David Copperfield (49 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

—¡Cuando te decía que no hay ni una alegría ni una pena ni una sola emoción de estas buenas gentes que te pueda ser indiferente!

—Sí, sí —respondió él—; ya me has dicho todo eso. No hablemos más de ello, ¡basta!

Temiendo enfadarle si insistía sobre un asunto que él trataba tan a la ligera, me contenté con continuar pensándolo mientras andábamos cada vez más deprisa.

—Es necesario que pongan el barco en buen estado —dijo Steerforth—. Encargaré a Littimer que cuide de ello para que lo hagan bien. ¿Te he dicho que ha llegado Littimer?

—No.

—Pues sí; ha llegado esta mañana con una carta de mi madre.

Nuestros ojos se encontraron y observé que estaba pálido hasta los labios; pero miraba tranquilamente a los míos. Temí que algún altercado con su madre fuera la causa de la disposición de ánimo en que le había encontrado en el hogar solitario de míster Peggotty y le hice una ligera alusión.

—¡Oh no! —dijo moviendo la cabeza y riendo—. ¡Nada de eso! Como te decía, ha llegado ese hombre.

—¿Está como siempre?

—Siempre el mismo —contestó Steerforth—, sereno, frío como el polo Norte. Se ocupará del nuevo nombre que quiero hacer inscribir en el barco. Ahora se llama El petrel de la tormenta; pero ¿qué le importa eso a míster Peggotty? Le he bautizado de nuevo.

—¿Con qué nombre?

—La pequeña Emily.

Continuaba mirándome de frente, y creí que era para recordarme que no le gustaba que me extasiara ante sus delicadezas con aquellas pobres gentes. No pude por menos que dejar ver la alegría que sentía; pero sólo dije algunas palabras; la sonrisa reapareció en sus labios; parecía que le habían quitado un peso de encima.

—Pero mira —dijo mirando hacia adelante—, aquí está la pequeña Emily en persona. Y el muchacho ese con ella. Por mi alma que es un fiel caballero; no la abandona ni un instante.

Ham era en aquella época constructor de barcos. Había cultivado su gusto natural por aquel oficio y había llegado a ser un obrero muy hábil. Llevaba su traje de trabajo y, a pesar de cierta rudeza, su aire de honradez y de viril franqueza hacían de él un protector muy bien proporcionado para la preciosa criatura que llevaba a su lado. La lealtad de su rostro, el orgullo y el cariño que le inspiraba Emily realzaban su buen aspecto, y yo me decía, al verlos acercarse, que se compenetraban perfectamente en todos los sentidos.

Cuando los detuvimos para hablarles, ella soltó suavemente el brazo de su novio y enrojeció tendiendo la mano a Steerforth y después a mí. Cuando volvieron a ponerse en marcha después de haber cambiado algunas palabras con nosotros, Emily no cogió de nuevo el brazo de Ham, y andaba sola, todavía tímida y confusa. Yo admiraba la gracia y la delicadeza de sus movimientos y Steerforth parecía de la misma opinión mientras les mirábamos alejarse en la claridad de la luna nueva.

De pronto una mujer joven pasó a nuestro lado: era evidente que los seguía. No la habíamos oído acercarse; pero vi un momento su rostro delgado, y me pareció recordarla.

Iba ligeramente vestida y tenía el aire atrevido y la mirada perdida y un aspecto de mísera vanidad; pero por el momento no parecía pensar en nada; sólo tenía una idea en la cabeza: alcanzarlos. Como el horizonte se oscurecía a lo lejos no nos permitía ya distinguir a Emily ni a su novio, y la mujer que los seguía desapareció también sin haber ganado terreno sobre ellos. Después ya no vimos más que el mar y las nubes.

—Es un fantasma muy sombrío para seguir a esa muchacha —dijo Steerforth sin moverse—. ¿Qué significa eso?

Hablaba en voz baja y con un acento que me pareció extraño.

—Le querrá pedir limosna —dije.

—Las mendigas no son raras aquí —dijo Steerforth—; pero es sorprendente que alguna haya tomado esa forma esta noche.

