David Copperfield (43 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

—¿No es verdad? —dijo William.

—¿Si no es verdad qué? —dijo el caballero de detrás.

—Que se ha dedicado usted a la cría caballar en Sooffolk a gran escala.

—Ya lo creo —dijo el otro—, y no hay clase de perros ni caballos de los que no haya yo sacado crías. Hay hombres que tenemos afición a los perros y a los caballos. Yo dejaría de comer y de beber, les sacrificaría con gusto la casa, la mujer, los hijos, la instrucción, el fumar y el dormir.

—¿No le parece que no es lo más propio para un hombre así el ir detrás del conductor? —me dijo William al oído, mientras arreglaba las riendas.

Saqué en consecuencia que deseaba que cambiáramos de sitio, y se lo propuse enrojeciendo.

—Bien; si a usted le da lo mismo —dijo William— creo que será más correcto.

Siempre he considerado aquella concesión como mi primera falta en la vida. Después de haber elegido mi asiento en las oficinas y de haber escrito al lado de mi nombre: «En el pescante», y de haber dado media corona al tenedor de libros por que me lo reservara; después de haberme puesto un gabán nuevo expresamente en honor de aquel eminente lugar; después de presumir mucho de ir en él y parecerme que hacía honor al coche; después de todo eso, he aquí que a la primera insinuación me dejo suplantar por un hombre desarrapado, que no tiene más mérito que el oler a cuadra y ser capaz de pasar por encima de mí con la ligereza de una mosca mientras los caballos van casi al galope.

Tengo cierta inseguridad en mí mismo que me ha jugado muy malas pasadas en muchas ocasiones, y aquel incidente, del cual fue teatro la imperial de la diligencia de Canterbury, no era muy a propósito para disminuírmela. Fue en vano que tratase de refugiarme en la voz cavernosa. Por mucho que hablaba desde el fondo del estómago, sentía que estaba completamente vencido y que era deplorablemente joven.

Durante el viaje resultó muy interesante verme presumiendo sobre la diligencia, bien vestido, bien educado y con la bolsa llena, reconociendo, al pasar, los lugares en los que había dormido durante mi penoso viaje de niño. Mis pensamientos encontraban en aquello amplio motivo de reflexión, y mirando pasar a los vagabundos y reconociendo aquellas miradas, que recordaba tan bien, me parecía sentir todavía la mano del latonero estrujándome la camisa. Al bajar por la estrecha calle de Chatham vi la callejuela en que estaba la tienda del viejo monstruo que me había comprado la chaqueta, y adelanté vivamente la cabeza para mirar el sitio en que había estado esperando tanto tiempo mi dinero, primero a la sombra y luego al sol. Y ya casi en Londres, cuando pasé cerca de Salem House, donde míster Creakle nos había azotado tan cruelmente, habría dado cuanto poseía por poder bajarme, darle una buena paliza y poner en libertad a los alumnos, pobres pajarillos enjaulados.

Llegamos al hotel de «La Cruz de Oro», en Charing Cross, situado en una calle cerrada. El mozo me introdujo en el comedor, y una criada me enseñó una habitación pequeña que olía a establo y que estaba tan herméticamente cerrada como una tumba. Yo sentía mi gran juventud sobre la conciencia y me daba cuenta de que eso era la causa de que nadie me respetase. La criada no hacía caso de lo que le decía, y el mozo se permitía, con insolente familiaridad, darme consejos para ayudarme en mi inexperiencia.

—Ahora veamos —dijo el camarero de modo confidencial—; ¿qué es lo que quiere usted comer? A los jovencitos como usted suelen gustarles las aves. ¿Quiere usted un pollo?

Le dije lo más majestuosamente que pude que me tenían sin cuidado los pollos.

—¿No lo quiere usted? —dijo el camarero—. Pues los jovencitos por lo general están hartos de vaca y de cordero. ¿Qué le parecería una chuleta de carnero?

Asentí a aquello, porque tampoco se me ocurría otra cosa.

—¿Quiere usted patatas? —me preguntó el mozo con una sonrisa insinuante e inclinando la cabeza hacia un lado—. En general, los jovencitos están hartos de patatas.

Le ordené con mi voz más profunda que me trajera una chuleta de carnero con patatas, y que preguntara en las oficinas si no había alguna carta para Trotwood Copperfield. Sabía muy bien que no podía haberla; pero pensé que aquello me haría parecer muy hombre. Pronto volvió diciendo que no había nada (yo hice como que me sorprendía mucho) y empezó a poner mi cubierto en una mesita al lado de la chimenea. Mientras se dedicaba a aquella faena me preguntó qué quería beber y a mi respuesta de «media botella de jerez», me temo, encontró una buena ocasión para componer la medida del licor con los restos de varias botellas. Lo sospeché porque mientras leía el periódico le vi, por encima de un tabiquillo muy bajo que formaba en la misma sala un departamento para él, muy ocupado vertiendo el contenido de muchas botellas en una sola, como un farmacéutico preparando una poción según la receta. Además, cuando probé el vino me pareció que estaba algo insípido y que contenía más migas de pan inglés de lo que podía esperarse en un vino extranjero. Sin embargo, tuve la debilidad de beberlo sin decir nada.

