David Copperfield (51 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Hundió la mano en el bolsillo de su gruesa chaqueta y sacó con mucho cuidado una linda bolsita.

—Y si fuera capaz de negarle algo cuando llora, señorito Davy —dijo Ham extendiendo cuidadosamente la bolsita en su mano callosa—, ¿cómo habría podido negarme a traerle esto aquí, si sabía lo que quería hacer? ¡Una joyita como ésta —dijo Ham mirando la bolsa, pensativo—, y con tan poco dinero! ¡Emily, querida mía!

Le estreché la mano calurosamente cuando volvió a meter la bolsita en el bolsillo, pues no sabía cómo expresarle toda mi simpatía, y continuamos paseando de arriba abajo en silencio durante algunos minutos. La puerta se abrió entonces, y Peggotty hizo señas a Ham para que entrara. Yo habría querido quedarme fuera; pero Peggotty volvió a asomarse, rogándome que pasase. También me habría gustado evitar la habitación donde estaban reunidos; pero era aquella cocinita limpia que ya he mencionado, cuya puerta daba directamente a la calle, de modo que me encontré en medio del grupo antes de saber dónde meterme.

La muchacha que había visto en la playa estaba allí, al lado del fuego, sentada en el suelo, con la cabeza y los brazos apoyados en una silla, que Emily acababa de abandonar y sobre la cual había tenido sin duda a la pobre abandonada apoyada sobre sus rodillas. Apenas vi su rostro, pues tenía los cabellos sueltos como si se hubiera despeinado ella misma. Sin embargo, pude ver que era joven y que tenía una voz hermosa. Peggotty había llorado, y la pequeña Emily también. A nuestra llegada no pronunciaron ni una palabra, y el tictac del viejo reloj holandés parecía diez veces más fuerte que de costumbre en aquel profundo silencio.

Emily habló la primera.

—Martha querría ir a Londres, Ham.

—¿,Por qué a Londres? —respondió Ham.

Estaba de pie entre ellas y miraba a la joven postrada en tierra con una mezcla de compasión y de disgusto por verla en compañía de la que amaba tanto. Siempre he recordado aquella mirada.

Hablaban bajo, como si se tratara de una enferma; pero se entendía claramente todo, aunque sus voces eran sólo un murmullo.

—Allí estaré mejor que aquí —dijo en voz alta Martha, que seguía en el suelo—. Nadie me conoce; mientras que aquí todo el mundo sabe quién soy.

—¿Y qué va a hacer allí? —preguntó Ham.

Martha se levantó, le miró un momento de un modo sombrío; después, bajando la cabeza de nuevo, se pasó el brazo derecho alrededor del cuello con una viva expresión de dolor.

—Tratará de portarse bien —dijo la pequeña Emily—. No sabes todo lo que nos ha contado. ¿Verdad tía que no pueden saberlo?

Peggotty sacudió la cabeza con compasión.

—Sí; lo intentaré —dijo Martha— si ustedes me ayudan a marcharme. Peor que aquí no podré ser. Quizá sea mejor. ¡Oh —dijo con un estremecimiento de terror—, arrancadme de estas calles, donde todo el mundo me conoce desde la infancia!

Emily extendió la mano, y vi que Ham ponía en ella una bolsita. Ella la cogió, creyendo que era su bolsa, y dio un paso; después, dándose cuenta de su error, volvió hacia él (que se había retirado hacia mí) enseñándole lo que le acababa de dar.

—Es tuyo, Emily —le dijo—. Yo no tengo nada en el mundo que no sea tuyo, querida mía, y para mí no hay placer más que en ti.

Los ojos de Emily volvieron a llenarse de lágrimas; después se acercó a Martha. No sé lo que le dio. La vi inclinarse hacia ella y ponerle dinero en el delantal. Pronunció algunas palabras en voz baja, preguntándole si sería suficiente. «Más que suficiente», dijo la otra, y cogiéndole la mano se la besó.

