Yo creo que se hablaba a sí misma. La vi quitarse el chal y envolverse en él las manos con la agitación nerviosa de una sonámbula. Jamás olvidaré que en toda su persona había una agitación salvaje que me tuvo en angustia mortal, con el temor de verla hundirse ante mis ojos, hasta el momento en que sentí que tenía su brazo apresado en mi mano.
En el mismo instante exclamé: «¡Martha!» . Ella lanzó un grito de terror y trató de escapar; solo no hubiera tenido la fuerza para retenerla; pero un brazo más vigoroso que el mío la cogió. Y cuando ella, levantando los ojos, vio quién era, ya no hizo el menor esfuerzo para desasirse antes de caer a nuestros pies. La transportamos fuera del agua, en un sitio donde había algunas piedras grandes, y la hicimos sentarse; no cesaba de llorar y de gemir, con la cabeza oculta entre las manos.
—¡El río! ¡El río! —exclamaba apasionadamente.
—Chis, chis —le dije—; tranquilícese.
Pero ella repetía siempre las mismas palabras, clamando: «¡El río!».
—Es como yo, lo sé —decía—, y le pertenezco. Es la única compañía que merezco ya. Como yo, desciende de un lugar campestre y tranquilo, donde sus aguas corrían inocentes; ahora corre turbia, entre calles sombrías, y se va, como mi vida, hacia un inmenso océano agitado sin cesar. Debo irme con él.
Nunca he oído una voz ni unas palabras tan llenas de desesperación.
—No puedo resistirlo—, no puedo dejar de pensarlo sin cesar. Me persigue noche y día. Es la única cosa en el mundo digna de mí y de que soy digna. ¡Oh, qué horrible río!
Al mirar el rostro de mi compañero pensé que en él hubiera adivinado toda la historia de su sobrina, si no la hubiera sabido de antemano, al ver la expresión con que observaba a Martha sin decir una palabra ni moverse. Nunca he visto, ni en la realidad ni en pintura, el horror y la compasión mezclados de una manera más conmovedora. Temblaba como una hoja, y su mano estaba fría como el mármol. Su mirada me alarmó.
—Está en un arrebato de locura —murmuré al oído de míster Peggotty—; dentro de un momento hablará de otro modo.
No sé lo que querría contestarme; movió los labios y creyó sin duda haberme hablado; pero no había hecho más que señalarla, extendiendo la mano.
Estallaba de nuevo en sollozos, con la cabeza oculta entre las piedras, como una imagen lamentable de vergüenza y de ruina. Convencido de que debíamos dejarla el tiempo necesario para tranquilizarse antes de dirigirle la palabra, detuve a míster Peggotty, que la quería levantar, y esperamos en silencio a que se fuera serenando.
—Martha —le dije entonces, inclinándome para levantarla, pues parecía que quería alejarse, y, en su debilidad, iba a caer de nuevo al suelo—. Martha, ¿sabe usted quién está aquí conmigo?
—Sí —me dijo débilmente.
—¿Sabe usted que la hemos seguido mucho rato esta noche?
Sacudió la cabeza, sin mirarnos, y continuaba humildemente inclinada, con su sombrero y su chal en una mano, mientras con la otra se apretaba convulsivamente la frente.
—¿Está usted lo bastante tranquila —le dije— para hablar conmigo de un asunto que le interesó tan vivamente (Dios quiera que lo recuerde usted) una noche en que nevaba?
Volvió a sollozar, diciéndome que me daba las gracias por no haberla arrojado aquel día de la puerta.
—No quiero decir nada para justificarme —repuso al cabo de un momento—; soy culpable, soy una perdida, no tengo la menor esperanza. Pero dígale, caballero (y se alejaba de míster Peggotty), si tiene usted alguna compasión de mí, dígale que yo no he sido la causa de su desgracia.
—Nunca ha pensado nadie semejante cosa —repuse con emoción.
—Si no me equivoco, es usted quien estaba en la cocina la noche que ella se compadeció de mí y que fue tan buena conmigo, pues ella no me rechazaba como los demás, y me socorría. ¿Era usted, caballero?
—Sí —respondí.
—Hace mucho tiempo que estaría en el río —repuso, lanzando al agua una terrible mirada —si tuviera que reprocharme el haberle hecho nunca el menor daño. Desde la primera noche de este invierno me hubiese hecho justicia si no me hubiera sentido inocente de su desgracia.
—Se sabe demasiado la causa de su huida —le dije— y estamos seguros de que usted es completamente inocente.
—¡Oh! Si no hubiera tenido tan mal corazón —repuso la pobre muchacha, con un sentimiento angustioso— hubiese debido cambiar con sus consejos. ¡Fue tan buena para mí! Siempre me hablaba con prudencia y dulzura. ¿Cómo sería posible creer que tuviera ganas de hacerla como yo, conociéndome como me conozco? ¡Yo, que he perdido todo lo que podía ligarme a la vida; yo, que mi mayor pena era pensar que con mi conducta me veía separada de ella para siempre!
Míster Peggotty, que permanecía con los ojos bajos y la mano derecha apoyada en el borde de una barca, se tapó el rostro con la otra mano.
