—¡Qué chiquilla tan encantadora!; es una verdadera belleza —dijo Steerforth cogiéndome del brazo—. Es un sitio de lo más original y una gente de lo más curiosa; y las sensaciones que se tienen con ellos son completamente nuevas.
—Y además, qué suerte hemos tenido —respondí— llegando en el momento de su alegría ante la perspectiva de ese matrimonio. ¡Nunca he visto gente más maravillosa! ¡Qué delicia verlos y tomar parte en su honrada alegría, como lo hemos hecho!
—Pero el muchacho es un lerdo al lado de la chiquilla, ¿no te parece? —dijo Steerforth.
Había estado tan cordial con él y con todos ellos, que sentí como un golpe ante aquella inesperada y fría réplica. Pero volviéndome rápidamente hacia él y viendo una sonrisa en sus ojos, contesté tranquilizado:
—¡Ah, Steerforth! Es muy tuyo el bromear a costa de los pobres y pelearte con miss Dartle para ocultar tus verdaderas simpatías. Te conozco muy bien, y cuando veo lo perfectamente que los comprendes, lo exquisitamente que tomas parte en la alegría de un pobre pescador como míster Peggotty, o en el amor por mí de mi antigua niñera, sé que no hay una alegría ni una tristeza ni una sola emoción de esta gente que te deje indiferente, y te quiero y te admiro por ello, Steerforth, veinte veces más.
Él se detuvo, y mirándome a la cara dijo:
—Florecilla, creo que hablas con sinceridad y que eres bueno. ¡Ojalá todos fuéramos así!
Un momento después cantaba alegremente la canción de míster Peggotty, mientras recorríamos a buen paso el camino de Yarmouth.
Lugares antiguos y gente nueva
Steerforth y yo permanecimos más de quince días en el campo. Estábamos bastante tiempo reunidos (no necesito decirlo), pero a veces nos separábamos durante algunas horas. Él era muy buen marinero; en cambio yo no lo era, y cuando Steerforth se iba en el barco con míster Peggotty, lo que era su diversión favorita, yo, por lo general, permanecía en tierra. Mi residencia en casa de Peggotty también me ataba algo, pues sabiendo lo asiduamente que atendía a Barkis durante el día, no me gustaba hacerla esperarme por la noche; mientras que Steerforth, como vivía en el hotel, no tenía que consultar más que su propio humor. Así, llegué a saber que después de que yo estuviera en la cama, armaba pequeñas cuchipandas con los pescadores y con míster Peggotty en la taberna que se llamaba «La gustosa afición» y que se vestía de marinero para pasar la noche en el mar a la luz de la luna, volviendo con la marea de la mañana. Ya sabía yo que su naturaleza activa y su carácter impetuoso encontraban mucho placer en la fatiga corporal y en las tormentas, como en todos los demás medios de excitación que podían ofrecérsele; por lo tanto, no me extrañó nada saber aquellos entretenimientos.
Había también otra razón que nos separaba algunas veces y es que a mí, como es natural, me interesaba mucho Bloonderstone y me gustaba ir a contemplar los lugares testigos de mi infancia, mientras Steerforth, después de haberme acompañado una vez, no tuvo ya ningún interés en volver; tanto es así, que tres o cuatro veces, en ocasiones que recuerdo perfectamente, nos separamos después de desayunar muy temprano para encontrarnos por la noche bastante tarde. Yo no tenía idea de cómo empleaba él aquel tiempo; únicamente sabía que era muy popular en el pueblo y que encontraba cien maneras de divertirse donde otro no habría encontrado ninguna.
Por mi parte, durante mis peregrinaciones solitarias sólo me ocupaba en recordar cada paso del camino que había seguido tantas veces y en ir reconociendo los sitios donde había vivido antes, sin cansarme nunca de volver a verlos. Erraba en medio de mis recuerdos, como mi memoria lo había hecho tan a menudo, y detenía el paso (como había detenido tantas veces mi pensamiento cuando estaba lejos de Bloonderstone) bajo el árbol en que descansaban mis padres. Aquella tumba, que yo había mirado con tanta compasión cuando mi padre dormía solo, y al lado de la cual había llorado al ver bajar a ella a mi madre con su nene; aquella tumba, que el corazón fiel de Peggotty había cuidado después con tanto cariño que la había convertido en un pequeño jardín, me atraía en mis paseos durante horas enteras. Estaba en un rincón del cementerio, a unos pasos del pequeño sendero, y yo podía leer los nombres en la piedra mientras escuchaba sonar las horas en el reloj de la iglesia, recordándome una voz que ya había callado. Aquellos días mis reflexiones se unían siempre a cuál sería mi porvenir en el mundo y a las cosas magníficas que no dejaría de ejecutar. Era el estribillo que respondía en mi alma al eco de mis pasos, y permanecía tan constante a estos pensamientos soñadores como si hubiera venido a encontrarme en la casa a mi madre viva, para edificar a su lado mis castillos en el aire.
