David Copperfield (42 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Agnes apoyó suavemente su mano sobre mis labios, y un instante después se había unido a su padre en la puerta del salón y se apoyaba en su hombro. Me miraban los dos, y me conmovió profundamente la expresión del rostro de Agnes. Había en su mirada una ternura tan profunda por su padre, tanto reconocimiento; me pedía de tal modo que fuera indulgente para juzgarle y que no pensara mal; parecía a la vez tan orgullosa de él, tan abnegada, tan compasiva y tan triste; me expresaba con tanta claridad que estaba segura de mi simpatía, que todas las palabras del mundo no me habrían podido decir más ni conmoverme más profundamente. Debíamos tomar el té en casa del doctor. Llegamos a la hora de costumbre y lo encontramos en el estudio, al lado del fuego, con su esposa y su suegra. El doctor, que parecía creer que yo partía para la China, me recibió como a un huésped a quien se quiere hacer honor y pidió que pusieran un leño en la chimenea, para ver a la luz de la llama el rostro de su antiguo alumno.

—Ya no veré muchos rostros nuevos en el lugar de Trotwood, mi querido Wickfield —dijo el doctor calentándose las manos—; me vuelvo perezoso y quiero descansar. Dentro de seis meses lo dejaré todo en otras manos y me dedicaré a una vida tranquila.

—Ya hace diez años que dice usted lo mismo, doctor —dijo míster Wickfield.

—Sí; pero ahora estoy decidido —contestó el doctor—. El primero de mis profesores me sucederá. Esta vez es definitivo, y pronto tendrá usted que formalizar un contrato entre nosotros con todas las cláusulas obligatorias que hacen parecer a dos hombres de honor que se comprometen, dos pillos que desconfían el uno del otro.

—Y también tendré que tener cuidado para que no le engañen a usted —dijo míster Wickfield—, lo que ocurriría infaliblemente si lo hiciera usted solo. Pues bien; estoy dispuesto, y desearía que todos mis trabajos fuesen así.

—Y entonces, ya sólo me ocuparé del diccionario y de otro contrato… mi Annie.

Míster Wickfield la miró. Estaba sentada con Agnes al lado de la mesa de té y me pareció que evitaba los ojos del anciano con una timidez desacostumbrada, que sólo consiguió atraer más sobre ella su atención, como si se le hubiera ocurrido un pensamiento secreto.

—Parece ser que ha llegado un correo de la India —dijo después de un momento de silencio.

—Es verdad; lo olvidaba. Y hasta hemos recibido cartas de Jack Maldon.

—¡Ah! ¿De veras?

—Mi pobre Jack —dijo mistress Mackleham—. ¡Cuando pienso que está en ese clima terrible, donde hay que vivir, según me han dicho, sobre un montón de arena abrasadora y bajo un sol que ciega! Y él parecía fuerte; pero no lo era. El muchacho contaba con su valor más que con su naturaleza, mi querido doctor, cuando con tantos ánimos emprendió aquel viaje. Annie querida, estoy segura de que recuerdas perfectamente que tu primo no ha sido nunca fuerte, lo que se llama robusto —dijo mistress Mackleham con énfasis y mirándonos a todos—. Lo sé desde los tiempos en que mi hija y él eran pequeños y se paseaban del brazo todo el día.

Annie no contestó.

—Lo que usted dice me hace suponer que míster Maldon está enfermo —dijo míster Wickfield.

—¿Enfermo? —replicó el Veterano—. Amigo mío, está… toda clase de cosas…

—¿Excepto bien? —dijo míster Wickfield.

—Excepto bien, naturalmente —repuso el Veterano—, pues estoy segura de que ha cogido insolaciones terribles, fiebres y todo lo que se pueda imaginar; en cuanto al hígado —añadió con resignación—, se despidió de él desde el primer momento que se vio allí.

—¿Y es él quien les dice todo eso? —preguntó míster Wickfield.

