David Copperfield (107 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Sin responder a aquella invocación, esperamos a que se volviera a guardar el pañuelo en el bolsillo, estirado el cuello de la camisa y silbado una canción, con el aire más despreocupado para engañar a los que pasaban y que hubieran podido fijarse en sus lágrimas. Entonces le dije, muy decidido a no perderle de vista (para no perder tampoco lo que queríamos saber), que estaría encantado de presentarle a mi tía, si quería acompañarnos hasta Highgate, donde podíamos ofrecerle una cama.

—Nos hará usted un vasito de su excelente ponche, míster Micawber —le dije—, y además los recuerdos agradables le harán olvidar sus actuales preocupaciones.

—O si usted encuentra algún descanso confiando a sus amigos las causas de su angustia, míster Micawber, estamos dispuestos a escucharle —añadió prudentemente Traddles.

—Caballeros —respondió míster Micawber—, hagan de mí lo que quieran; soy una paja que lleva el océano furioso; estoy empujado en todas las direcciones por los elefantes. Ustedes perdonen, quería decir por los elementos.

Reanudamos la marcha, del brazo; tomamos el ómnibus, llegando sin dificultad a Highgate. Yo estaba muy confuso y no sabía qué hacer ni qué decir; a Traddles le ocurría lo mismo. Míster Micawber estaba sombrío. De vez en cuando hacía un esfuerzo para reponerse, y silbaba una cancioncilla; pero pronto volvía a caer en profunda melancolía, y cuanto más abatido estaba, más se retorcía el sombrero y más se estiraba el cuello de la camisa.

Nos dirigimos a casa de mi tía, mejor que a la mía, porque Dora no estaba bien. Mi tía acogió a míster Micawber con graciosa cordialidad. Míster Micawber le besó la mano, se retiró a un rincón de la ventana, y sacando el pañuelo del bolsillo se dedicó a una lucha interior contra sí mismo.

Míster Dick estaba en casa. Era naturalmente compasivo con todo el que sufría, y sabía descubrirlo tan pronto, que en cinco minutos lo menos estrechó media docena de veces la mano a míster Micawber. Este afecto, que no esperaba por parte de un extraño, conmovió de tal modo a míster. Micawber, que repetía a cada instante: «Mi querido señor, es demasiado». Y míster Dick, animado por el éxito, volvía a la carga con nuevo ardor.

—La bondad de este caballero, señora —dijo míster Micawber al oído de mi tía—, si usted me permite que saque una comparación florida del vocabulario de nuestros juegos nacionales, un poco vulgares, me traspasa; semejante recibimiento es una prueba muy sensible para un hombre que lucha, como yo, contra un montón de preocupaciones y dificultades.

—Mi amigo míster Dick —repuso mi tía con orgullo— no es un hombre vulgar.

—Estoy convencido, señora —dijo míster Micawber—. Caballero —continuó, pues míster Dick le estrechaba de nuevo las manos—, agradezco vivamente su bondad.

—¿Cómo está usted? —dijo míster Dick en tono afectuoso.

—Regular, caballero —respondió, suspirando, míster Micawber.

—No hay que dejarse abatir —dijo míster Dick—; por el contrario, trate de alegrarse como pueda.

Aquellas palabras amistosas conmovieron profundamente a míster Micawber, y míster Dick le estrechó otra vez la mano entre las suyas.

—Tengo la suerte de encontrar a veces, en el panorama tan variado de la existencia humana, un oasis en mi camino; pero nunca lo he visto de tal verdor ni tan refrescante como el que ahora se ofrece ante mis ojos.