Nuestra antigua morada había sufrido grandes cambios. Los viejos nidos, abandonados hacía tanto tiempo por los cuervos, habían desaparecido por completo, y los árboles habían sido podados de manera que era imposible reconocer sus formas. El jardín estaba en muy mal estado y la mitad de las ventanas de la casa cerradas. La habitaba un pobre loco y la gente se encargaba de cuidarle. El loco se pasaba la vida en la ventanita de mi habitación, que daba al cementerio, y yo me preguntaba si sus pensamientos, en su extravío, no encontrarían a veces las mismas ilusiones que había ocupado mi espíritu cuando me levantaba de madrugada en verano y vestido únicamente con mi camisón miraba por aquella ventanita para ver los corderos que pacían tranquilamente bajo los primeros rayos del sol alegre.
Nuestros antiguos vecinos míster y mistress Graypper habían partido para Sudamérica, y la lluvia, penetrando por el tejado de su casa desierta, había manchado de humedad los muros exteriores. Míster Chillip se había vuelto a casar; su mujer era alta y delgada, con la nariz aguileña, y tenían un niño muy delicado, con una enorme cabeza, cuyo peso no podía soportar, y con dos ojos opacos y fijos, que parecían siempre preguntar por qué había nacido.
Era con una singular mezcla de placer y de tristeza como vagaba por mi pueblo natal hasta el momento en que el sol de invierno, empezando a bajar, me advertía de que ya era tiempo de emprender el regreso. Pero cuando estaba de vuelta en el hotel y me encontraba en la mesa con Steerforth, al lado de un fuego ardiente, pensaba con delicia en mi paseo del día. Y este mismo sentimiento, aunque más atenuado, sentía cuando entraba por la noche en mi habitación, tan limpia, y me decía, ojeando las páginas del libro de los «cocodrilos» (siempre allí encima de una mesa), que era una felicidad tener un amigo como Steerforth, una amiga como Peggotty y haber encontrado en la persona de mi excelente y generosa tía un ser que sabía reemplazar tan bien a los que había perdido.
El camino más corto para volver a Yarmouth después de aquellos largos paseos era cruzando el río. Desembarcaba en la arena que se extiende entre la ciudad y el mar y atravesaba un espacio deshabitado, que me ahorraba una larga vuelta por la carretera. En mi camino encontraba la casa de míster Peggotty, y siempre entraba un momento. Steerforth me esperaba, por lo general, allí y nos dirigíamos juntos a través de la niebla hacia las luces que brillaban en la ciudad. Una oscura noche, en que volvía más tarde que de costumbre (aquel día había hecho mi última visita a Bloonderstone, pues nos preparábamos para marchar) le encontré solo en casa de míster Peggotty, sentado pensativo ante el fuego. Estaba tan intensamente sumergido en sus reflexiones que no se dio cuenta de mi llegada. Esto, naturalmente, podía haber ocurrido aunque hubiera estado menos absorto, pues los pasos se oían muy poco en la arena de fuera; pero mi entrada no le distrajo. Me había acercado a él y le miraba; pero seguía sombrío y perdido en sus meditaciones.
Se estremeció de tal modo cuando puse la mano sobre su hombro, que también me hizo estremecer a mí.
—Caes sobre mí como un fantasma —me dijo con cólera.
—De alguna manera tenía que anunciarme —repliqué—. ¿Es que lo he hecho caer de las estrellas?
—No —me contestó—, no.
—¿O subir de no sé dónde entonces? —dije sentándome a su lado.
—Miraba las figuras que hacía el fuego —contestó.
—Pero me las vas a estropear, y yo no podré ver nada —le dije, pues movía vivamente el fuego con un trozo de madera encendida, y las chispas, huyendo por la pequeña chimenea, se perdían en el aire.
—No habrías visto nada —replicó— Éste es el momento del día que más detesto; no es de noche ni de día. ¡Qué tarde vuelves hoy! ¿Dónde has estado?
—He ido a despedirme de mi paseo habitual.
—Y yo lo he estado esperando aquí —dijo Steerforth lanzando una mirada alrededor de la habitación y pensando que toda la gente que encontramos tan dichosa la noche de nuestra llegada podía (a juzgar por el presente aspecto desolado de la casa) dispersarse o morir o verse amenazada de no sé qué desgracia—. Davy, ¿por qué no ha querido Dios que tuviera yo un padre a mi lado desde hace veinte años?
—Mi querido Steerforth, ¿qué te pasa?
—¡Querría con toda mi alma que me hubieran guiado mejor! ¡Querría con toda mi alma ser capaz de ser más bueno! —exclamó.
Había una apasionada depresión en sus modales que me sorprendió por completo. Se parecía tan poco a él mismo, que nunca hubiera podido imaginármelo.
—Sería mejor ser este pobre Peggotty o el cabezota de su sobrino —dijo levantándose y apoyándose contra la chimenea, todavía mirando el fuego— mejor que ser lo que soy, veinte veces más rico y más instruido, y no estar, en cambio, atormentado como lo estoy desde hace más de media hora en esta barca del demonio…
Me sorprendía tanto aquel cambio, que al principio sólo le raba en silencio, mientras él continuaba con la cabeza apoyada en la mano mirando sombríamente el fuego. Por último le pedí, con toda la ansiedad que sentía, que me contase lo que le había sucedido que le contrariaba tanto y que me dejara compartir con él su pena, si es que no podía aconsejarle. Antes de que hubiera terminado ya estaba riendo, al principio un poco forzado; pero pronto con su franca alegría.