—¿Por qué? —pregunté.

—Sencillamente —dijo después de un momento de silencio— porque precisamente estaba yo pensando en algo semejante cuando ha aparecido; por eso me pregunto de dónde diablos podrá haber salido.

—De la sombra que proyecta esta tapia, supongo —dije señalando un muro que seguía el camino en el que acabamos de desembocar.

—En fin, ya ha desaparecido —respondió mirando por encima de su hombro—. ¡Ojalá la desgracia desaparezca con ella! Vamos a comer.

Pero lanzó una nueva mirada por encima de su hombro hacia la línea del océano que brillaba a lo lejos, y repitió muchas veces aquel movimiento. Todavía murmuró algunas palabras entrecortadas durante el resto de nuestro camino, y no pareció olvidar el incidente hasta que se encontró sentado en la mesa al lado de un buen fuego y a la claridad de las velas.

Littimer nos esperaba y produjo sobre mí su efecto acostumbrado. Cuando le dije que esperaba que mistress Steerforth y miss Dartle siguieran bien, me respondió en un tono respetuoso (y naturalmente respetable) que me daba las gracias, que estaban bastante bien y que me saludaban. No me dijo más y, sin embargo, me pareció que decía claramente: «Es usted muy joven; es usted extraordinariamente joven».

Casi habíamos acabado de comer cuando dio un paso fuera del rincón desde donde vigilaba nuestros movimientos, mejor dicho los míos, y dijo a Steerforth:

—Perdón, señorito; miss Mowcher está aquí.

—¿Quién? —preguntó Steerforth con sorpresa.

—Miss Mowcher, señorito.

—¡Vamos! ¿Y qué ha venido a hacer aquí? —dijo Steerforth.

—Parece ser, señor, que es de esta región. Me han dicho que todos los años da una vuelta profesional por este lado. La he encontrado en la calle esta mañana, y me ha preguntado si podría tener el honor de presentarse aquí después de comer el señorito.

—¿Conoces a la gigante en cuestión, Florecilla? —me preguntó Steerforth.

Tuve que confesar con cierta vergüenza, por tener que hacerlo ante Littimer, que no conocía a miss Mowcher.

—Bien, pues vas a conocerla —dijo Steerforth—. Es una de las siete maravillas del mundo… Cuando venga miss Mowcher, que pase.

Sentía cierta curiosidad por conocer a aquella señora, tanto más porque Steerforth soltaba la carcajada cada vez que yo hablaba de ella y se negaba en rotundo a responder a las preguntas que le dirigía. Permanecí, por lo tanto, en un estado de curiosa expectación. Hacía media hora que habían quitado el mantel y estábamos con una botella de vino a nuestro lado, cuando se abrió la puerta y, con su tranquilidad habitual, Littimer anunció:

—Miss Mowcher.

Miré hacia la puerta, pero no vi nada; volví a mirar, pensando cuánto tardaba miss Mowcher en aparecer, cuando, con gran sorpresa, vi surgir al lado de un diván colocado entre la puerta y yo a una enana de unos cuarenta o cuarenta y cinco años; tenía la cabeza muy grande, los ojos grises, muy maliciosos, y los brazos tan cortos, que para acercar el dedo con picardía a su nariz, mientras miraba a Steerforth, se vio obligada a bajar la cabeza para acercar la nariz al dedo. Su papada era tan gruesa, que las cintas y la roseta de su sombrero desaparecían debajo. No tenía cuello, no tenía talle, no tenía piernas, pues aunque era del tamaño corriente hasta el sitio en que debía haberse encontrado el talle, y aunque poseía pies como todo el mundo, era tan bajita que resultaba delante de una silla lo que cualquier persona delante de una mesa. Depositó sobre la silla el bolso que llevaba. Iba vestida de un modo algo descuidado, y su nariz parecía una prolongación de su dedo o viceversa, a causa de la dificultad de que he hablado, y con la cabeza inclinada a un lado y guiñando un ojo de la manera más maliciosa, empezó por fijar en Steerforth sus ojillos penetrantes, después de lo cual dejó escapar un torrente de palabras.