—Y cuando supe por uno del lugar lo que había ocurrido —exclamó Martha—, mi mayor angustia fue el pensar que recordarían lo buena que había sido conmigo, y que dirían que yo la había pervertido. Pero Dios sabe que, por el contrario, hubiese dado mi vida para devolverle su honor y su nombre.
La pobre muchacha, poco acostumbrada a dominarse, se abandonaba a toda la agonía de su dolor y de su remordimiento.
—Hubiese dado mi vida. No, hubiese hecho más todavía: hubiese vivido; hubiese vivido envejecida y abandonada en estas calles miserables; hubiese vagado en las tinieblas; hubiese visto amanecer el día sobre las murallas blanqueadas; hubiese recordado que, hacía tiempo, ese mismo sol brillaba en mi habitación y me despertaba joven, y… hubiese hecho eso por salvarla.
Se dejó caer de nuevo en medio de las piedras, y, cogiéndolas con las dos manos, en su angustia, parecía querer romperlas. A cada instante cambiaba de postura; tan pronto extendía sus brazos delgados como los retorcía delante de su cara para ocultarse un poco a la luz, que la avergonzaba; tan pronto inclinaba la cabeza hacia el suelo, como si fuera demasiado pesada para ella, bajo el peso de tantos recuerdos dolorosos.
—Qué quiere usted que haga? —dijo por último, luchando con su desesperación—. ¿Cómo podré continuar viviendo así, llevando sobre mí mi propia maldición, yo que no soy más que una vergüenza viva para todo lo que se me acerca?
De pronto se volvió hacia mi compañero:
—¡Pisotéeme, máteme! Cuando ella era su orgullo hubiese creído usted que le hacía daño con tropezarme con ella en la calle. ¿Pero para qué? Usted no me creería… ¿Y por qué había usted de creer ni una sola de las palabras que salen de la boca de una miserable como yo? Usted enrojecería de vergüenza aun ahora, si ella cambiase una palabra conmigo. No me quejo. No digo que seamos iguales; sé muy bien que hay una grande… muy grande distancia entre nosotras. Digo únicamente, al sentir todo el peso de mi crimen y de mi miseria, que la quiero con todo mi corazón, y que la quiero. Recháceme, como todo el mundo me rechaza; máteme por haberla buscado y conocido, criminal como soy, pero no piense eso de mí.
Mientras le dirigía aquellas súplicas, él la miraba con el alma angustiada. Cuando guardó silencio la levantó con dulzura.
—Martha —dijo—, ¡Dios me guarde de juzgarla! ¡Dios me libre a mí, más que a cualquier otro en el mundo! No puedes figurarte cómo he cambiado. ¡En fin!
Se detuvo un momento y después prosiguió:
—¿No comprendes por qué míster Copperfield y yo queremos hablarte? ¿No sabes lo que queremos? Escucha.
Su influencia sobre ella fue completa. Permaneció ante él sin moverse, como si temiera encontrarse con su mirada, y su dolor exaltado se volvió mudo.
—Puesto que oyó usted lo que hablábamos míster Davy y yo el día en que nevaba tanto, sabe que yo he estado (¡ay!, ¿y dónde no habré estado?) buscando por todas partes, muy lejos, a mi querida sobrina. Mi querida sobrina —repitió con firmeza—, porque ahora es para mí más querida que nunca, Martha.
Se tapó los ojos con las manos, pero siguió tranquila.
—He oído contar a Emily —continuó míster Peggottyque usted se quedó huérfana siendo muy pequeñita y que ningún amigo reemplazó a sus padres. Quizá si hubiera usted tenido un amigo, por rudo y bruto que hubiera sido, habría terminado por quererle, y quizá habría usted llegado a ser para él lo que mi sobrina es para mí.
Martha temblaba en silencio; míster Peggotty la envolvió cuidadosamente en su chal, que había dejado caer.
—Estoy convencido de que si me volviera a ver me seguiría hasta el fin del mundo; pero también sé que huirá al fin del mundo para evitarme. No tiene derecho para dudar de mi cariño, y no duda; no, no duda —repitió con una tranquila certidumbre de la verdad de sus palabras—; pero existe la vergüenza entre nosotros, y eso es lo que nos separa.
Era evidente, por la manera firme y clara con que hablaba, que había estudiado a fondo cada detalle de aquella cuestión, que lo era todo para él.
—A míster Davy y a mí nos parece probable —continuó— que algún día dirija hacia Londres su pobre peregrinación solitaria. Creemos míster Davy y yo, y todos nosotros, que usted es inocente como el recién nacido de su desgracia. Decía usted que había sido buena y dulce con usted. ¡Que Dios la bendiga; ya lo sé! Sé que siempre ha sido buena con todo el mundo. Usted, que le está agradecida y que la quiere, ayúdenos a encontrarla, ¡y que el Cielo la recompense!
Por primera vez levantó rápidamente sus ojos hacia él, como si no pudiera dar crédito a sus oídos.
—¿Se fiaría usted de mí? —preguntó con sorpresa y en voz baja.
—De todo corazón —dijo míster Peggotty.
