David Copperfield (39 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Se querían mucho entre sí, eso es cierto, y creo que aquello también influía sobre mí. Pero ¡había que ver la habilidad con que el hijo o la madre cogían el hilo del asunto que el otro había insinuado! Cuando vieron que ya nada podrían sacarme sobre mí mismo (pues respecto a mi vida en Murdstone y Grimby y mi viaje permanecí mudo), dirigieron la conversación sobre míster Wickfield y Agnes. Uriah lanzaba la pelota a su madre; su madre la cogía y volvía a lanzársela a Uriah; él la retenía un momento y volvía a lanzársela a mistress Heep. Aquel manejo terminó por turbarme tanto que ya no sabía qué decir. Además, también la pelota cambiaba de naturaleza. Tan pronto se trataba de míster Wickfield como de Agnes. Se aludía a las virtudes de míster Wickfield; después, a mi admiración por Agnes; se hablaba un momento del bufete y de los negocios o la fortuna de míster Wickfield, y un instante más tarde de lo que hacíamos después de la comida. Luego trataron del vino que míster Wickfield bebía, de la razón que le hacía beber y de que era una lástima que bebiese tanto. En fin, tan pronto de una cosa, tan pronto de otra, o de todas a la vez, pareciendo que no hablaban de nada, sin hacer yo otra cosa que animarlos a veces para evitar que se sintieran aplastados por su humildad y el honor de mi visita, me percaté de que a cada instante dejaba escapar detalles que no tenía ninguna necesidad de confiarles y veía el efecto en las finas aletas de la nariz de Uriah, que se levantaban con delicia.

Empezaba a sentirme incómodo y a desear marcharme, cuando un caballero que pasaba por delante de la puerta de la calle (que estaba abierta, pues hacía un calor pesado impropio de la estación), volvió sobre sus pasos, miró y entró gritando:

—David Copperfield, ¿es posible?

¡Era míster Micawber! Míster Micawber, con sus lentes de adorno, su bastón, su imponente cuello blanco, su aire de elegancia y su tono de condescendencia: no le faltaba nada.

—Mi querido Copperfield —dijo míster Micawber tendiéndome la mano—, he aquí un encuentro que podría servir de ejemplo para llenar el espíritu de un sentimiento profundo por la inestabilidad e incertidumbre de las cosas humanas… ; en una palabra, es un encuentro extraordinario. Me paseaba por la calle, reflexionando en la posibilidad de que surgiera algo, pues es un punto sobre el que tengo algunas esperanzas por el momento, y he aquí que precisamente surge ante mí un amiguito que me es tan querido y cuyo recuerdo se une al de la época más importante de mi vida; a la época que ha decidido mi existencia, puedo decirlo. Copperfield, querido mío, ¿cómo está usted?

No sé, verdaderamente no lo sé, si estaba contento de haberme encontrado allí a míster Micawber; pero me alegraba verlo y le estreché la mano con fuerza, preguntándole cómo estaba su señora y los niños.

—Muchas gracias —me contestó con su peculiar movimiento de mano y metiéndose la barbilla en el cuello de la camisa—. Ella está ahora reponiéndose; los mellizos ya no se alimentan de las fuentes de la naturaleza; en resumen —dijo míster Micawber en uno de sus arranques de confianza—, los ha destetado, y ahora me acompaña en mis viajes. Estoy seguro, Copperfield, de que estará encantada de reanudar la amistad con un muchacho que ha sido en todos sentidos digno ministro del altar sagrado de la amistad.

Yo también le dije que me gustaría mucho verla.

—Es usted muy bueno —dijo míster Micawber.

Sonrió de nuevo, volvió a meter la barbilla en la corbata y miró a su alrededor.

—Puesto que no he encontrado a mi amigo Copperfield en la soledad —dijo sin dirigirse a nadie en particular—, sino ocupado en restaurar sus fuerzas en compañía de una señora viuda y de su joven vástago; en una palabra, de su hijo (esto fue dicho en un nuevo arranque de confianza), quisiera tener el honor de serles presentado.

No podía evadirme de presentarle a Uriah Heep y a su madre, y cumplí aquel deber. A consecuencia de la humildad de mis amigos, míster Micawber se vio obligado a sentarse e hizo con la mano un movimiento de la mayor cortesía.

—Todo amigo de mi amigo Copperfield —dijo— tiene derechos sobre mí.

—No tenemos la audacia, caballero —dijo mistress Heep— de pretender tener la amistad de míster Copperfield. únicamente él ha tenido la bondad de venir a tomar el té con nosotros, y le estamos muy agradecidos del honor de su visita, como también a usted, caballero, por su amabilidad.

—Es usted demasiado buena, señora —dijo míster Micawber saludándola—. ¿Y qué hace usted, Copperfield? ¿Continúa en el almacén de vinos?

Tenía muchas ganas de llevarme de allí a míster Micawber, y le respondí, cogiendo mi sombrero y enrojeciendo mucho (estoy seguro), que era discípulo del doctor Strong.

