David Copperfield (105 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Pero ¿qué podía hacer? ¿Tratar de «formar su espíritu»? Son lugares comunes que prometen, y resolví formar el espíritu de Dora.

Me puse a la tarea inmediatamente. Cuando veía a Dora hacer la niña y tenía muchas ganas de participar de su humor, trataba de estar grave… y sólo conseguía desconcertarla y desconcertarme yo. Le hablaba de las cosas que me preocupaban ya en aquella época, le leía a Shakespeare, y entonces la cansaba hasta más no poder. Trataba de insinuarle, como por casualidad, algunas nociones útiles o algunas opiniones sensatas, y en cuanto terminaba se apresuraba a escaparse, como si la hubiera tenido presa. Por mucho que hacía para estar natural cuando quería «formar el espíritu» de mi mujercita, veía que adivinaba siempre dónde quería ir a parar y que temblaba de antemano. Era evidente que miraba a Shakespeare como un fastidio terrible. Decididamente, no se formaba deprisa.

Empleé a Traddles en aquella gran empresa, sin prevenirle, y siempre que nos venía a ver ensayaba sobre él mis máquinas de guerra para la edificación de Dora por vía indirecta. Agobiaba a Traddles con una multitud de excelentes máximas; pero toda mi sabiduría no obtenía más resultado que entristecer a Dora; siempre tenía miedo de que le tocara la vez. Hacía el papel de un maestro de escuela o de una bruja; me había convertido en la araña de aquella mosca de Dora, siempre dispuesto a lanzarme sobre ella desde el fondo de mi tela; la veía muy bien en su infinita turbación.

Sin embargo, perseveré durante meses enteros, esperando siempre que llegara un momento en que se estableciera entre nosotros una simpatía perfecta y en que hubiera por fin «formado su espíritu» a mi entero placer. Por último, creí darme cuenta de que, a pesar de toda mi resolución, y aunque me había vuelto un erizo, un verdadero puercoespín, no había adelantado nada, y pensé que quizá el espíritu de Dora estaba formado del todo ya.

Reflexionando sobre ello, me pareció tan verosímil, que abandoné mi proyecto, que no había respondido lo más mínimo a mis esperanzas, y decidí contentarme para siempre con tener una «mujer-niña» , en lugar de tratar de cambiarla sin éxito. Yo mismo estaba cansado de mi prudencia y de mi razón solitarias, y sufría al ver la violencia habitual a que había condenado a mi querida esposa. Un día le compré unos bonitos pendientes, y un collar para Jip, y volví a casa decidido a ser agradable.

Dora se quedó encantada con los regalitos y me abrazó con ternura; pero había entre nosotros una sombra, y, por ligera que fuese, yo no quería que subsistiera; me había decidido a cargar yo solo con todos los fastidios de la vida.

Me senté en el sofá, al lado de mi mujer, y le puse sus pendientes; después le dije que desde hacía algún tiempo no éramos tan buenos amigos, y que era culpa mía; que lo reconocía sinceramente. Y era la verdad.

—El caso es, Dora mía, que trataba de ser razonable.

—Y también hacerme razonable a mí, ¿no es verdad, Davy?

Le hice un signo afirmativo, mientras ella levantaba hacia mí sus hermosos ojos, y besé sus labios entreabiertos.

—Es inútil —dijo Dora, sacudiendo la cabeza para mover los pendientes—; ya sabes lo que soy y has olvidado el nombre que quería que me dieras desde el principio. Si no puedes resignarte a ello creo que no me querrás nunca. ¿Estás seguro de que no piensas alguna vez que… quizá… te hubiera valido más…?

—¿Valido más qué, querida mía? —pues se había callado.

—Nada —dijo Dora.

—¿Nada? —repetí.

Me rodeó el cuello con los brazos, riéndose y tratándose a sí misma de tontuela, como de costumbre, y escondió la cabeza en mi hombro, en medio de un verdadero bosque de bucles que me costó un trabajo infinito separar para mirarle la cara.