—¿Y me permite usted que le hable si llego a encontrarla? ¿Que le ofrezca un asilo, si es que lo tengo, para compartirlo con ella? ¿Y que después venga, sin decírselo, a buscarla para llevarla a su lado? —preguntó vivamente.
Los dos al mismo tiempo contestamos: «Sí».
Martha levantó los ojos al cielo y declaró solemnemente que se consagraba ardiente y fielmente a aquel objetivo, que no lo abandonaría ni se distraería de ello mientras hubiera la menor esperanza. Puso al cielo de testigo de que si flaqueaba en su obra consentía en verse más miserable y más desesperada, si era posible, de lo que lo había estado aquella noche, al borde de aquel río, y que renunciaba para siempre a implorar el socorro de Dios ni de los hombres.
Hablaba en voz baja, sin mirarnos, como si se dirigiera al cielo, que estaba por encima de nosotros; después fijó de nuevo los ojos en el agua sombría…
Creímos necesario decirle cuanto sabíamos, y yo se lo conté todo. Ella escuchaba con la mayor atención, y su cara cambiaba a cada momento; pero en todas sus expresiones se leía el mismo designio. A veces sus ojos se llenaban de lágrimas, pero las reprimía al momento. Parecía como si su exaltación pasada hubiera dado lugar a una calma profunda.
Cuando dejé de hablar me preguntó dónde podría ir a buscarnos si se presentaba la ocasión. Un débil farol iluminaba la carretera, y escribí nuestras dos direcciones en una hoja de mi agenda, y se la entregué. Martha se la guardó en el pecho. Después le pregunté dónde vivía. Guardó silencio, y al cabo de un momento me dijo que no vivía mucho tiempo seguido en el mismo sitio; quizá valía más no saberlo.
El señor Peggotty me sugirió en voz baja una idea que ya se me había ocurrido a mí. Saqué mi bolsa; pero me fue imposible convencerla de que aceptara nada, ni obtener de ella la promesa de que consentiría más adelante. Yo le dije que, para un hombre de su condición, míster Peggotty no era pobre, y que no podíamos resolvemos a verla emprender semejante empresa solamente con sus recursos. Fue inquebrantable, y míster Peggotty tampoco tuvo más éxito que yo; le dio las gracias con reconocimiento, pero sin cambiar de resolución.
—Encontraré trabajo —dijo—; lo intentaré.
—Acepte por lo menos entre tanto nuestra ayuda —le dije yo.
—No puedo hacer por dinero lo que les he prometido —respondió—; aunque tuviera que morirme de hambre no podría aceptarlo. Darme dinero sería como retirarme la confianza, quitarme el objetivo a que quiero dedicarme, privarme de la única cosa en el mundo que puede impedirme el tirarme al río.
—En nombre del gran Juez, ante quien apareceremos todos un día, desecha esa terrible idea. Todos podemos hacer el bien en este mundo únicamente con querer hacerlo.
Martha temblaba, y su rostro estaba todavía más pálido cuando contestó:
—Quizá han recibido ustedes del cielo la misión de salvar a una criatura miserable. No me atrevo a creerlo; no merezco esa gracia. Si consiguiera hacer un poco de bien, quizá empezaría a esperar; pero hasta ahora mi conducta ha sido mala. Por primera vez desde hace mucho tiempo deseo vivir para consagrarme a la obra que ustedes me han encargado. No sé nada más, y nada más puedo decir.
Trató de retener las lágrimas, que corrían de nuevo por su rostro, y alargando hacia míster Peggotty su mano temblorosa, le tocó como si poseyera alguna virtud bienhechora; después se alejó por la calle solitaria. Había estado enferma: se veía en su rostro pálido y delgado, en sus ojos hundidos, que revelaban grandes sufrimientos y crueles privaciones.
La seguimos de lejos hasta estar de vuelta en los barrios populosos. Yo tenía una confianza tan absoluta en ella, que insinué a míster Peggotty que quizá sería mejor no seguirla más tiempo; podría creer que queríamos vigilarla. Fue de mi opinión, y dejando a Martha que siguiera su camino, nos dirigimos hacia Highgate. Me acompañó todavía un rato, y cuando nos separarnos, rogando a Dios que bendijera aquel nuevo esfuerzo, había en su voz una tierna compasión muy comprensible.
Era media noche cuando llegué a casa. Iba a entrar, escuchando las campanadas de Saint Paul, que llegaban en medio del ruido de los relojes de la ciudad, cuando observé con sorpresa que la puerta del jardín de mi tía estaba abierta y que se veía una débil luz delante de la casa.
Pensé si sería presa de uno de sus antiguos terrores y estaría observando a lo lejos los progresos de algún incendio imaginario, y me acerqué para hablarle. ¡Cuál no sería mi asombro al ver un hombre en su jardín!
Tenía en las manos una botella y un vaso y se dedicaba a beber. Me detuve en medio de los árboles y, a la luz de la luna, que aparecía a través de las nubes, reconocí al hombre que había encontrado una vez, yendo con mi tía, en las calles de Londres, después de haber creído durante mucho tiempo que era un ser fantástico, una alucinación del pobre cerebro de míster Dick.