En otro momento me hubiera hecho reír la comparación; pero estábamos todos demasiado preocupados e inquietos, y yo seguía con tanta ansiedad las incertidumbres de míster Micawber, dudando entre el deseo manifiesto de hacernos una revelación y la disposición de no revelar nada, que tenía verdaderamente fiebre. Traddles, sentado en el borde de la silla, con los ojos muy abiertos y los pelos más tiesos que nunca, miraba alternativamente al suelo y a míster Micawber, sin decir una palabra. Mi tía, mientras trataba con mucha discreción de comprender a su nuevo huésped, conservaba más presencia de ánimo que ninguno de nosotros, pues charlaba con él y le hacía charlar quisiera o no.

—Es usted un antiguo amigo de mi sobrino, míster Micawber —dijo mi tía—, y siento no haber tenido el gusto de conocerle antes.

—Señora —dijo míster Micawber—, yo también hubiera sido muy dichoso conociéndola antes, pues no he sido siempre el miserable náufrago que ahora contempla usted.

—¿Espero que mistress Micawber y toda su familia se encuentren bien, caballero? —preguntó mi tía.

Míster Micawber saludó.

—Están todo lo bien que pueden estar unos desgraciados proscritos, señora —dijo en tono desesperado.

—¡Oh Dios mío, caballero! —exclamó mi tía con su brusquedad habitual—. ¿Qué me dice usted?

—La existencia de mi familia —repuso Micawber— pende de un hilo. El que me emplea…

En esto Micawber se detuvo, con gran disgusto mío, y empezó a hablar de los limones, que yo había hecho traer a la mesa con los demás ingredientes que necesitaba para el ponche.

—El que le emplea, decía usted… —repuso míster Dick, empujándole suavemente con el codo.

—Muchas gracias, caballero —respondió Micawber—, por recordarme lo que quería decir. Pues bien, señora, aquel que me emplea, míster Heep, un día me hizo el honor de decirme que si no cobrara el sueldo del empleo que tengo a su lado no sería probablemente más que un desgraciado saltimbanqui, y que recorrería los pueblos tragándome sables y devorando llamas. Y es muy posible, en efecto, que mis hijos se vean en la necesidad de ganarse la vida haciendo contorsiones, mientras mistress Micawber toca el organillo para acompañar a esas desdichadas criaturas en sus atroces ejercicios.

Míster Micawber blandió su cuchillo con aire distraído, pero expresivo, como si quisiera decir que, felizmente, él ya no estaría allí para verlo; después se puso a mondar los limones, con expresión de angustia.

Mi tía le miraba atentamente, con el codo apoyado en la mesita. A pesar de mi repugnancia para obtener de él por sorpresa las confidencias que no parecía muy dispuesto a hacernos, quería aprovechar la ocasión para hacerlo hablar, pero no había medio. Estaba demasiado ocupado echando la corteza del limón en el agua hirviendo. Yo me daba cuenta de que estábamos en una crisis, y no se hizo esperar. De pronto lanzó lejos de sí todos sus utensilios, se levantó bruscamente y, sacando el pañuelo, se deshizo en lágrimas.

—Mi querido Copperfield —me dijo, enjugándose los ojos—, esta ocupación requiere más tranquilidad y respeto de sí mismo. Hoy no soy capaz de encargarme de ella. No hay duda.

—Míster Micawber —le dije—, ¿qué es lo que le ocurre? Hable, se lo ruego; aquí todos somos amigos.

—¡Amigos! Caballero —repitió míster Micawber, y el secreto que había contenido hasta entonces a duras penas se le escapó de pronto—, ¡Dios mío!, precisamente porque me veo rodeado de amigos estoy en este estado. ¿Lo que ocurre, lo que pasa, señores? Preguntadme más bien lo que no me pasa. Hay maldad, hay bajeza, hay desilusión, fraude, conspiraciones, y el nombre de todo ese conjunto de atrocidades es… ¡Heep!

Mi tía golpeó las manos y todos nos estremecimos como poseídos.