Después de cenar, encontrándome en un agradable estado de ánimo (de lo que saqué en consecuencia que hay momentos en los que el envenenamiento no es tan desagradable como dicen), decidí ir al teatro. Escogí Coven Garden, y allí, en el fondo de un palco central, asistí a la representación de Julio César y de una pantomima nueva. Cuando vi a todos aquellos nobles romanos entrando y saliendo de escena para que yo me divirtiera, en lugar de ser, como en el colegio, pretextos odiosos de una tarea ingrata, no puedo expresar el placer maravilloso y nuevo que sentí. La realidad y la ficción que se combinaban en el espectáculo, la influencia de la poesía, de las luces, de la música, de la multitud, las mutaciones de escena, todo, en fin, dejó en mi espíritu una expresión tan conmovedora y abrió ante mí tan ilimitadas regiones de delicias, que al salir a la calle a media noche, con una lluvia torrencial, me pareció que caía de las nubes después de haber llevado durante más de un siglo la vida más romántica, para encontrarme con un mundo miserable, lleno de fango, de faroles, de coches, de paraguas…

Había salido por una puerta diferente a la que había entrado, y por un momento permanecí indeciso, sin moverme, como si fuera verdaderamente extraño a aquella tierra; pero pronto me hicieron volver en mí los empujones, y tomé el camino del hotel dando vueltas en mi espíritu a aquel hermoso sueño que todavía me parecía tener ante los ojos mientras comía ostras y bebía cerveza.

Estaba tan lleno del recuerdo del espectáculo y del pasado, pues lo que había visto en el teatro me hacía el efecto de una pantalla deslumbrante detrás de la cual veía reflejarse toda mi vida anterior, que no se en qué momento me di cuenta de la presencia de un guapo muchacho, vestido con cierta negligencia elegante, al que tenía muchos motivos para recordar. Me percaté que estaba allí sin haberle visto entrar, y continué sentado en mi rincón meditando.

Por fin me levanté para irme a la cama, con gran satisfacción del camarero, que tenía ganas de dormir y debía de sentir calambres en las piernas, pues las estiraba, las encogía y hacía todas las contorsiones que le permitía la estrechez de su cuchitril. Al ir hacia la puerta pasé al lado del joven que acababa de entrar. Volví la cabeza, y después volví atrás y le miré de nuevo. No me reconocía; pero yo le conocí al instante.

En otra ocasión quizá me habría faltado el valor para saludarle y lo hubiese dejado para el día siguiente, desperdiciando así la ocasión de hablarle; pero en el estado de ánimo en que me había puesto el teatro me pareció que la protección que siempre me había prestado merecía toda mi gratitud, y el cariño tan espontáneo que siempre había sentido por él resurgió al acercarme sintiéndome latir el corazón.

—¿Por qué no me hablas, Steerforth?

Me miró como miraba él siempre; pero vi que no me reconocía.

—Temo que no me recuerdas —dije.

—¡Dios mío! —exclamó de pronto—. ¡Si es el pequeño Copperfield!

Le cogí las dos manos, y no podía decidirme a soltarlas. Sin la tonta vergüenza y el temor de disgustarle habría saltado a su cuello deshecho en lágrimas.

—Nunca, nunca he tenido una alegría más grande, mi querido Steerforth.

—Yo también estoy encantado —dijo estrechándome las manos con fuerza—; pero, Copperfield, muchacho, no te emociones tanto.

Sin embargo, creo que le halagaba ver toda la emoción que aquel encuentro me producía.

Me enjugué precipitadamente las lágrimas, que no había podido retener a pesar de todos mis esfuerzos, y traté de reír; después nos sentamos uno al lado de otro.

—¿Y qué haces por aquí? —me dijo Steerforth dándome en el hombro.

—He llegado hoy en la diligencia de Canterbury. Me ha adoptado una tía que vive allí, y acabo de terminar mi educación. ¿Y tú, cómo estás por aquí, Steerforth?

—Verás; es que soy lo que llaman un hombre de Oxford; es decir, que voy allí a aburrirme de muerte periódicamente; pero ahora estoy en camino a casa de mi madre. Estás hecho un guapo muchacho, Copperfield, con tu carita amable. Y ahora que te miro, estás igual que siempre, no has cambiado nada.

—¡Oh!, yo sí que te he reconocido enseguida. Pero es que a ti es difícil olvidarte.

Se echó a reír, pasándose la mano por sus bucles espesos, y dijo alegremente:

—Pues sí; me encuentras en un viaje de obligación. Mi madre vive un poco alejada de Londres, y allí voy; pero los caminos están tan malos y se aburre uno tanto en aquella casa, que he interrumpido mi viaje esta noche. Sólo hace unas horas que estoy en Londres, y he pasado el tiempo con desagrado o durmiendo en el teatro.

—Yo también vengo del teatro; he estado en Coven Garden. ¡Qué magnífico teatro, Steerforth, y qué deliciosa noche he pasado en él!