—¿Decírnoslo él? Amigo mío —repuso mistress Mackleham sacudiendo su cabeza y su abanico—, ¡qué poco le conoce usted cuando hace esa pregunta! ¿Decirlo él? No. Antes se dejaría arrastrar de los talones por cuatro caballos salvajes que decirlo.

—¡Mamá! —dijo mistress Strong.

—Annie, querida mía —replicó su madre—. De una vez por todas te ruego que no me interrumpas más, a no ser para darme la razón. Sabes tan bien como yo que te primo antes se dejaría arrastrar por un número infinito de caballos salvajes (no sé por qué me voy a limitar a cuatro, no debo limitarme a cuatro), ocho, dieciséis, treinta y dos, antes que pronunciar una palabra que pueda desbaratar los planes del doctor.

—Los planes de Wickfield —dijo el doctor, restregándose la cara y mirando, arrepentido, a su mujer—; es decir, el plan formado entre los dos. Yo sólo dije: «Cerca o lejos».

—Y yo dije: «Lejos» —añadió míster Wickfield gravemente—; y como tuve ocasión de enviarle lejos, mía es la responsabilidad.

—¿Quién habla de responsabilidades? —dijo el Veterano—. Todo ha estado muy bien hecho, mi querido Wickfield. Además, sabemos que todo ha sido con las mejores intenciones del mundo; pero si ese pobre muchacho no puede vivir allí, ¡qué se le va a hacer! Si no puede vivir, morirá antes que desbaratar los proyectos del doctor. Le conozco muy bien —dijo mistress Mackleham moviendo el abanico con ademán de tranquila y profética resignación—; estoy segura de que morirá antes que desbaratar los planes del doctor.

—Pero, señora —dijo alegremente el doctor Strong—, yo no soy tan fanático en mis proyectos que no pueda destruirlos o modificarlos. Si míster Maldon vuelve a Inglaterra a causa de su mala salud, no le dejaremos que se vuelva a marchar y trataremos de proporcionarle algo más ventajoso aquí.

Mistress Mackleham quedó tan sorprendida de la generosidad de estas palabras (que no había previsto ni provocado), que no pudo más que decir al doctor que no esperaba menos y que se lo agradecía muhcísimo; y repitió muchas veces su gesto favorito besando la punta del abanico antes de acariciar con él la mano de su sublime amigo. Después de lo cual regañó a su hija porque no era más expansiva cuando el doctor colmaba de bondades a un antiguo compañero de infancia, y esto únicamente por cariño a ella. Más tarde estuvo hablando de los méritos de muchos miembros de su familia que sólo necesitaban a alguien que les pusiera el pie en el estribo.

Todo aquel tiempo su hija Annie no había desplegado los labios ni levantado los ojos. Míster Wickfield no había dejado de mirarla y parecía no darse cuenta de que tal atención por ella, muy evidente, sin embargo, pudiese extrañar a los demás, pues le preocupaba tanto mistress Strong y los pensamientos que le sugería, que estaba completamente absorto. Por último, preguntó qué era, en realidad, lo que Jack Maldon escribía sobre su situación y a quién había dirigido sus cartas.

—He aquí —dijo mistress Mackleham cogiendo por encima de la cabeza del doctor una carta de la chimenea—, he aquí lo que ese pobre muchacho dice al mismo doctor. ¿Dónde está? ¡Ah, aquí! «Siento mucho verme obligado a decirle que mi salud se ha resentido bastante y que temo verme en la necesidad de volver a Inglaterra por algún tiempo; es mi única esperanza de curación.» Me parece que está bastante claro. ¡Pobre muchacho! Su única esperanza de curación. Pero la carta a Annie es más explícita todavía. Annie, enséñame otra vez esa carta.

—Ahora no, mamá —contestó ella en voz baja.