—¡Discípulo! —dijo míster Micawber levantando las cejas—. Estoy encantado de lo que me dice. Aunque un espíritu como el de mi amigo Copperfield, con su conocimiento de los hombres y de las cosas, no necesita la instrucción que otro cualquiera necesitaría —continuó, dirigiéndose a Uriah y a su madre—, eso no quita que precisamente fuera imposible encontrar terreno más propicio y de una fertilidad oculta; en una palabra —añadió sonriendo en un nuevo acceso de confianza—, es una inteligencia capaz de adquirir una instrucción completa y clásica sin ninguna restricción.

Uriah, frotándose lentamente sus largas manos, hizo un movimiento para expresar que compartía aquella opinión.

—¿Quiere usted que vayamos a ver a mistress Micawber? —dije con la esperanza de llevármelo.

—Si es usted tan amable, Copperfield —replicó levantándose—. No tengo inconveniente en decir ante nuestros amigos aquí presentes que he luchado desde hace muchos años con las dificultades pecuniarias (estaba seguro de que diría algo de aquello, pues no dejaba nunca de vanagloriarse de lo que llamaba sus dificultades); tan pronto he triunfado sobre ellas como me han… , en una palabra, me han echado abajo. Ha habido momentos en que he resistido de frente, y otros en que he cedido ante el número y en que le he dicho a mistress Micawber en el lenguaje de Catón: «Platón, razonas maravillosamente; todo ha terminado, no lucharé más». Pero en ninguna época de mi vida —continuó míster Micawber— he disfrutado en más alto grado de satisfacciones íntimas como cuando he podido verter mis penas (si es que puedo llamar así a las dificultades provenientes de embargos y préstamos) en el pecho de mi amigo Copperfield.

Cuando míster Micawber terminó de honrarme con aquel discurso, añadió:

—Buenas noches, mistress Heep; soy su servidor.

Y salió conmigo del modo más elegante, haciendo sonar el empedrado bajo sus tacones y tarareando una canción durante el camino.

La casa donde paraban los Micawber era pequeña, y la habitación que ocupaban tampoco era grande. Estaba separada de la sala común por un tabique y olía mucho a tabaco. También creo que debía de estar situada encima de la cocina, porque a través de las rendijas del suelo subía un humo grasiento y maloliente que impregnaba las paredes. Tampoco debía de estar lejos del bar, pues se oían ruidos de vasos y llegaba el olor de las bebidas. Allí, tendida en un sofá colocado debajo de un grabado que representaba un caballo de raza, estaba mistress Micawber, a quien su marido dijo al entrar.

—Querida mía, permíteme que te presente a un discípulo del doctor Strong.

Observé que, aunque míster Micawber se confundía mucho respecto a mi edad y situación, siempre recordaba como una cosa agradable que era discípulo del doctor Strong.

Mistress Micawber se sorprendió mucho, pero estaba encantada de verme. Yo también estaba muy contento, y después de un cambio de cumplidos cariñosos, me senté en el sofá a su lado.

—Querida mía —dijo Micawber—, si quieres contarle a Copperfield nuestra situación actual, que le gustará conocer, yo iré entretanto a echar una ojeada al periódico para ver si surge algo en los anuncios.

—Les creía a ustedes en Plimouth —dije cuando Micawber se marchó.

—Mi querido Copperfield —replicó ella—; en efecto, hemos estado allí.

—¿Para tomar posesión de un destino?

—Precisamente —dijo mistress Micawber— para tomar posesión de un destino; pero la verdad es que en la Aduana no quieren un hombre de talento. La influencia local de mi familia no podía sernos de ninguna utilidad para proporcionar un empleo en la provincia a un hombre de las facultades de míster Micawber. No quieren un hombre así, pues sólo habría servido para hacer más visible la deficiencia de los demás. Tampoco he de ocultarle, mi querido Copperfield —continuó mistress Micawber—, que la rama de mi familia establecida en Plimouth, al saber que yo acompañaba a mi marido, con el pequeño Wilkis y su hermana y con los dos mellizos, no le recibieron con la cordialidad que era de esperar en los momentos trágicos por los que atravesábamos. El caso es —dijo mistress Micawber bajando la voz—, y esto entre nosotros, que la recepción que nos hicieron fue un poco fría.

—¡Dios mío! —dije.

—Sí —continuó mistress Micawber—. Es triste considerar a la humanidad bajo ese aspecto, Copperfield; pero la recepción que nos hicieron fue decididamente un poco fría. No hay que dudarlo. El hecho es que mi familia de Plimouth se puso completamente en contra de míster Micawber antes de una semana.

Yo le dije (y lo pienso) que debían avergonzarse de su conducta.

—He aquí lo que ha pasado —continuó mistress Micawber—. En semejantes circunstancias, ¿qué podía hacer un hombre del orgullo de mi marido? No había otro recurso que pedir a aquella gente el dinero necesario para volver a Londres; el caso era volver, fuera como fuera.

—¿Y entonces se volvieron ustedes?