—No, no, basta de combates; basta de luchas conmigo mismo —dijo míster Micawber gesticulando violentamente con el pañuelo, extendiendo los dos brazos ante sí de vez en cuando, rítmicamente, como si nadara en un océano de dificultades sobrehumanas—; no podría seguir más tiempo con esta vida; soy demasiado miserable. Me han arrebatado todo lo que hace soportable la existencia; me han condenado a la incomunicación del tabú mientras he estado al servicio de ese canalla. Que me devuelvan a mi mujer y a mis hijos; que vuelvan a poner a Micawber en el lugar del desgraciado que anda hoy dentro de mis botas, y que me digan mañana que me trague un sable, y lo haré. ¡Ya veréis con qué apetito!

Nunca había visto un hombre tan exaltado. Trataba de tranquilizarle y de sacarle palabras más sensatas; pero él subía como la espuma, sin querer escucharme siquiera.

—¡No estrecharé la mano de nadie —continuó, ahogando un sollozo y resoplando como un hombre que se ahoga hasta que haya hecho trizas a esa detestable… serpiente de Heep! ¡No aceptaré de nadie hospitalidad hasta que haya decidido ir al monte Vesubio a que haga salir sus llamas… sobre ese miserable bandido de… Heep! ¡No podré tragar el… menor refresco… bajo este techo… , sobre todo, ponche… antes de haber arrancado los ojos… al ladrón, al embustero Heep! ¡No quiero ver a nadie… no quiero decir nada… yo… no quiero habitar en ninguna parte… hasta que haya reducido… a polvo impalpable a ese inmortal hipócrita, a ese eterno perjuro de Heep!

Yo empezaba a temer que míster Micawber se muriese de repente. Pronunciaba todas aquellas frases entrecortadas y con voz ahogada; y cuando se acercaba al nombre de Heep redoblaba la prisa y el ardor, y su acento apasionado tenía algo que asustaba; pero cuando volvió a dejarse caer sobre la silla, fuera de sí, mirándonos con ojos extraviados, con las mejillas violetas, la respiración cortada y la frente llena de sudor, parecía estar en el último extremo. Me acerqué a él para ayudarle; pero me apartó con un signo, y prosiguió:

—¡No, Copperfield!… ¡Nada de amistad entre nosotros… hasta que miss Wickfield… haya obtenido una reparación… de los perjuicios que le ha causado ese taimado canalla de Heep! —Estoy seguro de que no hubiese tenido fuerzas para pronunciar tres palabras si no hubiera dicho al final el nombre odioso que le devolvía valor…—. Que se guarde un secreto inviolable… Nada de excepciones… de hoy a una semana a la hora del desayuno… que todos los presentes… incluida la tía… y este excelente caballero… se encuentren reunidos en el hotel de Canterbury… Nos encontrarán a mistress Micawber y a mí… Cantaremos a coro, en recuerdo de los hermosos tiempos pasados, y… ¡desenmascararé a ese horrible bandido de Heep! No tengo nada más que decir… nada más que oír… ¡Me voy inmediatamente… pues la compañía me pesa… sobre las huellas del traidor, del canalla, del bandido de Heep!

Y después de esta última repetición de la palabra mágica que le había sostenido hasta el fin, después de haber agotado las fuerzas que le quedaban, míster Micawber se precipitó fuera de la casa, dejándonos en tal estado de inquietud, de espera y de sorpresa, que no estábamos menos palpitantes que él. Pero ni aun entonces pudo resistir a su pasión epistolar, pues todavía estábamos en el paroxismo de la excitación y de la sorpresa, cuando nos entregaron la carta siguiente, que acababa de escribir en un café de los alrededores:

Muy secreta y confidencial.

Muy querido amigo:

Le ruego me haga el favor de transmitir a su excelente tía todas mis excusas por la inquietud que he dejado aparecer delante de ella. La explosión de un volcán largo tiempo contenido ha sido la consecuencia de una lucha interior que no sabría describir. Ustedes la adivinarán.

