerforth contó la historia de un terrible naufragio (que se le vino a la memoria por su conversación con míster Peggotty) como si lo tuviera presente ante sí, y los ojos de la pequeña Emily estaban fijos en él todo el tiempo como si ella también lo viera. Después, como para reponernos de aquello, y con tanta alegría como si la narración fuera tan nueva para él como para nosotros, nos contó una aventura cómica que le había ocurrido; y la pequeña Emily reía, hasta que el barco resonó con aquellos musicales sonidos y todos nosotros reímos (Steerforth también), en irresistible simpatía, con una alegría tan franca y tan ingenua. Míster Peggotty cantó, mejor dicho, rugió, «Cuando el viento de tormenta sopla, sopla, sopla», y Steerforth mismo entonó después también una canción de marineros con tanta emoción, que parecía que el verdadero viento gemía alrededor de la casa y murmuraba a través del silencio que estaba allí escuchando.
En cuanto a mistress Gudmige, Steerforth la arrancó de la melancolía con un éxito nunca obtenido por nadie (según me informó míster Peggotty) desde la muerte del «viejo» . Le dejó tan poco tiempo para pensar en sus miserias, que al día siguiente dijo que la debía de haber embrujado.
Pero no vaya a creerse que guardó el monopolio de la atención general y de la conversación. Cuando la pequeña Emily recobró valor y me habló (todavía algo avergonzada), a través del fuego, de nuestros antiguos paseos por la playa, cogiendo conchas y caracoles; y cuando le pregunté si recordaba cómo la quería yo y, cuando ambos, riendo, enrojecimos recordando los buenos viejos tiempos que tan lejanos nos parecían, Steerforth estaba silencioso y atento y nos observaba pensativo. Emily estuvo sentada toda la noche en nuestro antiguo cajón, en el rinconcito, al lado del fuego, con Ham a su lado, donde yo acostumbraba a estar. No he logrado saber si era un resto de sus caprichos de niña o el efecto de su timidez por nuestra presencia; pero observé que estuvo toda la noche arrimada a la pared, sin acercarse a él ni una sola vez.
Según recuerdo, era más de media noche cuando nos despedimos. Nos habían dado algunos dulces y pescado seco para cenar, y Steerforth había sacado de su bolsillo una botella de ginebra holandesa, que fue vaciada por los hombres (ahora puedo ponerme entre los hombres sin ruborizarme). Nos separamos alegremente, y mientras ellos se amontonaban en la puerta para alumbrar nuestro camino el mayor tiempo posible, vi los dulces ojos azules de la pequeña Emily mirándonos desde detrás de Ham y le oí que nos decía con su dulce voz: «¡Tened cuidado!».