—Hija mía, en algunas cosas eres verdaderamente ridícula —replicó su madre— y descastada con tu familia. Ni siquiera hubiéramos oído hablar de esa carta si yo no te la pido. ¿Te parece eso tener confianza en el doctor, Annie? Me sorprendes; debías conocerle mejor.

Mistress Strong sacó la carta de mala gana, y cuando la cogí para entregársela a su madre vi que la mano de Annie temblaba.

—Ahora veamos —dijo mistress Mackleham poniéndose los lentes—. ¿Dónde está el párrafo?… «El recuerdo de los tiempos pasados, mi muy querida Annie…», etc… ; no es aquí. «El amable y viejo censor…» ¿Quién será? Querida Annie, tu primo Maldon escribe de un modo ilegible; pero ¡qué estúpida soy! es el doctor, ¡naturalmente! ¡Oh! ¡Ya lo creo que es amable!

Aquí se detuvo para besar el abanico y dar con él al doctor, quien nos miraba a todos con una sonrisa plácida y satisfecha.

—Ahora lo he encontrado: «No te sorprenderá saber, Annie (claro que no, sabiendo que nunca ha sido realmente fuerte. ¿Qué decía yo hace un momento?) que he sufrido tanto en este lugar lejano, que he decidido abandonarlo, suceda lo que suceda, con un permiso de enfermo, si puedo, o dimitiendo totalmente si no lo consigo. Todo lo que he sufrido y sufro aquí no es imaginable». Y sin la prontitud para actuar de la mejor de las criaturas —dijo mistress Mackleham, repitiendo sus gestos telegráficos al doctor, y doblando la carta— me sería imposible pensar en su regreso.

Míster Wickfield no dijo una palabra, aunque la anciana le miró esperando su comentario; permaneció sentado, severamente silencioso, con los ojos fijos en el suelo. Mucho después de abandonar aquel asunto para ocuparnos de otros, todavía continuaba así; únicamente, levantado sus ojos de vez en cuando, clavaba su mirada pensativa en el doctor, en su mujer o en los dos.

El doctor era muy aficionado a la música y Agnes cantaba con mucha dulzura y expresión. También Annie cantaba. Cantaron juntas, y después estuvieron tocando a cuatro manos; fue un pequeño concierto. Pero observé dos cosas: en primer lugar, que, aunque Annie se había repuesto por completo, era evidente que un abismo la separaba de míster Wickfield, y en segundo lugar, que la intimidad de mistress Strong con Agnes disgustaba a míster Wickfield, quien la vigilaba con inquietud. Debo confesar que el recuerdo de cómo la había visto el día de la partida de Jack Maldon me volvió a la imaginación con un significado que nunca le había atribuido y que me confundió. La inocente belleza de su rostro no me pareció ya tan pura como entonces, y desconfiaba de su gracia espontánea y del encanto de sus aptitudes. Y al contemplar a Agnes sentada a su lado y al pensar en su candor e inocencia, me decía que quizás era aquella una amistad muy desigual.

Sin embargo ellas gozaban tan vivamente, que su alegría hizo pasar la velada en un instante. En el momento de la partida ocurrió un pequeño incidente, que recuerdo muy bien. Se despedían una de otra y Agnes iba a besar a Annie, cuando míster Wickfield pasó entre ellas como por casualidad y se llevó bruscamente a Agnes. Entonces volví a ver en el rostro de mistress Strong la expresión que había observado la noche de la partida de su primo, y me pareció estar todavía de pie ante la puerta del estudio del doctor. Sí, así era como le había mirado aquella noche.