Después, envolviéndose en su chal, ocultó el rostro en él y se acercó a la puerta llorando ardientes lágrimas. Se detuvo un momento antes de salir, como si quisiera decir algo; pero no dijo nada, y salió lanzando un gemido sordo y doloroso.

Cuando la puerta se cerró, la pequeña Emily nos miró a todos, después ocultó la cabeza entre las manos y se puso a sollozar.

—Vamos, Emily —dijo Ham dándole con dulzura en el hombro—, vamos; no llores así.

—¡Oh! —exclamó ella con los ojos llenos de lágrimas—; no soy todo lo buena que debía ser, Ham; no soy todo lo agradecida que debía.

—Sí que lo eres —dijo Ham—; estoy seguro.

—No —contestó la pequeña Emily sollozando y sacudiendo la cabeza—; no soy tan buena como debiera, ni mucho menos, ¡ni mucho menos!

Y seguía llorando como si su corazón fuera a romperse.

—Abuso demasiado de tu amor, lo sé; te llevo la contraria; soy desigual contigo. ¡Cuando debía ser tan distinta! ¡No serías tú quien se portara así conmigo! ¿Por qué soy mala entonces, cuando sólo debía pensar en demostrarte mi agradecimiento y en tratar de hacerte dichoso?

—Me haces completamente dichoso —dijo Ham—. ¡Soy tan dichoso cuando te veo, querida mía! Y también soy feliz todo el día pensando en ti.

—¡Ah! ¡Eso no es bastante! —exclamó ella—, pues eso proviene de tu bondad y no de la mía. ¡Oh! Habrías podido ser mucho más feliz, Ham, queriendo a otra muchacha, a una criatura más sensata y más digna de ti, a una mujer que fuera tuya por completo, y no vana y caprichosa como yo.

—¡Pobre corazoncito! —dijo Ham en voz baja—. Martha la ha trastornado por completo.

—Te lo ruego, tía —balbució Emily—; ven aquí para que apoye mi cabeza en tu hombro. Soy muy desgraciada esta noche, tía; me doy cuenta muy bien de que no soy todo lo buena que debiera ser.

Peggotty se había apresurado a sentarse al lado del fuego. Emily, de rodillas a su lado, con los brazos alrededor de su cuello, la miraba suplicante.

—¡Oh, te lo ruego, tía, ayúdame! ¡Ham, amigo mío, trata también de ayudarme tú! ¡Señorito Davy, por el recuerdo del tiempo pasado, ayúdeme también! Quiero ser mejor de lo que soy. Quiero sentirme mil veces más agradecida. Querría recordar a todas horas la felicidad de ser la mujer de un hombre tan bueno y de poder llevar una vida tranquila. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mi corazón! ¡Ay de mi corazón!

Ocultó la cabeza en el pecho de mi antigua niñera y, cesando en sus súplicas que, en su angustia, eran a la vez de mujer y de niña, como toda su persona, como el carácter mismo de su belleza, continuó llorando en silencio, mientras Peggotty la tranquilizaba como a un niño que llora.

Poco a poco se fue normalizando y pudimos consolarla hablándole al principio, dándole valor después, para terminar con un poco de broma. Emily empezó por levantar la cabeza y hablar también; después llegó a sonreír, y después a reír y, por fin, a sentirse un poco avergonzada; entonces Peggotty arregló sus bucles revueltos y le enjugó los ojos por temor a que su tío, al verla entrar, preguntase por qué había llorado su niña querida.

Aquella noche la vi hacer lo que no la había visto hacer nunca. La vi besar a su prometido en la mejilla y, después, estrecharse contra aquel tronco robusto, como buscando su más seguro apoyo. Cuando se alejaban, yo los miraba a la claridad de la luna, comparando en mi espíritu esta partida con la de Martha, y vi que Emily le tenía agarrado el brazo con las dos manos y seguía estrechamente unida a él.

