Me vio acercarme y se levantó para recibirme. La encontré todavía más pálida y más delgada que en nuestra última entrevista; sus ojos brillaban más y su cicatriz era más visible.
Nuestro encuentro no fue cordial. La última vez que nos habíamos visto nos habíamos separado después de una escena bastante violenta, y había en toda su persona un aire de desdén que no se tomaba el trabajo de disimular.
—Me dicen que desea usted hablarme, miss Dartle —le dije, deteniéndome a su lado, con la mano apoyada en el respaldo del banco.
—Sí —dijo ella—; haga usted el favor de decirme si han encontrado a esa muchacha.
—No.
—Sin embargo, ¡se ha escapado!
Veía sus labios delgados contraerse al hablarme, como si la ahogaran los deseos de llenar a Emily de reproches.
—¿Escapado? —repetí yo.
—Sí, le ha dejado —dijo riendo—; si no la han encontrado ahora, quizá no la encuentren nunca. Quizá haya muerto.
Jamás he visto en ningún rostro semejante expresión de crueldad triunfante.
—La muerte es quizá la mayor felicidad que le pueda desear una mujer —le dije—; me alegra ver que el tiempo la ha hecho tan indulgente, miss Dartle.
No se dignó a contestarme, y se volvió hacia mí, con una sonrisa de desprecio.
—Los amigos de esa excelente y virtuosa persona son amigos de usted. Usted es su campeón y defiende sus derechos. ¿Quiere usted que le diga todo lo que se sabe de ella?
—Sí —respondí.
Se levantó con una sonrisa de maldad y gritó:
—¡Venga usted aquí! —como si llamara a algún animal inmundo—. Espero que no se permitirá usted ningún acto de venganza en este lugar, míster Copperfield —dijo mientras continuaba mirándome con la misma expresión.
Yo me incliné sin comprender lo que quería decir, y ella repitió por segunda vez: «Venga usted aquí». Entonces vi aparecer al respetable Littimer, que, siempre tan respetuoso, me hizo un profundo saludo y se colocó detrás de ella. Miss Dartle se tendió en el banco y me miró con una expresión triunfante y de malicia, en la que había, sin embargo, algo extraño, algo de gracia femenina, un atractivo singular: tenía el aspecto de esas crueles princesas que sólo se encuentran en los cuentos de hadas.
—Y ahora —le dijo en tono imperioso, sin mirarle siquiera y pasándose la mano por la cicatriz, en aquel instante quizá con más placer que pena —diga usted a míster Copperfield todo lo que sabe de la huida.
—Míster James y yo, señora…
—No se dirija usted a mí —dijo, frunciendo las cejas.
—Míster James y yo, caballero…
—Ni a mí; se lo ruego —le dije.
Littimer, sin parecer desconcertarse lo más mínimo, se inclinó ligeramente para demostrar que todo lo que nos agradara le era igualmente agradable, y prosiguió:
—Míster James y yo hemos viajado con esa joven desde el día en que ella abandonó Yarmouth bajo la protección de míster James. Hemos estado en una multitud de lugares y hemos visto muchos países; hemos visitado Suiza, Francia, Italia; en fin, estuvimos en todas partes.
Fijó los ojos en el respaldo del banco, como si fuera a él a quien se dirigía, y paseó por él suavemente sus dedos, como si tocara un piano mudo.
—Míster James quería mucho a aquella jovencita, y durante mucho tiempo ha llevado la vida más regular que yo le he visto hacer desde que estoy a su servicio. La joven hizo muchos progresos; hablaba ya los idiomas de los países por donde nos establecíamos; ya no era la campesinita de antes; he observado que la admiraban mucho por todas partes.
Miss Dartle se llevó la mano al costado. La vi lanzarle una mirada y sonreír a medias.
—De verdad, la admiraban mucho. Quizá su modo de vestir, quizá el efecto del sol y del aire libre en su cutis, quizá las atenciones de que era objeto; que fuera esto o aquello, la cuestión es que poseía un encanto que atraía la atención general.
Se detuvo un momento; los ojos de miss Dartle vagaban sin reposo de un punto a otro del horizonte, y se mordía convulsivamente los labios.
Littimer unió las manos, se puso en equilibrio en una sola pierna y con los ojos bajos adelantó su respetable cabeza; después continuó:
—La muchacha vivió así durante cierto tiempo, con un poco de depresión de vez en cuando, hasta que al fin empezó a cansar a míster James con sus gemidos y sus escenas repetidas. Ya no iba todo tan bien: míster James empezó a desarreglarse como antes. Cuanto más se alejaba él, más se entristecía ella, y puedo asegurar que no me sentía a gusto entre los dos. Sin embargo, se reconciliaron muchas veces, y verdaderamente esto ha durado más tiempo de lo que podía esperarse.