Steerforth se reía con toda su alma.

—Mi querido y pequeño Davy —dijo dándome otra vez en el hombro—, eres una verdadera florecilla. La margarita de los campos al salir el sol no está más fresca ni mas pura que tú. Yo también he estado en Coven Garden y no he visto en mi vida nada mas mezquino. ¡Mozo!

Llama, dirigiéndose al camarero, que había seguido con mucha atención, y a cierta distancia, nuestro encuentro y que ahora se acercaba respetuoso.

—¿Dónde han puesto a mi amigo Copperfield? —le preguntó Steerforth.

—Perdón, señor.

—Digo que dónde va a dormir, cuál es su número. Ya me comprendes —añadió Steerforth.

—Sí, señor —dijo el mozo como disculpándose—. Por el momento, míster Copperfield está en el número cuarenta y cuatro.

—¿Y en qué diablos está usted pensando —replicó Steerforth— para poner a míster Copperfield en una habitación tan pequeña y encima del establo'?

—Creíamos, señor —contestó el camarero en tono de disculpa—, que míster Copperfield no le daba importancia. Pero podemos ponerle en el setenta y dos, si prefieren ustedes; es al lado de su habitación.

—Naturalmente que lo preferimos. ¡Haz el cambio al momento!

El camarero obedeció inmediatamente, y Steerforth, muy divertido porque me hubieran dado el cuarenta y cuatro, se reía de nuevo y me daba en el hombro. Después me invitó a desayunar con él a la mañana siguiente, a las diez. Estuve orgulloso de aceptar. Como era ya muy tarde cogimos nuestros candelabros y subimos la escalera, despidiéndonos muy cariñosamente. Me encontré con una habitación mucho mejor que la anterior y que no olía a establo, con una inmensa cama de cuatro columnas situada en el centro, como un pequeño castillo en medio de sus tierras, y allí, entre una cantidad de almohadas suficientes para seis personas, caí pronto dormido beatíficamente y soñé con la antigua Roma y con la amistad de Steerforth, hasta que a la mañana siguiente, muy temprano, el rodar de las diligencias bajo el pórtico convirtió mi sueño en una tempestad.

Capítulo 20

La casa de Steerforth

Cuando la criada llamó a mi puerta al día siguiente a las ocho de la mañana, diciéndome que allí dejaba el agua caliente para que me afeitara, pensé con pena que no tenía nada que afeitarme, y enrojecí. La sospecha de que se reía bajito al hacerme aquel ofrecimiento me persiguió mientras me arreglaba y me hizo parecer culpable (estoy seguro) cuando me la encontré en la escalera al bajar a almorzar. Sentía tan vivamente mi juventud que durante un momento no pude decidirme a pasar por su lado. Le oía barrer la escalera y yo permanecía al lado de mi ventana mirando la estatua del rey Carlos, que no tenía nada de real, rodeada como estaba de un dédalo de coches bajo la lluvia, y con una niebla espesa; el camarero me sacó de mi indecisión advirtiéndome que Steerforth me aguardaba.

Steerforth me esperaba en un gabinete reservado, adornado con cortinas rojas y un tapiz turco. El fuego brillaba, y un abundante desayuno estaba servido en una mesita cubierta con un mantel muy blanco. La habitación, el fuego, el desayuno y Steerforth, todo se reflejaba alegremente en un espejito ovalado. Al principio estuve cohibido. Steerforth era tan elegante, tan seguro de sí, tan superior a mí en todo, hasta en edad, que fue necesaria toda la gracia protectora de sus modales para rehacerme. Lo consiguió, sin embargo, y yo no me cansaba de admirar el cambio que se había operado para mí en «La Cruz de Oro», comparando mi triste estado de abandono del día anterior con la comida y el lujo que ahora me rodeaba. En cuanto a la familiaridad del camarero, parecía no haber existido nunca, y nos servía con la mayor humildad.

—Ahora, Copperfield —me dijo Steerforth cuando nos quedamos solos—, me gustaría saber lo que haces, dónde vas y todo lo que te concierne. Me parece que eres algo mío.

Rebosante de alegría al ver que aún le interesaba así, le conté cómo me había propuesto mi tía aquella pequeña expedición.

—Como no tienes ninguna prisa —dijo Steerforth—, vente conmigo a mi casa de Highgate a pasar con nosotros algún día. Seguramente te gustará mi madre… está tan orgullosa de mí, que se repite algo; pero esto es disculpable; y tú también estoy seguro de que le gustarás a ella.

—Quisiera estar tan seguro como tú, que tienes la amabilidad de creerlo —contesté sonriendo.

—Sí —dijo Steerforth—, todo aquel que me quiere la conquista; es ella la primera en reconocerlo.

—Entonces me parece que voy a ser su favorito —dije.

—Muy bien —contestó Steerforth—; ven y pruébanoslo. Ahora podemos dedicar un par de horas a que veas las curiosidades de Londres. No es poca cosa tener un muchacho como tú a quien enseñárselas, Copperfield, y después tomaremos la diligencia para Highgate.

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