Capítulo 3

Corroboro la opinión de Mr. Dick y me decido por una profesión

A la mañana siguiente, cuando me desperté, pensé mucho en la pequeña Emily y en su emoción de la noche anterior después de la partida de Martha. Me parecía que, al haber sido testigo de aquellas debilidades y ternuras de familia, había entrado en una confidencia sagrada y no tenía derecho a revelarla ni aun a Steerforth. Por ninguna criatura del mundo experimentaba un sentimiento más dulce que el que me inspiraba la preciosa criaturita que había sido la compañera de mis juegos y a quien había amado tan tiernamente entonces, como estaba y estaré convencido hasta mi muerte. Me habría parecido indigno de mí mismo, indigno de la aureola de nuestra pureza infantil, que yo veía siempre alrededor de su cabeza, el repetir a los oídos de Steerforth lo que ella no había podido callar en el momento en que un incidente inesperado la había forzado a abrir su alma delante de mí. Tomé, pues, la decisión de guardar en el fondo del corazón aquel secreto, que daba —según me parecía— una gracia nueva a su imagen.

Durante el desayuno me entregaron una carta de mi tía. Como trataba de una cuestión sobre la que pensaba que los consejos de Steerforth valdrían tanto más que los de cualquiera otro, decidí discutirlo con él durante nuestro viaje, radiante de poder consultarle. Por el momento teníamos bastante con despedirnos de todos nuestros amigos. Barkis no era el que menos sentía nuestra partida, y yo creo que de buena gana habría abierto de nuevo su cofre y sacrificado otra moneda de oro si hubiéramos querido a ese precio permanecer dos días más en Yarmouth. Peggotty y toda su familia estaban desesperados. La casa entera de Omer y Joram salió a decirnos adiós, y Steerforth se vio rodeado de tal multitud de pescadores en el momento en que nuestras maletas tomaron el camino de la diligencia, que si hubiéramos poseído el equipaje de un regimiento los mozos voluntarios no habrían faltado para transportarlo. En una palabra, nos fuimos llevándonos el sentimiento y el afecto de todos los conocidos y dejando tras de nosotros no sé cuántas personas afligidas.

—¿Va usted a permanecer mucho tiempo aquí, Littimer? —le dije mientras esperaba a que partiese la diligencia.

—No, señor —repuso—; probablemente no estaré mucho tiempo.

—Por el momento no lo sabe —dijo Steerforth en tono indiferente—; sólo sabe lo que tiene que hacer, y lo hará.

—Estoy seguro —le respondí.

Littimer acercó la mano a su sombrero para darme las gracias por mi buena opinión, y en aquel momento me pareció que yo no tenía más de ocho años. Nos saludó de nuevo deseándonos un buen viaje, y le dejamos allí en medio de la calle, a aquel hombre respetable y tan misterioso como una pirámide de Egipto.

Durante un rato permanecimos sin decir nada, pues Steerforth estaba sumido en un silencio desacostumbrado, y yo me preguntaba cuándo volvería a ver todos aquellos lugares testigos de mi infancia, y qué cambios tendríamos que sufrir en el intervalo ellos y yo. Por fin, Steerforth, recobrando de pronto su alegría y animación —gracias a la facultad que poseía de cambiar de tono a capricho—, me tiró de la manga.

—Y bien, ¿no me cuentas nada, Davy? ¿Qué decía esa carta de que me hablabas en el desayuno?

—¡Oh! —dije sacándola del bolsillo—. Es de mi tía.

—¿Y te dice algo interesante?

—Me recuerda que he emprendido esta excursión con objeto de ver mundo y de reflexionar.

—Y supongo que no habrás dejado de hacerlo.

—Me veo obligado a confesarte que, a decir verdad, no me he acordado mucho; es más, tengo miedo de haberlo olvidado por completo.