Miss Dartle fijó en mí sus miradas con la misma expresión victoriosa. Littimer tosió una o dos veces para aclararse la voz, cambió de pierna y prosiguió:
—Por fin, después de muchos reproches y lágrimas de la muchacha, míster James partió una mañana (estábamos en una casa de huéspedes, en las cercanías de Nápoles, porque a ella le gustaba mucho el mar), y bajo pretexto de que tenía que marcharse para bastante tiempo, me encargó que le anunciara que, en el interés de todo el mundo, se… —aquí Littimer tosió de nuevo— se marchaba. Pero míster James, debo decirlo, se comportó del modo más caballeroso, pues propuso a la muchacha que se casara con un hombre muy respetable, que estaba dispuesto a pasar la esponja por el pasado, y que valía tanto como cualquier otro al que hubiera pretendido por buen camino, pues ella era de una familia muy vulgar.
Cambió de nuevo de pierna y se pasó la lengua por los labios. Yo estaba convencido de que era a él a quien el canalla se refería, y veía que miss Dartle participaba de mi opinión.
—Fui igualmente encargado de aquella comunicación; yo no pedía más que hacer todo lo posible para sacar a míster James de su apuro y reconciliarle con su buena madre, a quien tanto ha hecho sufrir—, he aquí por qué me encargué de aquello. La violencia de la muchacha cuando supo su partida sobrepasó todo lo que podía esperarse. Estaba como loca, y si no se hubiera empleado la fuerza, se habría apuñalado o tirado al mar, o se habría destrozado la cabeza contra las paredes.
Miss Dartle se movía en el banco, con expresión de alegría, como si quisiera saborear mejor las palabras de que se servía el miserable.
—Pero sobre todo cuando llegué al segundo punto —dijo Littimer con cierta turbación— es cuando la muchacha se mostró tal como era. Se podría creer que por lo menos hubiera comprendido toda la generosa bondad de la intención; pero nunca he visto furor semejante. Su conducta excede todo lo que se pudiera expresar. Un palo, una piedra, hubieran demostrado más agradecimiento, más corazón, más paciencia, más razón. Si no hubiera estado preparado, estoy seguro de que hubiera atentado contra mi vida.
—¡La estimo todavía más! —dije con indignación.
Littimer inclinó la cabeza, como para decir: «¿Verdaderamente? ¡Pero es usted tan joven!». Después continuó su relato:
—En una palabra: me vi obligado durante cierto tiempo a no dejarle a su alcance ninguno de los objetos con que hubiera podido hacerse daño o hacer daño a los demás y a tenerla encerrada. Pero, a pesar de todo, una noche rompió los cristales de una ventana que yo mismo había cerrado con clavos, se dejó caer por una parra, y no he vuelto a oír hablar de ella.
—¡Puede haber muerto! —dijo miss Dartle con una sonrisa, como si hubiera querido empujar con el pie el cadáver de la desgraciada muchacha.
—Quizá se haya ahogado, señorita —repuso Littimer, demasiado dichoso de poder dirigirse a alguien—. Es muy posible. O bien la habrán ayudado los pescadores, o sus mujeres. Le gustaban mucho las malas compañías, miss Dartle, e iba a sentarse al lado de los barcos, en la playa, para charlar con los pescadores. La he visto hacerlo durante días enteros, cuando míster James estaba ausente. Y un día míster James se enfadó mucho cuando supo que había dicho a los niños que ella también era hija de un pescador y que de pequeña, en su país, corría, como ellos, descalza por la playa.
¡Oh., Emily! ¡Pobre muchacha! ¡Qué cuadro se presentó a mi imaginación! La veía sentada en la orilla lejana, en medio de los niños, que le recordaban los días de su inocencia; escuchando aquellas vocecitas que le hablaban de amor maternal, de las puras y dulces alegrías que habría conocido si hubiera sido la mujer de un honrado marinero, o bien prestando oído a la voz solemne del océano, que le murmuraría eternamente: «Nunca más».
—Cuando ya era evidente que no podía hacer nada, miss Dartle…
—Le he dicho que no me hable —respondió miss Dartle con una dureza despreciativa.
—Es porque usted me había hablado, señorita —respondió—. Le pido perdón. Sé muy bien que mi deber es obedecer.
—En ese caso, cumpla con su deber; termine la historia y márchese.
—Cuando fue evidente —continuó, en el tono más respetable y haciendo un profundo saludo— que no se la encontraba en ninguna parte, fui a unirme a míster James al sitio en que habíamos convenido que le escribiría y le informé de lo que había sucedido. Nos peleamos, y me pareció mi deber dejarle. Podía soportar, y había soportado, muchas cosas; pero míster James había llevado sus insultos hasta pegarme: era demasiado. Sabiendo el desgraciado resentimiento que existía entre él y su madre, y la angustia en que esta última debía de estar, me tomé la libertad de volver a Inglaterra para contarle…
—No le escuche usted; le he pagado para esto —me dijo miss Dartle.
—Precisamente, señorita… para contarle lo que sabía. No creo —dijo Littimer después de un momento de reflexión— tener nada más que decir Por el momento estoy sin empleo, y me gustaría encontrar en alguna parte una situación respetable.