—¿Quieres decir que hubiera sido mejor no hacer nada para tratar de «formar el espíritu» de mi querida mujer? —dije, riendo yo también de mi feliz invención—. ¿No era esa tu pregunta? ¡Sí, yo creo que sí!

—¡Cómo! ¿Era eso lo que tratabas de hacer? —exclamó Dora—. ¡Oh qué malo!

—Pero ya no volveré a hacerlo, pues la quiero tal como es.

—¿De verdad? ¿De verdad? —me preguntó, apretándose contra mí.

—¿Para qué voy a tratar de cambiar lo que me es tan querido desde hace tanto tiempo? Nunca estás mejor que cuando eres tú misma, mi querida Dora; por lo tanto, no volveremos a hacer pruebas temerarias; recobremos nuestras antiguas costumbres para ser dichosos.

—¿Para ser dichosos? —repuso Dora—. ¡Oh, sí!, todo el día. ¿Y me prometes no enfadarte si las cosas van algo trastornadas?

—No, no; trataremos de hacerlo lo mejor posible.

—Y no volverás a decirme que estropeamos a los que nos rodean —dijo con mimo—, ¿no es verdad? ¡Está tan mal!

—No, no —dije.

—Más vale todavía que sea estúpida que desagradable, ¿no es verdad? —dijo Dora.

—Más vale ser sencillamente Dora que cualquiera del mundo.

—¡El mundo! ¡Oh mi Davy, el mundo es muy grande!

Y sacudiendo alegremente la cabeza, volvió hacia mí sus ojos encantados, se echó a reír, me abrazó y saltó para alcanzar a Jip y probarle su nuevo collar.

Así terminó mi último intento de cambiar a Dora. Había sido una equivocación el intentar cambiarla: no podía soportar mi formalidad solitaria, no podía olvidar cómo me había pedido que la llamara mi "mujer-niña". En el futuro, pensaba, trataría de mejorar lo más posible las cosas, pero sin ruido; esto no era muy fácil: estaba siempre expuesto a volver a mi papel de araña que espía desde el fondo de su tela.

Y ninguna sombra debía volverse a poner entre nosotros; ya sólo debían pesar sobre mi corazón. ¡Van a ver ustedes cómo!

El sentimiento penoso que había concebido hacía tiempo se extendió desde entonces sobre mi vida entera, más profundo quizá que en el pasado, pero más vago que nunca, como el acento quejoso de una música triste que oyera vibrar en medio de la noche. Amaba tiernamente a mi mujer y era dichoso; pero la felicidad que gozaba no era la que había yo soñado: siempre me faltaba algo.

Decidido a cumplir la promesa que me había hecho a mí mismo de poner en este papel el relato fiel de mi vida, me examino cuidadosamente, sinceramente, para poner a la vista todos los secretos de mi corazón. Lo que me faltaba lo miraba todavía y lo había mirado siempre como un sueño de mi imaginación, un sueño que no podía realizarse. Sufría como sufren, poco más o menos, todos los hombres al sentir que era una quimera imposible. Pero a pesar de todo no podía por menos de decirme que más hubiese valido que mi mujer me ayudara más, que participara de todos mis pensamientos, en lugar de dejarme a mí solo todo el peso. Hubiese podido hacerlo y no lo hacía. Eso estaba obligado a reconocerlo.

Dudaba entre dos conclusiones que no podían conciliarse: o bien lo que sentía era general, inevitable, o bien era una cosa particular mía, de la que me hubiese podido librar. Cuando pensaba en aquellos castillos en el aire, en aquellos sueños de mi juventud, que no podían realizarse, reprochaba a la edad madura ser menos rica en felicidad que la adolescencia, y entonces aquellos días de felicidad al lado de Agnes, en su vieja casa, se levantaban ante mí como espectros del tiempo pasado, que podrían resucitar quizá en otro mundo, pero que yo no podía esperar revivir aquí abajo.