—Pues bien; mira a tu alrededor ahora —dijo Steerforth— y repara tu negligencia. Mira hacia la derecha, y verás un país llano y bastante pantanoso; mira hacia la izquierda, y verás otro tanto, y hacia delante, y no hay diferencia, lo mismo que hacia atrás.

Me eché a reír diciéndole que no descubría profesión adecuada para mí en el paisaje, lo que quizá era debido a su monotonía.

—¿Y qué dice tu tía del asunto? —preguntó Steerforth mirando la carta que tenía en la mano, ¿Te sugiere alguna idea?

—Sí —respondí—. Me pregunta si me gustaría ser procurador del Tribunal de Doctores. ¿Qué te parece?

—No sé —dijo Steerforth con tranquilidad—. Me parece que igual puedes hacerte procurador que otra cosa cualquiera.

No pude por menos de reírme al oírle poner todas las profesiones al mismo nivel, y le demostré mi sorpresa.

—¿Y qué es un procurador, Steerforth? —añadí.

—Es una especie de curial —replicó Steerforth— que actúa en el anticuado Tribunal de Doctores, en un rincón abandonado cerca del cementerio de Saint Paul, donde vienen a ser lo que los procuradores en los Tribunales de justicia. Es un funcionario cuya existencia, según el curso natural de las cosas, debía haber desaparecido hace más de doscientos años; pero voy a hacértelo comprender mejor explicándote lo que es el Tribunal de Doctores. Es un lugar retirado, donde se aplica lo que se llama la ley eclesiástica y donde se hacen toda clase de trampas con los antiguos monstruos de actas del Parlamento, de los que la mitad del mundo ignora la existencia y el resto supone que están ya en estado fósil desde los tiempos del rey Eduardo. Este Tribunal goza de un antiguo monopolio para las causas relativas a testamentos, a contratos matrimoniales y a las discusiones que surgen en las cuestiones de la Marina.

—Vamos, Steerforth —exclamé—, no querrás hacerme creer que hay la menor relación entre los asuntos de la Iglesia y los de la Marina.

—No tengo esa pretensión, Florecilla; sólo quiero decirte que tanto una cosa como otra se tratan y se juzgan por las mismas personas y en el mismo Tribunal. Vas un día, y les oyes emplear todos los términos de marina del diccionario de Yung a propósito de «La Nancy, que ha echado a pique a la Sarah Jane», o a propósito de «míster Peggotty y los pescadores de Yarmouth, que durante una galerna han lanzado un áncora o un cable al Nelson, de la India, en peligro», y si vuelves algunos días después estarán examinando los testimonios en pro y en contra de un eclesiástico que se ha portado mal, y te darás cuenta de que el juez del proceso marítimo es al mismo tiempo abogado de la causa eclesiástica, y viceversa. Son como los actores, que hoy hacen de jueces y mañana no; pasan de un papel a otro, cambiando sin cesar; pero siempre es un asunto muy lucrativo el de esta comedia de sociedad representada ante un público extraordinariamente elegido.

—Pero los abogados y los procuradores, ¿no son la misma cosa? —pregunté confuso.

—No —replicó Steerforth—, porque los abogados son hombres que han tenido que doctorarse en la Universidad; esa es la causa de que yo esté algo enterado. Los abogados emplean a los procuradores; reciben en común buenos honorarios y se dan allí una vidita muy agradable. En resumen, Davy, te aconsejo que no desprecies el Tribunal de Doctores. Además, te diré, por si puede halagarte, que presumen de ejercer una profesión de lo más distinguida.

Descontando la ligereza con que Steerforth trataba el asunto y reflexionando en la antigua importancia que yo asociaba en mi espíritu con el viejo rinconcito cercano al cementerio de Saint Paul, me sentí bastante dispuesto a aceptar la proposición de mi tía, sobre la que me dejaba en absoluta libertad, diciéndome con toda franqueza que se le había ocurrido yendo a ver últimamente a su procurador al Tribunal para arreglar su testamento a mi favor.

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