—Sí; volvimos todos —respondió mistress Micawber—. Desde entonces he consultado con otros miembros de mi familia sobre el partido que debía tomar míster Micawber, pues sostengo que hay que tomar una resolución, Copperfield —insistió mistress Micawber, como si yo le dijera lo contrario—. Es evidente que una familia compuesta de seis personas, sin contar a la criada, no puede vivir del aire.

—Ciertamente, señora —dije.

—La opinión de las diversas personas de mi familia —continuó mistress Micawber— fue que mi marido debía inmediatamente dedicar su atención al carbón.

—¿A qué, señora?

—A los carbones —repitió mistress Micawber—. Al comercio del carbón. Micawber, después de tomar informes concienzudos, pensó que quizá habría esperanzas de éxito, para un hombre de capacidad, en el negocio de carbones de Medway y decidió que lo primero que había que hacer era visitar el Medway. Y con ese objeto hemos venido. Digo hemos, míster Copperfield, porque yo nunca abandonaré a Micawber —añadió con emoción.

Murmuré algunas palabras de admiración y aprobación.

—Hemos venido —repitió mistress Micawber— y hemos visto el Medway. Mi opinión sobre la explotación del carbón por ese lado es que puede requerir talento, pero que sobre todo requiere capital. Talento, míster Micawber tiene de sobra; pero capital, no. Según creo, hemos visto la mayor parte del Medway, y ésta ha sido mi opinión personal. Después, como ya estábamos tan cerca de aquí, Micawber opinó que sería estar locos marchamos sin ver la catedral; en primer lugar, porque no la habíamos visto nunca, y merece la pena, y además, porque había muchas probabilidades de que surgiera algo en una ciudad que tiene semejante catedral. Y estamos aquí ya hace tres días, y todavía no ha surgido nada. Usted no se extrañará demasiado, mi querido Copperfield, si le digo que, por el momento, esperamos dinero de Londres para pagar nuestros gastos en este hotel. Hasta la llegada de esa suma —continuó mistress Micawber con mucha emoción—, estoy privada de volver a mi casa (me refiero a nuestro alojamiento de Pentonville) para ver a mi hijo, a mi hija y a mis dos mellizos.

Sentía la mayor simpatía por el matrimonio Micawber en aquellas circunstancias difíciles, y así se lo dije a él, que volvía en aquel momento, añadiendo que sentía mucho no tener bastante dinero para prestarles lo que necesitaban. La respuesta de míster Micawber me demostró la inquietud de su espíritu, pues dijo estrechándome las manos:

—Copperfield, es usted un verdadero amigo; pero aun poniendo las cosas en lo peor, ningún hombre puede decirse que está sin un amigo mientras tenga una navaja de afeitar.

Al oír aquella idea terrible, mistress Micawber se abrazó a su marido pidiéndole que se tranquilizara. Él lloró; pero no tardó mucho en reponerse, pues un instante después llamaba para encargar al mozo un plato de riñones y pudding para el desayuno del siguiente día.

Cuando me despedí de ellos me instaron los dos tan vivamente para que fuera a comer con ellos antes de su partida, que me fue imposible negarme. Pero como no sabía si podría ir al día siguiente, pues tenía mucho trabajo que preparar por la noche, quedamos en que míster Micawber pasaría por la tarde por el colegio (estaba convencido de que los fondos que esperaba de Londres le llegarían aquel día) para enterarse de si podía ir o no. Así es que el viernes por la tarde vinieron a buscarme cuando estaba en clase, y encontré a míster Micawber en el salón, y quedamos en que me esperasen a comer al día siguiente. Cuando le pregunté si había recibido el dinero, me estrechó la mano y desapareció.

Aquella misma noche, estando asomado a mi ventana, me sorprendió y preocupó bastante el verle pasar del brazo de Uriah Heep, que parecía agradecer con profunda humildad el honor que le hacían, mientras míster Micawber se deleitaba extendiendo sobre él una mano protectora. Pero todavía quedé más sorprendido cuando al llegar al hotel al otro día a la hora indicada me enteré de que míster Micawber había estado en casa de Uriah Heep tomando ponche con él y con su madre.

—Y le diré una cosa, mi querido Copperfield —me dijo míster Micawber—; su amigo Heep será un buen abogado. Si le hubiera conocido en la época en que mis dificultades terminaron en aquella crisis, todo lo que puedo decir es que estoy convencido de que mis negocios con los acreedores habrían terminado mucho mejor de lo que terminaron.

No comprendía cómo habrían podido terminar de otro modo, puesto que míster Micawber no había pagado nada; pero no quise preguntarlo. Tampoco me atreví a decir que esperaba que no se hubiera sentido demasiado comunicativo con Uriah, ni a preguntarle si habían hablado mucho de mí. Temía herirle; mejor dicho, temía herir a su señora, que era muy susceptible. Pero aquella idea me preocupó mucho, y hasta después he pensado en ella.

La comida fue soberbia. Un plato de pescado, carne asada, salchichas, una perdiz y un pudding. Vino, cerveza, y al final mistress Micawber nos hizo con sus propias manos un ponche caliente.

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