A veces otro pensamiento me atravesaba el espíritu: ¿Qué hubiese sucedido si Dora y yo no nos hubiéramos conocido nunca? Pero Dora estaba tan mezclada en mi vida, que era una idea fugitiva, que pronto volaba lejos, como el hilo de la Virgen, que flota y desaparece en el aire.

La quería siempre. Los sentimientos que describo aquí dormitaban en el fondo de mi corazón; apenas tenía consciencia de ellos. No creo que tuvieran ninguna influencia sobre mis palabras ni sobre mis acciones. Yo llevaba el peso de todas nuestras pequeñas preocupaciones, de nuestros proyectos; Dora seguía dándome las plumas, y los dos sentíamos que las cosas así estaban repartidas lo mejor que podían estarlo. Me quería y estaba orgullosa de mí; y cuando Agnes le escribía que mis antiguos amigos se regocijaban con mis éxitos, cuando le decía que al leerme le parecía oír mi voz, Dora tenía lágrimas de alegría en los ojos, me llamaba su querido, su ilustre, su viejo marido.

«El primer movimiento de un corazón indisciplinado.» Aquellas palabras de mistress Strong me volvían sin cesar al espíritu, las tenía siempre presentes. Por la noche las encontraba al despertarme; en mis sueños las leía escritas en las paredes de la casa. Pues ahora sabía que mi corazón no había conocido disciplina cuando se había enamorado de Dora, y que hoy mismo, si estuviera mejor disciplinado, no hubiese sentido, después de nuestro matrimonio, los sentimientos de que hacía secreta experiencia.

«No hay matrimonio más desacertado que aquel en que no hay comunión de ideas ni de carácter.» Tampoco había olvidado aquellas palabras. Había tratado de moldear a Dora a mi carácter, y no lo había conseguido. No me quedaba más remedio que hacerme yo al carácter de Dora, compartir con ella lo que pudiera y contentarme, llevando el resto sobre mis hombros. Esa era la disciplina a que tenía que someter mi corazón. Gracias a aquellas resoluciones, mi segundo año de matrimonio fue mucho más dichoso que el primero, y, lo que valía más todavía, la vida de Dora era un rayo de sol.

Pero al transcurrir aquel año había disminuido la fuerza de Dora. Yo había esperado que manos más delicadas que las mías vinieran a ayudarme a modelar su alma y que la sonrisa de un nene hiciera de mi «mujer-niña» una mujer. ¡Vana esperanza! El pequeño espíritu que debía bendecir nuestra casa se estremeció un momento en la puerta de su prisión y después voló al cielo, sin conocer siquiera su cautiverio.

—Cuando pueda empezar a correr como antes, tía —decía Dora—, haré salir a Jip; se está volviendo muy pesado y muy perezoso.

—Sospecho, querida —dijo mi tía, que trabajaba tranquilamente al lado de mi mujer—, que tiene una enfermedad más grave que la pereza: es la edad, Dora.

—¡Cree usted que es viejo! ¡Oh qué cosa tan extraña, que Jip sea viejo!

—Es una enfermedad a la que estamos expuestos todos, pequeña, a medida que avanzamos en la vida. Yo me resiento de ella más que nunca, te lo aseguro.

—Pero Jip —dijo Dora mirándole con compasión—, ¿el pequeño Jip también? ¡Pobrecito mío!

—Yo creo que todavía vivirá mucho tiempo, Capullito —dijo mi tía, besando a Dora, que se había inclinado sobre el borde del sofá para mirar a Jip. (El pobre animal respondía a sus caricias sosteniéndose en las patas traseras, y se esforzaba, a pesar de su asma, en subirse encima de su ama.)

—Este invierno haré forrar de franela su caseta, y estoy segura de que para la primavera próxima estará mejor que nunca, como las flores.

¡Horroroso animalito! —exclamó mi tía—. Si estuviera dotado de tantas vidas como los gatos, y a punto de perderlas todas, creo que verdaderamente utilizaría su último suspiro para ladrar contra mí.