Miss Dartle me miró como preguntándome si no tenía ninguna pregunta que hacer… Se me había ocurrido una, y dije:
—Querría preguntar a… este individuo (me fue imposible pronunciar una palabra más cortés) si no se ha interceptado una carta escrita a esa desgraciada muchacha por su familia, o si supone que la ha recibido.
Permaneció tranquilo y silencioso, con los ojos fijos en el suelo y la punta de los dedos de su mano izquierda delicadamente arqueados sobre la punta de los dedos de su mano derecha.
Miss Dartle volvió hacia él la cabeza, con aire desdeñoso.
—Dispénseme usted, señorita; pero, a pesar de toda mi obediencia por usted, conozco mi posición, aunque no sea más que un criado. Míster Copperfield y usted, señorita, no son lo mismo. Si míster Copperfield desea saber algo de mí, me tomo la libertad de recordarle que si quiere una respuesta puede dirigirme a mí sus preguntas. Tengo que mantener mi dignidad.
Hice un violento esfuerzo sobre mi desprecio, y, volviéndome hacia él, le dije:
—¿Ha oído usted mi pregunta? Si quiere, es a usted a quien la dirijo. ¿Qué me contesta?
—Caballero —repuso, uniendo y separando alternativamente la punta de sus dedos—, no puedo contestar a la ligera. Traicionar la confianza de míster James para con su madre o para con usted es muy distinto. No era probable que míster James quisiera facilitar una correspondencia que propiciara redoblar la depresión y los reproches de la señorita; pero, caballero, deseo no ir más lejos.
—¿Es eso todo? —me preguntó miss Dartle.
Contesté que no tenía nada más que añadir.
—Únicamente —dije, viéndole alejarse— comprendo el papel que ha representado este miserable en todo este culpable asunto, y voy a contárselo al hombre que ha servido a Emily de padres desde la infancia. Por lo tanto, sí tengo un consejo que dar a ese tipo: es que no aparezca mucho en público.
Al oírme hablar, se había detenido con su calma habitual.
—Gracias, señor; pero permítame que le diga que en este país no hay esclavos ni amos, y que nadie tiene derecho a tomarse la justicia por su mano; y si acaso se llega a hacer, no creo que se lleve la mejor parte. Es para decirle, caballero, que iré donde me parezca.
Me saludó cortésmente, hizo otro tanto con miss Dartle y salió por el mismo sendero que había venido. Miss Dartle y yo nos miramos un momento sin decir palabra; parecía continuar en la misma disposición de espíritu que cuando había hecho aparecer a aquel hombre ante mí.
—Además dice —observó, apretando lentamente los labios— que su señor viaja por las costas de España y que probablemente continuará mucho tiempo sus excursiones marítimas. Pero eso no le interesa a usted. Hay entre estas dos naturalezas orgullosas, entre esta madre y este hijo, un abismo más profundo que nunca y que no podrá llenarse, pues son de la misma raza; el tiempo los vuelve más obstinados e imperiosos. Pero eso tampoco le interesa. He aquí lo que quería decir. Ese demonio al que usted hace un ángel; esa criatura vil que él ha sacado del lodo (y volvió hacia mí sus ojos negros, llenos de pasión), quizá viva todavía. A esas criaturas les dura la vida. Si no ha muerto, usted seguramente tendrá interés en encontrar a esa perla preciosa para encerrarla en un estuche. También nosotros lo deseamos, para que él no pueda volver a ser su presa. Así es que tenemos el mismo interés. Por eso, como quisiera encontrarla para hacerle todo el daño a que puede ser sensible una criatura tan despreciable, le he hecho que viniera a escuchar lo que ha oído.
Vi, por el cambio de su fisonomía, que alguien se acercaba por detrás de mí. Era mistress Steerforth, que me tendió la mano, más fríamente que de costumbre, y con una expresión todavía más solemne que antes. Sin embargo, me di cuenta, no sin emoción, de que no podía olvidar mi antiguo cariño por su hijo. Había cambiado mucho; su arrogante estatura se había encorvado; profundas arrugas se marcaban en su bello rostro, y sus cabellos estaban casi blancos; sin embargo, todavía estaba bella, y reconocí en ella los ojos brillantes y el aire imponente que producían mi admiración en mis sueños infantiles del colegio.
—¿Míster Copperfield lo sabe todo, Rose?
—Sí.
—¿Ha visto a Littimer?
—Sí, y ya le he dicho por qué había usted expresado ese deseo.
—Eres una buena chica. Desde que no le he visto he tenido alguna relación con su antiguo amigo, caballero —dijo dirigiéndose a mí—; pero no ha aceptado todavía sus deberes para conmigo. En esto no tengo otro objetivo que el que Rose le ha dado a conocer, y si al mismo tiempo se pueden consolar las penas del buen hombre que usted me trajo aquí, pues no le quiero mal, lo que ya es bastante de mi parte, y salvar a mi hijo del peligro de volver a caer en los lazos de esa intrigante.