No puedo decir la impresión que aquella mirada me produjo ni por qué me resultó imposible olvidarla; pero no pude, y después, cuando pensaba en ella, hubiera preferido recordarla adornada, como antes, de inocente belleza. Su recuerdo me perseguía al volver a casa. Me parecía que dejaba una nube sombría suspendida sobre la casa del doctor, y al respeto que sentía por sus cabellos grises se le unía una gran compasión por aquel corazón tan confiado con los que le engañaban y un profundo desprecio contra sus pérfidos amigos. La sombra inminente de una gran tristeza y de una gran vergüenza, aunque imprecisa todavía, proyectaba una mancha sobre el lugar tranquilo testigo del trabajo y de los juegos de mi infancia y le marchitaba a mis ojos. Ya no me gustaba pensar en los grandes áloes de largas hojas que florecían cada cien años solamente, ni en el césped verde y unido, ni en las urnas de piedra del paseo del doctor, ni en el sonido de las campanas de la catedral, que lo dominaban todo con sus armonías. Me parecía que el tranquilo santuario de mi infancia había sido profanado en mi presencia y que habían arrojado su paz y su honor a los vientos.

Con la mañana llegó mi despedida de aquella vieja casa que Agnes había llenado para mí con su influencia, y esta preocupación fue suficiente para absorber mi espíritu. No dudaba de que volvería muy pronto y que quizá muy a menudo ocuparía mi habitación de siempre; pero había dejado de habitarla; los buenos tiempos habían pasado, y se me apretaba el corazón al empaquetar las cows que me quedaban para enviarlas a Dover, y no me preocupaba de que Uriah pudiera verlo, que se apresuraba tanto a mi servicio, que me acuso de haber faltado a la caridad suponiendo que estaba muy satisfecho con mi marcha.

Me separaba de Agnes y de su padre haciendo vanos esfuerzos para soportar aquella pena como un hombre cuando subía a la diligencia de Londres. Estaba tan dispuesto a olvidar y a perdonarlo todo mientras atravesaba la ciudad, que tuve ganas de saludar a mi antiguo enemigo el carnicero y de echarle cuatro chelines para que bebiera a mi salud; pero le encontré con un aspecto tan de carnicero recalcitrante y estaba tan feo con la mella de un diente que yo le había roto en nuestro último combate, que me pareció más oportuno no ocuparme de él.

Recuerdo que la principal preocupación de mi espíritu cuando nos pusimos en marcha era parecerle lo más viejo posible al conductor, para lo cual trataba de sacar una voz ronca. Mucho trabajo me costó conseguirlo; pero tenía gran interés en ello porque era un medio seguro de no parecer niño.

—¿,Va usted a Londres? —me dijo el conductor.

—Sí, William —dije en tono condescendiente (le conocía algo)—, voy a Londres, y después a Sooflulk.

—¿Va usted a cazar?

Sabía William, tan bien como yo, que en aquella época del año igual podría ir a la pesca de la ballena; pero yo lo tomé por un cumplido.

—No sé —dije con indecisión— si tiraré algún tiro que otro.

—He oído decir que los pájaros son muy difíciles de alcanzar allí —dijo William.

—Sí; eso he oído —respondí.

—¿Es usted del condado de Sooffolk? —me preguntó.

—Sí —contesté dándome importancia—; de allí soy.

—Se dice que por esa parte los puddings de frutas son una cosa exquisita —dijo William.

Yo no sabía nada; pero comprendí que era necesario apoyar las instituciones de mi región, y de ningún modo dejar ver que las desconocía. Así es que moví la cabeza con malicia, como diciendo: «¡Ya lo creo!».

—¿Y los caballos? —dijo William—. ¡Ahí es nada! Una jaca de Sooffolk vale su peso en oro. ¿No se ha dedicado usted nunca a la cría de caballos en Sooffolk?

—No —dije.

—Pues detrás de mí va un caballero que se ha dedicado a la cría caballar a gran escala.

El caballero en cuestión me miró de un modo terrible. Era bizco, tenía la barbilla prominente; llevaba un sombrero claro de copa alta, un pantalón de terciopelo de algodón, abrochado a los lados desde las caderas hasta las suelas de los zapatos, y apoyaba la barbilla en el hombro del conductor, tan cerca de mí, que sentía su aliento en mis cabellos. Cuando me volví para mirarle, lanzaba a los caballos una ojeada de entendimiento.

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