Dora le había ayudado a subirse al sofá, desde donde parecía desafiar a mi tía, con tal furia, que no quería estarse quieto y no dejaba de ladrar de medio lado. Cuanto más lo miraba mi tía, más la provocaba él, sin duda porque hacía poco que se había puesto anteojos, y Jip, por razones conocidas sólo por él, consideraba aquello como un insulto personal.

A fuerza de persuasión Dora había conseguido hacerle echarse a su lado y, cuando ya estaba tranquilo, acariciaba con dulzura sus largas orejas, repitiendo con aire pensativo: «Tú también, mi pequeño Jip; ¡pobrecito!».

—Todavía está bastante bien —dijo alegremente mi tía—: la vivacidad de sus antipatías demuestra que no ha perdido fuerzas; tiene muchos años ante sí, te lo aseguro; pero si quieres un perro que corra tanto como tú, Capullito, Jip ha vivido ya demasiado para ese oficio. Yo te regalaré otro.

—Gracias, tía —dijo débilmente Dora—; pero no lo hagas, te lo ruego.

—¿No? —dijo mi tía quitándose las gafas.

—No quiero más perro que Jip —dijo Dora—. Sería demasiada crueldad. Además, nunca podría querer a otro perro como quiero a Jip; no me conocería desde mi boda, no sería el que ladraba cuando llegaba Davy a nuestra casa. ¡Temo mucho, tía, que no podría querer a otro perro como a Jip!

—Tienes razón —dijo mi tía, acariciando a Dora en la mejilla—, tienes razón.

—No se enfada conmigo, ¿verdad? —dijo Dora.

—Pero ¡vaya una tontería! —exclamó mi tía, mirándola con ternura—. ¿Cómo puedes suponer que me enfade?

—¡Oh, no! No lo creo —respondió Dora—; únicamente estoy un poco cansada, y eso es lo que me pone tan tonta. Siempre soy una tontuela; pero el hablar de Jip me ha puesto todavía más tonta. Me ha conocido toda mi vida; sabe todo lo que me ha sucedido, ¿no es verdad, Jip?

Jip se apretaba contra su ama, lamiéndole lánguidamente la mano.

—Todavía no eres bastante viejo para abandonar a tu ama, ¿verdad, Jip? —dijo Dora—. Todavía nos haremos compañía durante algún tiempo.

¡Mi pequeña Dora! Cuando bajó a la mesa al domingo siguiente y estuvo tan encantadora con Traddles, que comía con nosotros todos los domingos, pensamos que al cabo de unos días volvería a correr por todas partes como antes. Nos decían: «Esperen todavía algunos días», y después: «Esperen algunos días más»; pero no se ponía a correr, ni siquiera a andar. Estaba muy bonita y muy alegre; pero sus piececitos, que antes danzaban tan alegres alrededor de Jip, seguían débiles e inmóviles.

Tomé la costumbre de bajarla en brazos todas las mañanas y de volver a subirla lo mismo todas las noches. Pasaba sus brazos alrededor de mi cuello y reía a lo largo del camino como si hubiera sido una apuesta. Jip nos precedía ladrando y se detenía sofocado en el descansillo para ver si llegábamos. Mi tía, la mejor y más alegre de las enfermeras, nos seguía con todo un cargamento de chales y de almohadas. Míster Dick no hubiese cedido a nadie el derecho de abrir la marcha con una luz en la mano. Traddles se quedaba al pie de la escalera, recibiendo todos los mensajes locos que le encargaba Dora para la muchacha más encantadora del mundo. Parecía una alegre procesión, y mi «mujer-niña» era la más alegre de todos.

Pero a veces, cuando la cogía en mis brazos y la sentía cada vez más ligera, un vago sentimiento de tristeza se apoderaba de mí; me parecía que iba hacia un país glacial desconocido, y aquella idea ensombrecía mi vida. Trataba de ahogar aquel pensamiento; me lo ocultaba a mí mismo; pero una noche, después de oír gritar a mi tía: «¡Buenas noches, Capullito!» , me quedé solo ante mi pupitre, y lloré, pensando: «¡Oh qué nombre fatal! ¡Si fuera a secarse en su tallo, como las flores!».

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