—¡Cómo, linda flor! —empezó alegremente sacudiendo su gran cabeza hacia él—. ¿Está usted aquí? ¡Oh, la mala persona! ¡Qué vergüenza! ¿Qué ha venido usted a hacer tan lejos de su casa? Algo malo, estoy segura. ¡Ah, es usted una buena pieza! Y yo otra, ¿no es así? ¡Ja, ja, ja! Habría usted apostado cien libras contra cinco guineas a que no me encontraba aquí. Pues ya lo ve, estoy en todas partes. Aquí, allí, ¿y dónde no? Como la media corona del escamoteador en el pañuelo de una señora. A propósito de pañuelos y de señoras: su querida madre, ¡qué contenta estará de tener un hijo como usted!

En este pasaje de su discurso, miss Mowcher desanudó su sombrero, se echó las bridas hacia atrás y, toda sofocada, se sentó en un taburete delante del fuego, de manera que la mesa formaba una especie de dosel de caoba sobre su cabeza.

—¡Oh las estrellas del cielo con todos sus nombres! —continuó golpeando con una mano cada una de sus rodillas y mirándome con malicia—. Estoy demasiado acostumbrada; eso debe ser, Steerforth. Y después de subir unas cuantas escaleras me cuesta tanto trabajo recobrar la respiración como si hubiera sacado un cubo de agua de un pozo. Vamos, que si me viese usted asomada a una ventana creería que era una mujer hermosa ¿no?

—No pienso otra cosa cada vez que la veo —replicó Steerforth.

—Vamos, cállese, perro —gritó la pequeña criatura amenazándole con el pañuelo con que se enjugaba el rostro—; ¡no sea usted impertinente! Pero le doy mi palabra de honor de que la semana pasada, estando en casa de lady Mithers… ¡Esa sí que es una mujer! ¡Cómo se conserva!… Pues mientras la esperaba entró míster Mithers en persona en la habitación donde yo esperaba a su mujer. ¡Vaya un hombre! ¡Cómo se conserva también! Y su peluca lo mismo, pues la tiene desde hace diez años; pues, como decía, míster Mithers se deshizo tan locamente en cumplidos, que temí verme obligada a llamar a la campanilla. ¡Ja, ja, ja! Es un pícaro muy simpático; es una lástima que no tenga principios.

—¿Y que iba usted a hacer a casa de lady Mithers? —preguntó Steerforth.

—Eso ya serían chismes, querido hijito —contestó ella volviendo a poner el dedo en la nariz con su guiño de ojos, como un duendecillo de inteligencia sobrenatural—. Eso no le importa. Usted querría saber si impido que sus cabellos caigan, o si le quito las canas, o si le cambio el color, o si le arreglo las cejas ¿no es así? Pues bien, querido mío; todo, todo lo sabrá usted cuando yo se lo diga. ¿Sabe usted el nombre de mi bisabuelo?

—No —dijo Steerforth.

—Walker, querido mío —replicó miss Mowcher—, y descendía de una larga línea de Walkers; así, yo heredo todos los estados de Hookey.

Nunca he visto nada comparable a los guiños de ojos de miss Mowcher de no ser el aplomo de miss Mowcher. Tenía una manera especial de inclinar la cabeza hacia un lado para escuchar cuando se le hablaba, levantando un ojo como las urracas, o cuando esperaba una respuesta a sus observaciones. Yo estaba tan sorprendido que la miraba fijo, olvidando completamente, mucho me temo, de las reglas más indispensables de la educación.

Había conseguido acercarse la silla, y hundiendo su bracito en el bolso varias veces sacó una cantidad de botellitas, de cepillos, de esponjas, de peines, de trozos de papel, de tenacillas y de otros instrumentos, que iba amontonando fuera. Se detuvo en medio de su ocupación para decir a Steerforth, con gran confusión mía:

—¿Quién es este señor?