—No es nada, Florecilla, nada; te lo aseguro. Ya te dije en el hotel de Londres que a veces era un compañero pesado para mí mismo. He tenido ahora una pesadilla; debe de haber sido eso. Cuando me aburro, los cuentos de mi niñera me vienen a la memoria desfigurados. Y creo que estaba convencido de que era yo el niño malo que nunca obedece y al que se comen los leones. ¿Sabes? son de mayor efecto que los perros. Y lo que las viejas llaman horror se me ha deslizado de la cabeza a los pies y me ha asustado a mí mismo.
—Creo que nadie más podría asustarse —le dije.
—Quizás no; pero también yo tengo motivos para asustarme —contestó—. Bien, ya pasó, y no me dejaré coger de nuevo, Davy; sin embargo, te lo repito, querido mío, hubiera sido un bien para mí (y no sólo para mí) si yo hubiese tenido un padre que me aconsejara.
Su rostro era siempre muy expresivo; pero nunca le había visto exteriorizar un sentimiento tan serio ni tan triste como cuando me dijo estas palabras con la mirada todavía fija en el fuego.
—Pero ¡se acabó! —dijo haciendo como si sacudiera algo en el aire con la mano—. Ya ha pasado todo y soy hombre de nuevo, como Macbeth. Y ahora a comer, si no he turbado el festín con el más admirable desorden, Florecilla, también como Macbeth.
—Pero dime, ¿dónde se han ido todos?
—¡Dios sabrá! —dijo Steerforth—. Después de ir a la playa a esperarte me vine aquí paseando y me encontré la casa desierta. Esto me hundió en pensamientos tristes, y tú me has encontrado sumergido en ellos.
La llegada de mistress Gudmige con una cesta al brazo explicaba el abandono de la casa. Había salido precipitadamente a comprar algo que faltaba antes del regreso de Peggotty, que volvería con la marea, y había dejado la puerta abierta, por si Ham y Emily, que debían volver temprano, llegaban en su ausencia. Steerforth, después de poner de buen humor a mistress Gudmige con un alegre saludo y un abrazo de lo más cómico, se agarró de mi brazo y me arrastró precipitadamente.
Había recobrado su buen humor al mismo tiempo que se lo había hecho recobrar a mistress Gudmige, y de nuevo, con su alegría acostumbrada, estuvo vivo y hablador mientras caminábamos.
—Y así —dijo alegremente—, ¿abandonamos mañana esta vida de filibusteros?
—Así lo convinimos —contesté— y tenemos reservados los asientos en la diligencia, ya lo sabes.
—Sí; no hay más remedio —suspiró Steerforth—. Había olvidado que existiese otra cosa en el mundo que no fuera balancearse sobre el mar en este pueblo. ¡Y es lástima que no sea así!
—Mientras durase la novedad al menos —dije riéndome.
—Es posible —replicó—, aunque es una observación muy sarcástica para un amiguito modelo de inocencia, como mi Florecilla. Bien, no lo niego, soy caprichoso, Davy. Sé que lo soy; pero mientras el hierro está caliente sé aprovecharme y batirle con vigor. Te aseguro que podría soportar un duro examen como piloto en estos mares.
—Míster Peggotty dice que eres asombroso —repliqué.
—Un fenómeno náutico ¿eh? —rió Steerforth.
—Estoy seguro, y tú sabes que es verdad, conociendo lo ardiente que eres cuando persigues un objeto y lo fácilmente que lo haces maestro en cualquier cosa. Pero lo que siempre me sorprende, Steerforth, es que te contentes con emplear de un modo tan caprichoso tus facultades.
—¿Contentarme? —respondió alegremente—. No estoy nunca contento de nada, no siendo de tu ingenuidad, mi querido Florecilla; en cuanto a mis caprichos, todavía no he aprendido el arte de atarme a una de esas ruedas en que los ixionides, modernos dan vueltas y vueltas. No he sabido hacer aprendizaje, y me tiene sin cuidado. ¿Te he dicho que he comprado un barco aquí?
—¡Qué especial eres, Steerforth! —exclamé deteniéndome, pues era la primera vez que me había hablado de ello—. Cuando, a lo mejor, no se te volverá a ocurrir el venir a este pueblo.
—No lo sé; me he encaprichado con el lugar. Además —continuó apresurando el paso—, he comprado un barco que estaba a la venta: un clíper, según dice míster Peggotty, y míster Peggotty lo capitaneará en mi ausencia.
—Ahora lo comprendo, Steerforth —dije radiante—. Afirmas que has comprado ese barco para ti, cuando en realidad es en beneficio de míster Peggotty; habría debido adivinarlo, conociéndote como te conozco. Mi querido Steerforth, ¿cómo decirte todo lo que pienso de tu generosidad?
—¡Chsss! —contestó enrojeciendo—; cuanto menos digas, mejor.