Espero haberles hecho comprender, sin embargo, que de hoy en una semana cuento con ustedes en el café de Canterbury, allí donde hace tiempo tuvimos el honor, mistress Micawber y yo, de unir nuestras voces a la suya para repetir los acentos del hombre inmortal, alimentado y educado a la otra orilla del Tweed.

Una vez cumplido este deber y este acto de reparación, lo único que puede darme valor para mirar al prójimo de frente, desapareceré para siempre, y sólo pediré ser depositado en ese lugar de asilo universal donde duermen los oscuros antepasados. Con esta sencilla inscripción:

WILKINS MICAWBER.

Capítulo 10

El sueño de Mr. Pegotty llega a realizarse

Habían transcurrido algunos meses desde que tuvo lugar nuestra entrevista con Martha a orillas del Támesis. Yo no la había vuelto a ver; pero ella había tenido en varias ocasiones comunicación con míster Peggotty. Su celo era inútil, y no encontrábamos en nada de lo que nos decía datos que nos pusieran sobre la pista de Emily. Confieso que empezaba a dudar de poder encontrarla y que cada día estaba más convencido de que había muerto.

Por lo que yo podía apreciar, míster Peggotty seguía con la misma convicción, y su corazón no tenía nada oculto para mí. No titubeaba ni un momento; no sentía quebrantada su seguridad solemne de que terminaría por encontrarla. Su paciencia era infatigable, y aunque a veces yo temblaba ante la idea de que su desesperación fuese funesta si un día llegaba a convencerse de lo contrario, no podía por menos de estimar y respetar cada día más aquella fe sólida que nacía de su corazón puro y elevado.

No era de los que se duermen en una esperanza y en una confianza inactivas. Toda su vida había sido una vida de acción y de energía. Sabía que en todo había que cumplir fielmente el deber y no confiarse en los demás. Yo le he visto salir por la noche, a pie, para Yarmouth, por temor de que olvidasen encender la vela que iluminaba el barco. Le he visto, si por casualidad leía en algún periódico algo que pudiera relacionarse con su Emily, coger el bastón de viajero y emprender una nueva peregrinación de treinta o cuarenta leguas. Cuando le hube contado lo que sabía por medio de miss Dartle, se fue a Nápoles por mar. Todos aquellos viajes eran muy penosos, pues economizaba lo que podía por amor a Emily. Pero nunca le oí quejarse; nunca le oí confesar que estuviera cansado o deprimido.

Dora lo había visto muchas veces después de casada conmigo y le quería mucho. Le veo todavía de pie, al lado del sofá en que ella descansa; tiene la gorra en la mano; mi «mujer-niña» levanta hacia él sus grandes ojos azules, con una especie de sorpresa tímida. A menudo, por la noche, cuando tenía que hablarme, lo llevaba a fumar su pipa en el jardín; charlábamos paseando, y entonces yo recordaba su casa abandonada y todo lo que había querido a aquel viejo barco que representaba a mis ojos de niño un espectáculo tan sorprendente por la noche, cuando el fuego ardía alegremente y el viento gemía a nuestro alrededor.

Un día me dijo que la víspera había encontrado a Martha cerca de su casa y que le había dicho que no abandonara bajo ningún pretexto Londres antes de volver a verla.

—¿Y no le ha dicho por qué?

—Se lo he preguntado, señorito Davy —me contestó—; pero Martha habla muy poco, y en cuanto se lo he preguntado se ha marchado.

—¿Y le ha dicho cuándo volverá?

—No, señorito Davy —repuso, pasándose la mano por la frente, con gravedad—. Se lo he preguntado; pero me ha dicho que no me lo podía decir.

Yo había resuelto desde hacía mucho tiempo no animar aquellas esperanzas, que pendían de un hilo; por lo tanto, no hice el menor comentario; sólo añadí que seguramente la volvería a ver pronto. Y guardé para mí solo las demás reflexiones, aunque tampoco daba demasiada importancia a las palabras de Martha.

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