—Míster Copperfield —dijo Steerforth—, que deseaba mucho conocerla.

—Pues la ocasión la pintan calva. Ya me parecía a mí que tenía ganas —dijo miss Mowcher acercándose a mí riendo, con su bolso en la mano—. El rostro como un melocotón —dijo poniéndose de puntillas para llegar a mis mejillas—. Completamente tentador. Me gustan mucho los melocotones. Tengo mucho gusto en conocerle, míster Copperfield, se lo aseguro.

Le respondí que yo me felicitaba de haber tenido el honor de conocerla, y que el gusto era recíproco.

—¡Oh, Dios mío, qué amabilidad! —exclamó miss Mowcher haciendo un pequeño esfuerzo para cubrir su ancha cara con su manita—. ¡Qué de mentiras y de patrañas hay en el mundo!

Esto nos lo decía a modo de confidencia a los dos, mientras la manita abandonaba el rostro y el bracito desaparecía de nuevo por completo en el bolso.

—¿Qué quiere usted decir, miss Mowcher? —preguntó Steerforth.

—¡Ja, ja, ja! ¡Qué plaga de farsantes! ¿No es verdad, hijo mío? —replicó la mujercita buscando en el bolso con un ojo en el aire y la cabeza de lado—. Miren ustedes —dijo sacando un paquetito— «recortes de las uñas del príncipe ruso… Príncipe Alfabeto revuelto», como yo le llamo, porque su nombre tiene todas las letras del alfabeto mezcladas.

—El príncipe ruso es uno de sus clientes ¿no es así? —preguntó Steerforth.

—Ya lo creo, hijo mío —replicó miss Mowcher—; le corto las uñas dos veces por semana, las de las manos y las de los pies.

—¿Y supongo que le pagará bien? —dijo Steerforth.

—Habla con la nariz, pero paga bien —dijo miss Mowcher—. Ninguno de vuestros petimetres se le puede comparar; estaríais de acuerdo si vierais sus bigotes, rojos por naturaleza y negros gracias al arte.

—Gracias al arte de usted, naturalmente —dijo Steerforth.

Miss Mowcher guiñó un ojo en signo de asentimiento.

—Se ha visto en la necesidad de enviarme a buscar; no podía por menos. El clima hace daño al tinte, y aquello podía pasar en Rusia; pero aquí no. Usted no ha visto en todos los días de su vida a un príncipe en el estado que yo le encontré, oxidado como un hierro viejo.

—¿Y es a él a quien llamaba usted un farsante hace un momento? —preguntó Steerforth.

—¡Oh! Es usted un chico muy avispado —replicó miss Mowcher moviendo la cabeza—. He dicho que todos en general somos unos farsantes, y le he enseñado como prueba las uñas del príncipe. Y es que, ¿ven ustedes? Las uñas del príncipe me sirven más en las familias que todos los talentos juntos. Las llevo siempre conmigo; son mi carta de recomendación. Si miss Mowcher corta las uñas a un príncipe, no hay más que hablar, dicen a todos. Se las doy a las jóvenes que, yo creo, las ponen en álbumes, ¡ja, ja, ja! Palabra de honor que todo el edificio social (como dicen estos señores cuando hacen discursos parlamentarios) no reposa más que sobre las uñas de príncipes —dijo aquella mujercita tratando de cruzar los brazos y sacudiendo su gran cabeza.

Steerforth reía de todo corazón, y yo también. Miss Mowcher continuaba moviendo la cabeza, que llevaba de lado, y mirando hacia arriba con un ojo mientras guiñaba el otro.

—Bien, bien —dijo golpeando sus rodillitas—; pero esto no son los negocios. Veamos, Steerforth, una exploración en las regiones polares y terminamos.

Escogió dos o tres de sus ligeros instrumentos y un frasquito y preguntó, con gran sorpresa mía, si la mesa era fuerte. Ante la respuesta afirmativa de Steerforth, acercó una silla, me pidió que la ayudara, y se subió con bastante ligereza encima de la mesa, como si fuera un escenario.

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